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DOLCE

1

En casa de los Angellier estaban poniendo a buen recaudo los documentos familiares, la plata y los libros: los alemanes habían llegado a Bussy. Era la tercera vez que ocupaban el pueblo desde la derrota. Ese domingo de Pascua, a la hora de la misa mayor, caía una lluvia fría. Ante la puerta de la iglesia, un pequeño melocotonero agitaba tristemente sus ramas en flor. Los alemanes avanzaban en fila de a ocho; llevaban uniformes de campaña y cascos de metal. Sus rostros tenían la expresión neutra e impenetrable del soldado en campaña, pero sus ojos interrogaban furtivamente, con curiosidad, las grises fachadas del pueblo en que iban a vivir. En las ventanas no se veía a nadie. Al pasar frente a la iglesia oyeron los acordes del órgano y el rumor de las oraciones, pero un fiel se asomó despavorido y cerró la puerta. El ruido de las botas reinó en solitario. Tras el primer destacamento apareció un oficial a caballo; el hermoso animal de pelo tordo parecía furioso por verse forzado a mantener un paso tan lento; posaba los cascos en el suelo con rabiosa precaución, se estremecía, relinchaba y agitaba la orgullosa testa. Enormes carros de combate grises martillearon el empedrado. A continuación venían los cañones sobre sus plataformas giratorias, en cada una de las cuales iba tumbado un soldado, con los ojos a la altura de la cureña. Había tantos que en las bóvedas de la iglesia no dejó de sonar una especie de ininterrumpido trueno durante todo el sermón. Las mujeres suspiraban en la penumbra. Cuando cesó aquel fragor de bronce, aparecieron los motociclistas, rodeando el coche del comandante. Tras ellos, a prudente distancia, los camiones, cargados hasta los topes de gruesos chuscos de pan negro, hicieron vibrar las vidrieras. La mascota del regimiento, un delgado y silencioso perro lobo adiestrado para la guerra, acompañaba a los jinetes que cerraban la marcha y, fuera porque formaban un grupo privilegiado dentro del regimiento o porque estaban muy lejos del comandante, que no podía verlos, o por cualquier otra razón que escapaba a los franceses, se comportaban de un modo más natural, más relajado que sus camaradas. Hablaban entre sí. Reían. El teniente que los mandaba miró sonriendo el humilde y tembloroso melocotonero en flor, azotado por el áspero viento, y arrancó una ramita. A su alrededor no veía más que ventanas cerradas. Se creía solo. Pero, detrás de cada postigo entornado, unos ojos de anciana, penetrantes como flechas, espiaban al vencedor. En el fondo de habitaciones invisibles, las voces susurraban:

– ¡Lo que hay que ver!

– Estropear nuestros árboles… ¡Desgraciado!

Una boca desdentada cuchicheó:

– Dicen que éstos son los peores. Dicen que han hecho barbaridades antes de venir aquí.

– Nos quitarán hasta las sábanas -pronosticó un ama de casa-. ¡Las sábanas que heredé de mi madre, Dios mío! Se quedan todo lo bueno.

El teniente gritó una orden. Todos los soldados parecían muy jóvenes; tenían la tez rubicunda y el pelo dorado; montaban magníficos caballos, rollizos, bien alimentados, de anchas y relucientes grupas. Los dejaron atados alrededor del monumento a los caídos de la plaza, rompieron filas y se dispersaron. El pueblo se llenó de ruido de botas, sonido de palabras extranjeras, tintineo de espuelas y entrechocar de armas. En las casas, las familias pudientes escondían la ropa blanca.

Las Angellier -la madre y la mujer de Gastón Angellier, prisionero en Alemania- estaban acabando de esconderlo todo. La señora Angellier, una anciana pálida, arrugada, frágil y seca, guardaba personalmente los volúmenes de la biblioteca, tras leer en voz baja cada título y acariciar piadosamente cada tapa con la palma de la mano.

– Ver los libros de mi hijo en manos de un alemán… -murmuró-. Antes los quemo.

– Pero ¿y si piden las llaves de la biblioteca? -gimió la gruesa cocinera.

– Me la pedirán a mí -repuso la señora Angellier, e, irguiendo el cuerpo, se dio un leve golpe en el bolsillo cosido en el interior de su falda de lana negra; el manojo de llaves que siempre llevaba encima tintineó-. Y no me la pedirán dos veces -añadió con expresión sombría.

Bajo su dirección, Lucile Angellier, su nuera, retiró las chucherías que adornaban la repisa de la chimenea, pero dejó un cenicero. En un primer momento, la señora Angellier se opuso.

– Arrojarán la ceniza a la alfombra -le hizo notar Lucile, y su suegra apretó los labios, pero cedió.

La anciana tenía una cara tan blanca y transparente que parecía no quedarle una sola gota de sangre bajo la piel, cabellos blancos como la nieve y una boca tan fina como el filo de un cuchillo y del color casi lila de una rosa marchita. Un cuello alto, a la antigua, de muselina malva, con armazón de ballenas, disimulaba sin ocultarlas las afiladas clavículas y una garganta que palpitaba de emoción como el buche de un lagarto. Cuando se oían los pasos de un soldado alemán junto a la ventana, la anciana se estremecía como una hoja, desde la punta de los pequeños pies, calzados con puntiagudos botines, hasta la cabeza, coronada por venerables crenchas.

– Deprisa, deprisa, ya vienen -susurraba.

En la sala no quedó más que lo estrictamente necesario; ni una flor, ni un cojín ni un cuadro. El álbum familiar fue a parar al enorme armario de la ropa blanca, para sustraer a las sacrílegas miradas del enemigo a la tía Adélaïde en traje de primera comunión y al tío Jules desnudo en un almohadón a los seis meses. Habían puesto a cubierto hasta el juego de chimenea, así como dos floreros Louis-Philippe de porcelana con forma de papagayo y una guirnalda de rosas en el pico, regalo de boda de una pariente que venía de visita de tarde en tarde y a la que no se quería ofender haciéndolos desaparecer; sí, hasta esos dos floreros, de los que Gastón solía decir: «El día que la criada los rompa de un escobazo, le subo el sueldo.» Habían sido regalados por manos francesas, contemplados por ojos franceses, desempolvados por plumeros hechos en Francia, y jamás serían manchados por el contacto de un alemán. ¡Y el crucifijo! ¡Seguía en una esquina del dormitorio, encima del canapé! La señora Angellier en persona lo retiró y se lo colgó sobre el pecho, bajo el pañuelo de encaje.

– Creo que está todo -dijo al fin.

La anciana recapituló mentalmente: los muebles del salón grande, retirados; las cortinas, descolgadas; las provisiones, escondidas en el cobertizo en que el jardinero guardaba las herramientas -¡oh, los enormes jamones ahumados y cubiertos de ceniza, las jarras de mantequilla fundida, de mantequilla salada, de fina y pura manteca de cerdo, los gruesos y veteados salchichones!-, todos sus bienes, todos sus tesoros… El vino dormía enterrado en la bodega desde el día en que las tropas inglesas habían reembarcado en Dunkerque. El piano estaba cerrado con llave; la escopeta de caza de Gastón, en un escondite inmejorable. Todo estaba en orden. Sólo quedaba esperar al enemigo. Pálida y muda, la anciana señora Angellier entornó los postigos con manos temblorosas, como en la habitación de un muerto, y salió seguida por Lucile.

Lucile era una joven rubia de ojos negros, muy hermosa pero callada, discreta, «un tanto distraída», según su suegra. La habían escogido por las relaciones de su familia y por su dote. Su padre era un gran terrateniente de la región; pero se había embarcado en desafortunadas especulaciones y había comprometido su fortuna e hipotecado sus tierras, de modo que el matrimonio no había sido el éxito que se esperaba. Además, no había tenido hijos.

Las dos mujeres entraron en el comedor. La mesa estaba puesta. Eran más de las doce, pero sólo en la iglesia y el ayuntamiento, obligados a marcar la hora alemana. Todos los hogares franceses retrasaban sus relojes sesenta minutos, por sentido del honor, y todas las mujeres francesas decían en tono despectivo: «En nuestra casa no vivimos a la hora de los alemanes.» En determinados momentos de la jornada, esa circunstancia dejaba grandes lapsos vacíos sin empleo, posible, como aquél, que se extendía entre el final de la misa de los domingos y el comienzo del almuerzo y se hacía interminable. No se podía leer. En cuanto veía a Lucile con un libro en las manos, la anciana señora Angellier la miraba con una expresión de asombro y desaprobación: «Pero bueno, ¿ya estás leyendo? -Tenía una voz suave y distinguida, delicada como el suspiro de un arpa-. ¿Es que no tienes nada que hacer?» Pues no, no tenía nada que hacer. Era domingo de Pascua. Tampoco se podía hablar. Entre aquellas dos mujeres, cualquier tema de conversación era como una zarza: si no había más remedio que tocarlo, se hacía con infinita prudencia para no pincharse las manos. Cada palabra que se pronunciaba en su presencia llevaba a la mente de la anciana el recuerdo de una desgracia, de una pelea familiar, de una antigua afrenta que Lucile ignoraba. Tras cada frase apenas musitada, la señora Angellier se interrumpía y miraba a su nuera con una expresión vaga, dolorida y asombrada, como si pensara: «Su marido está prisionero de los alemanes, ¿y ella puede respirar, moverse, hablar, reír? Es extraño…» Apenas aceptaba que el nombre de Gastón surgiera entre ellas. El tono de Lucile nunca era el que habría debido ser. Unas veces le parecía demasiado triste: ¡ni que hablara de un muerto! Su deber de mujer, de esposa francesa, era sobrellevar la separación con coraje, como ella, que la había sobrellevado en 1914, y desde la mañana siguiente a su noche de bodas, o casi. En cambio, otras veces, cuando Lucile murmuraba palabras de consuelo, la anciana pensaba con amargura: «¡Ah, cómo se nota que nunca lo ha querido! Siempre lo había sospechado, pero ahora lo veo claro, estoy segura. Hay tonos que no engañan. Es una mujer fría e indiferente. A ella no le falta de nada, mientras que mi hijo, mi pobre niño…» Se imaginaba el campo de prisioneros, el alambre de espino, los carceleros, los centinelas… Los ojos se le llenaban de lágrimas y, con voz ahogada, decía:

– No hablemos de él…

Y, sacando del bolso un pañuelo fino y limpio que siempre tenía a mano por si le recordaban a Gastón o las desgracias de Francia, se secaba muy delicadamente las comisuras de los ojos, con el mismo gesto con que se limpia una mancha de tinta con papel secante.

Así que, inmóviles y silenciosas junto a la chimenea apagada, suegra y nuera siguieron esperando.

2

Los alemanes habían tomado posesión de sus alojamientos y estaban familiarizándose con el pueblo. Los oficiales iban solos o de dos en dos, haciendo resonar las botas sobre el empedrado con la cabeza muy alta; los soldados formaban grupos ociosos que recorrían la única calle de la localidad de punta a punta o daban vueltas por la plaza, alrededor del viejo crucifijo. Cuando uno se paraba, toda la cuadrilla lo imitaba, y la larga fila de uniformes verdes cerraba el paso a los vecinos, que automáticamente se calaban la gorra todavía más, daban media vuelta y se alejaban a la chita callando por las pequeñas y tortuosas callejas que llevaban a los campos. Vigilado por dos suboficiales, el guarda forestal pegaba carteles en los principales edificios del pueblo. Eran anuncios diversos: unos representaban a un militar alemán muy rubio que sonreía de oreja a oreja enseñando unos dientes perfectos mientras repartía pan con mantequilla a un grupo de niños franceses; la leyenda decía: «¡Civiles abandonados, confiad en los soldados del Reich!» Otros ilustraban la opresión ejercida por los ingleses en el mundo y la odiosa tiranía de los judíos mediante caricaturas o gráficos. Pero la mayoría estaban encabezados por la palabra Verboten: «Prohibido» Estaba prohibido circular por la calle entre las nueve de la noche y las cinco de la mañana, tener armas de fuego en casa, prestar «refugio, ayuda o auxilio» a prisioneros evadidos, ciudadanos de países enemigos de Alemania o militares ingleses, escuchar emisoras extranjeras, rechazar el dinero alemán… Y al pie de cada cartel se leía la misma advertencia, escrita en caracteres negros y subrayada dos veces: «Bajo pena de muerte.»

Entretanto, los comerciantes habían abierto sus tiendas. En la primavera de 1941, en provincias, los productos todavía no escaseaban. La gente tenía suficientes existencias de telas, zapatos o víveres, y estaba dispuesta a venderlas. Los alemanes no eran exigentes; les colocarían todas las antiguallas: corsés que databan de la otra guerra, botines de 1900, ropa interior con banderitas y torres Eiffel bordadas (originalmente destinadas a los ingleses)… Todo les parecía bien.

A los habitantes de los países ocupados, los alemanes les inspiraban miedo, aversión y el socarrón deseo de engañarlos, de aprovecharse de ellos, de sacarles el dinero.

«En cualquier caso es nuestro… el que nos han quitado», se decía la tendera ofreciendo una libra de ciruelas pasas agusanadas con su mejor sonrisa a un militar del ejército invasor y cobrándole el doble de lo que valían.

El soldado examinaba la mercancía con cara de desconfianza; se olía el fraude, pero, intimidado por la imperturbable expresión de la tendera, se callaba. El regimiento había estado destinado en una pequeña ciudad del norte, devastada y desprovista de todo desde hacía tiempo. En aquella rica región del centro, el soldado volvía a ver cosas que deseaba. Sus ojos se iluminaban ante los escaparates. Aquellos muebles de pino tea, aquellos trajes de confección, aquellos juguetes, aquellos vestiditos rosa, le recordaban las dulzuras de la vida civil. La tropa iba de tienda en tienda, seria, pensativa, haciendo sonar las monedas en los bolsillos. A espaldas de los soldados, o por encima de sus cabezas, de ventana a ventana, los franceses intercambiaban escuetas señas, alzaban los ojos al cielo, meneaban la cabeza, sonreían, esbozaban leves muecas de burla o desafío, desplegaban todo un repertorio de gestos que expresaban, alternativamente, que en trances así había que tener fe en Dios, pero que el propio Dios… Que no pensaban renunciar a su libertad, al menos, a su libertad de pensar, ya que no a la de hablar o actuar; que aquellos alemanes no eran demasiado listos, puesto que tomaban por auténtica la amabilidad con que los trataban, con que se veían obligados a tratarlos, visto que eran los dueños de la situación. «Nuestros dueños», decían las mujeres, y miraban al enemigo con una especie de odio concupiscente. (¿Enemigos? Por supuesto, pero hombres, y jóvenes…) Sobre todo, les encantaba engañarlos. «Creen que los queremos, pero a nosotras lo que nos interesa son los salvoconductos, la gasolina, los permisos», pensaban las que ya habían convivido con el ejército de ocupación en París o en las grandes ciudades de provincias, mientras que las ingenuas campesinas bajaban tímidamente los ojos ante las miradas de los alemanes.

Nada más entrar en los cafés y antes de sentarse, los soldados se desabrochaban los cinturones y los arrojaban sobre los veladores de mármol. En el Hôtel des Voyageurs, los suboficiales reservaron el salón principal para utilizarlo como comedor. Era una sala alargada y oscura de mesón de pueblo. Sobre la pared del fondo, dos banderas rojas adornadas con la cruz gamada ocultaban la parte superior del marco dorado del gran espejo, esculpido con amorcillos y antorchas. Pese a lo avanzado de la estación, la estufa seguía encendida. Varios hombres habían acercado las sillas y se calentaban con una expresión de beatífica modorra. De vez en cuando, la enorme y enrojecida estufa negra quedaba envuelta en una acre humareda, pero los alemanes no se inmutaban. Se acercaban todavía más para secarse el uniforme y las botas, y miraban pensativamente alrededor, con una expresión a un tiempo aburrida y vagamente ansiosa que parecía decir: «Hemos visto tantas cosas… Veremos qué pasa aquí…»

Eso, los más viejos, los más sensatos. Los jóvenes le guiñaban el ojo a la criada, que, diez veces por minuto, levantaba la trampilla de la bodega, se perdía en las tinieblas subterráneas y retornaba a la luz sujetando en una mano diez botellas de cerveza y en la otra una caja de botellas de espumoso («Sekt!-reclamaban los alemanes-. Mademoiselle, por favor, champán francés… Sekt!»).

La criada -redonda, carillena y colorada- recorría las mesas a paso ligero. Los soldados la recibían con una sonrisa. Ella, indecisa entre las ganas de devolvérsela porque eran jóvenes y el miedo al qué dirán porque eran alemanes, fruncía el entrecejo y apretaba severamente los labios, sin poder evitar que el regocijo interior le excavara dos hoyuelos en los carrillos. ¡Cuántos hombres, Dios mío! Cuántos hombres para ella sola, porque en los otros sitios quienes servían eran las hijas de los dueños, que no les quitaban ojo, mientras que ella… La miraban y hacían ruido de besos con los labios. Recurriendo a un resto de pudor, ella fingía no oírlos y de vez en cuando respondía para su coleto:

– ¡Vale, vale, ya va! ¡Sí que tenéis prisa!

Si le hablaban en alemán, replicaba, muy digna:

– ¿Entiendo yo vuestra jerigonza, eh?

Pero las puertas, abiertas de par en par, seguían dejando pasar una incesante sucesión de uniformes verdes, y la criada, que cada vez se sentía más aturdida, como achispada, sin fuerzas para resistir, ya no respondía al calenturiento asedio de la muchachería más que con débiles protestas:

– Pero bueno, ¿queréis dejarme en paz de una vez? ¡Menudos salvajes!

Otros militares hacían rodar las bolas de billar sobre el tapete verde. La barandilla de la escalera, los alféizares de las ventanas y los respaldos de las sillas estaban cubiertos de cinturones, gorras, pistolas y cartucheras.

Entretanto, las campanas tocaban a vísperas.

3

Cuando las Angellier salían para asistir a vísperas, el oficial que se alojaría en su casa entraba en ella. Se cruzaron en el umbral. El alemán dio un taconazo y saludó. La anciana señora Angellier palideció aún más y, haciendo un esfuerzo, le concedió una muda inclinación de la cabeza. Lucile levantó los ojos y, por un instante, el oficial y ella se miraron. En un segundo, un tropel de ideas cruzó su mente. «¿Y si fuera él quien hizo prisionero a Gastón? ¿A cuántos franceses habrá matado, Dios mío? ¿Cuántas lágrimas se habrán vertido por su culpa? Aunque lo cierto es que, si la guerra se hubiera desarrollado de otro modo, ahora Gastón podría estar entrando en una casa alemana como dueño y señor. Es la guerra, este joven no tiene la culpa.»

Era delgado, de manos bonitas y ojos grandes. Lucile se fijó en sus manos porque estaba sosteniéndoles la puerta. Llevaba un anillo con una piedra oscura y opaca en el anular; un rayo de sol surgido entre dos nubes arrancó un destello púrpura a la piedra y acarició aquel rostro de piel rojiza, curtida por la intemperie y cubierta de un vello suave como el de un melocotón de viña. Los pómulos eran prominentes, de un modelado fuerte y delicado, y la boca, fina y orgullosa. Lucile acortó el paso a su pesar; no podía dejar de mirar aquella mano grande y suave de largos dedos (se la imaginaba sosteniendo un pesado revólver negro, o una metralleta, o una granada, cualquier arma que repartiera muerte con indiferencia), aquel uniforme verde (¿cuántos franceses habrían pasado la noche en vela esperando ver aparecer entre las sombras de unos matorrales un uniforme así?) y aquellas relucientes botas… Se acordó de los soldados del derrotado ejército francés que, un año antes, habían atravesado el pueblo en su huida, sucios, agotados, arrastrando por el polvo sus pesados zapatones. Oh, Dios mío, eso era la guerra… Un soldado enemigo nunca parecía estar solo -un ser humano frente a otro ser humano-, sino acompañado, rodeado por un innumerable ejército de fantasmas, el ejército de los ausentes y los muertos. No se hablaba con un hombre, sino con una muchedumbre invisible; de tal modo que ninguna frase se decía sin más, y tampoco se escuchaba sin más; siempre se tenía esa sensación de no ser más que una boca que hablaba por muchas otras bocas mudas.

«¿Y él? ¿Qué piensa él? -se preguntó Lucile-. ¿Qué siente al poner los pies en esta casa francesa cuyo dueño está ausente, hecho prisionero por él o por sus camaradas? ¿Nos compadece? ¿Nos odia? ¿O entra aquí como en una fonda, pensando solamente si la cama será cómoda y la criada, joven?» Hacía rato que la puerta se había cerrado detrás del oficial; Lucile había seguido a su suegra, había entrado en la iglesia, se había arrodillado en su banco… Pero no podía olvidar al soldado enemigo. Ahora estaba solo en la casa; se había reservado el despacho de Gastón, que tenía una salida independiente. Comería fuera; no lo vería, aunque oiría sus pasos, su voz, su risa. ¡Sí, él podía reír! Estaba en su derecho. Lucile miró a su suegra, que permanecía inmóvil, con la cara oculta entre las manos, y por primera vez aquella mujer a la que no quería le inspiró piedad y una vaga ternura. Se inclinó hacia ella y le dijo con suavidad:

– Recemos el rosario por Gastón, madre.

La anciana asintió con la cabeza. Lucile empezó a rezar con un fervor sincero, pero poco a poco sus pensamientos se le escapaban y regresaban a un pasado cercano y lejano a un tiempo, sin duda debido al siniestro paréntesis de la guerra. Volvía a ver a su marido, aquel hombre grueso y hastiado que sólo se apasionaba por el dinero, las tierras y la política local. Nunca lo había amado. Se había casado con él porque así lo deseaba su padre. Nacida y criada en el campo, lo único que conocía del mundo era lo que había visto durante sus breves estancias en París, en casa de una pariente anciana. La vida en esas provincias del centro es opulenta y salvaje; cada cual vive encerrado en su casa, en su propiedad, recoge su trigo y cuenta su dinero. Las largas comilonas y la partidas de caza ocupan el tiempo libre. Para Lucile, el pueblo, con sus adustas casas protegidas por puertas tan gruesas como las de una prisión, sus salones atestados de muebles, siempre cerrados y helados para ahorrarse el fuego, era la imagen de la civilización. Dejó la casa paterna, perdida en medio del bosque, con un jubiloso entusiasmo ante la idea de vivir en el pueblo, de tener coche, de ir a comer a Vichy de vez en cuando… Educada severa y religiosamente, la adolescente no había sido infeliz, porque para entretenerse le bastaban el jardín, las tareas domésticas y una enorme y húmeda biblioteca llena de libros apolillados que leía a escondidas. Se había casado; había sido una esposa dócil y fría. Gastón Angellier sólo tenía veinticinco años en el momento de la boda, pero aparentaba esa prematura madurez que la vida sedentaria, los excelentes y pesados alimentos con que se atiborra, el abuso del vino y la falta de cualquier emoción viva y auténtica dan al hombre de provincias. Es una seriedad engañosa que sólo afecta a las costumbres y las ideas del individuo, en cuyo interior sigue bullendo la espesa y caliente sangre de la juventud.

En uno de sus viajes de negocios a Dijon, donde había estudiado, Gastón Angellier se encontró con una antigua amante, una modista con la que hacía años que había roto; se encaprichó de ella por segunda vez y con más vehemencia que la anterior; le hizo un hijo; le alquiló una casita en las afueras y se las arregló para pasar la mitad de su vida en Dijon. Lucile lo sabía todo, pero callaba, por timidez, desprecio o indiferencia. Después había estallado la guerra…

Y ahora, desde hacía un año, Gastón estaba prisionero. «Pobrecillo. Lo estará pasando mal -pensaba Lucile mientras las cuentas del rosario se deslizaban maquinalmente entre sus dedos-. ¿Qué será lo que más echa de menos? Su mullida cama, sus buenas comidas, su amante…» Le habría gustado poder darle todo lo que había perdido, todo lo que le habían quitado… Sí, todo, incluida aquella mujer… Eso, la espontaneidad y la sinceridad de ese sentimiento, le hizo comprender el vacío de su corazón; nunca había estado henchido de amor ni de celosa aversión. A veces, su marido la trataba con rudeza. Ella le perdonaba sus infidelidades, pero él nunca había olvidado las especulaciones de su suegro. Lucile volvió a oír las palabras que en más de una ocasión habían hecho que se sintiera abofeteada: «¡Anda, que si llego a saber antes que la moza no tenía dinero!»

Lucile bajó la cabeza. No, en su corazón ya no había resentimiento. Lo que su marido debía de haber pasado después de la derrota, los últimos combates, la huida, la captura, las marchas forzadas, el frío, el hambre, los muertos a su alrededor y ahora el campo de prisioneros, lo borraba todo. «Que vuelva y recupere todo lo que le gustaba: su habitación, sus zapatillas forradas, los paseos por el jardín al amanecer, los melocotones frescos recién cogidos en la espaldera y las buenas comidas, los grandes fuegos crepitantes, todos sus placeres, los que ignoro y los que adivino, que los recupere! No pido nada para mí, pero me gustaría verlo feliz. ¿Y yo?»

En su ensimismamiento, el rosario se le escapó de las manos y cayó al suelo; de pronto, se dio cuenta de que todo el mundo estaba de pie, de que el oficio tocaba a su fin. Fuera, los alemanes paseaban por la plaza. Los galones de plata de sus uniformes, sus ojos claros, sus rubias cabezas, las hebillas metálicas de sus cinturones brillaban al sol y daban al polvoriento terrero de delante de la iglesia, encerrado entre altos muros (las ruinas de las antiguas murallas), una alegría, una animación, una vida nueva. Los alemanes paseaban los caballos. Habían organizado una comida al aire libre: la mesa y los bancos estaban hechos con tablas requisadas en el taller del ebanista, que las destinaba a hacer ataúdes. Los soldados comían y miraban a los lugareños con divertida curiosidad. Era evidente que los once meses de ocupación no habían bastado para aburrirlos de los franceses; aún los observaban con el regocijado asombro de los primeros días, los encontraban graciosos, raros, no se acostumbraban a su atropellado parloteo, trataban de adivinar si los odiaban, los toleraban, los apreciaban… Sonreían a las chicas con disimulo, y ellas pasaban de largo, dignas y desdeñosas (¡era el primer día!). Así que los alemanes bajaban los ojos hacia la chiquillería que los rodeaba: todos los chavales del pueblo estaban allí, fascinados por los uniformes, los caballos y las botas altas. Las madres se desgañitaban, pero no las oían. Con los dedos sucios, tocaban furtivamente la gruesa tela de las guerreras. Los alemanes les hacían señas de que se acercaran y les llenaban las manos de caramelos y calderilla.

Pese a todo, en el pueblo reinaba la acostumbrada paz dominical; los alemanes ponían una nota extraña en el cuadro, pero el fondo seguía siendo el mismo, pensaba Lucile. Había habido momentos de tensión; algunas mujeres (madres de prisioneros, como la señora Angellier, o viudas de la otra guerra) habían vuelto a sus casas a toda prisa, cerrado las ventanas y corrido las cortinas para no ver al enemigo. En pequeños cuartos oscuros, lloraban y releían viejas cartas, besaban amarillentas fotos adornadas con un crespón y una escarapela tricolor… Pero las más jóvenes seguían en la plaza, de cháchara, como todos los domingos. No se iban a perder una tarde de fiesta y diversión por culpa de los alemanes; habían estrenado sombrero: era domingo de Pascua. Los hombres observaban a los alemanes disimuladamente. No había manera de saber qué pensaban: los rostros de los campesinos son impenetrables. Un alemán se acercó a un grupo y pidió fuego; se lo dieron y respondieron a su saludo con leve gesto; el militar se alejó y los hombres siguieron hablando del precio de sus bueyes. Como todos los domingos, el notario pasó camino del Hôtel des Voyageurs para echar la partida. Varias familias regresaban del paseo semanal hasta el cementerio, casi una excursión campestre en aquella comarca que ignoraba las diversiones. La gente iba en grupo y recogía flores entre las tumbas. Las hermanas del patronato salieron de la iglesia con los niños e, imperturbables bajo sus tocas, se abrieron paso entre los soldados.

– ¿Se quedarán mucho tiempo? -le susurró el recaudador al escribano, señalando a los alemanes.

– Dicen que tres meses -respondió el otro en voz no menos baja.

El recaudador suspiró.

– Eso hará que suban los precios.

Y, maquinalmente, se frotó la mano inutilizada por el estallido de un obús en 1915. Luego pasaron a otra cosa.

Las campanas, que habían anunciado la salida de vísperas, enmudecieron; el débil eco de sus últimos tañidos se perdió en el aire de la tarde.

Para volver a casa, las Angellier hacían un sinuoso recorrido que Lucile se sabía piedra a piedra. Avanzaban en silencio, respondiendo con leves movimientos de la cabeza a los saludos de los campesinos. La señora Angellier no era muy querida en la región, pero Lucile inspiraba simpatía, porque era joven, tenía el marido prisionero y no se mostraba orgullosa. En ocasiones, acudían a ella en busca de consejo sobre la educación de los hijos o la compra de un corsé. O cuando tenían que mandar un paquete a Alemania. Sabían que en casa de los Angellier -la mejor del pueblo- se alojaba un oficial enemigo, y compadecían a las dos mujeres.

– Menuda faena les han hecho -les susurró la modista al cruzarse con ellas.

– Esperemos que no tarden en irse por donde han venido -les deseó la farmacéutica.

Y una viejecilla que daba pasitos cortos detrás de una cabra de suave pelaje blanco, se puso de puntillas para decirle al oído a Lucile:

– Dicen que son muy malos, que son unos demonios, que le hacen la vida imposible a la pobre gente.

La cabra dio un brinco y embistió la larga capa gris de un oficial alemán. El militar se volvió, se echó a reír y quiso acariciar al animal, pero la cabra salió huyendo. La horrorizada viejecilla puso pies en polvorosa y las Angellier cerraron tras de sí la puerta de su casa.

4

Era la casa más hermosa de la región; tenía cien años. Baja y alargada, estaba construida en una piedra amarilla y porosa que, a la luz del sol, adquiría un cálido tono dorado de pan recién horneado. Las ventanas que daban a la calle (las de las habitaciones principales) estaban firmemente cerradas, con los postigos echados y asegurados contra los ladrones con barras de hierro. La pequeña claraboya redonda del desván (donde permanecían ocultos los tarros, las jarras y las garrafas que contenían los comestibles prohibidos) tenía una reja de gruesos barrotes acabados en puntas con forma de flor de lis, que habían empalado a más de un gato errante. La puerta de la calle estaba pintada de azul y tenía un cerrojo de prisión y una enorme llave que chirriaba quejumbrosamente. La planta baja exhalaba un olor a cerrado, un olor frío a casa deshabitada, pese a la ininterrumpida presencia de sus propietarios. Para impedir que las colgaduras se ajaran y preservar los muebles, el aire y la luz estaban proscritos. A través de la puerta del vestíbulo, con su vidriera de cristales de colores que parecían culos de botella, se filtraba una luz glauca, incierta, que sumía en la penumbra los arcones, las cornamentas de ciervo colgadas en las paredes y los pequeños y viejos grabados, descoloridos por la humedad.

En el comedor, el único sitio donde se ponía la estufa, y la habitación de Lucile, que de vez en cuando se permitía encenderla a última hora de la tarde, se respiraba el grato olor de los fuegos de leña, un aroma a humo y corteza de castaño. Al otro lado del comedor, se extendía el jardín. En esa época del año tenía un aspecto de lo más triste: los perales extendían sus crucificados brazos sobre alambres; los manzanos, podados en cordón, rugosos y atormentados, estaban erizados de punzantes ramas; de la viña sólo quedaban sarmientos desnudos. Pero, unos días de sol, y el pequeño y madrugador melocotonero de la plaza de la iglesia no sería el único en cubrirse de flores; todos los árboles lo imitarían. Desde su ventana, mientras se cepillaba el pelo antes de acostarse, Lucile contemplaba el jardín a la luz de la luna. Los gatos maullaban encaramados a la tapia baja. Alrededor se veía toda la comarca, salpicada de pequeños y frondosos valles, fértil, secreta, de un suave gris perla al claro de luna.

Al llegar la noche, Lucile se sentía rara en su enorme habitación vacía. Antes, Gastón dormía allí, se desnudaba, gruñía, maltrataba los cajones… Era un compañero, una criatura humana. Ahora hacía casi un año que estaba sola. No se oía un ruido. Fuera, todo dormía. Inconscientemente, Lucile aguzó el oído, esperando percibir algún signo de vida en la habitación contigua, ocupada por el oficial alemán. Pero no oyó nada. Puede que todavía no hubiera vuelto, o que la gruesa pared ahogara los sonidos, o que estuviera inmóvil y callado, como ella. Al cabo de unos instantes percibió un roce, un suspiro, luego un tenue silbido, y se dijo que estaba en la ventana, contemplando el jardín. ¿Qué estaría pensando? No conseguía imaginarlo; por más que lo intentara, no podía atribuirle las reflexiones, los deseos naturales de un individuo normal. No podía creer que contemplara el jardín inocentemente, que observara el espejeo del vivero, en el se adivinaban silenciosas formas plateadas: las carpas para la comida del día siguiente. «Está eufórico -se dijo Lucile-. Recordando sus batallas, los peligros superados. Dentro de un rato escribirá a su casa, a Alemania, a su mujer… No, no puede estar casado, es demasiado joven… Escribirá a su madre, a su novia, a su amante… Pondrá: "Vivo en una casa francesa; no hemos padecido en absoluto, Amalia -se llamará Amalia, o Cunegonde, o Gertrude, pensó Lucile, buscando expresamente nombres ridículos-, Porque somos los vencedores."»

Ahora ya no se oía nada. Había dejado de moverse; contenía la respiración.

«¡Croac!», se oyó un sapo en la oscuridad.

Era como una exhalación musical grave y dulce, una nota temblorosa y pura, una burbuja de agua que estallaba con un sonido nítido.

«¡Croac, croac!»

Lucile entrecerró los ojos. Qué paz, qué triste y profunda paz… De vez en cuando, algo despertaba en su interior, se rebelaba, exigía ruido, movimiento, gente. ¡Vida, Dios mío, vida! ¿Cuánto duraría aquella guerra? ¿Cuántos años habría que estar así, en aquel siniestro letargo, sometidos, humillados, acobardados como el ganado durante una tormenta? Echaba de menos el vivaz parloteo de la radio, que permanecía oculta en la bodega desde la llegada de los alemanes. Se decía que las requisaban y destruían. Lucile sonrió. «Las casas francesas deben de parecerle un tanto desamuebladas», se dijo pensando en todas las cosas que su suegra había escondido en los armarios y puesto bajo llave para preservarlas del enemigo.

Durante la cena, el ordenanza del oficial había entrado en el comedor y les había entregado una breve nota:

El teniente Bruno von Falk presenta sus respetos a ambas señoras Angellier y les ruega tengan la bondad de entregar al soldado portador de estas líneas las llaves del piano y la biblioteca. El teniente se compromete, bajo palabra de honor, a no llevarse el instrumento y a no destrozar los libros.

Pero a la señora Angellier la broma del teniente no le había hecho ninguna gracia. Había alzado los ojos al techo, movido los labios como si musitara una breve plegaria y se sometiera a la voluntad divina, y preguntado:

– La fuerza prevalece sobre el derecho, ¿no es eso?

Y el soldado, que no sabía francés, tras asentir con la cabeza vigorosa y repetidamente, había sonreído de oreja a oreja y se había limitado a responder:

– Ja wohl.

– Dígale al teniente Ven… Von… -farfulló la anciana con desdén- que ahora es el dueño. -Y tras sacar las llaves solicitadas del llavero y arrojarlas sobre la mesa, le susurró a su nuera con tono dramático-: Va a tocar la Wacht am Rhein…

– Creo que ahora tienen otro himno nacional, madre.

Pero el teniente no había tocado nada. Siguió reinando un profundo silencio; luego, el ruido de la puerta cochera, que resonó como un gong en la paz de la tarde, les hizo saber que el oficial salía; ambas mujeres habían soltado un suspiro de alivio.

«Ahora se ha apartado de la ventana -pensó Lucile-. Se pasea por la habitación. Las botas, ese ruido de botas… Todo esto pasará. La ocupación acabará. Llegará la paz, la bendita paz. La guerra y el desastre de 1940 no serán más que un recuerdo, una página de la Historia, nombres de batallas y tratados que los estudiantes recitarán en los institutos. Pero yo recordaré este ruido sordo de botas golpeando el suelo mientras viva. Pero ¿por qué no se acuesta? ¿Por qué no se pone zapatillas en casa, por la noche, como un civil, como un francés?… Está bebiendo.» Lucile oyó el siseo del sifón de agua de Selz y el débil chsss-chsss de un limón exprimido. Su suegra habría dicho: «Ahí tienes por qué no encontramos limones. ¡Nos lo quitan todo!» Ahora estaba hojeando un libro. ¡Oh, qué idea tan odiosa! Lucile se estremeció. Había abierto el piano; reconocía el golpe de la tapa y el chirrido que producía el taburete al girar. «¡No! ¡Es capaz de ponerse a tocar en plena noche!» Aunque lo cierto es que sólo eran las nueve de la noche. Puede que en el resto del mundo la gente no se acostara tan temprano… Sí, estaba tocando. Lucile escuchó con la cabeza baja, mordiéndose nerviosamente el labio inferior. No fue tanto un arpegio como una especie de suspiro que ascendía del teclado, una palpitación de notas; las rozaba, las acariciaba, y acabó con un trino leve y rápido como el canto de un pájaro. Luego, todo quedó en silencio.

Lucile permaneció inmóvil largo rato, con el pelo suelto sobre los hombros y el cepillo en la mano. Al fin, suspiró y pensó vagamente: «Lástima…» (¿Lástima que el silencio fuera tan profundo? ¿Que quien estaba allí fuera él, el invasor, el enemigo, y no otro?) Hizo un leve gesto de irritación con la mano, como si apartara capas de aire demasiado denso, irrespirable. Lástima… Y se acostó en la gran cama vacía.

5

Madeleine Labarie estaba sola en casa, sentada en la sala donde Jean-Marie había vivido durante unas semanas. Todos los días hacía la cama en la que dormía el convaleciente.

– ¡Déjalo ya! -le decía Cécile, irritada-. Si nadie se acuesta en ella, no sé qué necesidad tienes de cambiar las sábanas, como si esperaras a alguien. ¿Esperas a alguien?

Madeleine no respondía, y a la mañana siguiente volvía a sacudir el enorme colchón de plumas.

Estaba contenta de haberse quedado sola con el bebé, que mamaba con la mejilla apoyada contra su pecho desnudo. Cuando lo cambiaba de lado, tenía una parte de la cara húmeda, roja y brillante como una cereza, y la forma del pecho impresa en la piel. Madeleine lo besó con ternura. «Me alegro de que sea un chico -se dijo por enésima vez-. Los hombres sufren menos.»

Se estaba amodorrando frente al fuego: nunca dormía lo suficiente. Había tanto trabajo que rara vez se acostaban antes de las diez o las once, y a veces volvían a levantarse en plena noche para escuchar la radio inglesa. Había que estar en pie a las cinco de la madrugada para dar de comer a los animales. Era agradable poder echar una cabezadita esa mañana, con la comida en el fuego, la mesa puesta y todo en orden a su alrededor. La pálida luz de un lluvioso mediodía de primavera iluminaba el verde nuevo de los campos y el gris del cielo. En el corral, los patos parpaban bajo la lluvia y las gallinas y los pavos, pequeñas bolas de hirsutas plumas, se cobijaban tristemente bajo el cobertizo. Madeleine oyó ladrar al perro.

«¿Ya vuelven?», se preguntó.

Benoît había llevado la familia al pueblo.

Alguien cruzó el patio, alguien que no llevaba zuecos como Benoît. Cada vez que Madeleine oía pasos que no eran los de su marido u otro habitante de la granja, cada vez que veía a lo lejos una silueta desconocida, en el momento mismo en que pensaba febrilmente: «No es Jean-Marie, no puede ser él, estoy loca; primero, porque no volverá, y después, porque si volviera, ¿qué más daría, si me he casado con Benoît? No espero a nadie; al contrario, ruego a Dios que Jean-Marie no vuelva jamás, porque poco a poco me acostumbraré a mi marido y seré feliz… Dios mío, no sé qué me digo, no sé dónde tengo la cabeza. Si soy feliz…», en el mismo momento en que se decía todo eso, su corazón, que era menos razonable que ella, comenzaba a palpitar con tal violencia que ahogaba todos los sonidos exteriores, hasta el punto de que Madeleine dejaba de oír la voz de su marido, el llanto del niño y el viento bajo la puerta, y el estruendo de sus latidos la ensordecía, como cuando nos zambullimos bajo una ola. Por unos instantes era como si perdiese el conocimiento; luego, cuando volvía en sí, veía al cartero, que traía un muestrario de semillas (y que ese día estrenaba zapatos), o al vizconde de Montmort, el propietario.

– Pero bueno, Madeleine, ¿no das los buenos días? -le preguntaba la señora Labarie, extrañada.

– Creo que la he despertado -decía el visitante, mientras ella se excusaba débilmente y murmuraba:

– Sí, me ha sobresaltado…

¿Despertarla? ¿De qué sueño?

Una vez más, Madeleine fue presa de esa agitación interior, de ese pánico que la paralizaba a la vista del desconocido que entraba (o regresaba) a su vida. Se levantó a medias de la silla y clavó los ojos en la puerta. ¿Un hombre? Eran pasos de hombre, una tosecilla masculina, un aroma a tabaco de calidad… Una mano de hombre, cuidada y blanca, sobre el picaporte; luego, un uniforme alemán. Como siempre, al ver que quien entraba no era Jean-Marie, se llevó una decepción tan grande que se quedó aturdida unos instantes; ni siquiera se le ocurrió abotonarse la blusa. El alemán, un oficial, un joven que no tendría más de veinte años, con el rostro muy pálido y las pestañas, el pelo y el corto bigote igual de claros, de un rubio pajizo y brillante, miró el pecho desnudo, sonrió y saludó con una corrección exagerada, casi insultante. Algunos alemanes sabían imprimir en sus saludos a los franceses una cortesía afectada (¿o tal vez sólo era la impresión del vencido, agriado, humillado, lleno de cólera?). Ya no era una muestra de consideración hacia un semejante, sino la que se testimonia a un cadáver, como el «¡Presenten armas!» ante el cuerpo del condenado al que se acaba de ejecutar.

– ¿Puedo ayudarlo en algo, señor? -preguntó al fin Madeleine, cubriéndose rápidamente.

– Tengo una boleta de alojamiento en la granja de los Nonnain, señora -respondió el joven, que hablaba un francés excelente-. Perdone que la importune, pero ¿sería tan amable de mostrarme mi habitación?

– Nos habían dicho que tendríamos soldados rasos -repuso Madeleine tímidamente.

– Yo soy teniente intérprete en la Kommandantur.

– Estará usted lejos del pueblo, y me temo que la habitación no es demasiado buena para un oficial. Esto no es más que una granja; aquí no tendrá agua corriente, ni electricidad ni nada de lo que un caballero necesita.

El joven paseó la mirada por la sala. Examinó el suelo de gastadas baldosas rojizas, casi rosa en algunos sitios, el enorme hogar que ocupaba el centro de la habitación; la cama de vela en un rincón, la rueca que habían bajado del granero, donde languidecía desde la otra guerra, porque ahora todas las chicas de la región aprendían a hilar la lana, puesto que ya no podía comprarse en madejas… El alemán siguió observando con atención las fotografías enmarcadas de las paredes, los premios de concursos agrícolas, la pequeña hornacina vacía, que antaño había albergado la imagen de una santa, y las delicadas y desvaídas pinturas que formaban un friso a su alrededor. Por fin, volvió a posar los ojos en la joven campesina y la criatura que tenía en brazos, y sonrió.

– No se preocupe por mí. Estaré perfectamente.

Su voz tenía un timbre extrañamente duro y vibrante que recordaba a un crujido metálico. Los ojos gris acero, las angulosas facciones y el peculiar color rubio del pelo, pálido, lustroso y liso como un casco, daban a aquel joven un aspecto inquietante a los ojos de Madeleine; su apariencia física tenía algo perfecto, preciso, deslumbrante, que hacía pensar más en una máquina que en un ser humano, se dijo, fascinada a su pesar por las botas y la hebilla de su cinturón: el cuero y el acero resplandecían.

– Espero que tenga ordenanza -dijo Madeleine-. Aquí nadie podría sacar tanto brillo a sus botas.

El alemán se echó a reír y repitió:

– No se preocupe por mí.

Madeleine había acostado al niño. La imagen del alemán se reflejó en el espejo inclinado que colgaba sobre la cama. Madeleine sorprendió su mirada y su sonrisa. «Si le da por rondarme, ¿qué dirá Benoît?», pensó con temor. El joven le desagradaba y le daba un poco de miedo, pero no podía evitar sentirse atraída por cierto parecido con Jean-Marie; no con Jean-Marie en tanto que hombre, sino en tanto que burgués, que «señorito». Los dos iban bien afeitados, eran educados y tenían manos blancas y piel fina. Madeleine comprendió que la presencia de aquel alemán sería doblemente odiosa para Benoît: porque era un enemigo y porque no era un campesino como él; sobre todo, porque detestaba lo que en Madeleine revelaba interés, curiosidad por la clase superior, hasta el punto de que, desde hacía algún tiempo, le arrancaba de las manos las revistas de moda o, cuando ella le pedía que se afeitara o se cambiara de camisa, le espetaba: «En esta vida hay que elegir. Tú has elegido a un hombre del campo, a un destripaterrones… Yo no tengo modales refinados», con tanto rencor, con unos celos tan exacerbados, que Madeleine se olía lo que había ocurrido: Cécile se había ido de la lengua. Cécile tampoco era la misma con ella. Suspiró. Cuántas cosas había cambiado aquella maldita guerra…

– Le enseñaré su habitación -murmuró al fin.

Pero el alemán cogió una silla y se sentó junto a la estufa.

– Luego, si no le importa. Antes presentémonos. ¿Cómo se llama usted?

– Madeleine Labarie.

– Yo, Kurt Bonnet. Como ve, es un apellido francés. Mis antepasados debían de ser compatriotas suyos, expulsados de Francia en tiempos de Luis XIV En Alemania hay sangre francesa, y palabras francesas en nuestro idioma.

«En Francia también hay sangre alemana -le habría gustado responderle-, pero en la tierra, y desde 1914.» Pero no se atrevió; lo mejor era callarse. Era extraño: no odiaba a los alemanes, no odiaba a nadie, pero cada vez que veía aquel uniforme parecía convertirse, ella, que tan libre y orgullosa había sido siempre, en una especie de astuta, cautelosa y asustada esclava, llena de habilidad para adular al vencedor y luego escupir a sus espaldas: «¡Ojalá revientes!», como hacía su suegra, que al menos no sabía fingir ni contemporizar con el invasor, se dijo Madeleine, avergonzada de sí misma. Arrugó la frente, adoptó una expresión glacial y apartó un poco la silla para darle a entender que no deseaba seguir hablando con él y que su presencia la incomodaba.

Él, en cambio, la miraba complacido. Como muchos hombres jóvenes, sometidos desde la infancia a una dura disciplina, se había acostumbrado a ocultar su ser íntimo tras una rígida arrogancia exterior. Opinaba que un hombre digno de ese nombre debía ser de hierro. Por lo demás, así era como se había mostrado en la guerra, en Polonia y Francia, y durante la ocupación. Pero obedecía no tanto a unos principios como a la impetuosidad de la extrema juventud. (Madeleine le calculaba unos veinte años, pero aún tenía menos: había cumplido los diecinueve durante la campaña de Francia.) Se mostraba benévolo o cruel según la impresión que le causaran las cosas y las personas. Si le cogía ojeriza a alguien, se las arreglaba para hacerle la vida imposible. Tras la debacle del ejército francés, le encomendaron conducir a Alemania el lamentable rebaño de prisioneros y, durante esas terribles jornadas, en las que la orden era abatir a los que flaquearan, a los que no caminaran lo bastante deprisa, lo había hecho sin remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos. En cambio, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos prisioneros que le cayeron en gracia, y que en algunos casos le debían la vida. Era cruel, pero con la crueldad de la adolescencia, producto de una imaginación muy viva y sensible, totalmente ensimismada, absorta en su propia alma: el adolescente no se compadece de las desgracias ajenas, no las ve, sólo se ve a sí mismo. En esa crueldad había una parte de afectación, debida a su edad tanto como a cierta inclinación al sadismo. De tal modo que, si bien se mostraba implacable con los hombres, era extraordinariamente considerado con los animales. A su inspiración se debía una orden de la Kommandantur de Calais fechada unos meses antes. Bonnet había observado que, los días de mercado, los campesinos llevaban los pollos cabeza abajo, agarrados por las patas. «Por motivos humanitarios», tal comportamiento quedó terminantemente prohibido. Los campesinos no hicieron el menor caso, lo que aumentó la aversión de Bonnet por los franceses, «incivilizados y vanos», que por su parte estaban indignados ante semejante bando, colocado junto a otro que informaba de la ejecución de ocho hombres en represalia por una acción de sabotaje. En la ciudad del norte donde había estado acantonado, Bonnet se había encariñado con su patrona por la sencilla razón de que, un día que tenía gripe, la mujer se había tomado la molestia de llevarle el desayuno a la cama. Bonnet se acordó de su madre y de su infancia, y con lágrimas en los ojos dio las gracias a la señora Lili, antigua madame de un burdel. A partir de ese día hizo todo lo que pudo por ella: le conseguía vales de gasolina y permisos de todo tipo, pasaba las veladas con la antigua alcahueta porque, según decía el joven, estaba sola, era mayor y se aburría, y siempre que iba a París por asuntos del servicio le traía algún regalo, que le salía caro, porque no era rico.

En ocasiones, esas simpatías tenían su origen en reminiscencias musicales, literarias o, como la mañana de primavera en que se presentó en casa de los Labarie, pictóricas: Bonnet era un joven muy culto y dotado para todas las artes. La granja de los Labarie, con aquella atmósfera un tanto lúgubre y húmeda que le daba el día lluvioso, con sus gastadas baldosas rojizas, su pequeña hornacina vacía, en la que el joven teniente imaginaba una estatua de la Virgen retirada durante la última revolución, con la rama de boj bendecida encima de la cuna y el brillo de un calentador de cobre en la penumbra, tenía algo que recordaba un «interior» de la escuela flamenca. Aquella joven sentada en un sillita baja, con su hijo en brazos y un delicioso pecho medio desnudo y reluciendo en la penumbra, aquel rostro encantador de mejillas sonrosadas y frente y barbilla muy pálidos, se merecían por sí solos un cuadro. Contemplándolos, admirándolos, casi se sentía como en un museo de Munich o Dresde, solo ante una de esas telas que le producían una incomparable embriaguez sensual e intelectual aun tiempo. A partir de ese momento, esa mujer podría mostrarse fría u hostil hacía él; no le afectaría, ni siquiera lo advertiría. Lo único que le pedía, a ella como a todo lo que la rodeaba, era que le procuraran un placer puramente estético, que conservaran aquella iluminación de obra maestra, aquella luminosidad de la carne, aquel terciopelo del fondo.

En ese instante, el enorme reloj dio las doce. Bonnet sonrió casi con placer. Aquel sonido grave, profundo y un tanto cascado, que saca de aquella vieja máquina con la caja pintada, era el mismo que en más de una ocasión había creído oír mientras contemplaba un cuadro de algún pintor holandés e imaginaba el olor de los arenques preparados por la señora de la casa o el ruido de la calle que se adivinaba tras una ventana de cristales verdosos; en aquellos lóbregos interiores siempre había un reloj así.

No obstante, quería hacer hablar a Madeleine, deseaba volver a oír su voz fresca y melodiosa.

– ¿Vive aquí sola? ¿Tiene al marido prisionero, quizá?

– ¡No, no! -se apresuró a responder Madeleine.

Al recordar que Benoît se había escapado de los alemanes, volvió a asustarse; de pronto, temió que el alemán lo adivinara y detuviera al fugitivo. «Mira que soy idiota», se dijo, pero instintivamente suavizó su actitud: había que ser amable con el vencedor. Adoptando un tono ingenuo y obsequioso, preguntó:

– ¿Se quedarán ustedes mucho tiempo? Dicen que tres meses.

– No lo sabemos ni siquiera nosotros -explicó Bonnet-. Es la vida del soldado: dependemos de una orden, del capricho de los generales o del azar de la guerra. íbamos camino de Yugoslavia, pero allí todo ha terminado.

– ¡Ah! ¿Ha terminado?

– Es cuestión de días. De todas formas, hubiésemos llegado después de la victoria. Así que creo que nos tendrán aquí todo el verano, a no ser que nos envíen a África o Inglaterra.

– Y… ¿le gusta esa vida? -preguntó Madeleine con fingida candidez, pero sintiendo un leve estremecimiento de repugnancia, como si le hubiera preguntado a un caníbal: «¿Es verdad que le gusta la carne humana?»

– El hombre ha nacido para ser guerrero, como la mujer para el descanso del guerrero -respondió Bonnet, y sonrió, porque encontraba divertido citar a Nietzsche ante aquella bonita campesina francesa-. Seguro que su marido, si es joven, piensa lo mismo.

Madeleine no respondió. En el fondo, sabía muy poco sobre las ideas de Benoît, se dijo, pese a que se habían criado juntos. Benoît era taciturno y estaba revestido de una triple armadura de pudor: masculino, campesino y francés. Madeleine no sabía ni qué odiaba ni qué amaba, sólo que era capaz de amar y de odiar. «Dios mío, que no le coja manía a este alemán», pensó.

Madeleine prestaba atención al joven oficial, pero estaba pendiente de los ruidos del camino y apenas le respondía. Las carretas pasaban de largo; las campanas tocaban el ángelus; sonaban una tras otra en el silencio del campo: primero, la de la pequeña capilla de Montmort, alegre como un cascabel de plata; luego, el grave tañido de la iglesia del pueblo, y por último el apresurado repique de Sainte-Marie, que sólo se oía cuando hacía mal tiempo y el viento soplaba de lo alto de las colinas.

– Mi familia no tardará en llegar -murmuró, colocando sobre la mesa un jarrito de porcelana crema lleno de nomeolvides-. Usted no comerá aquí, ¿verdad? -le preguntó de improviso.

El alemán se apresuró a tranquilizarla.

– ¡No, no! Las comidas las haré en el pueblo. Sólo necesito el café con leche del desayuno.

– Eso es bien fácil. Si no es más que eso, teniente…

Era una frase hecha de la región; la gente la decía sonriendo y con voz melosa, pero no significaba absolutamente nada: era una fórmula cortés que no engañaba a nadie ni comprometía a nada, una simple muestra de amabilidad. Si al final la promesa quedaba en nada, existía otra fórmula ad hoc, que, por el contrario, se pronunciaba en tono de pesar y disculpa: «¡Ah, no siempre puede hacer uno lo que le gustaría!» Pero el alemán se quedó encantado.

– ¡Qué amable es todo el mundo en este pueblo! -exclamó ingenuamente.

– ¿Usted cree, teniente?

– ¿Y me subirá el desayuno a la cama?

– Eso sólo se hace con los enfermos -replicó Madeleine con tono burlón. Bonnet intentó cogerle las manos, pero ella las apartó bruscamente-. Aquí llega mi marido.

Todavía no era él, pero no tardaría en aparecer. Madeleine había reconocido el paso de la yegua en el camino. Salió al patio; seguía lloviendo. El viejo break, que no se había usado desde la otra guerra y que ahora sustituía al coche, inutilizable, cruzó el portón. Benoît iba en el pescante y las mujeres, sentadas bajo los chorreantes paraguas. Madeleine corrió hacia su marido y le echó los brazos al cuello.

– Hay un boche -le susurró al oído.

– ¿Se va alojar aquí?

– Sí.

– Maldita sea…

– ¡Bah, si los sabes manejar no son malas personas! -dijo Madeleine-. Y pagan bien.

Benoît desenganchó la yegua y la llevó a la cuadra. Cécile, intimidada por el alemán pero consciente de su buen aspecto -llevaba el vestido de los domingos, sombrero y medias de seda-, entró muy tiesa en la sala.

6

El regimiento pasó bajo las ventanas de Lucile. Los soldados cantaban; tenían muy buenas voces, pero formaban un coro grave, amenazador y triste que parecía más religioso que guerrero y desconcertaba a los franceses. «¿Serán cánticos suyos?», se preguntaban las mujeres.

La tropa volvía de las maniobras; era tan temprano que todo el pueblo dormía. Algunas mujeres se habían despertado sobresaltadas y reían asomadas a las ventanas. ¡Qué mañana tan pura y fresca! Los gallos hacían sonar sus trompetas, enronquecidas por el relente de la noche. El aire inmóvil estaba teñido de rosa y plata. Una luz inocente bañaba los felices rostros de los hombres que desfilaban (¿cómo no ser feliz en una primavera tan hermosa?), hombres altos y bien plantados, de facciones duras y voces armoniosas, a los que las mujeres seguían con la mirada largo rato. Los vecinos empezaban a reconocer a algunos soldados, que ya no formaban la masa anónima de los primeros días, aquella marea de uniformes verdes en la que ningún rasgo se distinguía de los demás, del mismo modo que en el mar ninguna ola posee fisonomía propia, sino que se confunde con las que la preceden y la siguen. Ahora aquellos soldados tenían nombres: «Mira -decía ¡agente-, ése es el rubito que vive en casa del almadreñero; sus compañeros lo llaman Willy. Aquel pelirrojo es el que pide tortillas de ocho huevos y se bebe doce vasos de aguardiente de un tirón, sin emborracharse ni ponerse malo. Y ese tan joven y tan tieso es el intérprete, el que hace y deshace en la Kommandantur. Y por ahí viene el alemán de las Angellier.»

Y, del mismo modo que a los granjeros se los llamaba por el nombre de la propiedad en que vivían, hasta el punto de que el cartero, descendiente de antiguos aparceros de los Montmort, seguía apodándose Auguste de Montmort, los alemanes heredaron en cierta medida los apellidos de sus anfitriones. Y así, se decía: «Fritz de Durand, Ewald de la Forge, Bruno de los Angellier…»

Este último iba a la cabeza de su destacamento de caballería. Los animales, fogosos y bien alimentados, que caracoleaban y miraban a la gente con ojos vivos, impacientes y orgullosos, eran la admiración de los campesinos. «¿Has visto, mamá?», exclamaban los niños.

El caballo del teniente tenía el pelaje castaño dorado, con reflejos de satén. Ninguno de los dos parecía insensible a los murmullos y las exclamaciones de admiración de las mujeres. El hermoso corcel arqueaba el pescuezo y sacudía furiosamente el bocado. El oficial esbozaba una leve sonrisa y de vez en cuando producía con la lengua un pequeño chasquido cariñoso que resultaba más efectivo que la fusta.

– ¡Qué bien monta ese boche! -exclamó una chica asomada a su ventana, y el teniente se llevó la enguantada mano a la gorra y saludó muy serio.

Detrás de la chica, se oyó un agitado cuchicheo.

– Sabes perfectamente que no les gusta que los llamen así. ¿Es que te has vuelto loca?

– Bueno, ¿y qué? Se me había olvidado -se defendió la chica, roja como un tomate.

Al llegar a la plaza, el destacamento se dispersó. Los soldados regresaron a sus alojamientos haciendo resonar las botas y las espuelas. Un sol radiante y casi estival empezaba a calentar con fuerza. En los patios, los soldados se lavaban; sus desnudos torsos estaban enrojecidos, curtidos por la intemperie y empapados en sudor. Un soldado había colgado un pequeño espejo en el tronco de un árbol y se estaba afeitando; otro sumergía la cabeza y los brazos en un cubo de agua fresca; un tercero exclamaba:

– ¡Bonito día, señora!

– Vaya, ¿habla usted mi idioma?

– Un poco.

Se cruzaban miradas y se cambiaban sonrisas. Las mujeres se acercaban a los aljibes y soltaban las largas y chirriantes cadenas. Cuando el cubo volvía a aparecer, lleno de un agua helada y temblorosa en la que el cielo se veía de un azul más oscuro, siempre había algún soldado que acudía a toda prisa para aliviar de su carga a la mujer. Unos, para mostrarle que, aunque alemanes, eran educados; otros, por bondad natural, y la mayoría, porque el buen tiempo y una especie de plenitud física causada por el aire libre, el sano cansancio y la perspectiva del descanso les producía esa exaltación, esa sensación de fuerza interior que induce al hombre a ser más blando con los débiles y más duro con los fuertes (sin duda, el mismo instinto que en primavera lleva a los machos a luchar entre sí, mordisquear el suelo, jugar y revolcarse en el polvo delante de las hembras).

Un joven soldado acompañó a una mujer hasta su casa; le llevaba, muy serio, dos botellas de vino blanco que ella acababa de sacar del aljibe. No era más que un muchacho, de ojos claros, nariz respingona y grandes y fuertes brazos.

– Muy bonitas -decía mirando las piernas de la francesa-. Muy bonitas, señora…

La mujer se volvió y se llevó un dedo a los labios.

– Chist… Mi marido…

– Ah, marido, böse… malo -murmuró él fingiéndose asustado.

Al otro lado de la puerta, el marido lo oía todo, pero, como confiaba en su mujer, lejos de encolerizarse sentía una especie de orgullo. «¡Claro, como que nuestras mujeres son unas reales hembras!», se decía. Y esa mañana el vasito de vino blanco aún le supo mejor.

Dos soldados entraron en la tienda del almadreñero, que era mutilado de guerra y en ese momento estaba trabajando en su banco. En el aire flotaba un penetrante olor a madera recién cortada; los tarugos de pino aún lloraban lágrimas de resina. En un estante se veían zuecos acabados y adornados con quimeras, serpientes o cabezas de buey. Un par estaba tallado en forma de morro de cerdo. Uno de los alemanes se quedó admirándolo.

– Obra excelente -murmuró.

El enfermizo y taciturno almadreñero no dijo nada, pero su mujer, que estaba poniendo la mesa, no pudo resistirse a la curiosidad y preguntó:

– ¿Qué era usted en Alemania?

El soldado no comprendió de inmediato, pero acabó contestando que cerrajero. La mujer del almadreñero se quedó pensativa.

– Deberíamos enseñarle la llave del aparador, que está rota -le dijo al oído a su marido-. A lo mejor la arregla.

– Deja, deja -contestó él frunciendo el entrecejo.

– ¿Ustedes, desayunar? -dijo el soldado señalando el pan blanco colocado en un plato floreado-. Pan francés, ligero… No llena estómago…

El alemán quería decir que aquel pan le parecía poco nutritivo, que no alimentaba, pero los franceses no podían concebir que alguien fuera tan ignorante como para no reconocer la excelencia de uno de sus alimentos, y más de aquellas hogazas rubias, de aquellos grandes panes en forma de corona, que, según decían, pronto serían reemplazados por una mezcla de salvado y harina de calidad inferior. Y como no podían creerlo, tomaron las palabras del alemán por un cumplido y se sintieron halagados. Hasta el almadreñero suavizó su hosca expresión. El matrimonio se sentó a la mesa con el resto de la familia y los alemanes se acomodaron aparte, en los taburetes de la tienda.

– ¿Y qué, les gusta el pueblo? -siguió preguntando la mujer, que era de carácter sociable y sobrellevaba como podía los largos silencios de su marido.

– ¡Oh, sí, bonito!

– ¿Y su tierra? ¿Se parece a esto? -le preguntó la mujer al otro soldado.

La frente del joven se cubrió de arrugas; era evidente que buscaba con desesperación palabras para describir su región natal, sus campos de lúpulo o sus profundos bosques. Pero, al no encontrarlas, se limitó a abrir los brazos.

– Grande… buena tierra… -Y tras dudar un instante, soltó un suspiro y añadió-: Lejos…

– ¿Tiene usted familia?

El soldado asintió. En ese momento, el almadreñero le susurró a su mujer:

– No tienes por qué hablar con ellos.

Avergonzada, la mujer acabó de preparar el desayuno en silencio, sirvió el café y cortó rebanadas de pan para los niños.

De la calle llegaba un alegre guirigay. Las risas, el entrechocar de las armas, el resonar de las botas y las voces de los soldados formaban un risueño bullicio. Todo el mundo estaba contento, sin saber por qué. ¿Tal vez porque hacía buen tiempo? Aquel cielo tan azul parecía inclinarse dulcemente sobre el horizonte para abrazar la tierra. Agachadas en el suelo, las gallinas dormitaban y de vez en cuando agitaban las alas y cloqueaban perezosamente. Briznas de paja y plumones volaban por el aire mezclados con un polen impalpable. Era la época de los nidos.

El pueblo llevaba tanto tiempo sin hombres que, pese a ser invasores, hasta éstos parecían estar en su sitio. Ellos lo sentían y se dejaban acariciar por el sol. Al verlos, las madres de los prisioneros y de los caídos en combate los maldecían entre dientes. Pero las jóvenes los miraban.

7

Las señoras del pueblo y varias granjeras ricas de la comarca se habían reunido en un aula de la escuela religiosa para la reunión mensual del «paquete para el prisionero». El municipio había tomado bajo su protección a los huérfanos que vivían en la región antes de las hostilidades y habían sido hechos prisioneros. La presidenta de la obra era la señora vizcondesa de Montmort, una joven tímida y fea que sufría horrores cada vez que tenía que hablar en público: se le trababa la lengua, le sudaban las manos, le temblaban las piernas y no sabía dónde meterse. Pero consideraba que cumplía con un deber, que el cielo le había encargado a ella en persona iluminar a aquellas burguesas y aquellas campesinas, llevarlas por el buen camino, hacer germinar la semilla del bien en su interior.

– Mira, Amaury -le había explicado la vizcondesa a su marido-, yo no puedo creer que entre ellas y yo exista una diferencia esencial. Por mucho que me decepcionen, porque no te imaginas lo groseras y mezquinas que pueden llegar a ser, sigo buscando alguna luz en su interior. ¡No -exclamó alzando los ojos, arrasados en lágrimas, hacia el vizconde (lloraba con facilidad)-, Nuestro Señor no habría muerto por sus almas si en ellas no hubiera algo! Pero la ignorancia, mi querido Amaury, la ignorancia en la que viven es espantosa. Así que, al comienzo de cada reunión, les dirijo una breve alocución para que comprendan por qué están siendo castigadas; puedes reírte, Amaury, pero a veces he visto un destello de inteligencia en sus toscos rostros. Cuánto lamento no haber podido seguir mi vocación… -murmuró la vizcondesa pensativamente-. Me habría gustado evangelizar una región remota, ser la mano derecha de algún misionero en la sabana o en una selva virgen. En fin, no le demos más vueltas. Nuestra misión se encuentra allí donde el Señor nos ha puesto.

Ahora, la vizcondesa estaba de pie en la pequeña tarima de un aula de la escuela de la que se habían sacado los pupitres a toda prisa; una docena de alumnas, elegidas entre las más aplicadas, habían obtenido el privilegio de escuchar las palabras de la señora de Montmort. Rascaban el suelo con sus zuecos y miraban al vacío con sus grandes e inexpresivos ojos, «como las vacas», pensó, no sin cierta irritación, la vizcondesa, y decidió dirigirse a ellas especialmente.

– Vosotras, mis queridas niñas -empezó-, habéis sufrido precozmente los dolores de la Patria… -Una de las niñas escuchaba con tal atención que se cayó del taburete en que estaba sentada; las otras once ahogaron la risa en los delantales. La vizcondesa frunció el entrecejo y elevó el tono de voz-: Os entregáis a los juegos de vuestra edad. Parecéis despreocupadas, pero vuestros corazones están henchidos de dolor. ¡Cuántas oraciones eleváis a Dios Todopoderoso mañana y noche para que se apiade de los infortunios de nuestra querida Francia!

La vizcondesa se interrumpió para dirigir un seco saludo a la maestra de la escuela laica, que acababa de entrar: era una mujer que no asistía a misa y había enterrado a su marido por lo civil; sus alumnos incluso aseguraban que no estaba bautizada, lo que era menos escandaloso que inverosímil, casi como decir que un ser humano había nacido con cola de pez. La vizcondesa la detestaba tanto más cuanto que su conducta era irreprochable, «porque -como le decía al vizconde- si bebiera o tuviera amantes, se podría explicar por su irreligiosidad; pero date cuenta, Amaury, de la confusión que puede causar en el ánimo del pueblo ver gente que no piensa como es debido pero practica la virtud». Como la presencia de la maestra le resultaba odiosa, la vizcondesa dejó que su voz trasluciera parte del encendido calor que la aparición de un enemigo suele verternos en el corazón y siguió hablando con verdadera elocuencia:

– Pero las oraciones y las lágrimas no bastan. No lo digo sólo por vosotras; lo digo también por vuestras madres. Debemos practicar la caridad. Y sin embargo, ¿qué veo? Que nadie la practica. Nadie se sacrifica por los demás. Lo que os pido no es dinero; por desgracia, ahora el dinero ya no sirve para gran cosa -añadió con un suspiro, pensando en los ochocientos cincuenta francos que le habían costado los zapatos que llevaba (afortunadamente, el vizconde era el alcalde del municipio y ella tenía todos los bonos para calzado que quisiera)-. No, no es dinero, sino los frutos que el campo produce en tanta abundancia y con los que me gustaría llenar los paquetes para nuestros prisioneros. Cada una de vosotras piensa en los suyos, en el marido, el hijo, el hermano o el padre cautivo; a ése no le falta de nada, se le envía mantequilla, chocolate, azúcar, tabaco… Pero ¿y los que no tienen familia? ¡Ay, señoras! ¡Piensen, piensen en la suerte de esos desdichados que nunca reciben paquetes ni noticias! Veamos, ¿qué podemos hacer por ellos? Acepto todos los donativos y los centralizo; luego los envío a la Cruz Roja, que los reparte en los distintos campos de prisioneros. Las escucho, señoras. -Se produjo un silencio. Las granjeras miraban a las señoras del pueblo y las señoras del pueblo apretaban los labios y miraban a las campesinas-. Está bien, empezaré yo -dijo la vizcondesa con benevolencia-. Esta es mi idea: en el próximo paquete se podría incluir una carta escrita por una de estas niñas. Una carta en la que, con palabras sencillas y enternecedoras, deje hablar a su corazón y exprese su dolor y su patriotismo. Piensen -prosiguió con voz vibrante-, piensen en la alegría de ese pobre hombre abandonado cuando lea esas líneas, en las que en cierto modo palpitará el alma del país y que le recordarán a los hombres, las mujeres, los niños, los árboles; las casas de su querida patria chica, que, como dijo el poeta, nos hace amar todavía más a la grande. Sobre todo, mis queridas niñas, dad rienda suelta a vuestros corazones. No busquéis efectos de estilo; que el talento epistolar calle y hable el corazón. ¡Ah, el corazón! -exclamó la vizcondesa entrecerrando los ojos-. ¡Nada hermoso, nada grande puede hacerse sin él! Podríais meter en vuestra carta alguna florecilla silvestre, una margarita, una prímula… No creo que las normas lo prohíban. ¿Les gusta la idea? -preguntó la vizcondesa ladeando ligeramente la cabeza con una graciosa sonrisa-. ¡Vamos, vamos, que yo ya he hablado bastante! Ahora les toca a ustedes.

La mujer del notario, una señora bigotuda de facciones duras, dijo con voz agria:

– No es que no queramos mimar a nuestros queridos prisioneros. Pero ¿qué podemos hacer nosotros, los pobres vecinos del pueblo? No tenemos nada. No tenemos grandes propiedades como usted, señora vizcondesa, ni las hermosas granjas de la gente del campo. Nos las vemos y deseamos para poder comer. Mi hija, que acaba de dar a luz, no puede encontrar leche para alimentar a su hijo. Los huevos se venden a dos francos la pieza, y eso cuando se encuentran.

– ¿Y qué quiere decir con eso, que nosotros participamos en el mercado negro? -replicó Cécile Labarie, que cuando se encolerizaba hinchaba el cuello como un pavo y enrojecía como un tomate.

– No quiero decir eso, pero…

– ¡Señoras, señoras! -rogó la vizcondesa, pensando con desánimo: «Decididamente, no hay nada que hacer, no escuchan nada, no comprenden nada, son espíritus groseros. ¡Qué digo! ¿Espíritus? Barrigas parlantes, eso es lo que son.»

– Es una vergüenza -prosiguió Cécile, meneando la cabeza-, es una vergüenza ver casas donde tienen de todo y aún se quejan. ¡Vamos, todo el mundo sabe que a los del pueblo no les falta de nada! ¡Sí, lo han oído bien, de nada! ¿Creen que no sabemos quién arrambla con toda la carne? Es bien sabido que acaparan los vales. A cinco francos el vale de carne. A los que tienen dinero no les falta de nada, como siempre, pero los pobres…

– Nosotros también necesitamos carne, señora -dijo la mujer del notario muy digna, pero pensando con angustia que dos días antes la habían visto salir de la carnicería con una pierna de cordero (la segunda de la semana)-. Porque nosotros no matamos cerdos. Nosotros, en nuestras cocinas, no tenemos jamones, montones de tocino y salchichones que se resecan y que se prefiere ver agusanados antes que dárselos a la pobre gente de las ciudades.

– Señoras, señoras… -suplicó la vizcondesa-. Piensen en Francia, eleven sus corazones… ¡Domínense! Acallen esos lamentables desacuerdos. ¡Piensen en nuestra situación! Estamos arruinados, vencidos… Sólo nos queda un consuelo: nuestro querido Mariscal… ¡Y se ponen a hablar de huevos, de leche y de cerdos! ¿Qué importa la comida? ¡Por amor de Dios, señoras, todo eso es una vulgaridad! Como si no tuviéramos suficientes motivos para estar tristes… En el fondo, ¿de qué se trata? De un poco de solidaridad, de un poco de tolerancia. Permanezcamos unidas, como lo estaban nuestros padres en las trincheras, como lo están, no me cabe duda, nuestros prisioneros tras las alambradas, en los campos de internamiento…

Qué extraño… Hasta ese momento, apenas le habían hecho caso. Sus exhortaciones eran como los sermones del párroco, que se escuchan sin entenderlos. Pero la imagen de un campo en Alemania, con aquellos hombres encerrados tras alambradas de espino, las conmovió. Todas aquellas fuertes y pesadas criaturas tenían un ser querido en alguno de aquellos campos; trabajaban para él y ahorraban para él, para que a su regreso dijera: «Has conseguido que todo siguiera funcionando, mujer.» Cada una vio con los ojos de la imaginación al ausente, a un solo hombre, al suyo; cada una se figuró a su manera el sitio en que estaba prisionero. Fulana imaginaba un bosque de pinos; mengana, una habitación; zutana, los muros de una fortaleza; pero todas acababan viendo kilómetros de alambradas que encerraban a sus hombres y los separaban del mundo. Burguesas y campesinas sintieron que los ojos se les llenaban de lágrimas.

– Yo le traeré alguna cosa -dijo una.

– Yo también encontraré algo -suspiró otra.

– Veré lo que puedo hacer -prometió la mujer del notario.

La señora de Montmort se apresuró a anotar los donativos. Todas las presentes fueron levantándose de sus asientos, acercándose a la presidenta y susurrándole algo al oído, porque ahora estaban conmovidas y querían dar algo, no sólo para los hijos y los maridos, sino también para los desconocidos, para los huérfanos. Pero desconfiaban de la vecina; no querían parecer más ricas de lo que eran; temían que las denunciaran. Las familias se ocultaban lo que tenían; madres e hijas se espiaban y se denunciaban unas a otras; las amas de casa cerraban la puerta de la cocina a la hora de las comidas para que el olor no traicionara el tocino que crepitaba en la sartén, ni el filete de carne prohibida, ni el pastel hecho con harina prohibida. La vizcondesa escribía: «La señora Bracelet, granjera de Roches, dos salchichones crudos, un tarro de miel, un tarro de chicharrones… La señora Joseph, de la propiedad de Rouet, dos pintadas en escabeche, mantequilla salada, chocolate, café, azúcar…»

– Cuento con ustedes, ¿verdad, señoras? -preguntó al final.

Las campesinas la miraron asombradas: la palabra era sagrada. Una tras otra, empezaron a desfilar; tendían a la señora de Montmort una mano enrojecida, agrietada por el frío del invierno, por el trabajo con los animales, por la lejía, y en cada ocasión la vizcondesa tenía que hacer un esfuerzo para estrechar aquella mano, cuyo contacto le resultaba físicamente desagradable. Pero dominaba ese sentimiento contrario a la caridad cristiana y, como mortificación, se obligaba a besar a los niños que acompañaban a sus madres. Todos estaban gordos y sonrosados, hermosos y sucios como lechones. Al fin, el aula quedó vacía. La maestra había hecho salir a las niñas; las granjeras se habían marchado. La vizcondesa soltó un suspiro, pero no de cansancio sino de desánimo. ¡Qué vulgar y desagradable era la humanidad! Cuánto costaba hacer brotar un destello de amor en aquellas tristes almas…

– ¡Puaj! -dijo en voz alta.

Pero acto seguido ofreció a Dios los esfuerzos y sinsabores de ese día, como le había recomendado su director espiritual.

8

– ¿Y qué piensan los franceses del desenlace de la guerra, señor? -preguntó Bonnet.

Las mujeres se miraron, indignadas. Eso no se hacía. Con un alemán no se hablaba de la guerra, ni de ésta ni de la otra, ni del mariscal Pétain, ni de Mers-el-Kebir, ni de la partición de Francia en dos pedazos, ni de las tropas de ocupación, ni de nada importante. Sólo podía adoptarse una actitud: fingir la fría indiferencia del tono con que respondió Benoît alzando su vaso de vino tinto:

– Les importa un carajo, señor.

Estaba anocheciendo. El ocaso, puro y frío, presagiaba una helada nocturna, pero sin duda al día siguiente haría un tiempo espléndido. Bonnet, que había pasado todo el día en el pueblo, había vuelto para dormir; pero antes de subir a su habitación, por condescendencia, bondad natural, ganas de hacerse notar o deseo de calentarse a la lumbre de la chimenea, se había sentado un momento en la sala. La cena estaba acabando; Benoît se había quedado solo a la mesa; las mujeres, ya en pie, ordenaban la sala y fregaban los cacharros. El alemán miró con curiosidad la enorme cama del rincón.

– Ahí no duerme nadie, ¿verdad? ¿Nunca se utiliza? Qué curioso…

– Se utiliza a veces -respondió Madeleine, pensando en Jean-Marie.

Creía que nadie lo adivinaría, pero Benoît frunció el entrecejo cada alusión a la aventura del reciente verano le traspasaba el corazón con la rapidez y la fuerza de una flecha; pero eso era asunto suyo, sólo suyo. Atajó con una mirada la risita de Cécile y respondió al alemán con mucha educación:

– A veces puede ser útil. Nunca se sabe. Por ejemplo, si le ocurriera a usted una desgracia (y no es que se lo desee)… Aquí acostamos a los muertos en esas camas.

Bonnet lo miró con una expresión divertida y una pizca de esa compasión despectiva que se siente al ver una fiera enseñando los dientes tras los barrotes de una jaula. «Por suerte -se dijo-, el hombre estará trabajando y no lo veré a menudo… Las mujeres son más accesibles.» Sonrió y dijo:

– En tiempo de guerra, ninguno de nosotros espera morir en una cama.

Entretanto, Madeleine había salido al jardín y regresado con un ramo de flores para adornar la chimenea. Eran las primeras lilas; blancas como la nieve y rodeadas de pequeños brotes verdes todavía cerrados, desplegaban sus corolas en perfumados racimos. Bonnet hundió el pálido rostro en el ramo.

– Es maravilloso… Y qué bien sabe usted arreglar las flores…

Por un instante se quedaron de pie el uno junto al otro, sin decir nada. Benoît pensaba que su mujer (su Madeleine) siempre parecía estar en su elemento cuando hacía cosas de señorita: recoger flores, limarse las uñas, peinarse de un modo distinto al de las mujeres de la región, hablar con un extraño, leer un libro… «Es mejor no casarse con una inclusera, no hay forma de saber de dónde viene», se dijo una vez más con amargura; con «de dónde viene», lo que imaginaba, lo que temía, no era que descendiera de alcohólicos o ladrones, sino aquello, aquella sangre de burgués que la hacía suspirar: «¡Ah, cómo se aburre una en el campo!» o «Echo de menos tantas cosas bonitas…», y que establecía -o eso le parecía a él- una oscura complicidad entre ella y un desconocido, un enemigo, con tal de que fuera un «señorito», llevara ropa de calidad y tuviera las manos finas. Benoît apartó la silla con brusquedad y salió fuera. Era la hora de encerrar a los animales. Permaneció largo rato en la tibia penumbra del establo. El día anterior había parido una vaca, que ahora lamía con ternura a un becerrillo de cabeza grande y delgadas y vacilantes patas. Otra resoplaba suavemente en su rincón. Benoît se quedó escuchando sus profundas y tranquilas respiraciones. Desde allí podía ver la puerta de la casa, que estaba abierta. En el umbral apareció una figura. Alguien, extrañado de su tardanza, lo buscaba. ¿Su madre? ¿Madeleine? Su madre, seguro… Sí, sólo era su madre, que al poco volvió a entrar. El no pensaba moverse de allí hasta que el alemán se hubiera ido a dormir. Lo sabría cuando encendiera la luz. Claro, como la electricidad no la pagaba él… Instantes después, una luz iluminó la ventana. En ese preciso momento, Madeleine salió de la casa y corrió hacia él, ligera. Benoît sintió que el corazón se le ensanchaba, como si de pronto una mano invisible hubiera levantado un peso que le aplastaba el pecho desde hacía tiempo.

– ¿Estás ahí, Benoît?

– Sí, aquí estoy.

– ¿Qué haces? Tenía miedo. Estaba asustada.

– ¿Miedo? ¿De qué? No seas tonta.

– No lo sé. Vamos. -Espera. Espera un poco.

Benoît la atrajo hacia sí. Ella se debatía y reía, pero una especie de rigidez que tensaba todo su cuerpo decía a Benoît que reía sin ganas, que no lo encontraba divertido, que no le gustaba que la echaran sobre el heno y la paja fresca, que no quería… No, no lo amaba, no lo deseaba.

– Entonces, ¿no quieres? -le susurró con voz ronca.

– Sí, sí que quiero… Pero no aquí, así, Benoît. Me da vergüenza.

– ¿De quién? ¿De las vacas que te miran? -replicó él con dureza-. ¡Anda, vete!

Ella adoptó aquel tono de queja afligida que le daba ganas de llorar y de matarla a la vez.

– ¿Por qué me hablas así? A veces parece que te hubiera hecho algo. ¿Qué? Es Cécile la que… -Benoît le tapó la boca con la mano, pero Madeleine apartó la cara bruscamente y terminó la frase-: Es ella quien te calienta la cabeza.

– A mí no me calienta la cabeza nadie. Yo no veo por los ojos de los demás. Sólo sé que, cuando me acerco a ti, siempre es lo mismo: «Espera. Otro día. Esta noche no, el niño me ha dejado agotada.» ¿A quién esperas? -rugió él de pronto-. ¿Para quién te reservas? ¿Eh? ¿Eh?

– ¡Suéltame! -gimió Madeleine rechazándolo mientras él le apretaba los brazos y las caderas-. ¡Suéltame! Me haces daño…

Benoît la empujó con tanta fuerza que ella se golpeó la frente contra el dintel de la puerta. Por un instante se miraron sin decir nada. Luego, él cogió una horca y empezó a remover la paja con furia.

– Haces mal -dijo al fin Madeleine; y con voz dulce murmuró-: Benoît… mi pobre Benoît… Haces mal en pensar cosas raras. Vamos, soy tu mujer, soy tuya. Si a veces te parezco fría, es porque el niño me deja agotada. Nada más.

– Salgamos de aquí -dijo él-. Vámonos a la cama.

Cruzaron la cocina, que ya estaba desierta y a oscuras. Aún quedaba luz, pero sólo en el cielo y la copa de los árboles. Lo demás, la tierra, las casas, los campos, todo, estaba envuelto en una fresca oscuridad. Se desnudaron y se metieron en la cama. Esa noche, él no intentó poseerla. Permanecieron separados, inmóviles, despiertos, escuchando la respiración del alemán y los crujidos de su cama sobre sus cabezas. En la oscuridad, Madeleine buscó la mano de su marido y se la apretó con fuerza.

– Benoît…

– ¿Sí?

– Benoît, ahora que lo pienso… Hay que esconder la escopeta. ¿Has leído los carteles en el pueblo?

– Sí -respondió él con sorna-. Verboten, verboten! ¡La muerte! Esos boches no saben decir otra cosa.

– ¿Dónde podríamos esconderla?

– En ningún sitio. Está bien donde está.

– ¡No seas cabezón, Benoît! Es peligroso. Ya sabes a cuánta gente han fusilado por no entregar las armas en la Kommandantur.

– ¿Quieres que vaya a entregarles mi escopeta? ¡Eso lo hacen los cobardes! Yo no les tengo miedo. No sabes cómo escapé hace dos veranos, ¿verdad? Matando a dos. No dijeron esta boca es mía. Y aún quitaré de en medio a unos cuantos más -gruñó Benoît con rabia, agitando el puño en dirección al alemán.

– No te digo que la entregues, sino que la escondas, que la entierres… Hay muchos sitios donde ocultarla.

– No puede ser.

– ¿Por qué?

– He de tenerla a mano. ¿Crees que voy a dejar que los zorros y demás alimañas apestosas se acerquen a nuestra casa? Allá arriba, en el parque de los Montmort, los hay a cientos. El vizconde está muerto de miedo. Se caga en los pantalones. No matará ni uno. Ese es uno de los que han entregado la escopeta en la Kommandantur, y encima saludando con mucha educación. «Se lo ruego, caballeros, háganme el favor…» Suerte que unos amigos y yo nos damos una vuelta por su parque alguna noche que otra. Si no, arruinarían toda la comarca.

– ¿No oyen los tiros?

– ¡Quia! Es inmenso, un auténtico bosque.

– ¿Vas a menudo? -le preguntó Madeleine con curiosidad-. No tenía ni idea.

– Hay muchas cosas que no sabes, cariño mío… Vamos por sus tomateras y sus remolachas, su fruta y todo lo que no quiere vender. El vizconde… -Se interrumpió con aire pensativo y añadió-: El vizconde es uno de los peores.

Los Labarie habían sido aparceros en tierras de los Montmort de padres a hijos. Y, de padres a hijos, las dos familias se odiaban mutuamente. Los Labarie decían que los Montmort eran despiadados con los pobres, soberbios y falsos, y los Montmort acusaban a sus aparceros de tener «mala voluntad». Lo decían en voz baja, meneando la cabeza y alzando los ojos al cielo, y la expresión significaba aún más cosas de lo que los propios Montmort creían. Sugería una manera de concebir la pobreza, la riqueza, la paz, la guerra, la libertad y la propiedad que en sí misma no era menos razonable que la de los Montmort, pero se oponía a ésta como la noche al día. Y ahora, a los antiguos agravios se habían sumado otros. Benoît era un soldado de esta guerra y, a los ojos del vizconde, había sido precisamente la indisciplina, la falta de patriotismo, la «mala voluntad» de los soldados, lo que había llevado a la derrota, mientras que Benoît veía en Montmort a uno de aquellos elegantes oficiales de polaina amarilla que habían huido hacia la frontera española en sus cómodos coches, con sus mujeres y sus maletas, durante las jornadas de junio. Por no hablar del colaboracionismo…

– Les lame las botas a los alemanes -murmuró Benoît en tono sombrío.

– Ten cuidado -dijo Madeleine-. Dices las cosas tal como te vienen a la cabeza. Y no seas maleducado con el alemán de ahí arriba…

– Como se le ocurra acercarse a ti, te juro…

– ¡No digas tonterías!

– Tengo ojos en la cara.

– ¿Ahora también vas a estar celoso de éste? -exclamó Madeleine, y se arrepintió apenas las palabras salieron de su boca. No había que dar cuerpo y nombre a las fantasías de un celoso. Pero, después de todo, ¿para qué callar lo que ambos sabían?

– Para mí -respondió Benoît-, los dos son lo mismo.

La clase de hombre bien afeitado, bien lavado, de palabra fácil y ligera, al que las chicas miran sin querer, porque les halaga ser las elegidas, las cortejadas por un «señorito»… Eso era lo que Benoît quería decir, pensó Madeleine. ¡Si él supiera! Si sospechara que había amado a Jean-Marie desde el primer instante, desde que lo vio tendido en la camilla, extenuado, cubierto de barro, con el uniforme ensangrentado… Sí, lo había amado. En la oscuridad, en el secreto de su corazón, para sí misma, se repitió una y mil veces: «Lo amaba. Sí. Y todavía lo amo. No puedo remediarlo.»

Cuando el primer canto del gallo anunció el alba, Madeleine y Benoît se levantaron sin haber pegado ojo. Ella fue a calentar el café y él, a dar de comer a los animales.

9

Lucile Angellier se había sentado a la sombra de un cerezo, con un libro y la labor. Aquélla era la única parte del huerto en que habían dejado crecer árboles y plantas sin preocuparse del provecho que se les pudiera sacar, porque lo cierto era que aquellos cerezos apenas daban fruta. Pero era la época de floración. Recortadas contra un cielo de un azul puro y homogéneo, el azul de Sèvres, cálido y brillante a un tiempo, de ciertas porcelanas finas, las ramas parecían cubiertas de nieve; la brisa que las agitaba ese día de mayo aún era fría; los pétalos se defendían débilmente, se encogían con una especie de friolera coquetería y volvían su corazón de rubios pistilos hacia la tierra. El sol atravesaba algunos y revelaba un entramado de minúsculas y delicadas venas, que destacaban en la blancura del pétalo y añadían a la fragilidad, a la inmaterialidad de la flor, algo vivo, casi humano, en la medida en que el adjetivo humano implica a un tiempo debilidad y firmeza; no resultaba extraño que el viento pudiera agitar a aquellas maravillosas criaturas sin destruirlas, sin siquiera ajarlas; se dejaban mecer soñadoramente; parecían a punto de caer, pero estaban firmemente unidas a las delgadas, lustrosas y duras ramas, unas ramas cuyo aspecto tenía algo metálico, como el propio tronco, esbelto, liso, de un solo fuste con reflejos grises y purpúreos. Entre los blancos racimos se veían hojitas alargadas y cubiertas de un vello plateado; a la sombra, eran de un verde suave; al sol, parecían de color rosa. El jardín se extendía a lo largo de una calle estrecha, una calleja de pueblo bordeada de casitas, en una de las cuales habían instalado su polvorín los alemanes. Un centinela caminaba de un lado a otro bajo un cartel rojo que, en gruesas letras negras, rezaba: VERBOTEN. Y debajo, en francés, con caracteres más pequeños: «Prohibido acercarse a este local bajo pena de muerte.»

Los soldados cepillaban los caballos y silbaban, y los caballos se comían los brotes verdes de los árboles jóvenes. Por todas partes se veían hombres trabajando apaciblemente en los jardines que flanqueaban la calleja. Con sombreros de paja, en mangas de camisa y pantalones de pana, cavaban, descocaban, regaban, sembraban, plantaban… De vez en cuando, un militar alemán abría la verja de uno de aquellos jardincillos y entraba a pedir fuego para su pipa, o un huevo fresco, o un vaso de cerveza. El jardinero le daba lo que pedía; luego, apoyado pensativamente en la azada, lo observaba alejarse y después reanudaba la tarea con un encogimiento de hombros, que sin duda resumía un mundo de pensamientos, tan numerosos, tan profundos, tan serios y extraños, que no encontraba palabras para expresarlos.

Lucile daba una puntada al bordado y volvía a dejarlo. Sobre su cabeza, las flores de cerezo atraían avispas y abejas. Se las veía ir, venir, revolotear, introducirse en los cálices y succionar golosamente con la cabeza hacia abajo y el cuerpo estremecido por una especie de espasmódico alborozo, mientras, como si se burlara de aquellas ágiles obreras, un grueso y dorado abejorro se mecía en el ala del viento como en una hamaca, sin apenas moverse y llenando el aire con su apacible y monótono zumbido.

Desde donde estaba sentada, Lucile podía ver a través de una ventana al alemán que se alojaba en la casa. Desde hacía unos días, tenía con él al perro pastor del regimiento. Estaba en el despacho de Gastón Angellier, sentado al escritorio Luis XIV, vaciando las cenizas de la pipa en la taza de porcelana en que la anciana señora Angellier solía servir la tisana a su hijo; distraídamente, golpeaba con el pie los adornos de bronce dorado que sostenían la mesa. De vez en cuando, el perro, que tenía el hocico apoyado en la pierna del oficial, ladraba y tiraba de su correa. Entonces, en francés y lo bastante alto para que Lucile pudiera oírlo (en la calma del jardín, todos los sonidos flotaban largo rato, como mecidos por la suave brisa), el alemán le decía:

– No, Bubi, no vas a ir a pasear. Te comerías todas las lechugas de esas señoras, y a ellas no les haría ni pizca de gracia; dirían que somos unos soldados groseros y mal educados. Tenemos que quedarnos aquí, Bubi, mirando ese bonito jardín. -«¡Qué crío!», pensó Lucile sonriendo a su pesar-. Es una pena, ¿verdad, Bubi? -añadió el alemán-. Te encantaría hacer agujeros en la tierra con el hocico, ya lo sé. Si en la casa hubiera algún niño pequeño, no habría ningún problema. Nos haría señas para que fuéramos. Siempre hemos hecho muy buenas migas con los niños, pero aquí solo hay dos señoras muy serias, muy calladas y… ¡Más vale que nos quedemos donde estamos, Bubi! -Hizo una pausa y, como Lucile no decía nada, decepcionado, se asomó a la ventana, le dirigió un aparatoso saludo y le preguntó ceremoniosamente-: ¿Tendría usted algún inconveniente en que recogiera unas fresas de su jardín, señora?

– Está usted en su casa -respondió Lucile con irónica vivacidad.

El oficial volvió a saludar.

– No me atrevería a pedírselo si fueran para mí, se lo aseguro, pero a este perro le encantan las fresas. Por cierto, me permito señalarle que el perro es francés. Fue encontrado en un pueblo abandonado de Normandía, durante los combates, y recogido por mis camaradas. No negará usted unas fresas a un compatriota…

«Parecemos un par de idiotas», pensó Lucile, pero se limitó a responder:

– Vengan su perro y usted y cojan lo que quieran.

– ¡Gracias, señora! -exclamó alegremente el oficial, y saltó por la ventana seguido por el perro.

Se acercaron a Lucile. El alemán le sonrió.

– No se enfade conmigo por ser tan indiscreto, señora, pero para un pobre militar este jardín, con estos cerezos, es como un rincón del paraíso.

– ¿Ha pasado usted el invierno en Francia? -preguntó Lucile.

– Sí, en el norte, retenido por el mal tiempo en el cuartel y en un café. Me alojaba en casa de una pobre chica que dos semanas después de casarse tenía al marido prisionero. Cuando nos cruzábamos en el pasillo, ella se echaba a llorar y yo me sentía como un criminal. Sin embargo, no es culpa mía… Y habría podido decirle que también yo estoy casado y separado de mi mujer a causa de la guerra.

– ¿Está casado?

– Sí. ¿Le sorprende? Cuatro años de casado, cuatro años de soldado.

– ¡Es usted tan joven!

– Tengo veinticuatro años, señora.

Guardaron silencio. Lucile volvió a coger la labor. El oficial hincó una rodilla en el suelo y empezó a recoger fresas; las iba amontonando en la palma de la mano y Bubi se acercaba y las cogía con su negro y húmedo hocico.

– ¿Vive aquí sola con su señora madre?

– Es mi suegra; mi marido está prisionero. Puede pedir un plato en la cocina para las fresas.

– ¡Ah, muy bien! Gracias, señora…

Al cabo de unos instantes, el oficial volvió con un gran plato azul y siguió con su recogida. Luego ofreció el plato a Lucile, que cogió unas cuantas fresas y le dijo que se comiera las otras. El estaba de pie frente a ella, con la espalda apoyada contra el tronco de un cerezo.

– Tiene una casa preciosa, señora.

El cielo se había cubierto de tenues vapores que tamizaban la luz y daban a la casa un tono ocre, casi rosa, que recordaba el color de algunas cáscaras de huevo; de pequeña, Lucile los llamaba huevos rubios y los prefería a los otros, blancos como la nieve, que ponían la mayoría de las gallinas y le parecían menos sabrosos. El recuerdo la hizo sonreír; miró la casa, con su tejado de azulada pizarra, sus dieciséis ventanas con los postigos prudentemente entrecerrados para que el sol primaveral no ajara los tapizados, su gran campana oxidada, que ya nunca se tocaba, en lo alto del frontón, y su marquesina de cristal, que reflejaba el cielo.

– ¿De verdad le gusta?

– Parece la casa de un personaje de Balzac. Debió de mandarla construir un rico notario de provincias retirado al campo. Me lo imagino por las noches, en la habitación que ocupo, contando luises de oro. Era librepensador, pero su mujer iba todas las mañanas a la primera misa, a la que oigo llamar cuando vuelvo de las maniobras nocturnas. A la mujer la imagino rubia, de cara sonrosada y con un gran chal de cachemira.

– Le preguntaré a mi suegra quién hizo construir esta casa -dijo Lucile-. Los padres de mi marido eran terratenientes, pero seguro que en el siglo diecinueve en la familia hubo notarios, abogados, médicos y, antes de eso, campesinos. Sé que aquí, hace ciento cincuenta años, se alzaba su granja.

– ¿Se lo preguntará? ¿No lo sabe? ¿Es que no le interesa, señora?

– No demasiado -respondió Lucile-; podría decirle cuándo y por quién fue construida la casa donde nací. Yo no nací aquí, sólo vivo.

– ¿Y dónde nació?

– No muy lejos de aquí, pero en otra provincia. En una casa rodeada de bosque… donde los árboles crecen tan cerca del salón que en verano su verde sombra lo baña todo, como en un acuario.

– En mi tierra también hay bosques -dijo el oficial-. Bosques grandes, muy grandes. La gente se pasa el día cazando. Un acuario… Tiene usted razón -murmuró tras reflexionar un instante-. Los espejos del salón son todos verdes y oscuros, y turbios como el agua. En mi tierra también hay lagos, en los que cazamos patos salvajes.

– ¿Tendrá pronto un permiso para volver a casa?

Un destello de alegría iluminó los ojos del oficial.

– Me voy dentro de diez días, señora, la semana que viene. Desde el inicio de la guerra sólo he tenido un breve permiso por Navidad, menos de una semana. ¡No sabe usted cómo se esperan esos permisos, señora! Cómo se cuentan los días… ¡Qué largos se hacen! Y luego uno llega y se da cuenta de que ya no habla el mismo idioma.

– A veces -murmuró Lucile.

– Siempre.

– ¿Todavía viven sus padres?

– Sí. En estos momentos, mi madre debe de estar sentada en el jardín, como usted, con un libro y una aguja.

– ¿Y su mujer?

– Mi mujer me espera. O más bien espera a alguien que se marchó por primera vez hace cuatro años y que jamás volverá… tal como era. ¡La ausencia es un fenómeno muy curioso!

– Sí -suspiró Lucile.

Y pensó en Gastón. «Aunque hay quienes esperan que vuelva el mismo hombre y quienes esperan que vuelva un hombre diferente al que se marchó -se dijo-, y todas se llevan una decepción.» Se esforzó en imaginarse a su marido, separado de ella desde hacía un año, tal como debía de estar ahora, sufriendo, muriéndose de añoranza (pero ¿añoraba a su mujer o a la modista de Dijon?). Era injusta; Gastón debía de estar muy afectado por la humillación de la derrota, por la pérdida de tantas cosas… De repente, ver al alemán (no, no al alemán, sino su uniforme, aquel verde almendra tirando a gris, su dormán, el brillo de sus botas…) se le hizo insoportable. Pretextó que tenía cosas que hacer y entró en la casa.

Desde su habitación, lo observó ir y venir por el estrecho sendero, entre los grandes perales que extendían sus brazos cargados de flores. Qué día tan bonito… La luz iba debilitándose poco a poco y las ramas de los cerezos se volvían azuladas y etéreas como borlas de maquillaje llenas de polvos. El perro caminaba mansamente junto al oficial, y de vez en cuando le tocaba la mano con la punta del hocico; el joven lo acarició cariñosamente en varias ocasiones. Llevaba la cabeza descubierta y su pelo, de un rubio metálico, brillaba al sol. Lucile lo vio mirar hacia la casa.

«Es inteligente y educado -se dijo-, pero me alegro de que tenga que irse pronto; mi pobre suegra no soporta verlo instalado en la habitación de su hijo. Los seres apasionados son simples; ella lo odia, y ya está. Dichosos los que pueden amar y odiar sin disimulos, sin vacilaciones, sin matices. Entretanto, aquí estoy, encerrada en la habitación un día precioso porque al señor vencedor le ha dado por pasearse. Es ridículo…»

Cerró la ventana, se tumbó en la cama y reanudó la lectura. La continuó hasta la hora de la cena, pero agotada por el calor y la luminosidad del día y adormilándose sobre el libro. Cuando entró en el comedor, encontró a su suegra sentada en el sitio de costumbre, frente a la silla vacía de Gastón. Tenía los ojos enrojecidos y estaba tan pálida, tan rígida, que Lucile se alarmó.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó.

– Me pregunto… -murmuró la señora Angellier entrelazando las manos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos-. Me pregunto por qué te casaste con Gastón.

Nada más constante en un ser humano que su forma de expresar la cólera; habitualmente, la de la señora Angellier era sinuosa y sutil como el siseo de una víbora. Lucile, que nunca había recibido un ataque tan brusco y duro, se sintió menos indignada que apenada, y de pronto comprendió lo mucho que sufría su suegra. Se acordó de la gata negra, siempre quejosa, hipócrita y zalamera, que arañaba a traición sin dejar de ronronear. Hasta que saltó a la cara de la cocinera y estuvo a punto de dejarla ciega. Ese mismo día habían ahogado a sus gatitos recién nacidos. No volvieron a verla.

– ¿Qué he hecho ahora? -repuso Lucile en voz baja.

– ¿Cómo has podido…? Aquí, en su casa, ante sus ventanas, mientras él está ausente, prisionero, quizá enfermo, maltratado por esos botarates… ¿Cómo has podido sonreírle a un alemán, hablar despreocupadamente con un alemán? ¡Es inconcebible!

– Me ha pedido permiso para bajar al jardín y coger unas fresas. No podía negarme. Olvida usted que, por desgracia, ahora quien manda es él. Guarda las formas, pero podría hacer lo que quisiera, entrar donde le apeteciera, incluso echarnos a la calle… Ejerce sus derechos de conquista con guante blanco. No puedo reprochárselo. Creo que tiene razón: el campo de batalla no está aquí. Uno puede guardar en su interior todos los sentimientos que quiera, pero, exteriormente al menos, ¿por qué no ser educado y benévolo? Esta situación es inhumana. ¿Por qué empeorarla? No es… ¡no es razonable, madre! -exclamó Lucile con una vehemencia que a ella misma la sorprendió.

– ¿Razonable? -exclamó la señora Angellier-. Basta esa palabra, mi querida Lucile, para probar que no quieres a tu marido, que nunca lo has querido y que no lo echas de menos. ¿Crees que yo razono? ¡No puedo ver a ese alemán! ¡Me gustaría arrancarle los ojos! Me gustaría verlo muerto. No será justo, ni humano ni cristiano, pero soy una madre, sufro por mi hijo, odio a los que me lo han quitado, y si tú fueras una verdadera mujer no habrías podido soportar la compañía de ese alemán. No habrías tenido miedo de parecer vulgar, maleducada, ridícula… Te habrías levantado, y con excusas o sin ellas, lo habrías dejado plantado. ¡Dios mío! Ese uniforme, esas botas, ese pelo rubio, esa voz, ese aspecto saludable, feliz, mientras mi pobre hijo… -La anciana se interrumpió y prorrumpió en sollozos.

– Vamos, madre…

Pero la señora Angellier reaccionó con redoblada furia.

– ¡Me pregunto por qué te casaste con él! -repitió-. Por el dinero y por las propiedades, claro, pero entonces…

– ¡Eso no es cierto! ¡Sabe usted perfectamente bien que no es cierto! Me casé porque era una pava, porque papá me dijo: «Es un buen chico. Te hará feliz.» ¡No esperaba que me engañara desde el día siguiente a la boda con una modista de Dijon!

– Pero ¿qué…? ¿Qué historia es ésa?

– Es la historia de mi matrimonio -respondió Lucile con amargura-. En este momento hay una mujer en Dijon que teje un jersey para Gastón, que le prepara dulces, que le envía paquetes y que probablemente le escribe: «No sabes cuánto me aburro, sola en nuestra camita todas las noches, mi tigre enjaulado.»

– Una mujer que lo quiere -murmuró la señora Angellier, y sus labios adquirieron el color de una hortensia marchita, finos y cortantes como un cuchillo.

«Ahora mismo me echaría de casa y pondría a la modista en mi lugar», pensó Lucile y, con la perfidia que nunca abandona ni a la mejor de las mujeres, dejó caer:

– Es cierto que lo quiere mucho… Muchísimo. No hay más que ver las matrices de su talonario. Lo encontré en su escritorio cuando se marchó.

– ¿Es que le paga? -exclamó la señora Angellier, horrorizada.

– Sí, aunque eso a mí me da igual.

Se produjo un largo silencio. Se oían los sonidos habituales del anochecer: la radio del vecino, que desgranaba una sucesión de notas tan monótonas, quejumbrosas y chirriantes como la música árabe o el chirrido de las cigarras – la BBC de Londres, enturbiada por las ondas enemigas-, el misterioso murmullo de una fuente perdida en el campo, el insistente y sediento croar de un sapo que suplicaba lluvia… En la sala, la antigua lámpara colgante de cobre, frotada y bruñida durante generaciones hasta perder su brillo de oro rosa y adquirir un rubio pálido de luna en cuarto creciente, iluminaba la mesa y a las dos mujeres. Lucile sentía tristeza y remordimientos.

«Pero ¿qué mosca me ha picado? -pensó-. Debería haber escuchado sus reproches y haberme callado. Ahora aún se atormentará más. Querrá justificar a su hijo, reconciliarnos… ¡Qué pesadilla, Dios mío!»

La señora Angellier no volvió a dirigirle la palabra en toda la cena. Luego, las dos mujeres se instalaron en el salón, donde la cocinera les anunció la visita de la señora vizcondesa de Montmort. La aristócrata no frecuentaba a las señoras del pueblo ni las invitaba a su casa, como tampoco a las granjeras, pero, cuando necesitaba algún favor, iba a pedirlo a domicilio con una tranquilidad, un candor y una ingenua insolencia que habrían bastado para certificar la autenticidad de su casta. Llegaba muy sencillita, vestida como una doncella y tocada con un fieltro rojo adornado con una pluma de faisán que había conocido tiempos mejores. Las burguesas ignoraban que esa falta de elegancia remarcaba mejor que la altivez o unas maneras ceremoniosas el profundo desdén que profesaban a las campesinas; emperifollarse por ellas era tan innecesario como arreglarse para entrar en una granja a pedir un vaso de leche. Desarmadas, se decían: «No es orgullosa.» Lo que no obstaba para recibirla con una dignidad extraordinaria, tan inconsciente como la pretendida sencillez de la vizcondesa.

La señora de Montmort entró en el salón de las Angellier con paso decidido y las saludó cordialmente. No se disculpó por presentarse a una hora tan tardía, sino que cogió el libro de Lucile y leyó el título en voz alta:

– Conaissance de l'Est, de Paul Claudel… ¡Esto está muy bien! -le dijo con una sonrisa de aprobación, como habría hecho con una niña de la escuela si la hubiera encontrado leyendo Historia de Francia sin que se lo hubieran mandado-. Veo que le gustan las lecturas serias. Eso está bien -repitió, y se agachó para recoger la madeja de lana que acababa de caérsele a la anciana Angellier.

«Ya ven -pareció decir con su gesto- que me enseñaron a respetar a las personas de edad. Para mí, su origen, su educación y su fortuna no tienen importancia. Sólo veo sus canas.»

No obstante, mientras indicaba a la vizcondesa que tomara asiento con una gélida inclinación de la cabeza y separando apenas los labios, todo en la anciana señora Angellier clamaba silenciosamente, por así decirlo: «Si cree usted que voy a mostrarme halagada por su visita, está muy equivocada. Es posible que mi tatarabuelo fuera el granjero de los vizcondes de Montmort, pero eso es historia antigua y nadie lo sabe, mientras que todo el mundo conoce el número de hectáreas que su difunto suegro, que andaba escaso de dinero, le cedió a mi difunto marido; además, su marido se las ha apañado para volver de la guerra, mientras que mi hijo está prisionero. Me debe usted el respeto que merece una madre que sufre.»

A las preguntas de la vizcondesa, respondió con voz débil que seguía bien de salud y que había tenido noticias de su hijo recientemente.

– ¿Tiene usted esperanzas?-quiso saber la vizcondesa, que se refería a «esperanzas de verlo pronto a su lado». La anciana meneó la cabeza y alzó los ojos al cielo-. ¡Qué triste, Dios mío! -exclamó la vizcondesa-. ¡A qué pruebas nos vemos sometidos! -añadió.

Decía «nos» por ese sentimiento de pudor que nos impulsa a fingir males similares a los del desventurado que tenemos delante (aunque el egoísmo deforma nuestras mejores intenciones tan ingenuamente que somos capaces de decir a un tuberculoso en fase terminal, con la mayor inocencia: «Lo compadezco, porque sé lo que es: tengo un reuma que no me deja vivir desde hace tres semanas»).

– Muy duras, señora -murmuró la señora Angellier con frialdad y tristeza-. Como ya sabe, tenemos compañía -añadió indicando la habitación contigua con una amarga sonrisa-. Uno de esos caballeros… Usted también alojará a alguno, imagino… -añadió, pese a saber por la vox populi que, gracias a las relaciones personales del vizconde, la mansión de los Montmort estaba virgen de alemanes.

En lugar de responder a la pregunta, la vizcondesa exclamó indignada:

– ¡Jamás adivinarían ustedes lo que han tenido la desfachatez de reclamar! ¡Acceso al lago para nadar y pescar! Y yo que me pasaba las horas muertas en el agua… Ya puedo despedirme para todo el verano.

– ¿Le han prohibido ir? Desde luego, es indignante… -dijo la anciana Angellier, ligeramente reconfortada por la humillación infligida a la vizcondesa.

– No, no -la corrigió ésta-. Al contrario. Se mostraron muy correctos: «Ya nos comunicará a qué hora podemos ir para no molestarla», me dijeron. Pero ¿me ve usted dándome de bruces con uno de esos caballeros en ropa de verano? ¿Saben que se medio desnudan hasta para comer? Han ocupado la escuela y comen en el patio, con el torso y las piernas desnudos, ¡sin más ropa que una especie de taparrabos! Tenemos que cerrar los postigos del aula de las mayores, que da justo a ese patio, para que las niñas no vean… lo que no deben. Y con este calor, imagínese lo bien que estamos.

La vizcondesa suspiró: se encontraba en una situación muy difícil. Al estallar la guerra se había mostrado ardientemente patriótica y antialemana, no porque odiara a los alemanes más que al resto de los extranjeros (los englobaba a todos en un mismo sentimiento de aversión, desconfianza y desprecio), sino porque en el patriotismo y la germanofobia, como, por otro lado, en el antisemitismo y, más tarde, en la devoción por el mariscal Pétain, había algo que la hacía vibrar afectadamente. En 1939, ante un auditorio compuesto por las monjitas del hospital, algunas señoras del pueblo y varias granjeras ricas, había pronunciado una serie de conferencias populares en torno al tema de la psicología hitleriana, en las que describía a todos los alemanes sin excepción como locos, sádicos y asesinos. En los momentos inmediatamente posteriores a la derrota había perseverado en su actitud, porque para cambiar de chaqueta con tanta rapidez habría necesitado una flexibilidad y una agilidad mental de las que carecía. En esa época, había mecanografiado y distribuido personalmente por la comarca varias decenas de ejemplares de las famosas predicciones de santa Obdulia, que profetizaba la aniquilación de los alemanes en 1941. Pero había pasado el tiempo, el año había acabado y los alemanes seguían allí, y además el vizconde había sido nombrado alcalde del pueblo y se había convertido en un personaje oficial, obligado a seguir los dictados del gobierno, que por otro lado cada día se inclinaba un poco más hacia la llamada «política de colaboración». De modo que, cada vez que tenía que hablar de los acontecimientos recientes, la señora vizcondesa se veía obligada a echar agua al vino.

Y una vez más, recordó que no debía manifestar malos sentimientos hacia el vencedor (después de todo, ¿no ordenó Nuestro Señor que amáramos a nuestros enemigos?). Así pues, dijo con indulgencia:

– De todas formas, comprendo que vayan ligeros de ropa después de sus agotadoras maniobras. A fin de cuentas, son hombres como los demás.

Pero la señora Angellier se negó a seguirla por ese camino.

– Son unos facinerosos y nos detestan. Dijeron que no pararían hasta que vieran a los franceses comiendo hierba.

– Qué atrocidad -repuso la vizcondesa, sinceramente indignada. Y como, después de todo, la política de colaboración no tenía más que unos meses de existencia, mientras que la germanofobia databa de hacía casi un siglo, retornó instintivamente al lenguaje de antaño-: Nuestro pobre país… Expoliado, oprimido, desorientado… ¡Y qué de tragedias! Ahí tienen a la familia del herrero. Tres hijos: el uno muerto, el otro prisionero, y el tercero desaparecido en Mers-el-Kebir… En cuanto a los Bérard de la Montagne -prosiguió, yuxtaponiendo al apellido de los aparceros el nombre de la propiedad en que vivían, según el uso de la región-, desde que tiene al marido prisionero, la pobre mujer se ha vuelto loca de agotamiento y preocupación. Sólo quedan el abuelo y una niña de trece años para llevar la granja. En casa de los Clément, la madre murió trabajando; a las cuatro criaturas las recogieron los vecinos. Tragedias y más tragedias… ¡Pobre Francia!

Con los pálidos labios apretados, la anciana señora Angellier tejía y asentía con la cabeza. Sin embargo, las dos mujeres no tardaron en dejar de hablar de las desgracias ajenas para ocuparse de las propias. Lo hicieron en un tono vivo y vehemente que contrastaba con el lento, enfático y solemne murmullo que habían utilizado para evocar los padecimientos del prójimo, de modo parecido al colegial que recita con seriedad, respeto y apatía el episodio de la muerte de Hipólito, que le es indiferente, pero recupera milagrosamente el calor y la persuasión cuando se interrumpe para quejarse al maestro de que le han robado las canicas.

– Es vergonzoso, vergonzoso… -dijo la señora Angellier-. La libra de mantequilla me cuesta veintisiete francos. Todo va a parar al mercado negro. Las ciudades tienen que vivir, claro que sí, pero…

– ¡Ay, no me hable! Me gustaría saber a qué precio se venden los comestibles en París… Para los que tienen dinero, perfecto; pero también hay pobres, me parece a mí -observó compasivamente la vizcondesa, disfrutando del placer de ser buena, de demostrar que no se olvidaba de los desheredados, un placer sazonado por la seguridad de que, gracias a su inmensa fortuna, nunca se vería en la situación de que la compadecieran a ella-. Nadie se acuerda de los pobres -constató.

Pero todo eso no era más que un preámbulo; había llegado el momento de abordar el asunto que la había llevado allí: necesitaba trigo para sus gallinas. El corral de la vizcondesa era famoso en la comarca. En 1941, todo el trigo debía ser entregado a las autoridades; en principio, estaba prohibido alimentar con él a las gallinas, pero «prohibido» no significaba «imposible», sino sólo «difícil»; era cuestión de tacto, oportunidad y dinero. La vizcondesa había escrito un articulito que había sido aceptado por el periódico local, una hoja conservadora en la que también colaboraba el párroco. El artículo se titulaba «Todo por el Mariscal» y empezaba así: «¡Que corra la voz, que resuene bajo las techumbres de paja y en las veladas en torno a los rescoldos que arden bajo las cenizas! ¡Ningún francés digno de ese nombre volverá a arrojar a sus gallinas un solo grano de trigo, ni entregará una sola patata a sus cerdos, sino que guardará su avena y su centeno, su cebada y su colza, y, tras reunir todas esas riquezas, frutos de su trabajo regados con su sudor, hará con ellas una gavilla anudada con una cinta tricolor, símbolo de su patriotismo, y las llevará a los pies del Venerable Anciano que nos ha devuelto la esperanza!» Pero, naturalmente, de todos esos corrales en los que, según la vizcondesa, no debía quedar un solo grano de trigo, quedaba exceptuado el suyo, que era su orgullo y el objeto de sus más tiernos cuidados, y en el que había ejemplares únicos, premiados en los grandes concursos agrícolas de Francia y del extranjero. La dama era dueña de las mejores tierras de la comarca, pero no se atrevía a dirigirse a los campesinos para tan delicada transacción: no había que ponerse en manos de los proletarios, que le harían pagar cara cualquier complicidad de ese tipo. Pero con la señora Angellier era distinto. Siempre se podrían entender.

– Quizá un par de sacos… -dijo la anciana tras soltar un profundo suspiro-. Por su parte, señora vizcondesa, a través del señor alcalde, ¿no podría hacer que nos dieran un poco de carbón? En principio no nos corresponde, pero…

Lucile las dejó solas y se acercó a la ventana. Los postigos aún no estaban cerrados. El salón daba a la plaza. El banco frente al monumento a los caídos estaba envuelto en sombras. Todo parecía dormido. Era una espléndida noche de primavera y el cielo estaba tachonado de estrellas de plata. Los tejados de las casas vecinas brillaban débilmente en la oscuridad: la herrería, donde un anciano lloraba la pérdida de sus tres hijos; la tiendecilla del zapatero, muerto en la guerra, en la que una pobre mujer y un chico de dieciséis años se ganaban la vida como podían. Aguzando el oído, de cada una de aquellas oscuras y tranquilas casitas bajas debería haberse elevado una queja, pensó Lucile. Pero ¿qué oía? De las tinieblas brotó una risa, seguida de un roce de faldas. Y una voz de hombre, una voz con acento, preguntó:

– ¿Cómo en francés, eso? ¿Beso? ¿Sí? ¡Oh, gusta!

Un poco más allá se movían unas sombras; se distinguía vagamente la blancura de una blusa, un lazo en unos cabellos sueltos, el brillo de una bota y un cinturón… El centinela seguía yendo y viniendo ante el lokal al que estaba prohibido acercarse bajo pena de muerte, mientras sus camaradas disfrutaban de su tiempo libre y de la hermosa noche. Dos soldados le cantaban a un grupo de chicas jóvenes:

Trink’mal noch ein Trdpfchen.l

Ach! Suzanna…

Y a continuación, las chicas lo tarareaban por lo bajo.

En determinado momento, la señora Angellier y la vizcondesa se quedaron calladas, y las últimas notas de la canción llegaron a sus oídos.

– ¿Quién puede cantar a estas horas?

– Mujeres con soldados alemanes.

– ¡Qué vergüenza! -exclamó la vizcondesa con un gesto de horror y asco-. Me gustaría saber quiénes son esas frescas. Se lo diría al señor cura -añadió asomándose a la ventana y escrutando ávidamente la oscuridad-. No se las ve. A la luz del día no se atreverían… ¡Ah, señoras, esto es todavía peor! ¡Ahora se dedican a pervertir a las francesas! Lo que hay que ver: sus hermanos y sus maridos, prisioneros, y ellas, confraternizando con los alemanes. Pero ¿qué es lo que tienen algunas mujeres en el cuerpo? -exclamó la vizcondesa, que tenía numerosos motivos para sentirse indignada: el patriotismo herido, el respeto a las conveniencias, las dudas sobre la eficacia de su papel social (todos los sábados impartía conferencias sobre «La verdadera joven cristiana»; había creado una biblioteca rural y a veces invitaba a la juventud de la comarca a su casa para asistir a la proyección de películas instructivas y edificantes con títulos como Un día en la abadía de Solesmes o De la oruga a la mariposa. Y todo, ¿para qué, para dar al mundo una imagen vergonzosa, degradante, de la mujer francesa?) y, por último, el sofoco de un temperamento al que ciertas imágenes turbaban sin que pudiera esperar ningún apaciguamiento de parte del vizconde, poco inclinado hacia las mujeres en general y hacia la suya en particular-. ¡Es un escándalo! -tronó.

– Es triste -dijo Lucile, pensando en todas aquellas chicas que veían con impotencia cómo se les escapaba la juventud. Los hombres estaban ausentes, prisioneros o muertos. El enemigo ocupaba su lugar. Era deplorable, pero mañana no lo sabría nadie. Sería una de esas cosas que la posteridad ignoraría, o de la que se desentendería por pudor.

La señora Angellier tiró de la campanilla. La cocinera acudió a cerrar los postigos y las ventanas, y la noche se lo tragó todo: las canciones, el susurro de los besos, el acariciante titilar de las estrellas, los pasos del soldado vencedor por el empedrado y el suspiro del sapo sediento que pedía lluvia al cielo, en vano.

10

Lucile y el alemán habían coincidido una o dos veces en la penumbra del vestíbulo. Cuando Lucile cogía el sombrero de paja, hacía tintinear un plato de cobre que adornaba la pared justo debajo de la cornamenta de ciervo que hacía las veces de colgador. El alemán, que parecía estar al acecho de ese débil ruido en el silencio de la casa, abría la puerta e iba a ayudarla; le llevaba al jardín el cesto, las tijeras de podar, el libro, la labor o la hamaca, pero ella ya no le hablaba; se limitaba a darle las gracias con un gesto de la cabeza y una sonrisa apurada, creyendo sentir sobre sí los ojos de la señora Angellier, al acecho tras una persiana. El alemán lo comprendió y dejó de mostrarse. Salía de maniobras con su regimiento casi todas las noches. No volvía hasta las cuatro de la tarde y se encerraba con su perro en la habitación. A veces, cuando Lucile cruzaba el pueblo al anochecer, lo veía en un café, solo, con un libro en las manos y una cerveza en la mesa. Él evitaba saludarla y miraba a otro lado con el entrecejo fruncido. Lucile contaba los días: «Se irá el lunes. Puede que a su regreso el regimiento se haya marchado del pueblo. De todas maneras, ha comprendido que no volveré a dirigirle la palabra.»

Todas las mañanas le preguntaba a la cocinera:

– ¿El alemán sigue aquí, Marthe?

– Ya lo creo, señora -respondía la anciana-. Parece un buen chico. Ha preguntado si a la señora le gustaría un poco de fruta. Se la daría con mucho gusto. ¡Caray, a ellos no les falta de nada! Tienen cajas de naranjas. Son muy refrescantes -añadió Marthe, dividida entre la benevolencia hacia el oficial que le ofrecía naranjas y que siempre se mostraba, como ella decía, «tan simpático y tan tratable; a éste no hay que tenerle miedo», y la cólera por el hecho de que los franceses estuvieran privados de esa fruta. Esta última idea se impuso sin duda, porque la mujer acabó diciendo con repugnancia-: En cualquier caso, ¡son gentuza! Yo al oficial le quito todo lo que puedo: pan, azúcar, las pastas que le mandan de su casa, y que son de harina buena, créame, señora, y el tabaco, que se lo mando a mi prisionero.

– Eso no está bien, Marthe…

Pero la vieja cocinera se encogió de hombros.

– Ellos nos lo quitan todo, así que…

Una noche, cuando Lucile salía del comedor, Marthe abrió la puerta de la cocina y la llamó:

– ¿Podría venir un momento, señora? Hay alguien que quiere verla.

Lucile entró temiendo que la sorprendiera la señora Angellier, a la que no le gustaba ver a nadie ni en la cocina ni en la despensa, no porque sospechara realmente que Lucile le robaba la mermelada -aunque en su presencia inspeccionaba los armarios ostensiblemente-, sino más bien porque sentía el pudor de un artista sorprendido en su taller o una mujer mundana ante su tocador: la cocina era un santuario que le pertenecía en exclusiva. Marthe llevaba veintisiete años con ella; y la señora Angellier, otros veintisiete haciendo todo lo que estaba en su mano para que Marthe jamás olvidara que no estaba en su propia casa, sino en la de otros, y que en cualquier momento podía verse forzada a separarse de sus plumeros, sus cacerolas y su horno, del mismo modo que el fiel, según los ritos de la religión cristiana, debe recordar constantemente que los bienes de este mundo sólo le han sido concedidos a título temporal y pueden serle arrebatados de la noche a la mañana por un capricho del Creador.

Marthe cerró la puerta tras Lucile y, en tono tranquilizador, le comunicó:

– La señora está en misa.

La cocina era casi tan grande como un salón de baile y tenía dos grandes ventanas que daban al jardín; estaban abiertas. Sentado a la mesa había un hombre, y sobre el mantel de hule, entre una hogaza de pan blanco y una botella de vino medio vacía, un magnífico lucio; los últimos espasmos de la agonía estremecían su plateado cuerpo. El hombre alzó la cabeza. Lucile reconoció a Benoît Labarie.

– ¿De dónde ha salido eso, Benoît?

– Del lago de los Montmort.

– Uno de estos días conseguirá que lo atrapen.

Labarie no respondió. Levantó por las agallas el enorme pez, que apenas boqueaba pero seguía balanceando su transparente cola.

– ¿Es un regalo? -preguntó Marthe, que era pariente de los Labarie.

– Si lo quieren…

– Trae aquí, Benoît. ¿Sabe la señora que han vuelto a reducir la ración de carne? Esto va a ser la muerte y el fin del mundo -dijo la cocinera meneando la cabeza y colgando un gran jamón de un gancho que pendía del techo-. Benoît, aprovecha que no está la señora para decir por qué has venido.

– Señora -dijo Benoît tras una breve vacilación-, en casa hay un alemán que ronda a mi mujer. El intérprete de la Kommandantur, un chico de diecinueve años. Ya no puedo soportarlo.

– Pero ¿qué puedo hacer yo?

– Uno de sus camaradas se aloja aquí…

– Nunca hablo con él.

– No me diga eso -murmuró Benoît alzando la vista hacia ella. Se acercó al horno y, maquinalmente, dobló el atizador y volvió a enderezarlo; era un hombre muy fuerte-. El otro día la vieron con él en el jardín, hablando, riendo y comiendo fresas. No se lo reprocho, es asunto suyo; pero se lo suplico: haga que convenza a su camarada para que se busque otro alojamiento.

«¡Qué pueblo éste! -pensó Lucile-. Aquí las paredes tienen ojos.»

De pronto, la tormenta que amenazaba desde hacía horas estalló y, tras un solo trueno breve y solemne, una lluvia fría y torrencial descargó con violencia. El cielo se ennegreció, las luces se apagaron, como ocurría nueve de cada diez días de fuerte viento, y Marthe dijo con satisfacción:

– Ahora la señora no podrá salir de la iglesia.

Y aprovechó la coyuntura para servir una taza de café caliente a Benoît.

Los relámpagos iluminaban la cocina; por los cristales de las ventanas chorreaba un agua brillante que, a aquella luz sulfurosa, parecía verde. La puerta se abrió y el oficial alemán, ahuyentado de su habitación por la tormenta, entró a pedir velas.

– ¡Ah, está usted ahí, señora! -exclamó al reconocer a Lucile-. Perdone, con esta oscuridad no la había visto.

– No hay velas -gruñó Marthe-. Desde que llegaron ustedes, no quedan velas en toda Francia.

Le molestaba ver al alemán en su cocina; en las demás habitaciones su presencia era llevadera, pero allí, entre el horno y la alacena, le parecía escandalosa, casi sacrílega: estaba profanando el corazón de la casa.

– Deme al menos una cerilla -le suplicó el oficial con voz fingidamente quejumbrosa para ablandarla.

Pero la cocinera sacudió la cabeza.

– Tampoco quedan cerillas.

Lucile se echó a reír.

– No le haga caso. Mire, ahí las tiene, detrás de usted, encima del horno. Precisamente aquí hay alguien que quería hablar con usted, teniente; quiere quejarse de un soldado alemán.

– ¿Ah, sí? Lo escucho -se apresuró a responder el oficial-. Somos los primeros interesados en que los soldados de la Reichswehr muestren un trato exquisito con la población.

Pero Benoît no abrió la boca. Fue Marthe quien tomó la palabra:

– Ronda a su mujer -dijo en un tono que no permitía adivinar qué prevalecía en ella: si la virtuosa indignación o la pena por haber superado la edad de verse en semejantes trances.

– Pero, joven, tiene usted una idea exagerada del poder de los mandos en el ejército alemán. Por supuesto, puedo castigar al muchacho por importunar a su mujer, pero si a ella le gusta…

– ¡No bromee! -bramó Benoît dando un paso hacia el oficial.

– ¿Le gusta?

– Que no bromee, le he dicho. No necesitábamos que los sucios… -Lucile ahogó un grito de miedo y advertencia. Marthe le dio un codazo a Benoît; sabía que iba a decir la palabra prohibida, «boche», que los alemanes castigaban con la prisión. Benoît se mordió la lengua-. No necesitábamos que ustedes vinieran a rondar a nuestras mujeres.

– No, amigo mío, era antes cuando había que defender a sus mujeres -respondió el oficial con voz tranquila. Se había puesto muy rojo y su rostro había adquirido una expresión altanera y desagradable.

Lucile decidió intervenir.

– Se lo ruego -le dijo en voz baja-. Este hombre está celoso. Sufriendo. No le haga perder los estribos.

– ¿Cómo se llama ese soldado?

– Bonnet.

– ¿El intérprete de la Kommandantur? No está sometido a mi autoridad. Tenemos la misma graduación. No puedo intervenir.

– ¿Ni como amigo?

El oficial meneó la cabeza.

– Imposible. Ya le explicaré por qué.

La voz de Benoît, tranquila pero agria, lo interrumpió.

– No hacen falta explicaciones. A un soldado, a un pobre diablo, se le pueden imponer prohibiciones. Verboten, como dicen ustedes en su lengua. Pero ¡cómo van a privar de sus entretenimientos a los señores oficiales! En todos los ejércitos del mundo pasa lo mismo.

– No pienso hablar con él. Sería echar leña al fuego y hacerle un flaco favor a usted -respondió el alemán y, dando la espalda a Benoît, se acercó a la mesa-. Sea buena, Marthe, y hágame un café. Salgo dentro de una hora.

– ¿Otra vez de maniobras? ¡Ya van tres noches seguidas! -exclamó la cocinera, que no acababa de aclararse sobre sus sentimientos hacia el enemigo; cuando veía volver al regimiento al amanecer, tan pronto decía con satisfacción: «Qué calor pasan, qué cansados están… ¡Cuánto me alegro!», como se olvidaba de que eran alemanes y añadía, con una especie de ternura maternal: «De todas maneras, vaya vida, los pobrecillos…» Por alguna oscura razón, fue ese instinto protector lo que prevaleció en esta ocasión-. Está bien, vamos a hacerle ese café. Siéntese ahí. Usted también tomará una taza, ¿verdad, señora?

– No, no… -murmuró Lucile.

Entretanto, Benoît había desaparecido por la ventana sin hacer ruido.

– Vamos, se lo ruego -le dijo el alemán en voz baja-. Ya no la molestaré durante mucho tiempo. Me voy pasado mañana y se dice que cuando regrese mandarán el regimiento a África. No volveremos a vernos, y me gustaría pensar que no me odia.

– No lo odio, pero…

– Lo sé. No hace falta profundizar. Pero acepte acompañarme…

Mientras tanto, Marthe, con una sonrisa enternecida, cómplice y escandalizada a un tiempo, como si estuviera dándole un dulce a escondidas a un niño castigado, ponía la mesa: sobre un paño limpio, dos grandes cuencos floreados, la cafetera y un viejo quinqué, que había sacado de un armario, cebado y encendido. La tenue llama amarilla iluminaba las paredes, cubiertas de cacharros de cobre que el oficial miraba con curiosidad.

– ¿Cómo se llama eso, señora?

– Calentador.

– ¿Y eso?

– Un aparato para hacer gofres. Tiene casi cien años. Ya no se utiliza.

Marthe dejó en la mesa un azucarero monumental que parecía una urna funeraria, con sus patas de bronce y su tapadera labrada, y un cuenco de cristal tallado lleno de mermelada.

– Entonces -dijo Lucile-, pasado mañana a estas horas, ¿estará tomando una taza de café con su mujer?

– Eso espero. Le hablaré de usted. Y le describiré la casa.

– ¿Ella no conoce Francia?

– No, señora.

Lucile habría querido saber si al enemigo le gustaba Francia, Pero una especie de púdico orgullo retuvo las palabras en sus labios. Siguieron tomando el café en silencio y sin mirarse.

Luego, el alemán le habló de su país, de las grandes avenidas de Berlín, que en invierno se cubren de nieve, del frío y cortante viento que sopla sobre las llanuras de Europa Central, de los profundos lagos, de los bosques de abetos y los arenales.

Marthe se moría de ganas de entrar en la conversación.

– Y esta dichosa guerra, ¿va a durar mucho tiempo? -preguntó al fin.

– No lo sé -respondió el alemán, sonriendo y encogiendo ligeramente los hombros.

– Pero ¿qué piensa usted? -insistió Lucile.

– Señora, yo soy un soldado. Los soldados no piensan. Me dicen que vaya a un sitio, y allí voy. Que luche, y lucho. Que me juegue la vida, y me la juego. Ejercitar el pensamiento haría las batallas más difíciles y la muerte, más terrible.

– Pero el entusiasmo…

– Perdóneme, señora, pero ésa es una palabra de mujer. Un hombre cumple con su deber incluso sin entusiasmo. Precisamente en eso se reconoce que es un hombre, un hombre de verdad.

– Puede ser.

Se oía el rumor de la lluvia en el jardín; las últimas gotas caían lentamente de las lilas; el agua rebosaba del vivero con un murmullo perezoso. De pronto se oyó la puerta de la calle.

– ¡La señora! ¡Corran! -susurró Marthe asustada, empujando hacia la puerta a Lucile y al oficial-. ¡Vayan por el jardín! ¡La que me va a armar, Virgen misericordiosa! -exclamó, apresurándose a tirar el resto del café por el desagüe del fregadero, esconder las tazas y apagar el quinqué-. ¡Vamos, deprisa! ¡Menos mal que es de noche!

Al punto se encontraron en el jardín. El oficial sonreía y Lucile temblaba un poco. Al amparo de la oscuridad, vieron a la señora Angellier atravesar la casa precedida por Marthe, que llevaba una lámpara. Luego, los postigos se cerraron y se aseguraron con las barras de hierro; al oír el chirrido de los goznes, un ruido de cadenas oxidadas y el fúnebre sonido de los cerrojos de las grandes puertas, el alemán comentó:

– Esto parece una prisión. ¿Y ahora cómo entrará, señora?

– Por la puerta de la antecocina. Marthe la habrá dejado abierta. ¿Y usted?

– Bah, saltaré la tapia. -Y eso hizo, con extraordinaria agilidad. Luego le dijo con suavidad-: Gute Nacht. Schlafen sie wohl.

– Gute Nacht -respondió ella.

Su acento hizo reír al alemán. Lucile se quedó un instante en la oscuridad, escuchando aquella risa que se alejaba. Una ráfaga de viento agitó las ramas mojadas de las lilas sobre sus cabellos. Se sentía alegre y ligera. Echó a correr y entró en la casa.

11

La señora Angellier visitaba sus propiedades todos los meses. Elegía un domingo para encontrar a «la gente» en casa, lo que sacaba de quicio a los aparceros, que al verla venir escondían a toda prisa el café, el azúcar y el aguardiente de la sobremesa: la señora Angellier era de la vieja escuela; consideraba que todo lo que consumía «su» gente era parte de lo que habría debido acabar en su bolsillo y, en la carnicería, hacía agrios reproches a los que compraban carne de primera calidad. En el pueblo, tenía «su» policía, como ella decía, y pobre de los aparceros cuyas mujeres o hijas compraban medias de seda, perfumes, polveras o novelas demasiado a menudo: duraban poco tiempo en sus tierras. La señora de Montmort gobernaba sus dominios de acuerdo con principios análogos, pero, como era aristócrata y sentía más aprecio por los valores espirituales que la ávida y materialista burguesía a la que pertenecía la señora Angellier, le preocupaba sobre todo el aspecto religioso de la cuestión; se informaba sobre si todos los niños habían sido bautizados, si todos los miembros de la familia comulgaban dos veces al año, y si las mujeres iban a misa (en lo tocante a los hombres hacía la vista gorda; era mucho pedir). Así que, de las dos familias que se repartían la región, los Montmort y los Angellier, la más odiada seguía siendo la primera.

La señora Angellier se puso en camino con la anubarrada aurora. La tormenta del día anterior había alterado el tiempo: caía agua helada a cántaros. Con el coche no se podía contar, porque no tenía permiso para circular ni gasolina, pero la anciana había hecho exhumar del cobertizo en que reposaba desde hacía treinta años una especie de victoria que, enganchada a un buen par de caballos, cumplía su papel. Toda la casa se había levantado para despedir a la señora. En el último minuto, y a regañadientes, confió sus llaves a Lucile. Luego abrió el paraguas. El aguacero arreciaba.

– La señora debería dejarlo para mañana -opinó la cocinera.

– No tengo más remedio que ocuparme yo de todo, puesto que el amo está prisionero de estos señores -respondió la anciana en tono sarcástico y voz muy alta, sin duda para avergonzar a dos soldados alemanes que en ese momento pasaban por allí.

Acto seguido, les lanzó una mirada como la que Chateaubriand atribuye a su padre diciendo: «Sus centelleantes pupilas parecían salir disparadas y atravesar a la gente como balas.» Pero los soldados, que no sabían francés, debieron de tomar aquella mirada por un homenaje a su buena planta, su porte marcial y su irreprochable uniforme, porque le sonrieron con tímida efusividad. Exasperada, la señora Angellier cerró los ojos. El coche se puso en marcha. El viento sacudía las portezuelas.

Unas horas después, Lucile fue a casa de la modista, una mujer joven de la que se murmuraba que intimaba con alemanes. Le llevaba un retal de tela para que le hiciera un peinador.

– Tiene usted suerte de disponer todavía de una seda como ésta -le dijo la chica asintiendo apreciativamente-. ¡Qué más quisiéramos las demás! -Al parecer no lo decía con envidia, sino con admiración, como si le reconociera no una prerrogativa de burguesa, sino una especie de astucia natural para que la sirvieran antes que a las demás, del mismo modo que el habitante del llano dice del montañés: «¡Ése no hay peligro de que se despeñe! Lleva subiendo a los Alpes desde que nació.» Y tal vez también pensaba que Lucile, por un don de nacimiento, ancestral, era más hábil que ella para violar las leyes y sortear los reglamentos, porque, tras guiñarle el ojo y dedicarle la mejor de sus sonrisas, añadió-: Sabe usted apañárselas, sí señora. Eso está bien.

En ese instante, Lucile vio el cinturón de un soldado alemán encima de la cama. Los ojos de las dos mujeres se encontraron. Los de la costurera tenían una mirada astuta, vigilante e impertérrita; parecía una gata que tiene un pájaro entre las zarpas y, si alguien intenta quitárselo, levanta el hocico y maúlla con arrogancia, como diciendo: «¡Que te has creído tú eso! ¿Quién lo ha cazado, tú o yo?»

– ¿Cómo puede…? -murmuró Lucile.

La costurera dudó entre varias actitudes. Su rostro pasó de la insolencia a la candidez y de la candidez al disimulo. Pero, de pronto, bajó la cabeza.

– Bueno, ¿y qué? Alemán o francés, amigo o enemigo, ante todo es un hombre, y yo, una mujer. Es amable conmigo, cariñoso, atento… Es un chico de ciudad que se cuida, no como los de aquí; tiene la piel suave y los dientes blancos. Cuando me besa, el aliento no le huele a alcohol como a los mozos del pueblo. Para mí eso es suficiente. No busco nada más. Nos complican demasiado la vida con las guerras y todas esas mandangas. Entre un hombre y una mujer, eso no cuenta para nada. Si fuera inglés o negro y me atrajera, también me daría el gusto, si pudiera. ¿Le parece mal? Claro, usted es rica y tiene diversiones que yo no tengo…

– ¡Diversiones! -exclamó Lucile con involuntaria amargura, preguntándose qué podía encontrar divertido la costurera en una vida como la de las Angellier; seguramente, visitar propiedades y contar dinero.

– Usted tiene cultura. Trata con gente fina. Para los demás, todo es trabajar y matarse. Si no existiera el amor, más valdría tirarse de cabeza a un pozo. Y cuando digo amor no crea que sólo pienso en lo que ya sabe. Mire, el otro día ese alemán estuvo en Moulins: pues me compró un bolso de imitación de cocodrilo. Otra vez me trajo flores, un ramo que me compró en la ciudad, como a una señorita. Parece una idiotez, porque aquí en el campo lo que sobra son flores; pero es un detalle bonito. Hasta ahora, para mí los hombres sólo habían sido para lo que ya sabe. Pero éste… no sé cómo decirle… Haría cualquier cosa por él, lo seguiría a cualquier parte. Y sé que él me quiere… He tratado con bastantes hombres como para saber cuándo te mienten. Así que, como comprenderá, que me digan «¡Es un alemán, es un alemán!» no me da ni frío ni calor. Es una persona como las demás.

– Claro que sí, mujer, pero cuando se dice «Es un alemán», ya se sabe que no es más que un hombre, ni mejor ni peor que los demás, pero lo que se sobreentiende, lo que es terrible, es que ha matado a franceses, que los suyos tienen a los nuestros prisioneros, que nos hacen pasar hambre…

– ¿Y cree que yo nunca lo pienso? A veces, estoy echada a su lado y me digo: «¿Y si quien mató a mi padre fue el suyo?» A mi padre, como quizá usted sepa, lo mataron en la otra guerra. Pues claro que lo pienso; pero luego, en el fondo, me da igual. A un lado estamos él y yo, y al otro la gente. A la gente no le importamos; nos bombardean y nos hacen sufrir. Nos matan peor que si fuéramos conejos. Bueno, pues a nosotros tampoco nos importan ellos. Mire, si hubiera que vivir pendiente del qué dirán, estaríamos peor que los animales. En el pueblo dicen que soy una perra. ¡Pues no! Los perros son ellos, que van en manada y, si les mandan morder, muerden. Willy y yo… -La chica se interrumpió y soltó un suspiro-. Nos queremos -dijo al fin.

– Pero el regimiento se irá…

– Ya lo sé, señora; pero Willy dice que cuando acabe la guerra vendrá a buscarme.

– ¿Y tú le crees?

– Sí, le creo -respondió la chica en tono desafiante.

– Pues estás loca -dijo Lucile-. Se olvidará de ti en cuanto se vaya. Tienes hermanos prisioneros y cuando vuelvan… Hazme caso: ten cuidado, lo que haces es muy peligroso. Es peligroso y está mal -añadió.

– Cuando vuelvan…

Las dos mujeres se miraron en silencio. En aquella habitación cerrada y llena de muebles anticuados y aparatosos, flotaba un olor profundo y secreto que turbaba a Lucile y le producía un extraño malestar.

En la escalera, unos críos churretosos pasaron junto a ella como una exhalación.

– ¿Adónde vais tan deprisa?

– A jugar al jardín de los Perrin.

Los Perrin era una familia acomodada que había huido en junio de 1940 presa del pánico, dejando la casa abandonada, las puertas abiertas de par en par, la plata en los cajones y la ropa en las perchas.

Los alemanes habían saqueado la vivienda. En cuanto al extenso jardín, desatendido, pisoteado, devastado, parecía una selva.

– ¿Os dejan entrar los alemanes?

Por toda respuesta, los chiquillos se echaron a reír y se alejaron corriendo.

Lucile regresó a casa bajo un chaparrón. Por el camino, pasó por delante del jardín de los Perrin. Entre las ramas, pese a la fría tromba, se veían los delantales azules y rosa de los niños del pueblo, que aparecían y volvían a desaparecer. De vez en cuando, una sucia y lustrosa mejilla chorreante de lluvia relucía como un melocotón. Los chiquillos arrancaban las lilas y las flores de los cerezos y se perseguían por el césped. Encaramado a un cedro, un renacuajo en pantalón rojo silbaba como un mirlo.

Estaban acabando de destrozar lo que quedaba del jardín, antaño tan cuidado, tan apreciado por los Perrin, quienes ya no salían a sentarse en las sillas de hierro al atardecer, los hombres en traje negro y las mujeres con largos vestidos de crujiente seda, para ver madurar en familia las fresas y los melones. Un mocoso de delantal rosa hacía equilibrios sobre la verja de hierro, con los pies entre las puntas de lanza de los barrotes

– Te vas a caer, por travieso.

El chiquillo se quedó mirándola sin decir nada. De repente, Lucile envidió a aquellos niños que se divertían ajenos al tiempo, la guerra y las desgracias. Parecían los únicos libres en una nación de esclavos. «Libres de verdad», se dijo.

A regañadientes, siguió su camino hacia la taciturna y silenciosa casa, impasible bajo el temporal.

12

Lucile se quedó sorprendida al ver al cartero, con el que se cruzó en la puerta: apenas recibían correspondencia. En la mesa del vestíbulo había una carta a su nombre.

Señora, ¿se acuerda usted del matrimonio mayor al que acogió en su casa el pasado junio? Nosotros hemos pensado en usted muchas veces, en su amable hospitalidad, en ese alto en su casa durante un viaje espantoso. Nos gustaría mucho tener noticias suyas. ¿Ha regresado su marido sano y salvo de la guerra? Por nuestra parte, hemos tenido la enorme dicha de recuperar a nuestro hijo. Reciba, señora, nuestros respetuosos saludos.

Jeanne y Maurice Michaud

Rue de la Source 12, París (XVI°)

Lucile se quedó encantada. Qué grata sorpresa, qué buenas personas… Desde luego eran más felices que ella. Se querían, habían afrontado y superado juntos todos los peligros… Escondió la carta en su secreter y fue al comedor. Decididamente, era un buen día aunque no parara de llover: en la mesa sólo había un plato. Lucile volvió a alegrarse de la ausencia de su suegra: podría leer mientras comía. Almorzó a toda prisa y luego se acercó a la ventana para contemplar la lluvia. Era una «cola de tormenta», como decía la cocinera. En cuarenta y ocho horas, el tiempo había pasado de la primavera más radiante a una estación indeterminada, cruel, extraña, en la que las últimas nieves se mezclaban con las primeras flores; los manzanos habían perdido las flores en una noche, los rosales estaban negros y helados y el viento había derribado las macetas de geranios y guisantes de olor.

– Se va a perder todo, nos quedaremos sin fruta -gimió Marthe mientras recogía la mesa-. Voy a encender fuego en la sala -añadió-. Hace un frío que no se puede estar. El alemán me ha pedido que le encienda la chimenea, pero no está deshollinada y se va a atufar. Allá él. Se lo he dicho, pero ni caso. Cree que es mala voluntad, como si después de todo lo que nos han quitado le fuese a negar un par de troncos. ¿Lo oye? ¡Ya está tosiendo! Jesús, Jesús… ¡Qué cruz, tener que servir a los boches! ¡Ya va, ya va! -gruñó la cocinera. Lucile la oyó abrir la puerta del despacho y hablar con el alemán, que parecía irritado-: ¡Oiga, que ya se lo he dicho! Con este viento, cualquier chimenea sin deshollinar echa el humo para dentro.

– ¿Y por qué no la han deshollinado, mein Gott? -replicó el alemán, exasperado.

– ¿Que por qué? ¡Y a mí qué me cuenta! Yo no soy la dueña. ¿Cree usted que con su dichosa guerra se puede hacer algo a derechas?

– Mire, buena mujer, si cree usted que voy a dejarme ahumar aquí dentro como un conejo, está muy equivocada. ¿Dónde están las señoras? Si no pueden proporcionarme una habitación confortable, no tienen más que instalarme en el salón. Encienda fuego en el salón.

– Lo siento, teniente, pero eso es imposible -terció Lucile acercándose a ellos-. En nuestras casas de provincias, el salón es una pieza en la que se recibe, pero donde no se puede acomodar a nadie. La chimenea es falsa, como puede comprobar.

– ¿Qué? ¿Ese monumento de mármol blanco con amorcillos que se calientan los dedos…?

– Nunca ha calentado nada -completó Lucile con una sonrisa-. Pero si quiere, venga a la sala; la estufa está encendida. La verdad es que aquí no hay quien esté -hubo de reconocer al ver la nube de humo que flotaba en la habitación.

– ¡Como que por poco muero asfixiado, señora! ¡Desde luego, el oficio de soldado está lleno de peligros! Pero por nada del mundo quisiera molestarla. En el pueblo hay un par de cafés cochambrosos con billar en los que flotan nubes de tiza… Su señora suegra…

– Estará ausente todo el día.

– ¡Ah! Entonces se lo agradezco mucho, señora Angellier. No la molestaré. Tengo trabajo urgente que terminar -dijo el teniente, y mostró un mapa y unos planos.

El se sentó a la mesa, que ya estaba recogida, y ella en un sillón, frente a la estufa. De vez en cuando extendía las manos hacia el fuego y se las frotaba distraídamente. «Tengo gestos de vieja -se dijo de pronto con tristeza-. Gestos y vida de vieja.» Y dejó caer las manos sobre las rodillas. Al levantar la cabeza, vio que el oficial había dejado los mapas, se había acercado a la ventana y apartado la cortina. Estaba contemplando los perales, crucificados bajo el encapotado cielo.

– Qué sitio tan triste… -murmuró.

– ¿Y a usted qué más le da? -respondió Lucile-. Se va mañana.

– No, no me voy.

– ¡Ah! Creía…

– Han suspendido todos los permisos.

– Vaya… ¿Y eso?

El alemán encogió ligeramente los hombros.

– No lo sabemos. Suspendidos, y punto. Es la vida del militar.

Lucile lo sintió por él: estaba tan contento con su permiso…

– Qué lástima -murmuró compadecida-, pero sólo es un aplazamiento.

– De tres meses, de seis, para siempre… Si lo siento es por mi madre. Está mayor y delicada. Es una viejecita de pelo muy blanco, con su eterno sombrero de paja, a la que tumbaría el menor soplo de viento. Me espera mañana por la noche, y no recibirá más que un telegrama.

– ¿Es usted hijo único?

– Tenía tres hermanos. Uno cayó durante la campaña de Polonia, otro hace un año, justo cuando entramos en Francia, y el tercero está en África.

– Es muy triste, y para su mujer también…

– Bueno, mi mujer… mi mujer se consolará. Nos casamos muy jóvenes; éramos casi unos niños. ¿Qué opina usted de esos matrimonios que se celebran tras quince días de amistad y de excursiones por los lagos?

– No sabría decirle. En Francia no se hace así.

– Pero tampoco será como antaño, cuando la gente se casaba después de verse un par de veces en casa de unos amigos de la familia, como en las novelas de Balzac…

– Puede que no del todo, pero, al menos en provincias, la diferencia no es tan grande…

– Mi madre me desaconsejó que me casara con Edith. Pero yo estaba enamorado. Ach, Liebe… Deberían darnos la oportunidad de crecer juntos, de envejecer juntos… Pero llega la separación, la guerra, las dificultades, y descubres que estás casado con una niña que sigue teniendo dieciocho años, mientras que tú… -Levantó los brazos y los dejó caer de nuevo-. Unas veces tienes doce y otras cien…

– Vamos, no exagere…

– No, no… Para unas cosas, el soldado sigue siendo un niño, y en cambio, para otras, es tan viejo, tan viejo… No tiene edad. Es contemporáneo de las cosas más antiguas del mundo, del asesinato de Abel por Caín, de los festines de los caníbales, de la Edad de Piedra… En fin, no sigamos hablando de esas cosas. El caso es que aquí estoy, encerrado en este sitio que es como una tumba… Bueno, una tumba en un cementerio en medio del campo, lleno de flores, pájaros y fantasmas encantadores, pero tumba al fin… ¿Cómo puede usted vivir aquí todo el año?

– Antes de la guerra hacíamos alguna que otra salida…

– Pero apuesto a que nunca viajaban. No conoce ni Italia, ni Europa Central, París apenas… Piense en todo lo que falta aquí… los museos, los teatros, los grandes conciertos… ¡Ah, lo que más echo de menos son los conciertos! Y no dispongo más que de un mísero instrumento, que encima no me atrevo a tocar por miedo a herir sus legítimas susceptibilidades francesas -añadió con una pizca de resentimiento.

– Pero toque cuanto quiera, teniente… Mire, está usted triste, y yo tampoco es que esté muy alegre. Siéntese al piano y toque. Nos olvidaremos del mal tiempo, de la soledad y de todas nuestras desgracias…

– ¿De verdad no le importa? Pero tengo trabajo… -Lanzó una mirada a los mapas-. ¡Bah! Coja la labor o un libro, siéntese junto al piano y óigame tocar. Sólo toco bien cuando tengo público. Soy un… ¿cómo dicen ustedes? ¡Un farolero, eso es!

– Sí, farolero. Mis felicitaciones por su conocimiento de nuestro idioma.

El teniente se sentó al piano. La estufa crepitaba suavemente, difundiendo un agradable calorcillo y un grato olor a humo y castañas asadas. Las gotas de lluvia resbalaban por los cristales como gruesas lágrimas. La casa estaba silenciosa y vacía, pues la cocinera había ido a vísperas.

«Yo también debería ir -se dijo Lucile-. Pero no me apetece. Sigue lloviendo.»

Sus ojos seguían las finas y blancas manos del alemán, que brincaban por el teclado. El anillo adornado con una piedra granate que llevaba en el anular le molestaba para tocar; se lo quitó mecánicamente y se lo tendió a Lucile, que lo cogió y lo tuvo un instante en la mano; todavía estaba tibio. Hizo espejear la piedra a la mortecina luz que entraba por la ventana. Bajo la piedra se transparentaban dos letras góticas y una fecha. Lucile supuso que era una prenda de amor. Pero no: la fecha era de 1775 o 1795, no se distinguía bien. Una joya de familia, sin duda. La dejó en la mesa con cuidado, diciéndose que seguramente muchas tardes tocaba para su mujer tal como hacía ahora para ella. ¿Cómo había dicho que se llamaba su esposa? ¿Edith? Qué bien tocaba… Lucile reconocía algunos fragmentos.

– Es Bach, ¿verdad? ¿Mozart? -preguntó tímidamente.

– ¿Toca usted también?

– ¡No, no! Antes de casarme tocaba un poco, pero ya se me ha olvidado. No obstante, me gusta la música. ¡Tiene usted mucho talento, teniente!

Él la miró muy serio.

– Sí, creo que tengo talento -murmuró con una tristeza que la sorprendió, y arrancó al teclado una serie de rápidos y juguetones arpegios-. Ahora escuche esto -dijo y, sin dejar de tocar, siguió hablando en voz baja-: Esto es el tiempo de la paz, la risa de las chicas, los alegres sonidos de la primavera, el vuelo de las primeras golondrinas que regresan del sur… Estamos en un pueblo de Alemania, en marzo, cuando la nieve apenas ha empezado a fundirse. Éste es el ruido que hace la nieve cayendo en las viejas calles del pueblo. Y ahora la paz ha acabado… Los tambores, los camiones, el paso de los soldados… ¿Los oye? ¿Los oye? Esas pisadas lentas, sordas, inexorables… Un pueblo en marcha… El soldado está perdido entre los demás… Aquí entrará un coro, una especie de cántico religioso, que todavía no está terminado. ¡Ahora, escuche! Es la batalla…

La música era grave, profunda, terrible…

– ¡Oh, qué hermoso! -murmuró Lucile, arrobada-. ¡Qué hermoso!

– El soldado muere, pero antes de morir oye de nuevo ese coro, que ya no viene de este mundo, sino de la milicia de los ángeles… Algo así, escuche… Tiene que ser suave y vibrante a la vez. ¿Oye usted las trompetas celestiales? ¿Oye el clamor de esos metales que derriban las murallas? Pero todo se aleja, se debilita, cesa, desaparece… El soldado ha muerto.

– ¿Lo ha compuesto usted? ¿Es suyo?

– ¡Sí! Yo iba para músico… Pero se acabó.

– ¿Por qué? La guerra…

– La música es una amante exigente. No puedes abandonarla cuatro años. Cuando quieres volver junto a ella, ha huido. ¿En qué está pensando? -preguntó al ver que Lucile lo miraba fijamente.

– Pienso… que no se debería sacrificar así al individuo. Me refiero a todos nosotros. ¡Nos lo han quitado todo! El amor, la familia… ¡No es justo!

– Ya, señora Angellier… Pero ése es el principal problema de nuestro tiempo, individuo o comunidad, porque la guerra es la obra común por excelencia, ¿no le parece? Nosotros, los alemanes, creemos en el espíritu de la comunidad, en el mismo sentido en que se dice que entre las abejas existe el «espíritu de la colmena». Se lo debemos todo: néctares, luces, aromas, mieles… Pero ésos son asuntos demasiado serios. ¡Escuche, voy a tocarle una sonata de Scarlatti! ¿La conoce?

– ¡No, creo que no!

Entretanto, Lucile pensaba: «¿Individuo o comunidad? ¡Ay, Dios mío! Eso no es nuevo, los alemanes no han inventado nada. Nuestros dos millones de muertos en la otra guerra también se sacrificaron por el "espíritu de la colmena". Murieron, y veinticinco años después… ¡Qué mentira! ¡Qué fatuidad! Hay leyes que rigen el destino de las colmenas y los pueblos, ¡y ya está! Seguramente, el espíritu del pueblo está gobernado por leyes que se nos escapan, o por caprichos que ignoramos. Pobre mundo, tan hermoso y tan absurdo… Pero si algo hay seguro es que dentro de cinco, diez o veinte años, este problema, que, según él, es el de nuestro tiempo, habrá dejado de existir, habrá cedido el sitio a otros… Mientras que esta música, ese repiqueteo de la lluvia en los cristales, esos ruidosos y fúnebres crujidos del cedro del jardín de enfrente, esta hora tan maravillosa, tan extraña en mitad de la guerra, esto, todo esto, no cambiará… Es eterno…»

De pronto, el teniente dejó de tocar y la miró.

– ¿Está usted llorando? -Ella se secó los ojos a toda prisa-. Le ruego que me perdone. La música es indiscreta. Puede que la mía le recuerde a alguien ausente…

– ¡No, a nadie! -murmuró ella a su pesar-. Eso es precisamente lo que… Nadie…

Se quedaron callados. El teniente bajó la tapa del piano.

– Señora, después de la guerra volveré. Permítame volver. Todas las disputas entre Francia y Alemania serán antiguallas, estarán olvidadas… al menos durante quince años. Una tarde, llamaré a la puerta. Usted me abrirá y no me reconocerá, porque iré de paisano. Entonces le diré: Soy el oficial alemán… ¿Se acuerda? Es tiempo de paz, de felicidad, de libertad. He venido por usted. Venga, vayámonos juntos. La llevaré a visitar un montón de países. Yo, naturalmente, seré un compositor célebre y usted estará tan guapa como ahora…

– ¿Y su mujer y mi marido? ¿Qué hacemos con ellos? -le preguntó Lucile, esforzándose por reír.

El teniente silbó por lo bajo.

– ¡A saber dónde estarán! Y dónde estaremos nosotros… Pero se lo digo muy en serio, señora: volveré.

– Siga tocando -murmuró ella tras un breve silencio

– ¡No, se acabó! El exceso de música es gefährlich, peligroso. Ahora, sea una señora de mundo. Invíteme a tomar el té.

– En Francia ya no queda té, mein Herr. Puedo ofrecerle vino de Frontignan y bizcochos. ¿Le apetece?

– ¡Ya lo creo! Pero, por favor, no llame a su criada. Permítame ayudarla a poner la mesa. Dígame, ¿dónde están los manteles? ¿En ese cajón? Déjeme escoger: ya sabe que nosotros los alemanes no tenemos ni pizca de tacto. Elijo el rosa, no, el blanco con florecitas bordadas… ¿por usted, tal vez?

– ¡Pues sí!

– En cuanto a lo demás, usted manda.

– Menos mal -respondió ella riendo-. ¿Dónde está su perro? Hace días que no lo veo.

– De permiso. Pertenece a todo el regimiento, a todos los camaradas. Uno de ellos, Bonnet, el intérprete, ese del que vino a quejarse su amigo el rústico, se lo llevó consigo. Salieron hace tres días hacia Munich, pero las nuevas disposiciones los obligarán a volver.

– A propósito de Bonnet, ¿ha hablado con él?

– Señora, mi amigo Bonnet no es un alma cándida. Si el marido lo exaspera, puede que lo que hasta ahora no era más que una diversión inocente se convierta en algo más pasional, con más Schadenfreude, ¿me comprende? Puede incluso enamorarse de verdad, y si esa joven no es seria…

– No es el caso -respondió Lucile.

– ¿Quiere a ese patán?

– Sin duda. Además, si bien algunas chicas de por aquí se dejan abrazar por sus soldados, no todas son iguales. Madeleine Labarie es una mujer decente y una buena francesa.

– Lo he comprendido -dijo el oficial con una inclinación de la cabeza.

Luego la ayudó a acercar la mesa de juego a la ventana. Lucile sacó las copas de cristal tallado en grandes facetas, una licorera con el tapón corlado y unos platitos que databan del Primer Imperio y estaban decorados con motivos militares: Napoleón pasando revista a las tropas, dorados húsares acampados en claros, un desfile en el Campo de Marte… El alemán se quedó admirado del colorido y el primor de las pinturas.

– ¡Qué uniformes tan bonitos! ¡Cuánto me gustaría tener un dolmán con bordados dorados como el de este húsar!

– Pruebe estos bizcochos, mein Herr. Están hechos en casa.

El teniente alzó la vista y le sonrió.

– ¿Ha oído hablar de esos ciclones que se desatan en los mares del sur, señora Angellier? Si he entendido bien mis lecturas, forman una especie de círculo cuyo borde consiste en una sucesión de tormentas, mientras que el centro permanece inmóvil, de tal modo que un pájaro o una mariposa que se encontrara en el ojo del huracán no sufriría ningún daño, ni siquiera se le arrugarían las alas, mientras a su alrededor se producen terribles estragos. ¡Mire esta casa! ¡Mírenos a nosotros tomando vino de Frontignan y comiendo bizcochos, y piense en lo que está ocurriendo en el mundo!

– Prefiero no pensar -respondió Lucile con tristeza.

Sin embargo, en su alma había una especie de calor que jamás había sentido. Hasta sus movimientos eran más sueltos, más seguros que de costumbre, y su propia voz resonaba en sus oídos como si fuera la de una desconocida: más baja de lo habitual, más profunda y vibrante; no la reconocía. Pero lo más delicioso era aquel aislamiento dentro de la casa hostil, unido a aquella extraña seguridad: no vendría nadie, no habría cartas, ni visitas ni teléfono. Y como esa mañana se le había olvidado darle cuerda («Naturalmente, cuando yo no estoy, todo va a la deriva», diría su suegra), hasta el reloj, aquel reloj que la angustiaba con sus profundas y melancólicas campanadas, estaba callado. Para colmo, la tormenta había vuelto a inutilizar la central eléctrica; durante unas horas, la región estaría sin luz y sin radio. La radio, muda… ¡Qué descanso! No había tentación posible. No se podría buscar París, Londres, Berlín o Boston en el negro dial. No se podrían oír esas malditas, invisibles, lúgubres voces que hablaban de barcos hundidos, aviones derribados y ciudades bombardeadas, que recitaban números de muertos, que anunciaban futuras matanzas… Bendita paz… Hasta la noche, nada; sólo las lentas horas, una presencia humana, un vino suave y aromático, música, largos silencios, la felicidad…

13

Transcurrido un mes, una tarde de lluvia, como la que el alemán y Lucile habían pasado juntos, Marthe anunció una visita a las señoras Angellier. Tres figuras cubiertas con velos, vestidas con largos abrigos negros y tocadas con sombreros de luto las esperaban en el salón. Los crespones que las cubrían de la cabeza a los pies las encerraban en una especie de fúnebre e impenetrable jaula. Las Angellier no recibían muchas visitas; en su atolondramiento, la cocinera había olvidado recoger los paraguas de las visitas, que seguían sosteniéndolos y dejando caer en ellos las últimas gotas de lluvia que se escurrían de sus velos, como plañideras derramando lágrimas sobre las urnas de piedra de la tumba de un héroe. La anciana Angellier tardó en reconocer aquellas tres formas negras. Al fin, exclamó sorprendida:

– ¡Pero si son las Perrin!

La familia Perrin (propietaria de la magnífica casa saqueada por los alemanes) era «de lo mejorcito de la región». La señora Angellier sentía hacia los portadores de ese apellido algo similar a lo que sienten los miembros de la realeza unos por otros: la serena certeza de encontrarse entre personas con la misma sangre y los mismos puntos de vista sobre todas las cosas, a las que ciertamente pueden separar divergencias pasajeras, pero que, pese a las guerras o las meteduras de pata de un ministro, permanecen unidas por un vínculo indisoluble, de tal modo que el trono de España no puede derrumbarse sin que su caída haga temblar el de Suecia. Cuando un notario de Moulins se fugó con novecientos mil francos de los Perrin, los Angellier se estremecieron. Y cuando los Angellier adquirieron por cuatro perras unas tierras que habían pertenecido a los Montmort «de siempre», los Perrin se congratularon. El respeto desabrido que los Montmort inspiraban a los burgueses no admitía comparación con esa solidaridad de clase.

Con afectuosa consideración, la señora Angellier indicó a la señora Perrin que volviera a sentarse cuando ésta hizo ademán de levantarse al verla entrar. No sentía el desagradable repelús que la estremecía cuando la señora de Montmort entraba en su casa. Sabía que a los ojos de la señora Perrin allí todo estaba bien: la chimenea falsa, el olor a cerrado, las persianas medio bajadas, los muebles cubiertos con fundas, el empapelado verde oliva con palmas doradas… Todo era apropiado; a continuación, pasados unos instantes, ofrecería a sus visitas una jarra de naranjada y unas galletas desmigajadas. La mezquindad del piscolabis no sorprendería a la señora Perrin, antes bien, vería en ella una nueva prueba de la prosperidad de los Angellier -porque a mayor riqueza, mayor tacañería- y reconocería su propia preocupación por el ahorro y esa tendencia al ascetismo que es consustancial a la burguesía francesa y da a sus inconfesables placeres secretos una amargura tonificante.

La señora Perrin relató la heroica muerte de su hijo, caído en Normandía durante el avance alemán. Había obtenido permiso para visitar su tumba, pero se lamentó insistentemente del coste del viaje. La señora Angellier le dio la razón. El amor materno y el dinero eran dos cosas distintas. Los Perrin vivían en Lyon.

– En la ciudad hay mucha necesidad. He llegado a ver vender cuervos a quince francos la unidad. Hay madres que han dado caldo de corneja a sus hijos. Y no crea que estoy hablando de obreros. No, señora Angellier. ¡Gente como usted y como yo!

La anciana Angellier suspiró acongojada, imaginándose a personas de su círculo de amistades o de su familia compartiendo un cuervo a la hora de la cena, una idea que tenía algo de grotesco y degradante (mientras que tratándose de obreros, con decir «¡Pobres desgraciados!» y pasar a otra cosa, habría sido suficiente).

– ¡Pero al menos son ustedes libres! No tienen alemanes en casa; en cambio, nosotras alojamos a uno. ¡Un oficial! Sí, señora Perrin, en esta casa, detrás de esa pared -dijo la anciana indicando el papel verde oliva con palmas doradas.

– Lo sabemos -reconoció la señora Perrin con cierto apuro-. Nos lo dijo la mujer del notario, que cruzó la línea hace poco. Por eso precisamente hemos venido a verlas.

Todas las miradas se clavaron en Lucile.

– Explíquese, señora Perrin -pidió la anciana Angellier con frialdad.

– Ese oficial, según me han dicho, se muestra perfectamente correcto…

– En efecto.

– E incluso lo han visto dirigiéndole la palabra con suma educación en repetidas ocasiones…

– No me dirige la palabra -replicó la señora Angellier con altivez-. Yo no lo toleraría. Estoy dispuesta a admitir que no es una actitud demasiado razonable -añadió poniendo énfasis en la última palabra-, como ya me han hecho notar; pero soy madre de un prisionero y, en cuanto tal, ni con todo el oro del mundo podrán hacerme ver a uno de esos señores como otra cosa que un enemigo mortal. Aunque hay personas que son más… ¿cómo diría? Más flexibles, más realistas quizá… y mi nuera en particular…

– Yo le contesto cuando me habla, efectivamente -admitió Lucile.

– ¡Pero si hace usted muy bien, hace usted estupendamente bien! -exclamó la señora Perrin-. Mi querida joven, es en usted en quien tengo puestas todas mis esperanzas. Se trata de nuestra pobre casa. Se encuentra en un estado lamentable, ¿verdad?

– Sólo he visto el jardín a través de la verja…

– Mi querida Lucile, ¿no podría usted hacer que nos devolvieran determinados objetos, que se encuentran en su interior y que nos son especialmente queridos?

– Yo, señora… la verdad…

– ¡Por favor! Se trataría de ir a ver a esos señores e interceder en nuestro favor. Naturalmente, cabe la posibilidad de que esté todo destrozado o calcinado; pero no concibo que el vandalismo haya llegado a ese extremo y no podamos recuperar ciertos retratos, cartas personales o enseres que sólo tienen valor sentimental…

– Señora, diríjase usted misma a los alemanes que ocupan la casa y…

– Jamás -replicó la señora Perrin irguiéndose en la silla-. jamás pondré los pies en mi casa mientras el enemigo siga en ella. Es una cuestión de dignidad y también de sentimientos… Mataron a mi hijo, un hijo que acababa de ser admitido en el Politécnico entre los seis primeros… Me alojaré con mis hijas en una habitación del Hôtel des Voyageurs hasta mañana. Si pudiera usted arreglárselas para hacer salir determinados objetos, de los que le daré una lista, le estaré eternamente agradecida. De tener que entenderme con un alemán (¡me conozco!), sería capaz de ponerme a cantar La Marsellesa -aseguró la señora Perrin con tono vibrante-, y sólo conseguiría que me deportaran a Prusia. Lo que no sería ningún deshonor, sino todo lo contrario, pero ¡tengo hijas! Debo preservarme por mi familia. Así que, mi querida Lucile, le suplico encarecidamente que haga lo que pueda por nosotras.

– Aquí tiene la lista -dijo la menor de las Perrin.

Lucile desplegó el papel y leyó:

– Una jofaina y una jarra de porcelana, con nuestra inicial y un motivo de mariposas; un escurridor para la ensalada; el servicio de té blanco y dorado (veintiocho piezas, al, azucarero le faltaba la tapa); dos retratos del abuelo: uno en brazos de la nodriza y el otro en su lecho de muerte. La cornamenta de ciervo de la antesala, recuerdo de mi tío Adolphe; el plato para las gachas de la abuela (porcelana y corladura); la dentadura postiza de repuesto de papá, que se la dejó en el cuarto de aseo; el diván negro y rosa del salón. Y por último, del cajón de la izquierda del escritorio, del que se adjunta la llave: la primera página escrita por mi hermano, las cartas de papá a mamá durante la cura que hizo papá en Vittel en mil novecientos veinticuatro (están atadas con una cintita rosa) y todos nuestros retratos.

Lucile leyó en medio de un silencio fúnebre. Bajo el velo, la señora Perrin lloraba calladamente.

– Qué duro, qué duro verse despojado de cosas a las que se tenía tanto cariño… Se lo ruego, querida Lucile, no ahorre esfuerzos. Eche mano de toda su elocuencia, de toda su habilidad…

Lucile miró a su suegra.

– Ese… ese militar -murmuró la señora Angellier despegando los labios con dificultad- todavía no ha regresado. Esta noche ya no lo verás, Lucile, es demasiado tarde; pero mañana por la mañana podrías dirigirte a él y solicitar su ayuda.

– De acuerdo. Así lo haré.

Con las manos enguantadas de negro, la señora Perrin atrajo hacia sí a Lucile.

– ¡Gracias, gracias, hija mía! Y ahora debemos retirarnos.

– Pero no sin antes tomar un refrigerio -terció la señora Angellier.

– ¡Por favor, señoras, no se molesten!

– No es ninguna molestia.

Hubo un suave y educado murmullo en torno a la jarra de naranjada y las galletas que Marthe acababa de traer. Ya más tranquilas, las señoras hablaron de la guerra. Temían la victoria alemana, pero tampoco deseaban la inglesa. En definitiva, deseaban que todo el mundo fuera vencido. Echaban la culpa de todos sus males al ansia de placeres que se había apoderado del pueblo. Al cabo de unos instantes, la conversación derivó hacia un terreno más personal. La señora Perrin y la señora Angellier hablaron de sus enfermedades. La primera relató con pormenores su último ataque de reuma. La segunda la escuchaba con impaciencia y, en cuanto la primera hacía una pausa para tomar aliento, decía: «Pues a mí…», y se ponía a describir su propio ataque de reuma.

Las hijas de la señora Perrin mordisqueaban tímidamente las galletas. Fuera, seguía lloviendo.

14

La lluvia cesó a la mañana siguiente. El sol iluminaba una tierra tibia, húmeda y feliz. Lucile, que había dormido poco, estaba sentada en un banco del jardín desde primera hora, aguardando el paso del alemán. En cuanto lo vio salir de la casa, fue a su encuentro y le planteó el asunto. Ambos se sentían espiados por la anciana Angellier y la cocinera, por no hablar de las vecinas, que tras sus respectivas persianas observaban a la pareja, de pie en medio de un sendero.

– Si tiene la bondad de acompañarme a casa de esas señoras -dijo el alemán-, haré que busquen en su presencia todos los objetos que reclaman; pero en esa casa abandonada por sus dueños se instalaron varios camaradas nuestros, y me temo que estará en bastante mal estado. Vayamos a ver.

Lucile y el teniente cruzaron el pueblo sin apenas hablar.

Al pasar ante el Hôtel des Voyageurs, Lucile vio flotar el velo negro de la señora Perrin en una ventana. Todo el mundo los observaba con ojos curiosos, pero cómplices y vagamente aprobadores.

Sin duda, sabían que iba a arrancar al enemigo unas migajas de su botín (en forma de dentadura postiza, servicio de té y otros objetos de utilidad práctica o valor sentimental). Una anciana que no podía ver el uniforme alemán sin echarse a temblar, se acercó no obstante a Lucile y le susurró:

– Bien hecho. Ya era hora. Usted, al menos, no les tiene miedo…

El teniente sonrió.

– La toman por Judith yendo a desafiar a Holofernes en su propia tienda. Espero que no tenga usted tan malas intenciones como aquella señora… Bueno, ya hemos llegado. Tenga la bondad de entrar, señora Angellier.

El teniente empujó la pesada verja, en cuyo remate tintineó el melancólico cascabel que en otros tiempos anunciaba las visitas a los Perrin. En un año, el jardín había adquirido un aspecto desolador y, en un día menos hermoso que aquél, le habría encogido el corazón a cualquiera. Pero era una mañana de mayo, al día siguiente de una tormenta. La hierba relucía y las margaritas, los acianos y la miríada de flores silvestres que invadían los senderos estaban empapadas y brillaban al sol. Los arbustos habían crecido desordenadamente, y los húmedos racimos de lilas rozaban con suavidad el rostro de Lucile. La casa estaba ocupada por una decena de soldados jóvenes y por todos los chavales del pueblo, que se pasaban las horas muertas en el vestíbulo (como el de los Angellier, era oscuro, olía levemente a humedad y tenía espejos verdosos y trofeos de caza en las paredes). Lucile reconoció a las dos hijas del carretero, que estaban sentadas sobre las rodillas de un soldado rubio de boca grande y reidora. El pequeño del ebanista montaba a caballo a espaldas de otro soldado. Sentados en el suelo, cuatro mocosos de entre dos y seis años, bastardos de la costurera, trenzaban coronas con miosotis y los olorosos clavelitos blancos que tan ordenadamente bordeaban los parterres en otros tiempos.

Los soldados se levantaron con presteza y se cuadraron en la posición reglamentaria, con la barbilla en alto y el cuerpo tan tenso que las venas del cuello les palpitaban.

El teniente se volvió hacia Lucile.

– ¿Sería tan amable de darme su lista? Buscaremos esas cosas juntos. -Leyó el papel y sonrió-. Empecemos por el diván. Tiene que estar en el salón. Y el salón estará por aquí, imagino…

El teniente abrió una puerta y entró en una habitación enorme atestada de muebles, unos volcados y los otros destrozados. Los cuadros estaban descolgados y alineados contra las paredes, con el lienzo roto de una patada en no pocos casos. El suelo estaba cubierto de hojas de periódico, puñados de paja (vestigios, sin duda, de la huida en junio de 1940) y cigarros a medio fumar dejados por el invasor. En un pedestal se veía un buldog disecado con una corona de flores secas en la cabeza y el hocico destrozado.

– ¡Qué espectáculo! -murmuró Lucile, consternada.

No obstante, aquel salón, y sobre todo las caras de pena de los soldados y del oficial, tenían algo de cómico. El teniente vio el rostro de Lucile y su expresión de reproche y dijo con viveza:

– Mis padres tenían una villa a orillas del Rin. Durante la otra guerra fue ocupada por unos soldados franceses que destrozaron instrumentos musicales de inestimable valor, que llevaban en casa doscientos años, e hicieron trizas libros que habían pertenecido a Goethe.

Lucile no pudo evitar sonreír; el teniente se defendía en el tono brusco y ofendido del niño que ha hecho una trastada y, cuando se le riñe, replica: «Pero, señora, no he empezado yo, han sido ellos…» Ver aquella expresión infantil en el rostro de alguien que, después de todo, era un duro guerrero y un enemigo encarnizado, le hizo sentir un placer muy femenino, una especie de ternura sensual. «Porque no nos engañemos -se dijo Lucile-. Estamos todos en sus manos. A su merced. Si nuestra vida y nuestras pertenencias están sanas y salvas, sólo es porque él así lo quiere.» Casi estaba asustada de los sentimientos que empezaban a despertar en su interior, no muy distintos de los que habría experimentado al acariciar a un animal salvaje, una sensación áspera y deliciosa, una mezcla de enternecimiento y terror.

Como le apetecía seguir jugando a aquel juego, frunció el entrecejo y refunfuñó:

– ¡Debería darles vergüenza! ¡Estas casas abandonadas estaban bajo la custodia del muy honorable ejército alemán!

El teniente, que la escuchó golpeándose levemente las botas con un junquillo, se volvió hacia los soldados y les habló con dureza. Lucile comprendió que los estaba conminando a poner orden en la casa, arreglar lo que estaba roto y limpiar el suelo y los muebles. Cuando hablaba en alemán, sobre todo en aquel tono de mando, su voz adquiría una sonoridad vibrante y metálica que producía a los oídos de Lucile un placer similar a un beso dado con rabia y acabado en mordisco. «¡Para! -se dijo llevándose las manos a las mejillas, que le ardían-. Deja de pensar en él, llevas un camino peligroso…»

– No me voy a quedar -dijo dando unos pasos hacia la puerta-. Vuelvo a casa. Ya tiene la lista; ahora sus soldados pueden buscar los objetos reclamados.

El teniente la alcanzó de una zancada.

– Por favor, no se vaya enfadada… Repararemos los daños en la medida de lo posible. ¡Escuche! Dejemos que busquen; lo cargarán todo en una carretilla e irán a depositarlo a los pies de esa señora Perrin, bajo su dirección. Yo la acompañaré para presentar mis excusas. Entretanto, salgamos al jardín. Daremos un paseo y le haré un bonito ramo de flores.

– No; me voy a casa.

– No puede -repuso el teniente cogiéndola del brazo-. Ha prometido a esas señoras que les devolvería sus pertenencias. Tiene que supervisar la ejecución de sus órdenes.

Habían salido de la casa y se encontraban en un sendero bordeado de lilas en flor. Miles de abejas, abejorros y avispas revoloteaban alrededor, penetraban en las corolas, chupaban el néctar y, a continuación, volvían y se posaban en los brazos y el pelo de Lucile, que no las tenía todas consigo y reía nerviosamente.

– Sáqueme de aquí. Voy de peligro en peligro.

– Vamos más lejos.

Al fondo del jardín, volvieron a encontrarse con los chavales del pueblo. Unos jugaban en medio de los parterres, entre los macizos pisoteados y destrozados, y otros se subían a los perales y rompían las ramas.

– Pero ¡qué brutos son! -dijo Lucile-. Luego no habrá fruta.

– ¡Sí, pero las flores son tan bonitas!

El alemán tendió los brazos hacia los niños, que le lanzaron ramitas cuajadas de flores.

– Tenga, señora Angellier. En un jarrón colocado en la mesa quedarán preciosas.

– No me atrevería a cruzar el pueblo llevando flores de árboles frutales -bromeó Lucile-. ¡Ah, granujas! ¡Como os coja el guarda forestal!

– No hay cuidado -dijo una niñita de delantal negro que mordisqueaba una rebanada de pan y trepaba a un árbol rodeándolo con las sucias piernecillas-. No hay cuidado… Los bo… los alemanes no le dejarán entrar.

La extensión de césped, que no se había podado en dos años, ya estaba cubierta de ranúnculos. El oficial se sentó en la hierba y extendió junto a él su amplia capa, de un verde pálido tirando a gris, el color del almendruco. Los niños los habían seguido. La chiquilla del delantal negro recogía narcisos silvestres, formaba grandes manojos frescos y amarillos y hundía la naricilla en ellos, pero sus negros ojos, pícaros e inocentes a un tiempo, no se apartaban de los adultos. Miraba a Lucile con curiosidad, pero también con cierto espíritu crítico: como una mujer a otra. «Me parece que tiene miedo -se decía-. No sé por qué. Ese oficial no es malo, lo conozco bien. Me da dinero, y el otro día me alcanzó el balón, que se me había quedado en las ramas del cedro grande. ¡Qué guapo es ese oficial! ¡Es más guapo que papá y que todos los chicos del pueblo! Y la señora lleva un vestido muy bonito…»

La niña se acercó a la chita callando y, con un dedito sucio, tocó un volante del sencillo y fino vestido de muselina gris, sin más adornos que el pequeño cuello y las mangas de linón plisado. Tiró de la tela un poco más y Lucile se volvió, sorprendida; la pequeña retrocedió de un salto, pero advirtió que la señora la miraba con grandes ojos asustados, como si no la reconociera; estaba muy pálida y le temblaban los labios. Pues sí, le daba miedo estar allí sola con aquel alemán. ¡Como si fuera a hacerle daño! Le hablaba con mucho cariño. Eso sí, la tenía cogida de la mano con tanta fuerza que no habría podido soltarse por mucho que lo intentara. Sorprendida, la niña se dijo que los chicos, pequeños o grandes, eran todos iguales. Les gustaba hacerte rabiar y asustarte. Se tumbó del todo en la hierba, tan alta que la ocultaba completamente; se sentía muy pequeña e invisible, y las hojas le acariciaban el cuello, las piernas, los párpados… ¡Qué cosquillas!

El alemán y la señora hablaban en voz baja. Ahora él también estaba blanco como el papel. De vez en cuando oía su fuerte voz, pero contenida, como si tuviera ganas de gritar o llorar y no se atreviera a hacerlo. Sus palabras no tenían ningún sentido para ella, aunque comprendía vagamente que hablaba de su mujer y del marido de la señora.

– Si al menos fuera usted feliz… -le oyó decir-. Sé cómo es su vida… Sé que está sola, que su marido la engañaba… He hablado con la gente…

¿Feliz? Entonces aquella señora, que tenía unos vestidos tan bonitos y vivía en una casa tan grande, ¿no era feliz? De todas maneras, no le gustaba que la compadecieran, quería marcharse. Le decía que la soltara y se callara. Uy, ahora ya no tenía miedo, ahora el que estaba asustado era él, con sus grandes botas y su aire orgulloso… De pronto, una mariquita se posó en la mano de la niña, que se quedó mirándola; le dieron ganas de matarla, pero sabía que matar a una criatura del Señor traía mala suerte. Así que se limitó a soplarle, primero muy suavemente, para levantarle las alas finas, transparentes y caladas, y luego tan fuerte que el pobre insecto debió de sentirse como un náufrago en una balsa zarandeada por la tempestad y acabó echando a volar.

– ¡Se le ha posado en el brazo, señora! -gritó la niña.

El alemán y la señora se volvieron hacia ella y la miraron sin verla. Pero el oficial hizo un gesto impaciente con la mano, como si espantara una mosca. «Pues no pienso irme -se dijo la niña en tono desafiante-. Para empezar, ¿qué hacen aquí? Donde tienen que estar un caballero y una señora es en un salón.» Enfurruñada, aguzó el oído. Pero ¿de qué parloteaban tanto?

– ¡Jamás! -susurró el oficial con voz ronca-. ¡Jamás la olvidaré!

Una enorme nube cubrió la mitad del cielo; las flores, los frescos y brillantes colores del césped, todo se apagó. La señora arrancaba las florecillas malvas de los tréboles y las deshojaba.

– Es imposible -dijo, y las lágrimas temblaron en su voz. «¿Qué es imposible?», se preguntó la niña-. Yo también he pensado… Se lo confieso… No hablo de… amor… Pero me habría gustado tener un amigo como usted… Nunca he tenido un amigo. ¡No tengo a nadie! Pero es imposible.

– ¿Por la gente? -le preguntó el oficial poniendo cara de desprecio.

– ¿La gente? Con que sólo ante mí misma me sintiera inocente… ¡Pero no! Entre nosotros no puede haber nada.

– Ya hay muchas cosas que jamás podrá borrar: nuestro día lluvioso, el piano, esta mañana, nuestros paseos por el bosque…

– ¡Ah, no debí…!

– ¡Pero ya está hecho! Es demasiado tarde… Ya no puede evitarlo. Todo eso ha ocurrido…

La niña cruzó los brazos sobre la hierba y apoyó la barbilla; ya no oía más que un rumor lejano como el zumbido de una abeja. Esa nube tan grande, ese relampagueo, anunciaban lluvia. Si empezaba a llover de repente, ¿qué harían la señora y el oficial? Sería gracioso verlos correr bajo el agua, ella con su sombrero de paja y él con esa capa verde tan bonita… Pero también podían esconderse en el jardín. Si quisieran, ella los llevaría a un cenador donde no te veía nadie. «Ya son las doce -se dijo al oír las campanadas del ángelus-. ¿Se irán a comer? ¿Qué comerá la gente rica? ¿Queso blanco, como nosotros? ¿Pan? ¿Patatas? ¿Caramelos? ¿Y si les pido caramelos?» Se estaba acercando a ellos, decidida a darles un toquecito en el hombro y pedirles caramelos -porque la pequeña Rose era una niña muy atrevida-, cuando vio que se levantaban de golpe y se quedaban de pie, temblando. Sí, aquel señor y aquella señora estaban temblando, como cuando uno se subía al cerezo de la escuela y, con la boca todavía llena de cerezas, oía gritar a la maestra: «¡Rose, baja inmediatamente de ahí, ladronzuela!» Pero ellos a quien veían no era a la maestra, sino a un soldado que se había cuadrado a unos metros de distancia y hablaba muy deprisa en esa lengua suya que no había quien la entendiera; las palabras hacían el mismo ruido en su boca que un torrente saltando entre las piedras.

El oficial se apartó de la señora, que estaba pálida y turbada.

– ¿Qué pasa? ¿Qué dice? -murmuró ella.

El oficial parecía tan azorado como ella; escuchaba al soldado sin comprender. Al fin, una sonrisa iluminó su pálido rostro.

– Dice que ya lo han encontrado todo, pero que la dentadura postiza del anciano está rota, porque los niños jugaban con ella: intentaron ponérsela al buldog disecado.

Los dos -el oficial y la señora- parecían haber interrumpido una especie de rito y volvían gradualmente a la realidad. Posaron los ojos en la pequeña Rose, y esta vez la vieron. El oficial le tiró de la oreja.

– ¿Qué habéis hecho, granujas?

Pero su voz sonó vacilante, y en la risa de la señora había una especie de eco vibrante, como sollozos ahogados. Reía como la gente que acaba de pasar mucho miedo y, aunque ríe, todavía no puede olvidar que se ha salvado de un peligro mortal. La pequeña Rose, muy apurada, buscó en vano una respuesta salvadora. «La dentadura… sí… es que… queríamos ver si el buldog parecía más malo con unos dientes tan blancos y tan nuevos…» Pero temía la cólera del oficial (de cerca, parecía muy grande y enfadado) y optó por gimotear:

– No hemos hecho nada… Si ni siquiera hemos visto esa dentadura…

Pero ahora los niños surgían de todas partes. Sus frescas y agudas voces se confundían en un ruidoso guirigay.

– ¡No! ¡No! -exclamó la señora-. ¡Callad! ¡No pasa nada! Ya es suficiente con haber encontrado lo demás.

Una hora después, del jardín de los Perrin salía un enjambre de críos de mugrientos delantales, dos soldados alemanes empujando una carretilla que contenía un cesto lleno de tazas de porcelana, un diván con las cuatro patas al aire y una rota, un álbum de felpa, la jaula de un canario, que los alemanes habían confundido con el escurridor de ensalada que figuraba en la lista, y un montón de cosas más. Cerraban la marcha Lucile y el oficial. Cruzaron todo el pueblo ante las miradas de curiosidad de las mujeres, que advirtieron que no se hablaban, no se miraban e iban blancos como el papel. El oficial tenía una expresión glacial e indescifrable.

– Ha debido de cantarle las cuarenta -susurraban las mujeres-, decirle que era una vergüenza dejar una casa en semejante estado. Está enfurruñado. ¡Claro, como que no están acostumbrados a que les planten cara! Pero ella tiene razón. ¡No somos animales! Es valiente, la joven señora Angellier; no se asusta así como así -decían.

Al pasar junto a Lucile, una que seguía a una cabra (la viejecilla que el domingo de Pascua a la salida de Vísperas les había dicho a las Angellier: «Estos alemanes son de la piel del diablo»), una mujeruca diminuta y cándida de cabello blanco y ojos azules, le susurró al oído:

– ¡Siga así, señora! ¡Que vean que no les tenemos miedo! Su prisionero estará orgulloso de usted -añadió, y se echó a lloriquear, no porque ella tuviera prisionero a nadie (hacía mucho tiempo que se le había pasado la edad de tener un marido o un hijo en la guerra), sino porque los prejuicios sobreviven a las pasiones, y ella era patriota y sentimental.

15

Cuando la anciana señora Angellier y el alemán se encontraban cara a cara, ambos retrocedían instintivamente, de un modo que, en el oficial, podía pasar por una afectación de cortesía, por el deseo de no importunar con su presencia a la señora de la casa, y se parecía bastante a la reparada de un purasangre que ve una víbora ante sus patas, mientras que la señora Angellier ni siquiera se molestaba en disimular el estremecimiento que la sacudía y se quedaba rígida, en la actitud de pavor que puede causar la proximidad de un animal peligroso e inmundo. Pero eso sólo duraba un instante: la buena educación sirve precisamente para corregir las reacciones instintivas de los seres humanos. El oficial se erguía todavía más, revestía sus facciones de una seriedad y rigidez de autómata, inclinaba la cabeza y daba un taconazo («¡Oh, ese saludo a la prusiana!», se decía la anciana, sin pensar que, tratándose de un hombre nacido en Alemania oriental, no podía esperarse ni la zalema de un árabe ni el apretón de manos de un inglés). Por su parte, la señora Angellier cruzaba las manos sobre el estómago con un gesto similar al de la monjita que está velando a un muerto y se levanta para saludar a un miembro de su familia sospechoso de anticlericalismo, lo que hace que su rostro adopte diversas expresiones: el aparente respeto («usted manda»), la censura («pero todo el mundo sabe que es usted un descreído»), la resignación («ofrezcamos nuestra repugnancia al Señor») y, por último, un destello de alegría feroz («tiempo al tiempo, amiguito: tú arderás en el infierno mientras que yo me iré al cielo calzada y vestida»), aunque en el caso de la anciana este último pensamiento coincidía más bien con el deseo que formulaba mentalmente cada vez que veía a un miembro del ejército de ocupación: «Ojalá se pudra en el fondo del Canal», porque en esa época se esperaba que intentaran invadir Inglaterra en cualquier momento. Tomando sus deseos por realidades, la señora Angellier incluso creía ver al alemán con las lívidas e hinchadas facciones de un ahogado devuelto a la playa por las olas, y sólo eso le permitía adoptar un rostro humano, dejar que una débil sonrisa vagara por sus labios como el último rayo de un sol que se apaga y responder a su interlocutor, que se había interesado por su salud: «Gracias. Bien, dadas las circunstancias», en un tono lúgubre que se acentuaba en las dos últimas palabras y significaba: «Bien, dado el desastroso estado de mi país por vuestra culpa.»

Detrás de la señora Angellier venía Lucile. Esos días estaba más callada, ausente y seria que de costumbre. Inclinaba silenciosamente la cabeza al pasar junto al alemán, que tampoco decía nada, pero, creyendo que no lo veían, la seguía con una larga mirada; sin volverse, la anciana Angellier, que parecía tener ojos en la nuca cuando de sorprenderlos se trataba, le murmuraba a su nuera, colérica:

– No le prestes atención. Sigue ahí. -La anciana no respiraba libremente hasta que la puerta se cerraba detrás de ellas; entonces, fulminaba a Lucile con una mirada asesina-. Hoy no te has peinado como siempre -le decía con voz seca, o bien-: ¿Te has puesto el vestido nuevo? No te favorece.

Sin embargo, pese al odio que sentía a veces hacia Lucile, simplemente porque ella estaba allí y su hijo, ausente, pese a todo lo que habría podido sospechar o presentir, ni se le había pasado por la cabeza que entre su hija política y el oficial alemán pudiera existir algún sentimiento tierno. En el fondo, todos juzgamos a los demás según nuestro propio corazón. El avaro cree que a todo el mundo lo mueve el interés; el lujurioso, el deseo, y así sucesivamente. Para la señora Angellier, un alemán no era un hombre, sino la personificación de la maldad, la crueldad y el odio. Que otros tuvieran una opinión distinta le parecía imposible, inconcebible… Era tan incapaz de imaginarse a Lucile enamorada de un alemán como de representarse el acoplamiento de una mujer y un unicornio, un dragón, una quimera… El alemán tampoco le parecía enamorado de Lucile, porque no podía atribuirle ningún sentimiento humano. Creía que lo único que perseguía con sus miradas era insultar todavía más aquella casa francesa que ya había profanado; que sentía un placer indescriptible al ver a su merced a la madre y la esposa de un prisionero francés. Lo que realmente la irritaba era lo que ella llamaba «la indiferencia» de Lucile: «¡Prueba nuevos peinados, se pone vestidos nuevos…! ¿Es que no comprende que el alemán pensará que es por él? ¡Qué falta de dignidad!» Le habría gustado cubrir el rostro de su nuera con una máscara y vestirla con un saco. Verla guapa y sana la hacía sufrir, le desgarraba el corazón: «Y mientras tanto, mi hijo, mi pobre hijo…»

El día que se cruzaron con el alemán en el vestíbulo y vieron que estaba pálido y llevaba un brazo en cabestrillo -«con ostentación», se dijo la señora Angellier-, se llevó una alegría enorme. Cuál no sería su indignación al oír que, casi a su pesar, Lucile se apresuraba a preguntar:

– ¿Qué le ha pasado, mein Herr?

– Me ha derribado el caballo. Un animal difícil al que montaba por primera vez.

– Tiene muy mala cara -dijo ella mirando el rostro extenuado del teniente-. ¿Por qué no se acuesta?

– ¡Oh, no es más que un rasguño! Además… -añadió haciendo un gesto hacia la ventana, bajo la que en esos momentos pasaba el regimiento-. Las maniobras, ya sabe…

– ¿Cómo? ¿Otra vez?

– Estamos en guerra -respondió él con una débil sonrisa y, tras un breve saludo, se marchó.

– Pero ¿qué haces? -exclamó la señora Angellier con voz desabrida. Lucile había apartado la cortina y seguía a los soldados con la mirada-. Está visto que no tienes sentido de las conveniencias. Los alemanes deben desfilar ante ventanas cerradas y persianas echadas… como en mil ochocientos setenta.

– Cuando entran por primera vez en una ciudad, sí -respondió Lucile con impaciencia-; pero cuando recorren nuestras calles casi a diario, si siguiéramos las tradiciones al pie de la letra, estaríamos condenadas a una oscuridad perpetua.

El cielo de la tarde presagiaba tormenta; una luz sulfurosa bañaba todos aquellos rostros alzados, todas aquellas bocas abiertas, de las que salía un canto armonioso, exhalado a media voz, como contenido, como reprimido, que no tardaría en estallar en un solemne y magnífico coro.

– Tienen unos cánticos curiosos, que te arrastran… -decía la gente del pueblo-. ¡Parecen oraciones!

Al ponerse el sol, un rayo escarlata tiñó de sangre los cascos y las caras, las hinchadas yugulares, los uniformes verdes y al oficial a caballo que mandaba el destacamento. Hasta la señora Angellier se quedó sobrecogida.

– Ojalá fuera un presagio… -murmuró.

Las maniobras acabaron a medianoche. Lucile oyó la puerta de la calle, que se abría y volvía a cerrarse, y reconoció los pasos del oficial en las baldosas del vestíbulo. Suspiró. No podía dormir. ¡Otra mala noche! Ahora todas eran parecidas: vigilias interminables y absurdas pesadillas… A las seis, ya estaba en pie. Pero eso no solucionaba nada. Sólo hacía los días más largos y vacíos.

La cocinera comunicó a las dos señoras Angellier que el alemán había vuelto enfermo y que el oficial médico había pasado a verlo y, tras comprobar que tenía fiebre, le había ordenado guardar cama. A mediodía, dos soldados se presentaron con un almuerzo que el enfermo no tocó. Permanecía en su habitación, pero no estaba acostado; se lo oía ir de aquí para allá, y sus monótonos pasos irritaban de tal modo a la anciana Angellier que se retiró a sus habitaciones en cuanto acabó de comer, contrariamente a su costumbre, pues hasta las cuatro solía hacer cuentas o tejer en la sala, junto a la ventana en verano y ante el fuego en invierno. Después subía al segundo piso, donde tenía sus habitaciones y no la perturbaba ningún ruido. Lucile respiraba hasta que volvía a oír unos débiles pasos que bajaban la escalera, vagaban por la casa, al parecer sin objeto, y luego se perdían de nuevo en las profundidades del segundo piso. A veces se preguntaba qué haría su suegra allí arriba, a oscuras, porque cerraba ventanas y postigos y no encendía la luz. De modo que no leía. En realidad jamás leía. Puede que siguiera tejiendo en la oscuridad… Hacía bufandas para los prisioneros, largas y estrechas tiras de lana que confeccionaba sin mirar, con la seguridad de un ciego. ¿Rezaba? ¿Dormía? Volvía a bajar a las siete sin un solo pelo despeinado, muda y tiesa en su negro vestido.

Ese día y los siguientes, Lucile oyó que echaba una vuelta de llave a la puerta de su habitación; luego, nada. La casa parecía desierta; lo único que rompía el silencio eran los monótonos pasos del alemán. Pero no llegaban a oídos de la anciana, protegida por gruesas paredes y espesas colgaduras que ahogaban todos los ruidos. Su dormitorio era una enorme y oscura habitación atestada de muebles. La señora Angellier empezaba por hacerla todavía más oscura cerrando los postigos y corriendo las cortinas, para después sentarse en un gran sillón tapizado de verde y entrelazar las pálidas manos sobre las rodillas. Cerraba los ojos; a veces dejaba escapar unas escasas y relucientes lágrimas, esas lágrimas de vieja que parecen brotar a regañadientes, como si la senectud hubiera comprendido al fin la inutilidad, la futilidad de todo llanto. Ella se las secaba con un gesto casi de rabia. Erguía el cuerpo y hablaba sola en voz baja. Decía:

– ¡Ven! ¿No estás cansado? Ya has vuelto a correr después de comer, en plena digestión… ¡Estás sudando! Vamos, Gastón, ¡ven, siéntate en tu pequeño taburete! Ponte aquí, junto a mamá… Ven, que vamos a leer juntos. Pero antes puedes descansar un poquito; pon la cabecita aquí, sobre las rodillas de mamá -musitaba, acariciando tierna y amorosamente unos rizos imaginarios.

No era un delirio ni el comienzo de la locura (nunca había sido más duramente lúcida y consciente de sí misma), sino una especie de comedia voluntaria, lo único capaz de producirle cierto alivio, como pueden procurarlo el vino o la morfina. En la oscuridad, en el silencio, recreaba el pasado; exhumaba instantes que ella misma creía olvidados para siempre; desenterraba tesoros; recuperaba determinada frase de su hijo, determinada entonación de voz, determinado gesto de sus regordetas manos de bebé, que por un segundo abolían realmente el tiempo. Ya no eran imaginaciones suyas, sino la realidad misma, recuperada en lo que tenía de imperecedero, puesto que nada podía hacer que todo aquello no hubiera ocurrido. Ni la ausencia, ni la misma muerte, podían borrar el pasado: el delantal rosa que había llevado Gastón o el gesto con que le había enseñado la mano arañada por una ortiga habían existido y, mientras ella viviera, estaba en su voluntad que volvieran a existir. No necesitaba más que la soledad, la oscuridad y tener a su alrededor aquellos muebles, aquellas cosas que había compartido con su hijo. Variaba sus alucinaciones a voluntad. No se contentaba con el pasado; jugaba con el futuro. Cambiaba el presente a su capricho; mentía y se engañaba a sí misma; pero, como sus mentiras eran obra suya, las amaba. Durante unos breves instantes era feliz. Su felicidad ya no conocía los límites impuestos por la realidad. Todo era posible, todo estaba al alcance de su mano. Para empezar, la guerra había acabado. Ese era el punto de partida del sueño, el trampolín desde el que se lanzaba hacia una felicidad sin límites. La guerra había acabado… Era un día como otro cualquiera. ¿Por qué no mañana? No sabría nada hasta el último minuto; ya no leía los periódicos, ya no oía la radio. Estallaría como una tormenta. Una mañana, al bajar a la cocina, vería a Marthe con los ojos desorbitados: «¿La señora no lo sabe?» Así era como se había enterado de la capitulación del rey de Bélgica, de la toma de París, de la llegada de los alemanes, del armisticio… ¿Y por qué no de la paz? Por qué no: «¡Señora, parece que se ha acabado! ¡Parece que han dejado de luchar, que ya no estamos en guerra, que van a volver los prisioneros!» Que la victoria fuera de los ingleses o los alemanes le daba igual. Lo único que le importaba era su hijo. Pálida, con los labios temblorosos y los ojos cerrados, se representaba el cuadro en su mente, con esa profusión de detalles que suelen tener las pinturas de los locos. Veía hasta la última arruga del rostro de Gastón, cómo iba peinado, la ropa que llevaba, sus borceguíes militares; percibía hasta la menor inflexión de su voz.

– Vamos, entra… -susurró extendiendo las manos-. ¿Es que ya no reconoces tu casa?

Durante esos primeros instantes Lucile se borraría, porque Gastón le pertenecería a ella y sólo a ella. No abusaría de los besos y las lágrimas; haría que le prepararan un buen almuerzo y un baño, e inmediatamente después le diría: «Me he ocupado de tus negocios, ¿sabes? Esa propiedad que querías, cerca del Lago Nuevo, la he conseguido, es tuya. También he adquirido el prado de los Montmort, que colinda con el nuestro y que el vizconde no quería vendernos por todo el oro del mundo. Pero esperé el momento favorable y logré lo que quería. ¿Estás contento? He guardado en lugar seguro tu oro, tu plata, las joyas de la familia… Lo he hecho todo, lo he afrontado todo, sola. Con tu mujer no se puede contar… ¿No ves que soy tu única amiga? ¿La única que te comprende? Pero ¡ve, hijo! ¡Ve con tu mujer! No esperes gran cosa de ella. Es una criatura fría y obstinada. Pero entre los dos sabremos someterla a nuestra voluntad mejor que cuando yo estaba sola y ella se atrincheraba en sus largos silencios. Tú en cambio tienes derecho a preguntar: "¿En qué piensas?" Eres el amo, puedes exigir una respuesta. ¡Anda, ve con ella! Toma lo que es tuyo: su belleza, su juventud… He oído que en Dijon… Eso no está bien, hijo mío. Una amante cuesta dinero. Pero esta larga ausencia te habrá hecho querer aún más nuestra vieja casa…»

– ¡Oh, qué días tan agradables, tan tranquilos vamos a pasar juntos! -murmuró la señora Angellier; se había levantado y se paseaba lentamente por la habitación cogida de una mano imaginaria y recostada en un hombro soñado-. ¡Ven, vamos a bajar! He hecho preparar un tentempié en la sala. Estás más delgado, hijo… Tienes que recuperarte, ¡ven!

Maquinalmente, la anciana abrió la puerta y bajó la escalera. Sí, así saldría de su habitación esa tarde. Iría a sorprender a los chicos. Encontraría a Gastón en un sillón junto a la ventana y a su mujer a su lado, leyendo para él. Ese era su deber, su papel: retenerlo, distraerlo. Cuando Gastón estaba convaleciente de la tifoidea, Lucile le leía los periódicos. Su voz era dulce y agradable al oído, y ella misma la escuchaba a veces con placer. Una voz suave y ronca… Pero ¿no la estaba oyendo? ¡Bah, estaba soñando! Había llevado el sueño más allá de los límites permitidos. Se irguió, avanzó unos pasos, entró en la sala y, sentado en un sillón arrimado a la ventana, con el brazo herido apoyado en el asiento, la pipa en la boca y los pies en el taburete en que Gastón se sentaba de pequeño, vio al invasor, al enemigo, al alemán con su uniforme verde, y a Lucile junto a él, leyendo un libro en voz alta.

Hubo un momento de súbito silencio. Ambos se levantaron. Lucile dejó escapar el libro, que cayó al suelo. El oficial se apresuró a recogerlo, lo dejó en la mesa y murmuró:.

– Señora, su nuera ha sido tan amable de autorizarme a venir a hacerle compañía unos minutos.

La anciana, muy pálida, inclinó la cabeza.

– Usted es quien manda.

– Y como me habían enviado de París un paquete de libros nuevos, me he permitido…

– Aquí es usted quien manda -repitió la señora Angellier, dando media vuelta y abandonando la sala. Lucile la oyó hablar con la cocinera-: Marthe, no volveré a salir de mi habitación. Me subirás las comidas al piso de arriba.

– ¿Hoy también, señora?

– Hoy, mañana y hasta que estos señores se vayan de aquí.

Cuando sus pasos se alejaron y se perdieron en las profundidades de la casa, el alemán susurró:

– Esto va a ser el paraíso.

16

La vizcondesa de Montmort, que padecía insomnio, tenía un espíritu universal: todos los grandes problemas del momento hallaban eco en su alma. Cuando pensaba en el porvenir de la raza blanca, en las relaciones franco-alemanas, en el peligro francmasón y en el comunismo, no lograba pegar ojo. Gélidos escalofríos le recorrían el cuerpo. Se levantaba. Se echaba por los hombros una piel comida por la polilla y salía al parque. Despreciaba el adorno, tal vez porque había perdido la esperanza de paliar con un vestido favorecedor un conjunto de rasgos bastante lamentable -una nariz larga y roja, una tez granujienta, un talle casi contrahecho-, tal vez por el orgullo innato de quien cree en sus indiscutibles méritos y no concibe que puedan pasar inadvertidos a los ojos del prójimo, ni siquiera bajo un fieltro abollado o una chaqueta de lana tejida (verde espinaca y amarillo canario) que su cocinera habría rechazado horrorizada, o tal vez porque menospreciaba las trivialidades. «¿Qué importancia tiene eso, querido?», le respondía con suavidad a su marido cuando éste le reprochaba que se hubiera sentado a la mesa con zapatos de distinto par. No obstante, bajaba de sus alturas de golpe cuando de hacer trabajar a los criados o proteger sus propiedades se trataba.

Durante sus insomnios, se paseaba por el parque recitando versos o se llegaba hasta el gallinero y examinaba las tres enormes cerraduras que impedían la entrada. Después echaba un vistazo a las vacas; al comenzar la guerra había dejado de cultivar flores en los parterres, y ahora los animales pasaban la noche en el jardín. Por último, recorría el huerto al suave claro de luna y contaba las plantas de maíz. Le robaban. Antes de la guerra, el cultivo del maíz era casi desconocido en aquella rica región que alimentaba sus aves de corral con trigo y avena. Ahora, los agentes de la requisa registraban los graneros en busca de sacos de trigo, y las granjeras se habían quedado sin grano para sus gallinas. Habían acudido a la mansión para conseguir plantas de maíz, pero los Montmort las reservaban para ellos y para todos sus amigos de la comarca. Los campesinos se enfadaban.

– Pensamos pagar -decían.

No pensaban hacerlo, pero la cuestión no era ésa. Y los campesinos lo sabían, aunque vagamente. Intuían que se enfrentaban a una especie de masonería, una solidaridad de clase que los ponía a ellos y su dinero por detrás del placer de quedar bien con el barón de Montrefaut o la condesa de Pignepoule. Y como no podían comprar, lo tomaban por las buenas. En el parque ya no había guardas: estaban prisioneros y no habían sido reemplazados. En la región faltaban hombres. Tampoco había manera de encontrar obreros y materiales para reparar el muro, que se caía a pedazos. Los campesinos se colaban por los agujeros, cazaban en el bosque, pescaban en el lago, robaban gallinas, tomateras o plantas de maíz y, en una palabra, se servían ellos mismos. El señor de Montmort estaba en una situación delicada. Por un lado, era el alcalde y no quería ponerse en contra a sus administrados; por el otro, y como es natural, tenía apego a sus propiedades. No obstante, habría optado por cerrar los ojos si no hubiera sido por su mujer, que rechazaba por principio cualquier compromiso, cualquier debilidad.

– A ti lo único que te importa es que te dejen en paz -le decía a su marido con acritud-. Pero fue el propio Jesucristo quien dijo: «No he venido a traer la paz, sino la espada.»

– Tú no eres Jesucristo -gruñía Amaury.

Pero hacía mucho tiempo que en la familia se había aceptado que la vizcondesa tenía alma de apóstol y visión profética. Y Amaury tendía a aceptar las opiniones de su mujer, tanto más cuanto que era la titular de la fortuna del matrimonio y tenía apretados los cordones de la bolsa. Así que la secundaba con lealtad y combatía encarnizadamente a los furtivos, los merodeadores, la maestra que no iba a misa y el empleado de correos, sospechoso de simpatizar con el Frente Popular, por mucho retrato del mariscal Pétain que hubiera puesto en la puerta de la cabina telefónica.

Así pues, una hermosa noche de junio, la vizcondesa se paseaba por su parque recitando unos versos que el día de la Madre quería hacer declamar a sus protegidas de la escuela religiosa. Le habría gustado escribirlos ella misma, pero lo suyo era la prosa (cuando escribía, las ideas acudían a su cabeza tan atropelladamente que tenía que dejar la pluma de vez en cuando e ir a mojarse las manos con agua fría para hacer bajar la sangre que se le subía a la cabeza), no la poesía. La servidumbre de la rima se le hacía insoportable. De modo que decidió sustituir el poema que le habría gustado componer en honor de la Madre Francesa por una invocación en prosa: «¡Oh, madre! -diría una de las alumnas de la pequeña clase vestida de blanco y con un ramo de flores silvestres en la mano-. ¡Oh, madre, ver tu dulce rostro inclinado sobre mi camita mientras fuera ruge la tormenta…! El cielo cubre el mundo con su negrura, pero un alba radiante se dispone a nacer. ¡Sonríe, oh, madre amantísima, viendo a tus hijos en pos del Mariscal que nos lleva de la mano a la Paz y la Felicidad! ¡Entra conmigo en el alegre corro que forman todos los hijos y todas las mamás de Francia en torno al Venerable Anciano que nos ha devuelto la esperanza!»

La señora de Montmort pronunció en voz alta esas palabras, que resonaron en la soledad del parque. Cuando le venía la inspiración, perdía el dominio de sí misma. Iba de aquí para allá a grandes zancadas. Al cabo de un rato, se dejó caer en el húmedo musgo y, cubriéndose los huesudos hombros con la piel, se embarcó en una larga meditación. Las meditaciones de la vizcondesa siempre acababan tomando la forma de apasionadas reivindicaciones. ¿Por qué, con las muchas virtudes que la adornaban, no estaba rodeada de calor, admiración y afecto? ¿Por qué se habían casado con ella por dinero? ¿Por qué era impopular? Cuando cruzaba el pueblo, los niños se escondían a su paso o reían por lo bajo a sus espaldas. Sabía que la llamaban «la loca». Sentirse odiada era muy duro, especialmente después de todas las molestias que se había tomado por los campesinos… La biblioteca (esos libros elegidos con amor y que elevaban el espíritu, los dejaban fríos; las chicas pedían novelas románticas. Qué generación…), las películas educativas (que no tenían mucho más éxito), la fiesta anual en el parque (que incluía un espectáculo montado por las niñas de la escuela religiosa)… Pero hasta sus oídos había llegado el eco de vivas críticas. La gente estaba molesta porque, en previsión de que el tiempo no invitara a sentarse bajo los árboles, había hecho colocar sillas en el garaje. ¿Qué esperaban? ¿Que los metiera en su casa? Serían los primeros en sentirse incómodos. ¡Ah, los nuevos aires, los nefastos aires que soplaban en Francia! Ella era la única que había sabido reconocerlos y darles nombre: el pueblo se volvía bolchevique. La vizcondesa confiaba en que la derrota lo curaría, lo apartaría de sus peligrosos errores, lo obligaría a respetar de nuevo a sus dirigentes, ¡pero no! Era peor que nunca.

A veces llegaba a alegrarse, ella, patriota hasta la médula, de la presencia del enemigo, pensó al oír los pasos de los centinelas alemanes en la carretera que bordeaba el parque. Recorrían la región durante toda la noche en grupos de cuatro; las pisadas de las botas y el rumor de las armas, que traían a la mente el patio de una prisión, se oían regularmente, al mismo tiempo que la campana de la iglesia, repique dulce y familiar que acunaba al pueblo en su sueño. Sí, la vizcondesa de Montmort había llegado a preguntarse si no habría que dar gracias a Dios por haber permitido que los alemanes invadieran Francia. Y no es que le gustaran, ¡Dios mío! No los podía ver. Pero sin ellos… ¿quién sabe? Amaury solía decirle: «¿Comunista, la gente de aquí? ¡Si son más ricos que tú!» Pero no era solamente cuestión de dinero o propiedades, sino también, y sobre todo, de pasión. La vizcondesa lo intuía confusamente, aunque no fuera capaz de explicarlo. Puede que no tuvieran más que una vaga idea de lo que realmente era el comunismo, pero esa idea halagaba su deseo de igualdad, un deseo que la posesión de dinero y tierras exasperaba en lugar de aplacar. Les daba cien patadas, como ellos decían, tener un dineral en animales y aperos, poder pagar el colegio al hijo y comprar medias de seda a la hija, y sentirse, pese a todo, inferiores a los Montmort. Los campesinos opinaban que con ellos no se tenían miramientos, sobre todo desde que el vizconde era el alcalde. El viejo granjero que lo había precedido en el cargo tuteaba a todo el mundo, era avaro, grosero, duro, insultaba a sus convecinos… ¡pero se le aguantaba todo! En cambio, al vizconde le reprochaban que se mostrara orgulloso, y eso no se lo perdonaban. ¿Es que pensaban que iba a levantarse cuando los viera entrar en su despacho? ¿Y que luego los acompañaría hasta la puerta? No soportaban ninguna superioridad, ni de cuna ni de fortuna. Los alemanes serían lo que fueran, pero tenían mucho mérito. Ese sí era un pueblo disciplinado y dócil, se dijo la señora de Montmort escuchando casi con placer los rítmicos pasos que se alejaban y la voz ronca que gritaba «Achtung!» a lo lejos… Poseer tierras en Alemania debía de ser una bendición, no como allí…

Las preocupaciones la consumían. Pero la noche avanzaba; cuando se disponía a regresar a la casa vio -creyó ver- una sombra que se deslizaba a lo largo del muro, se agachaba y desaparecía a la altura del huerto. Por fin iba a sorprender a un ladrón de maíz, se dijo la vizcondesa con un estremecimiento de satisfacción. Como era habitual en ella, no tuvo miedo ni por un instante. Amaury se acobardaba enseguida, pero lo que es ella… El peligro despertaba a la cazadora que llevaba dentro. Siguió a la sombra ocultándose tras los árboles, no sin antes inspeccionar el muro, junto al que descubrió un par de zuecos escondidos entre la hierba. El intruso iba en calcetines para no hacer ruido. La vizcondesa maniobró de tal modo que, cuando el furtivo salió del huerto, se dio de bruces con ella. El hombre emprendió la huida, pero la señora de Montmort le gritó con desprecio:

– ¡Tengo tus zuecos, bellaco! A los gendarmes no les costará mucho averiguar a quién pertenecen.

Al oírla, el ladrón se detuvo y volvió sobre sus pasos. La vizcondesa reconoció a Benoît Labarie. Se quedaron el uno frente al otro, en silencio.

– Muy bonito -dijo por fin ella, temblando de ira. Odiaba a aquel hombre. De todos los campesinos de la comarca, Labarie era el que más insolente e irreducible se mostraba; por el heno, por el ganado, por las cercas, por hache o por be, la mansión y la granja libraban una guerra sorda y sin cuartel-. ¡Bueno, amiguito! -le espetó indignada-. Ahora que conozco al ladrón, voy a avisar al alcalde sin pérdida de tiempo. ¡Esta la pagarás cara!

– Oiga, ¿la tuteo yo acaso? Aquí tiene sus plantas -gruñó Benoît arrojándolas al suelo, donde se desparramaron a la luz de la luna-. ¿Es que nos negamos a pagar? ¿Es que cree que no tenemos suficiente dinero? Estamos cansados de pedírselo por las buenas… Con lo poco que le habría costado… ¡Pero no! ¡Prefiere que reventemos!

– ¡Ladrón, más que ladrón! -gritaba entretanto la vizcondesa con voz aguda-. El alcalde…

– ¡A mí el alcalde me importa un carajo! ¡Ande, corra a buscarlo, que se lo diré a la cara!

– ¿Cómo se atreve a hablarme en ese tono?

– Porque tienen harta a toda la comarca, si quiere saberlo. ¡Lo tienen todo y se lo guardan todo! La madera, la fruta, los peces, la caza, los pollos… No venden, no sueltan nada ni por dinero ni portodo el oro del mundo. El señor alcalde hace discursitos sobre la solidaridad y todo eso. ¡No te jode! Su casa está llena a reventar de la bodega al granero. Lo sabemos, la han visto. ¿Acaso le pedimos caridad? Pero eso es precisamente lo que le fastidia; la caridad la haría porque usted disfruta humillando al pobre, pero cuando la gente viene a hacer un trato, de igual a igual, «esto pago, esto me llevo», ¡nanay! ¿Por qué se negó a venderme las plantas?

– ¡Eso es asunto mío, insolente! Con lo mío hago lo que quiero.

– Ese maíz no era para mí, eso se lo puedo jurar. Prefiero morirme de hambre antes que pedir nada a gente como ustedes. Era para la Louise, que tiene al marido prisionero. Para hacerle un favor, ¡porque yo sí sé hacer favores!

– ¿Robando?

– ¿Y qué otra cosa podemos hacer? Son ustedes demasiado egoístas, y demasiado roñosos, también. ¿Qué otra cosa podemos hacer? -repitió Benoît, furioso-. Y no soy el único que vengo por aquí. Todo lo que ustedes nos niegan sin razón, por pura maldad, la gente lo coge. Y esto no ha hecho más que empezar. ¡Espere al otoño! El señor alcalde cazará con los alemanes…

– ¡Eso no es cierto! ¡Es mentira! Jamás ha cazado con los alemanes…

La señora de Montmort pateaba el suelo con rabia, fuera de sí. ¡Otra vez esa estúpida calumnia! El invierno anterior, era cierto, los alemanes los habían invitado a ambos a una de sus cacerías. Ellos se disculparon, pero no tuvieron más remedio que asistir al convite posterior. De grado o de fuerza, no había más remedio que seguir la política del gobierno. Y además, ¡qué caramba!, aquellos oficiales alemanes eran gente educada. Lo que une o separa a los seres humanos no es el idioma, las leyes, las costumbres ni los principios, sino la manera de coger el cuchillo y el tenedor.

– En otoño cazará con los alemanes -repitió Benoît-, pero yo volveré a su parque y no pienso dejar liebre ni zorro con vida. Y ya pueden echarme los perros, los guardias y el administrador, que ya veremos quién es más listo, si ellos o Benoît Labarie. ¡Ya se han pasado todo el invierno detrás de mí, y aquí me tiene!

– No iré a buscar ni al administrador ni a los guardias, sino a los alemanes. A esos sí les tiene miedo, ¿eh? ¡Mucho fanfarronear, pero cuando ve un uniforme alemán agacha las orejas!

– ¿Eso cree? Sepa usted que yo a los boches los he visto de bien cerca, en Bélgica y en el Somme. ¡No como su marido! ¿Dónde ha luchado él? En los despachos, jodiendo a la gente…

– ¡Zafio patán!

– En Chalon-sur-Saône es donde estuvo su marido, desde septiembre hasta el día que llegaron los alemanes. Y entonces puso pies en polvorosa. ¡Esa ha sido su guerra!

– Es usted… ¡es usted un indeseable! Váyase o grito. Váyase o llamo.

– ¡Eso es, llame a los alemanes! Está muy contenta de tenerlos aquí, ¿verdad? Le hacen de policía, le vigilan las propiedades… Rece a Dios para que se queden mucho tiempo, porque el día que se vayan…

No acabó la frase. De pronto le arrebató los zuecos, la prueba inculpatoria que ella tenía en las manos, se los puso, se metió por un boquete del muro y desapareció. Casi de inmediato se oyeron los pasos de la patrulla alemana, que se acercaba.

«¡Oh, ojalá lo atrapen, ojalá lo maten! -se dijo la vizcondesa mientras corría hacia la casa-. ¡Qué tipejo! ¡Qué gentuza! ¡Qué chusma tan despreciable! ¡Eso es el bolchevismo! ¡Dios mío! ¿Hacia dónde va el pueblo? En tiempos de papá, cuando cogías a un furtivo en los bosques se echaba a llorar y te pedía perdón. Naturalmente, lo perdonabas. Papá, que era un trozo de pan, gritaba y se acaloraba, pero luego hacía que le sirvieran un vaso de vino en la cocina… ¡La de veces que lo vi de niña! Pero entonces los campesinos eran pobres. Es como si el dinero hubiera despertado todos sus malos instintos… "La casa llena a reventar de la bodega al granero" -se repitió la vizcondesa con indignación-. Bueno, y la suya ¿qué? ¡Si son más ricos que nosotros! ¿Qué quieren? Lo que pasa es que los carcome la envidia y la mala voluntad. Ese Labarie es un hombre peligroso. ¡Se ha jactado de venir a cazar a nuestro parque! Y eso significa que no ha entregado su escopeta… Es capaz de cualquier cosa. Si hace alguna barbaridad, si mata a un alemán, toda la región será responsable del atentado y el alcalde el primero… La gente como él es la causa de todas nuestras desgracias. Denunciarlo es un deber. Se lo haré entender a Amaury y… y si hace falta, iré yo misma a la Kommandantur. Merodea por los bosques en plena noche, con desprecio de las normas, tiene un arma de fuego… ¡Está acabado!»

La vizcondesa se precipitó en el dormitorio, despertó al vizconde, le relató lo ocurrido y concluyó:

– ¡Ya ves adónde hemos llegado! ¡Vienen a desafiarme, a robarme, a insultarme en mi propia casa! Pero bueno, eso sería lo de menos. ¿Voy a hacer caso yo de las injurias de un patán? Sin embargo, es un hombre peligroso. Es capaz de cualquier cosa. Estoy segura de que si no hubiera tenido la presencia de ánimo de callarme, si hubiera llamado a los alemanes que en ese momento pasaban por la carretera, se habría liado a puñetazos con ellos o incluso… -La vizcondesa soltó un chillido y palideció-. Tenía un cuchillo. ¡He visto brillar la hoja de un cuchillo, estoy segura! ¿Te imaginas lo que habría pasado a continuación? Un alemán asesinado en plena noche, en nuestro parque… A ver cómo demostrábamos luego que nosotros no habíamos tenido ninguna participación. Amaury, tu deber está muy claro. Hay que actuar. Ese hombre tiene armas en casa, puesto que se ha jactado de haber cazado en el parque durante todo el invierno… ¡Armas! ¡Cuando los alemanes están cansados de repetir que no seguirían tolerándolo! Si las tiene en casa es porque prepara algo, ¡un atentado, seguro! ¿Te das cuenta de la gravedad del asunto?

En la ciudad más cercana, un soldado alemán había muerto a manos de un desconocido y los notables (empezando por el alcalde) habían sido tomados como rehenes hasta que se descubriera al culpable. En un pueblecito que estaba a tan sólo once kilómetros, un chico de dieciséis años, borracho, le había propinado un puñetazo a un centinela que pretendía detenerlo tras el toque de queda. El muchacho había sido fusilado, pero ¡la cosa no había quedado ahí! Después de todo, si hubiera obedecido los reglamentos no le habría pasado nada; pero ¿qué culpa tenía el alcalde, que, como responsable de sus administrados, había estado a punto de correr su misma suerte?

– Un cuchillo -gruñó Amaury, pero la vizcondesa estaba sumida en sus elucubraciones-. Empiezo a creer -añadió vistiéndose con manos temblorosas (ya eran casi las ocho)-, empiezo a creer que no debería haber aceptado este cargo.

– Irás a poner una denuncia en la gendarmería, espero…

– ¿En la gendarmería? ¡Tú estás loca! Se nos echaría encima toda la comarca. Sabes tan bien como yo que para esta gente tomar lo que no se les quiere vender a cambio de dinero contante no es un robo. Es un escarmiento. Nos harían la vida imposible. No, me voy derecho a la Kommandantur. Les pediré que mantengan el asunto en secreto, lo que sin duda harán porque son discretos y comprenderán la situación. Registrarán la casa de los Labarie, no te quepa duda de que encontrarán el arma y…

– ¿Seguro que la encontrarán? Porque esa gente…

– Esa gente se cree muy lista, pero sus escondrijos los conozco Yo mejor que ellos. Fanfarronean en la taberna, después de beber. O es el granero, o es la bodega o es la pocilga de los cerdos. Detendrán a Benoît, y haré prometer a los alemanes que no lo castigarán severamente. Todo quedará en unos meses de cárcel. Nosotros nos libraremos de él durante ese tiempo y, cuando salga, te garantizo que estará más suave que un guante. Los alemanes saben cómo tratar a tipos así… Pero ¿qué diantre les pasa? -exclamó de pronto el vizconde, que estaba en camisa, haciendo oscilar los faldones alrededor de sus desnudas piernas-. ¿Qué demonio llevan en el cuerpo? ¿Por qué no pueden estarse quietos? ¿Qué se les pide? Que se callen, que estén tranquilos. ¡Pues no! ¡A protestar, a despotricar, a fanfarronear! ¿Y qué sacan con eso, dime? Nos han derrotado, ¿verdad? Pues a aguantar mecha. Cualquiera diría que lo hacen adrede, para fastidiarme. Con los esfuerzos que me ha costado estar a bien con los alemanes… Date cuenta de que no hemos tenido que meter a ninguno en nuestra casa. Es un gran favor. Y, en fin, en cuanto al municipio… hago todo lo que puedo, me desvivo por la gente… Los alemanes se muestran correctos con todo el mundo. Saludan a las mujeres, acarician a los niños… y pagan religiosamente. Pues bien, ¡todavía no estamos contentos! ¿Qué queremos? ¿Que nos devuelvan Alsacia y Lorena? ¿Que se constituyan en República y nombren presidente a Léon Blum? ¿Qué? ¿Qué?

– No te sulfures, Amaury. Mira lo tranquila que estoy yo. Cumple con tu deber sin esperar otra recompensa que la del cielo. Créeme, Dios lee en nuestro corazón.

– Lo sé, lo sé, pero aún así es muy duro -repuso el vizconde con amargura, y soltó un suspiro.

Y sin perder el tiempo en desayunar (tenía un nudo en la garganta y no habría podido tragar ni una miga de pan, le dijo a su mujer), salió de casa y, con la mayor discreción, fue a pedir audiencia a la Kommandantur.

17

El ejército alemán había ordenado una requisa de caballos. En esos momentos, el precio de los animales alcanzaba los sesenta mil, setenta mil francos. Los alemanes pagaban (prometían pagar) la mitad de esa cantidad. Se acercaba la época de las grandes labores agrícolas, y los campesinos preguntaban amargamente al alcalde cómo se las iban a arreglar.

– Con estos brazos, ¿verdad? Pues mire lo que le digo: como no nos dejen trabajar en condiciones, quienes se morirán de hambre serán los de las ciudades.

– Pero, mis queridos amigos, ¡yo no puedo hacer nada!

Los campesinos sabían que, en efecto, no podía hacer nada, pero en el fondo del corazón lo culpaban a él. «¡Verás como él se las apaña, verás como se libra, verás como a él no le quitan sus malditos caballos!» Todo iba mal. No había escampado en dos días, la lluvia saturaba los jardines, el granizo había apedreado los campos. Por la mañana, cuando el teniente Von Falk partió a caballo de casa de las Angellier para dirigirse a la ciudad vecina, donde tendría lugar la requisa, encontró un paisaje desolado, azotado por el aguacero. Sacudidos por el viento, los grandes tilos del paseo gemían y crujían como mástiles de barco. No obstante, Bruno galopaba por la carretera contento; aquel viento hosco, frío y puro le recordaba el de su Prusia Oriental. ¡Ah, cuándo volvería a contemplar aquellas llanuras cubiertas de pálida hierba, aquellos pantanos, la extraordinaria belleza de los cielos de primavera, la tardía primavera de los países del norte! Cielo de ámbar, nubes de nácar, juncos, cañas, bosquecillos dispersos de abedules… ¡Cuándo volvería a cazar la garza y el zarapito! Por el camino iba encontrando caballos que, conducidos por sus dueños, se dirigían a la ciudad desde todos los pueblos, todas las aldeas, todas las granjas de la región. «Buenos animales -se dijo Bruno-. Pero mal cuidados. Los franceses, y los civiles en general, no saben nada de caballos.»

Se detuvo para dejarlos pasar. Formaban pequeñas reatas que zigzagueaban por la carretera. Bruno los observaba con mirada atenta, buscando los más adecuados para el ejército. La mayoría acabaría trabajando los campos alemanes, pero algunos conocerían las furiosas cargas en los desiertos de África o los campos de lúpulo de Kent. Porque sólo Dios sabía en qué dirección soplarían en adelante los vientos de la guerra. Bruno recordó los relinchos aterrorizados de los caballos entre los edificios en llamas de Ruán. Seguía diluviando. Los campesinos caminaban con la cabeza agachada, pero la levantaban cuando veían a aquel jinete inmóvil envuelto en su capa verde. Por unos instantes, sus ojos se encontraban con los de Bruno. «¡Mira que son lentos! -pensaba el teniente-. ¡Mira que son torpes! Llegarán con dos horas de retraso, y comeré a las tantas. Porque lo primero son los caballos.»

– ¡Venga, vamos, vamos! -murmuró entre dientes, golpeándose las botas con el junquillo y haciendo esfuerzos para no empezar a gritar órdenes, como en las maniobras.

Junto a él pasaban ancianos, niños e incluso mujeres. Los que eran del mismo pueblo iban todos juntos. Luego se producía un vacío, durante el cual sólo el cortante viento llenaba el espacio y el silencio. Aprovechando uno de esos huecos, Bruno lanzó el caballo al galope en dirección a la ciudad. La paciente cola volvió a formarse a sus espaldas. Los campesinos callaban. Les habían quitado a los jóvenes, les habían quitado el pan, el trigo, la harina y las patatas; les habían quitado la gasolina y los coches, y ahora les quitaban los caballos. Y mañana, ¿qué? Algunos se habían puesto en camino la noche anterior. Avanzaban cabizbajos, encorvados, impertérritos. Puede que al alcalde le hubieran dicho que basta, que ya no moverían un dedo, pero sabían mejor que nadie que tendrían que hacer la faena, que la cosecha esperaba, que había que comer. «Con lo bien que vivíamos… -se decían-. ¡Panda de cabrones! Pero hay que ser justos… Es la guerra… De todas maneras, ¿durará mucho, Dios mío?», murmuraban alzando la cabeza hacia aquel cielo de tormenta.

Bajo la ventana de Lucile habían pasado hombres y caballos todo el día. Ella procuraba hacer oídos sordos. No quería saber nada más. ¡Basta de imágenes de guerra, de visiones siniestras! La angustiaban, le encogían el corazón, no le dejaban ser feliz… ¡Feliz, Dios mío! «Vale, bien, la guerra… -se decía-. Vale, bien, los prisioneros, las viudas, la penuria, el hambre, la ocupación… ¿Y después? No hago nada malo. Es el amigo más respetuoso del mundo: libros, música, nuestros largos paseos por el bosque de la Maie… Lo que hace que parezcamos culpables es la idea de la guerra, esta plaga universal. Pero él es tan poco responsable como yo. No es culpa nuestra. Que nos dejen tranquilos… ¡Que nos dejen!» A veces se asustaba, incluso se asombraba, de tener el corazón tan lleno de rabia contra su marido, contra su suegra, contra la opinión de la gente, contra ese «espíritu de la colmena» del que hablaba Bruno. Enjambre refunfuñón, malintencionado, que obedece a fines desconocidos. Cómo lo odiaba… «Que ellos vayan donde quieran, yo haré lo que me apetezca. Quiero ser libre. Me importa menos la libertad exterior, la libertad de viajar, de irme de esta casa (¡aunque sería una felicidad indescriptible!), que ser libre interiormente, elegir mi propio camino, mantenerme en él, no seguir al enjambre. Odio ese espíritu comunitario con el que nos machacan los oídos. Los alemanes, los franceses, los gaullistas, todos coinciden en una cosa: hay que vivir, pensar, amar como los otros, en función de un Estado, de un país, de un partido. ¡Oh, Dios mío! ¡Yo me niego! Soy una pobre mujer, no sirvo para nada, no sé nada, pero ¡quiero ser libre! Esclavos, nos han convertido en esclavos -pensó Lucile-. La guerra nos manda a este sitio o al otro, nos priva del bienestar, nos quita el pan de la boca… Que me dejen por lo menos el derecho de enfrentarme a mi destino, de burlarme de él, de desafiarlo, de eludirlo, si puedo. ¿Una esclava? Mejor eso que ser un perro que camina detrás de su amo y se cree libre. Ellos ni siquiera son conscientes de su esclavitud -se dijo al oír el ruido de los hombres y los caballos-, y yo me parecería a ellos si permitiera que la piedad, la solidaridad, el "espíritu de la colmena", me obligaran a renunciar a la felicidad.» Aquella amistad entre el alemán y ella, aquel secreto compartido, un mundo oculto en el seno de aquella casa hostil, ¡qué dulce era, Dios mío! Sólo gracias a eso seguía sintiéndose un ser humano, orgulloso y libre. No permitiría que nadie invadiera lo que era su territorio exclusivo. «¡A nadie! ¡No le importa a nadie! ¡Que luchen ellos! ¡Que se odien ellos! ¡Me da igual que en su día su padre y el mío combatieran el uno contra el otro! ¡Que fuera él personalmente quien hizo prisionero a mi marido (una idea que obsesiona a mi pobre suegra)! ¿Qué tiene eso que ver? El y yo somos amigos.» ¿Amigos? Estaba cruzando el oscuro vestíbulo; se acercó al espejo de encima de la cómoda, un espejo con un marco de madera negra; se miró los negros ojos y los temblorosos labios. Sonrió.

– ¿Amigos? Él me ama -musitó acercando los labios al cristal y besando su propia imagen con ternura-. Sí, claro que te ama. A ese marido que te ha engañado, que te ha abandonado, no le debes nada. Está prisionero, tu marido está prisionero, y tú ¿dejas que un alemán se acerque a ti y ocupe el lugar del ausente? Bueno, pues ¡sí! Y después, ¿qué? Al ausente, al prisionero, al marido, jamás lo he amado. ¡Que se muera! ¡Que desaparezca! Pero, vamos a ver, reflexiona -siguió murmurando con la frente apoyada contra el espejo y la sensación de estar hablando realmente con una parte de sí misma que hasta entonces desconocía, una parte invisible que veía por primera vez, una mujer de ojos negros, labios finos y temblorosos y mejillas encendidas, que era ella y no lo era del todo-. A ver, reflexiona… La razón, la voz de la razón… Tú eres una francesa razonable. ¿Adónde te llevará todo esto? Es un soldado, está casado, se marchará… ¿Adónde te llevará eso? A donde sea. Aunque sólo fuera a un instante de felicidad… Ni siquiera de felicidad, de placer. ¿Tienes la menor idea de lo que es eso?

La imagen que le devolvía el espejo la fascinaba; le gustaba y al mismo tiempo la asustaba.

De pronto, oyó los pasos de la cocinera en la despensa cercana al vestíbulo. Sobresaltada, se apartó del espejo y empezó a dar vueltas por la casa. ¡Qué casa tan inmensa y tan vacía, Dios mío! Como había prometido, su suegra no había vuelto a salir de su habitación, a la que Marthe le subía las comidas; pero aun estando ausente tenía la sensación de verla. Aquella casa era su reflejo, la parte más auténtica de su ser, del mismo modo que la parte más auténtica de Lucile era aquella joven delgada, enamorada y valiente, alegre y desesperada, que hacía apenas unos instantes le sonreía desde el otro lado del espejo… (había desaparecido dejando tan sólo un fantasma sin vida, aquella Lucile Angellier que vagaba por las habitaciones, pegaba la cara a los cristales, ponía maquinalmente en su sitio los feos e inútiles objetos que adornaban la chimenea). ¡Qué tiempo! El aire estaba cargado; el cielo, gris… Las ráfagas de frío viento zarandeaban los tilos en flor. «Una habitación, una casa para mí sola -pensó-, una habitación perfecta, casi desnuda, con una buena lámpara… ¿Y si cerrara los postigos y encendiera la luz, para no ver ese cielo? Marthe vendría a preguntarme si estoy enferma y avisaría a mi suegra, que le mandaría apagar las luces y descorrer las cortinas, porque la electricidad cuesta dinero. No puedo tocar el piano: sería una ofensa al ausente. De buena gana me iría al bosque, pese a la lluvia, pero todo el mundo se enteraría. Lucile Angellier se ha vuelto loca, diría la gente. Y en nuestro país, basta con eso para encerrar a una mujer.» Lucile rió al recordar la historia de una chica a la que sus padres habían encerrado en un manicomio porque las noches de luna salía de casa y se iba al lago. «Con un chico sería mala conducta, pero se entendería. Pero ¿sola? ¡Está loca!» El lago, de noche… El lago, bajo aquella lluvia torrencial… O cualquier otro sitio, pero lejos de allí… Lejos… ¡Esos caballos, esos hombres, esos tristes cuerpos encorvados bajo el aguacero! Se alejó de la ventana bruscamente. Por más que se repetía: «¡Entre ellos y yo no hay nada en común!», sentía la presencia de un vínculo invisible.

Entró en la habitación de Bruno. Más de una noche se había deslizado en ella, con el corazón palpitante. El estaba incorporado en la cama, totalmente vestido, leyendo o escribiendo. Su rubio cabello brillaba bajo la lámpara. En una esquina, tirados de cualquier manera sobre un sillón, se veían el grueso cinturón, con la inscripción Gott mit uns de la hebilla, una pistola negra, una gorra de plato y un gran abrigo verde, que él cogía y le ponía sobre las rodillas, porque desde la semana anterior, con sus incesantes tormentas, las noches habían refrescado. Estaban solos -se creían solos- en la enorme casa dormida. Ninguna confesión, ningún beso, sólo el silencio… Más tarde, conversaciones febriles y apasionadas durante las que hablaban de sus respectivos países, de sus familias, de música, de libros… Los invadía esa extraña felicidad, esa prisa por desnudar el corazón ante el otro, una prisa de amante que ya es una entrega, la primera, la entrega del alma que precede a la del cuerpo. «Conóceme, mírame. Soy así. Esto es lo que he vivido, esto es lo que he amado. ¿Y tú? ¿Y tú, amor mío?» Pero, hasta ahora, ni una palabra de amor. ¿Para qué? Son inútiles cuando las voces se alteran, cuando las bocas tiemblan, cuando se producen esos largos silencios… Lucile acarició con suavidad los libros extendidos sobre la mesa, libros alemanes con las páginas impresas en esa escritura gótica que resulta extraña y repulsiva. Alemanes, alemanes… «Un francés no me habría dejado salir sin más muestra de amor que besarme las manos y el vestido…»

Sonrió y encogió ligeramente los hombros: sabía que no era timidez ni frialdad, sino esa enorme y adusta paciencia alemana, semejante a la del animal salvaje que espera su momento, que espera que la presa, fascinada, se deje coger sola.

– Durante la campaña -le había contado Bruno-, pasamos noches enteras apostados en el bosque de Moeuvre. La espera, en momentos así, es erótica…

Sus palabras la habían hecho reír. Ahora ya no le parecían tan graciosas. ¿Qué otra cosa estaba haciendo ella en ese momento? Esperaba. Lo esperaba. Merodeaba por aquellas habitaciones sin vida. Dos, tres horas todavía. Luego, la cena a solas. Luego, el ruido de la llave en la puerta de su suegra. Luego, Marthe, cruzando el jardín para ir a cerrar la verja. Luego, de nuevo la espera, febril, extraña… y, por fin, el relincho del caballo en la calle, el entrechocar de armas, las órdenes al asistente, que se alejaba con el animal… En el umbral, aquel ruido de espuelas… Luego, esta noche, esta noche de tormenta, con el rumor de los tilos agitados por el frío vendaval y el lejano redoble del trueno, le diría al fin -¡porque ella no era hipócrita y se lo diría alto y claro!- que la presa apetecida era suya.

– ¿Y mañana? ¿Mañana? -murmuró Lucile, y de pronto una sonrisa traviesa, atrevida, voluptuosa, la transformó súbitamente como el resplandor de una llama que ilumina y altera un rostro. A la luz de un incendio, las facciones más suaves adquieren un aspecto diabólico que atrae y da miedo. Lucile salió de la habitación sin hacer ruido.

18

Alguien llamaba tímidamente a la puerta de la cocina con débiles golpes que ahogaba el ruido de la lluvia. «Unos críos que querrán protegerse de la tormenta», se dijo Marthe. Pero cuando fue a abrir se encontró con Madeleine Labarie, con el paraguas chorreando en la mano. Por un instante, la cocinera se quedó mirándola boquiabierta. La gente de las granjas no bajaba al pueblo más que para asistir a misa mayor los domingos.

– Pero ¿qué te pasa? ¡Entra, deprisa! ¿Va todo bien en casa?

– ¡No! ¡Ha ocurrido una desgracia terrible! Me gustaría hablar con la señora enseguida -respondió Madeleine bajando la voz.

– ¡Ave María purísima! ¡Una desgracia! ¿Con quién quieres hablar, con la señora Angellier o con la señora Lucile?

Madeleine dudó.

– Con la señora Lucile. Pero ve con cuidado… No quiero que ese maldito alemán se entere de que he venido.

– ¿El teniente? Está en la requisa de caballos. Acércate al fuego, qué estás empapada. Yo voy a buscar a la señora.

Lucile estaba acabando su solitaria cena. Tenía un libro abierto sobre el mantel.

«Pobres muchachas… -se dijo Marthe con un súbito destello de lucidez-. Esto no es vida para ellas. La una sin marido desde hace dos años y la otra… ¿Qué desgracia ha podido ocurrir? ¡Otra marranada de los alemanes, seguro!»

Marthe comunicó a Lucile que preguntaban por ella.

– Madeleine Labarie, señora. Le ha ocurrido una terrible desgracia… No le gustaría que la vieran.

– Tráela aquí. Bru… ¿El teniente Von Falk todavía no ha vuelto?

– No, señora. Pero cuando llegue oiré el caballo. Avisaré a la señora.

– Sí, eso es. Ve.

Lucile esperaba con el corazón palpitando. Muy pálida y todavía jadeando, Madeleine Labarie entró en el comedor. El pudor y la cautela de la campesina pugnaban en su interior con la angustia que la embargaba. Le dio la mano a Lucile, murmuró, según la costumbre, «¿No la molestaré?» y «¿Todo bien por aquí?» y luego, en voz muy baja y haciendo terribles esfuerzos para contener las lágrimas, porque en público no se llora, salvo a la cabecera de un muerto (el resto del tiempo hay que saber comportarse y ocultar a los demás no sólo las penas, sino también las alegrías demasiado grandes):

– ¡Ay, señora Lucile! ¡No sé qué hacer! Vengo a pedirle consejo porque estamos perdidos, señora. Esta mañana los alemanes han venido a detener a Benoît.

– Pero ¿por qué? -exclamó Lucile.

– Se supone que porque tenía una escopeta escondida. Como todo el mundo, figúrese usted… Pero no han ido a casa de nadie, sólo a la nuestra. Benoît les dijo: «Busquen.» Y ellos han buscado y han encontrado. Estaba escondida entre el heno, en el viejo comedero de las vacas. Nuestro alemán, el que vive en nuestra casa, el intérprete, estaba en la sala cuando los hombres de la Kommandantur volvieron con la escopeta y le dijeron a mi marido que los siguiera. «Un momento», respondió Benoît. «Esa escopeta no es mía. Es de algún vecino que la ha escondido ahí para después denunciarme. Déjenmela y se lo demostraré.» Hablaba con tanta naturalidad que los soldados no desconfiaron. Mi Benoît cogió la escopeta, hizo como que la examinaba y de pronto… ¡ay, señora Lucile, los dos tiros salieron casi a la vez! El primero mató a Bonnet y el segundo a Bubi, un perro pastor enorme que acompañaba a Bonnet…

– Sí, ya sé -murmuró Lucile.

– A continuación, mi Benoît saltó por la ventana de la sala y desapareció, y los alemanes tras él. Pero él conoce la zona mucho mejor que ellos, figúrese usted… Así que no lo han encontrado. Gracias a Dios, llovía tanto que no se veía a dos pasos delante. Y Bonnet, en mi cama, en la que lo habían acostado… Si encuentran a Benoît lo fusilarán. Sólo por la escopeta ya lo habrían fusilado. Pero aún habría habido alguna esperanza, mientras que ahora ya sabemos lo que lo aguarda, ¿verdad?

– ¿Por qué ha matado a Bonnet?

– Seguramente lo denunció él, señora Lucile. Vivía en casa. Debió de descubrir la escopeta. ¡Estos alemanes son todos unos traidores! Y ése… me hacía la corte, ¿comprende? ¡Y mi marido lo sabía! Puede que haya querido vengarse, puede que se haya dicho: «Ya puestos, por lo menos sabré que éste no estará rondando a mi mujer mientras yo no esté.» Puede… Y, además, señora, los odia. No soñaba más que con cargarse a alguno.

– Se habrán pasado todo el día buscándolo, imagino. ¿Estás segura de que todavía no lo han encontrado?

– Sí, segura -respondió Madeleine tras un instante de silencio.

– ¿Lo has visto?

– Sí. Es su vida o su muerte, señora Lucile. Usted… usted no dirá nada, ¿verdad?

– ¡Por Dios, Madeleine!

– Muy bien. Está escondido en casa de nuestra vecina, la Louise, la que tiene el marido prisionero.

– Peinarán toda la comarca, lo registrarán todo…

– Afortunadamente, hoy era la requisa de caballos. Todos los oficiales están fuera. Los soldados esperan órdenes. Mañana removerán cielo y tierra. Pero en las granjas lo que sobra son escondrijos, señora Lucile. Ya les hemos pasado prisioneros evadidos por delante de las narices más de una vez. La Louise lo esconderá bien; pero están los niños… Los críos no les tienen miedo a los alemanes, juegan con ellos, charlan… y son demasiado pequeños para entender las cosas. La Louise me ha dicho: «Ya sé a lo que me arriesgo. Lo hago de todo corazón por tu marido, como tú lo habrías hecho por el mío; pero es mejor buscarle una casa en la que puedan tenerlo hasta que se le presente la oportunidad de huir de la región.» Ahora todos los caminos estarán vigilados, figúrese usted. Pero los alemanes no estarán aquí eternamente. Lo que haría falta es una casa grande en la que no hubiera niños.

– ¿Aquí? -dijo Lucile mirándola de hito en hito.

– Sí, había pensado que aquí…

– ¿Sabes que tenemos alojado a un oficial alemán?

– Están en todas partes. Seguro que ese oficial no sale mucho de su habitación… Y me han dicho… Perdón, señora Lucile, pero se dice que está enamorado de usted y que usted hace con él lo que quiere. Discúlpeme si la he ofendido… Son hombres como los demás, por supuesto, y se aburren. A lo mejor, diciéndole: «No quiero que tus soldados lo pongan todo patas arriba. Es ridículo. Sabes que no escondo a nadie. Para empezar, me daría miedo…» Cosas como las que puede decir una mujer… Y además en esta casa tan grande y tan vacía tiene que ser fácil encontrar un rincón, un escondite. En fin, es una tabla de salvación. ¡La única! Me dirá usted que si la descubren se arriesga a la cárcel, puede que incluso a la muerte. Con estos salvajes, todo es posible. Pero si entre franceses no nos ayudamos, entonces ¿quién nos ayudará? La Louise es madre de cuatro hijos y no tiene miedo. Usted está sola.

– Yo tampoco lo tengo -dijo Lucile lentamente.

Reflexionaba; para Benoît, el peligro sería el mismo allí o en cualquier otro sitio «¿Y para mí? ¿Para mi vida? ¡Para lo que hago con ella!», se dijo con involuntaria desesperación. Realmente, eso no tenía ninguna importancia. De pronto, se acordó de junio del cuarenta (dos años, hacía justo dos años). Tampoco entonces, en medio del caos y el peligro, había pensado en sí misma; se había dejado arrastrar como por la impetuosa corriente de un río.

– Está mi suegra -murmuró-, pero ya no sale de su habitación. No se enterará de nada. Y Marthe.

– ¡Oh, Marthe es de la familia, señora! Es prima de mi marido. Por ese lado no hay cuidado. La familia es de confianza. Pero ¿dónde lo escondería?

– He pensado en la habitación azul que está junto al granero, el antiguo cuarto de los juguetes, que tiene una especie de recámara. De todas maneras, mi pobre Madeleine, no hay que hacerse ilusiones. Si tenemos la suerte en contra, lo descubrirán ahí o en cualquier otro sitio; sólo se salvará si Dios lo quiere. Después de todo, en Francia se han cometido atentados contra soldados alemanes cuyos culpables nunca han sido descubiertos. Tenemos que esconderlo lo mejor que sepamos y… y esperar, ¿no te parece?

– Sí, señora, esperar… -dijo Madeleine dejando al fin que las lágrimas le resbalaran por las mejillas.

Lucile la cogió por los hombros y la besó.

– Ve a buscarlo. Venid por el bosque de la Maie. Sigue lloviendo. No habrá nadie en la calle. No te fíes de nadie, sea francés o alemán, hazme caso. Os estaré esperando en la portezuela del jardín. Voy a explicárselo a Marthe.

– Gracias, señora Lucile -balbuceó Madeleine.

– Anda, ve. Date prisa.

Madeleine abrió la puerta sin hacer ruido, salió al solitario y encharcado jardín y se deslizó entre los árboles, que lloraban las últimas gotas de lluvia. Una hora después, Lucile hacía entrar a Benoît por la pequeña puerta pintada de verde que daba al bosque de la Maie. La tormenta había cesado, pero el viento seguía soplando con idéntica furia.

19

Desde su habitación, la anciana Angellier oyó gritar al guarda forestal en la plaza del ayuntamiento:

– ¡Bando! ¡Orden de la Kommandantur!

En cada ventana aparecieron rostros ceñudos. «¿Con qué nos saldrán ahora?», pensaba la gente con odio y temor. Tenían tanto miedo a los alemanes que, incluso cuando la Kommandantur prescribía por boca del guarda forestal la desratización o la vacunación obligatoria de los niños, no se tranquilizaban hasta pasado un rato del último redoble del tambor y sólo después de haberse hecho repetir por personas instruidas, como el farmacéutico, el notario o el jefe de los gendarmes, lo que acababan de decir.

– ¿Eso es todo? ¿De verdad es todo? ¿No van a quitarnos nada más? -Luego, conforme se calmaban-: ¡Bien, bien! ¡Entonces, bien! Pero me gustaría saber por qué se meten en eso…

No les faltaba más que añadir: «Son nuestras ratas y nuestros hijos. ¿Con qué derecho quieren matar a las unas y vacunar a los otros? A ellos ni les va ni les viene.»

Los alemanes presentes en la plaza comentaban las órdenes:

– Ahora todos sanos, franceses y alemanes…

En tono de fingida sumisión (¡oh, esas sonrisas de esclavos!, pensaba la anciana Angellier), los vecinos se apresuraban a asentir:

– Claro que sí… Está muy bien… Es en interés de todos… Lo comprendemos perfectamente.

Y, cuando llegaban a casa, arrojaban el raticida al fuego y luego iban corriendo al médico para pedirle que no vacunara al crío «porque acaba de tener paperas» o «porque, con lo mal que se come, no está nada fuerte». Otros decían francamente:

– No nos importaría que hubiera uno o dos enfermos, a ver si así se marchaban los Fritz.

Solos en la plaza, los alemanes miraban alrededor con benevolencia y se decían que poco a poco empezaba a fundirse el hielo entre vencedores y vencidos.

Ese día, sin embargo, ningún alemán sonreía ni hablaba con los vecinos. Estaban todos de pie, muy tiesos, un tanto pálidos, mirando al frente con dureza. El guarda forestal, consciente de la importancia de las palabras que iba a pronunciar, y hombre apuesto y del sur, siempre encantado de atraer la atención de las mujeres, acababa de ejecutar el último redoble de tambor y colocarse los dos palillos bajo el brazo con una gracia y una habilidad de prestidigitador; al fin, con una voz profunda, pastosa y varonil que resonaba en el silencio, leyó:

– Un miembro del ejército alemán ha sido víctima de un atentado: un oficial de la Wehrmacht ha sido cobardemente asesinado por un individuo que responde al nombre de Labarie, Benoît, domiciliado en la granja de… municipio de Bussy.

»El criminal consiguió darse a la fuga. Toda persona culpable de ofrecerle refugio, ayuda o protección o que, conociendo su paradero, haya omitido ponerlo en conocimiento de la Kommandantur en un plazo de cuarenta y ocho horas, incurrirá en la misma pena que el asesino, a saber: será fusilado inmediatamente

La señora Angellier había entreabierto la ventana; cuando el guarda se marchó, se asomó y recorrió la plaza con la mirada. La gente murmuraba, presa del estupor. El día anterior no se hablaba más que de la requisa de caballos, y esta nueva desgracia, añadida a la anterior, sumía sus lentas mentes de pueblerinos en el colmo de la incredulidad: «¿El Benoît? ¿Que el Benoît ha hecho eso? ¡No es posible!» Los granjeros habían sabido guardar el secreto. Los habitantes del pueblo ignoraban lo que ocurría en el campo, en aquellas grandes propiedades celosamente guardadas. Los alemanes estaban mejor informados. Ahora se entendía el porqué de aquel rumor, de aquellos toques de silbato en plena noche, de la prohibición de salir pasadas las ocho el día anterior: «Seguro que trajeron el cuerpo y no querían que lo viéramos.» En los cafés, los alemanes conversaban en voz baja. También ellos tenían una sensación de irrealidad y horror. Llevaban tres meses viviendo con los franceses, codeándose con ellos; no les habían hecho ningún daño; habían conseguido, al fin, y a fuerza de miramientos y buenos modos, establecer relaciones humanas entre invasores e invadidos. Y ahora el acto de un loco volvía a ponerlo todo en entredicho. En realidad, el asesinato en sí mismo les afectaba menos que aquella solidaridad, aquella complicidad que adivinaban a su alrededor (porque, en fin, para que un hombre eluda a un regimiento lanzado en su persecución, hace falta que toda la comarca lo ayude, lo oculte, le dé de comer, a menos, naturalmente, que estuviera escondido en los bosques -que habían batido durante toda la noche- o, aún más probable, que hubiera abandonado la región, cosa que, una vez más, no podía hacerse sin la ayuda activa o pasiva de la población). «De modo -pensaba cada soldado- que después de haberme acogido, de haberme sonreído, de haberme hecho sitio en su mesa, de haber dejado que sentara a sus hijos en mis rodillas, si mañana un francés me mata, no habrá una sola voz que me compadezca y todos encubrirán al asesino lo mejor que puedan.» Aquellos campesinos tranquilos de rostro impenetrable, aquellas mujeres que ayer mismo les sonreían y les hablaban y que hoy, al pasar ante ellos, desviaban la mirada, incómodas, ¡eran otros tantos enemigos! Apenas podían creerlo. ¡Si eran tan buenas personas…! Lacombe, el almadreñero, que la semana anterior les había regalado una botella de vino blanco porque su hija acababa de obtener el diploma de estudios primarios y no sabía cómo expresar su alegría; Georges, el molinero, veterano de la otra guerra, que les había dicho: «¡Que llegue la paz, y cada uno en su casa! Eso es todo lo que nosotros queremos»; las chicas, siempre dispuestas a reír, a cantar, a dejarse besar a escondidas… y de pronto, ¿enemigos otra vez, y para siempre?

Los franceses, entretanto, se decían: «Entonces, ese Willy que me pidió permiso para besar a mi cría, diciendo que tenía una de la misma edad en Baviera; ese Fritz que me ayudó a cuidar a mi marido enfermo; ese Erwald que encuentra Francia tan bonita, y ese otro que se descubrió delante de la foto de papá, caído en 1915… si mañana se lo ordenan, ¿me detendrá, me matará con sus propias manos sin vacilar? La guerra… sí, ya se sabe lo que es la guerra. Pero, en cierto modo, la ocupación aún es peor, porque uno se acostumbra a la gente; uno se dice: "Después de todo, son como nosotros", y no, no es verdad. Somos dos razas diferentes, enemigas para siempre», pensaban los franceses.

La señora Angellier conocía tan bien a aquellos campesinos que tenía la sensación de leerles el pensamiento en la cara. Rió por lo bajo. ¡No, ella no se había dejado engañar, no se había dejado comprar! Porque todos estaban en venta, tanto en el pequeño pueblo de Bussy como en el resto de Francia. Los alemanes ofrecían dinero a los unos (aquellos taberneros que cobraban la botella de chablís a cien francos a los miembros de la Wehrmacht, aquellos granjeros que vendían los huevos a cinco francos la pieza…) y diversión a los otros, los jóvenes, las mujeres… Desde que habían llegado los alemanes nadie se aburría. Por fin había con quien hablar. ¡Señor, si hasta su propia nuera…! Entornó los párpados y extendió una mano pálida y transparente delante de sus ojos, como si se negara a ver un cuerpo desnudo. ¡Sí! Los alemanes creían que podían comprar la tolerancia y el olvido de ese modo. Y lo conseguían. La señora Angellier pasó revista a los notables del pueblo; todos se habían doblegado, todos se habían dejado seducir. Los Montmort recibían a los alemanes; se decía que los oficiales organizarían una fiesta en el parque, en torno al lago. La señora de Montmort decía a todo el que quisiera escucharla que estaba indignada, que cerraría las ventanas para no oír la música ni ver los fuegos artificiales entre los árboles. Pero, cuando los tenientes Von Falk y Bonnet habían ido a hacerle una visita para pedirle sillas, copas y manteles, no los había soltado en dos horas. La señora Angellier lo sabía por la cocinera, que lo sabía por el administrador. De todas maneras, pensándolo bien, esos nobles eran medio extranjeros. ¿No correría por sus venas sangre bávara, renana o prusiana (¡abominación!)? Las familias de la nobleza se unían entre sí sin importarles las fronteras; aunque, bien mirado, los grandes burgueses no eran mucho mejores. La gente susurraba los nombres de los que hacían negocios con los alemanes (y la radio inglesa los gritaba todas las noches): los Maltête de Lyon; los Péricand, en París; la Banca Corbin y tantos otros… La señora Angellier empezaba a sentirse única en su especie, irreducible, inexpugnable como una fortaleza, la única fortaleza que seguía en pie en toda Francia, ¡ay!, pero una fortaleza que nada conseguiría abatir o conquistar, porque sus bastiones no eran de piedra, ni de carne y sangre, sino de lo más inmaterial y, al mismo tiempo, de lo más invencible que había en el mundo: el amor y el odio.

La anciana caminaba rápida y silenciosamente por la habitación. «De nada sirve cerrar los ojos -murmuraba-. Lucile está a punto de arrojarse a los brazos de ese alemán.» ¿Y qué podía hacer ella? Los hombres tenían armas, sabían luchar. Ella sólo podía espiar, mirar, escuchar, acechar en el silencio de la noche un ruido de pasos, un suspiro, para que al menos eso no fuera ni perdonado ni olvidado, para que Gastón a su regreso… Una alegría feroz la estremeció de pies a cabeza. ¡Dios, cómo detestaba a Lucile! Cuando por fin todo dormía en la casa, hacía lo que ella llamaba «su ronda». En esas ocasiones no se le escapaba nada. Contaba las colillas manchadas de carmín de los ceniceros; recogía silenciosamente un pañuelo arrugado y perfumado, una flor caída, un libro abierto… A menudo, oía las notas del piano y la voz, muy baja y muy suave, del alemán, que canturreaba o acompañaba una frase musical. Ese piano… ¿Cómo puede gustarles la música? Cada nota le martilleaba los nervios y le arrancaba un gemido. Antes que eso, prefería sus largas conversaciones, cuyo débil eco conseguía captar asomándose a la ventana, justo encima de la del despacho, que dejaban abierta durante esas hermosas noche de verano. Prefería incluso los silencios que se hacían entre ellos o la risa de Lucile (¡reír, teniendo al marido prisionero! ¡Desvergonzada, mujerzuela, alma vil!). Cualquier cosa era preferible a la música, porque sólo la música es capaz de abolir las diferencias de idioma o costumbres de dos seres humanos y tocar algo indestructible en su interior. En un par de ocasiones, la señora Angellier se había acercado a la puerta del alemán, se había quedado escuchando su respiración y su tosecilla de fumador unos instantes, y luego había cruzado el vestíbulo y deslizado una ramita de brezo, que según la gente atraía la mala suerte, en un bolsillo de la gran capa del oficial, colgada de la cornamenta de ciervo. No es que ella creyera en esas cosas, pero por probar no pasaba nada…

Desde hacía unos días, dos exactamente, la atmósfera de la casa parecía aún más amenazadora. El piano había enmudecido. La señora Angellier había oído a Lucile hablando largo rato y en voz baja con Marthe («¡Esta también me ha traicionado, seguro!»). Las campanas empezaron a doblar («¡Ah, el entierro del oficial asesinado!»). Los soldados armados, el ataúd, las coronas de flores rojas… Los alemanes habían requisado la iglesia. Los civiles tenían prohibido el acceso. Se oía un coro de admirables voces que entonaba un cántico religioso; venía de la capilla de la Virgen. Ese invierno, los niños que asistían a catecismo habían roto un cristal, que seguía sin reponer. El cántico escapaba por aquella pequeña y antigua ventana situada detrás del altar de Nuestra Señora y oscurecida por el gran tilo de la plaza. ¡Con qué alegría cantaban los pájaros! Había momentos en que sus agudos trinos casi ahogaban el himno de los alemanes. La señora Angellier ignoraba el nombre y la edad del muerto. La Kommandantur sólo había dicho: «Un oficial de la Wehrmacht.» Bastaba con eso. Sería joven. Todos lo eran. «Bueno, para ti se acabó. ¿Qué querías? Es la guerra.»

– Ahora su madre también lo comprenderá -murmuró la anciana jugueteando con su collar de luto, el collar de azabache y ébano que no se había quitado desde la muerte de su marido.

Permaneció inmóvil, como clavada al suelo, hasta el anochecer, siguiendo con la mirada a todos los que pasaban por la calle. La noche… ni un solo ruido. «No se ha oído crujir el tercer peldaño de la escalera, el que revela que Lucile ha salido de su habitación y baja al jardín, porque las cómplices puertas no chirrían, pero ese viejo peldaño fiel me avisa -pensó la anciana-. No, no se oye nada. ¿Están juntos ya? ¿Se reunirán más tarde?»

La noche transcurre. Una irresistible curiosidad se apodera de la señora Angellier, que se desliza fuera de su habitación, va hasta la puerta de la sala y pega el oído a la hoja. Nada. De la habitación del alemán no llega el menor ruido. La anciana podría pensar que todavía no ha vuelto, si unas horas antes no hubiera oído unos pasos de hombre por la casa. No lograrán engañarla. Una presencia masculina que no es la de su hijo la ofende; huele el aroma del tabaco extranjero y palidece, se lleva las manos a la frente como quien siente que se va a marear. ¿Dónde está ese alemán? Más cerca de ella que de costumbre, puesto que el humo penetra por la ventana. ¿Está recorriendo la casa? La anciana se dice que se irá pronto, que lo sabe y que está eligiendo muebles: su parte del botín. ¿No robaban los prusianos los relojes de péndulo en 1870? ¡Sus nietos no pueden ser muy diferentes! Se imagina unas manos sacrílegas registrando el granero, la despensa y… ¡la bodega! En el fondo, es la bodega lo que de verdad hace temblar a la señora Angellier. No prueba el alcohol; recuerda haber tomado un sorbito de champán el día que Gastón hizo la primera comunión y otro, el de su boda. Pero, en cierta manera, el vino forma parte de la herencia y, por lo tanto, es sagrado, como todo lo que está destinado a perdurar tras nuestra muerte. Ese Château d'Yquem, ese… Los recibió de su marido para transmitírselos a su hijo. Las mejores botellas están enterradas, pero ese alemán… quién sabe, quizá guiado por Lucile… Vayamos a ver… Aquí está la bodega, con su puerta chapada de hierro como la de una fortaleza. Y aquí el escondite que sólo ella reconoce, gracias a la cruz marcada en la pared. No, aquí también parece que está todo en orden. Sin embargo, el corazón de la señora Angellier late con violencia. Lucile debe de haber bajado a la bodega hace apenas unos instantes, porque su perfume todavía flota en el aire. Siguiendo la pista de ese perfume, la anciana vuelve a subir, cruza la cocina y la sala y, al fin, al llegar al pie de la escalera, ve bajar a Lucile, con un plato y un vaso sucios y una botella vacía en las manos. Por eso había ido a la bodega y la despensa, donde la anciana había creído oír pasos.

– ¿Una cenita de enamorados? -dice la señora Angellier con voz baja y mordaz como la correa de un látigo.

– ¡Calle, se lo ruego! Si usted supiera…

– ¡Con un alemán! ¡Bajo mi techo! En casa de tu marido, desgraciada…

– ¡Que se calle, le digo! El alemán no ha vuelto, ¿verdad? Llegará de un momento a otro. Déjeme pasar y guardar esto en su sitio. Y usted, mientras tanto, suba, abra la puerta del antiguo cuarto de los juguetes y mire quién hay allí… Luego, cuando lo haya visto, venga a la sala. Me dirá lo que quiere que hagamos. He hecho mal, muy mal, actuando a sus espaldas, porque no tenía derecho a poner en peligro su vida…

– ¿Has escondido en mi casa a ese campesino… acusado de asesinato?

En ese instante se oyó el ruido del regimiento, que pasaba ante la casa, las roncas voces alemanas gritando órdenes, y, casi de inmediato, las pisadas del oficial en los escalones de la entrada, imposibles de confundir con las de un francés, por el crujido de las botas y el tintineo de las espuelas, pero sobre todo porque aquellos pasos sólo podían ser los de un vencedor, que, orgulloso de sí mismo, estampa el pie en suelo enemigo y pisotea con júbilo la tierra conquistada.

La señora Angellier abrió la puerta de su habitación, hizo entrar a Lucile y echó el pestillo. Cogió el plato y el vaso de manos de su nuera, los lavó con esmero en el cuarto de baño, los secó y escondió la botella, después de mirar la etiqueta. ¿Vino corriente? ¡Sí, gracias a Dios! «No le importa que la fusilen por haber ocultado en su casa al asesino de un alemán -pensó Lucile-; pero no abriría una botella de borgoña añejo por él. Ha sido una suerte que la bodega estuviera a oscuras y haya cogido un tinto de tres francos el litro.» Guardaba silencio, esperando con expectación las primeras palabras de su suegra. De todos modos, no habría podido seguir ocultándole la presencia de un extraño por más tiempo; aquella mujer parecía atravesar las paredes con la mirada.

– ¿Creías que vendería a ese hombre a la Kommandantur? -preguntó al fin la anciana. Le brillaban los ojos y le temblaban las aletas de la nariz. Parecía feliz, exultante, un poco ida, como una vieja actriz que vuelve a interpretar el papel que la hizo famosa y cuyos gestos y entonaciones se le han hecho tan familiares como una segunda naturaleza-. ¿Hace mucho que está en casa?

– Tres días.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -Lucile no respondió-. Esconderlo en la habitación azul ha sido una locura. Es aquí donde debe quedarse. Como me suben las comidas, ya no correrás el riesgo de que te sorprendan: es la excusa perfecta. Dormirá en el sofá, en el cuarto de baño.

– ¡Piénselo bien, madre! Si lo descubren aquí las consecuencias serán terribles. En cambio, yo puedo hacerme responsable, decir que actuaba a sus espaldas, lo que en definitiva es cierto; mientras que en su habitación…

La señora Angellier se encogió de hombros.

– Cuéntame -urgió. Lucile no la había visto tan animada desde hacía mucho tiempo-. Cuéntame lo que ha ocurrido exactamente. Lo único que sé es lo que ha pregonado el guarda. ¿A quién ha matado? ¿A un solo alemán? ¿No ha herido a algún otro? ¿Era un mando, un oficial superior, al menos?

«Qué contenta está -pensó Lucile-, qué pronto responde a todas esas llamadas al asesinato, a la sangre… Las madres y las enamoradas, hembras feroces… Yo, que no soy ni lo uno ni lo otro (¿Bruno? No, ahora no debo pensar en Bruno, no debo…), no puedo tomarme este asunto de la misma manera. Sigo creyendo que soy más desapasionada, más fría, más tranquila, más civilizada… Y además, no puedo creer que los tres nos estemos jugando la vida realmente. Parece excesivo, melodramático… Sin embargo, Bonnet está muerto, asesinado por ese campesino, al que unos llamarán criminal y los otros héroe. ¿Y yo? Debo tomar partido. Ya lo he tomado, a mi pesar. Y pensar que me creía libre…»

– Podrá preguntárselo a Labarie usted misma, madre -respondió-. Voy a buscarlo y acompañarlo aquí. No le deje fumar; el alemán podría percibir el olor de un tabaco que no es el que él fuma. Es el único peligro, creo; no registrarán la casa. Ni siquiera creen que alguien se haya atrevido a esconderlo en el pueblo. Se limitarán a registrar las granjas. Pero podrían denunciarnos.

– Los franceses no nos vendemos unos a otros -replicó la anciana con orgullo-. Desde que conoces a los alemanes, pareces haberlo olvidado, querida.

Lucile recordó una confidencia del teniente: «En la Kommandantur -le había contado Bruno-, el mismo día de nuestra llegada, nos esperaba un paquete de cartas anónimas. La gente se acusaba mutuamente de hacer propaganda inglesa y gaullista, de acaparar productos de consumo, de espionaje… ¡Si les hubiéramos hecho caso, ahora toda la comarca estaría en prisión! Ordené que las arrojaran todas al fuego. Los seres humanos nos vendemos con mucha facilidad, y la derrota despierta lo peor que hay en nosotros. En Alemania ocurrió lo mismo.» Pero Lucile no dijo nada y dejó a su suegra, alegre, entusiasmada, veinte años más joven, preparando el sofá del cuarto de baño. Con su propio colchón, su almohada y las mejores sábanas, hacía con amor la cama de Benoît Labarie.

20

Hacía tiempo que los alemanes habían dispuesto todos los preparativos para celebrar una fiesta en el parque de los Montmort la noche del 21 al 22 de junio. Era el aniversario de la entrada del regimiento en París, pero ningún francés debía conocer el motivo que justificaba la elección de esa fecha. Era la consigna de los mandos: no herir el orgullo nacional de los franceses. Los pueblos conocen sus propios defectos mejor que nadie, incluido el observador extranjero peor intencionado. Recientemente, Bruno von Falk había mantenido una conversación amistosa con un joven francés, que le había dicho:

– Nosotros lo olvidamos todo muy rápidamente. Es nuestra debilidad y, al mismo tiempo, nuestra fuerza. Después de 1918 olvidamos que éramos los vencedores, y eso nos perdió; después de 1940 olvidaremos que nos derrotaron, lo que quizá nos salve.

– Para nosotros, los alemanes, lo que es a la vez nuestro peor defecto y nuestra mejor virtud es la falta de tacto o, dicho de otro modo, la falta de imaginación. Somos incapaces de ponernos en el lugar del otro, lo ofendemos gratuitamente y nos hacemos odiar; pero eso nos permite actuar de un modo inflexible y sin desfallecer.

Como los alemanes desconfiaban de su propia falta de tacto, medían cuidadosamente todas sus palabras cuando hablaban con los lugareños, lo que hacía que éstos los tacharan de hipócritas. Hasta a Lucile, que le preguntó: «¿Qué se celebra con ese convite?», le respondió Bruno evasivamente, diciendo que en su país había costumbre de reunirse hacia el 24 de junio, la noche más corta del año, pero que, como para el 24 se habían programado unas grandes maniobras, no había habido más remedio que adelantar la celebración.

Todo estaba a punto. Para cubrir las mesas, que se colocarían en el parque, se había rogado a la población que tuviera a bien prestar sus mejores manteles por unas horas. Con respeto e infinito cuidado, los soldados, bajo la dirección del propio Bruno, habían hecho su elección entre los montones de piezas adamascadas que salían de los hondos armarios. Las señoras, con los ojos alzados al cielo -como si esperaran, se decía Bruno con sorna, ver aparecer a la mismísima santa Genoveva, que fulminaría a los sacrílegos alemanes por atreverse a poner las zarpas en aquel tesoro familiar de fina tela, calados en escala y monogramas bordados con flores y pájaros-, montaban guardia y contaban ante ellos las toallas de baño.

– Tenía cuatro docenas: cuarenta y ocho, teniente. Ahora sólo me salen cuarenta y siete.

– Permítame ayudarla a contar, señora. Estoy seguro de que nadie ha cogido nada; son los nervios, señora. Mire, ahí tiene la que hace cuarenta y ocho, caída a sus pies. Permítame recogerla y devolvérsela.

– ¡Ah, sí, ya la veo! Perdone, teniente -respondía la buena mujer con su sonrisa más ácida-, pero cuando te desordenan todo de este modo, las cosas desaparecen fácilmente.

No obstante, Bruno acabó descubriendo un buen modo de ganárselas. Con un gran saludo, les decía:

– Naturalmente, no tenemos ningún derecho a pedírselo. Como comprenderá, es algo que no entra en las contribuciones de guerra… -Y llegaba a insinuar que si el general se enterara…-. Es tan suyo… Seguro que nos reñiría por actuar con un descaro tan imperdonable. Pero estamos muy aburridos. Nos gustaría que la fiesta saliera bien. Lo que le pedimos es un favor, mi querida señora. Es usted muy dueña de negárnoslo.

¡Mágicas palabras! Al oírlas, hasta el rostro más ceñudo se iluminaba con el atisbo de una sonrisa (un pálido y agrio sol de invierno sobre una de sus opulentas y decrépitas casas, pensaba Bruno).

– Faltaría más, teniente, no cuesta nada darles ese gusto. ¿Serán ustedes cuidadosos con esos manteles?, formaban parte de mi ajuar.

– Por Dios, señora… Le juro que se los devolveremos lavados, planchados e impecables…

– ¡No, no! ¡Gracias, pero devuélvamelos tal cual! ¡Lavar mis manteles! Nosotros no los llevamos a la lavandería, teniente. La criada hace toda la colada bajo mi supervisión. Usamos ceniza fina…

Llegados a este punto, no quedaba sino exclamar, con una sonrisa enternecida:

– ¡Vaya, como mi madre!

– ¿Ah, sí? ¿Su señora madre también…? ¡Qué curioso! ¿No necesitará también servilletas?

– No me atrevía a pedírselas, señora…

– Le pongo una, dos, tres, cuatro docenas. ¿Cubertería?

Salían con los brazos cargados de inmaculada y fragante ropa, los bolsillos llenos de cuchillos de postre y una ponchera antigua o una cafetera Napoleón con adornos de hojarasca en el asa, sostenida en la mano como si fuera el Santísimo Sacramento. Todo iba a parar a las cocinas de la vizcondesa, a la espera del día de la celebración. Las chicas interpelaban a los soldados entre risas:

– ¿Cómo se las arreglarán para bailar sin mujeres?

– Como podamos, señoritas. Es la guerra.

Los músicos se instalarían en el invernadero. A la entrada del parque se habían colocado pilares y mástiles cubiertos de guirnaldas en los que se desplegarían las banderas: la del regimiento, que había hecho las campañas de Polonia, Bélgica y Francia y entrado victorioso en tres capitales, y el estandarte con la cruz gamada, teñido -diría Lucile en voz baja- con toda la sangre de Europa. De toda Europa, sí, incluida Alemania; la sangre más noble, la más joven, la más ardiente, la primera que se derrama en los combates. Y luego, con la que queda, hay que vivificar el mundo. Por eso son tan difíciles las posguerras.

Todos los días, de Chalon-sur-Saône, Moulins, Nevers, París y Epernay llegaban camiones militares cargados con cajas de champán. Puede que no hubiera mujeres, pero habría bebida, música y fuegos artificiales en el lago.

– Eso no nos lo perdemos -habían dicho las chicas francesas-. Esa noche no pensamos hacer ni caso del toque de queda. ¿Lo han oído? Ya que ustedes se lo van a pasar en grande, nosotras tenemos derecho a divertirnos un poco. Iremos a la carretera que pasa junto al parque y los veremos bailar.

Entre risas, se probaban gorros de cotillón, sombreros cabriolé con encajes plateados, máscaras, flores de papel para el pelo… ¿Para qué fiesta se destinaban? Todo estaba un poco arrugado, un poco descolorido, era de segunda mano o formaba parte de la guardarropía de alguna sala de fiestas de Cannes o Deauville cuyo dueño, antes de septiembre de 1939, echaba cuentas con las futuras temporadas.

– Vais a estar muy graciosos con todo esto -decían las chicas.

Los soldados se pavoneaban y hacían muecas.

Champán, música, baile… un poco de diversión para olvidarse por unas horas de la guerra y el paso del tiempo. La única preocupación era la posibilidad de que estallara una tormenta. Pero las noches eran tan serenas… Y, de pronto, aquella tremenda desgracia, el camarada muerto, caído sin gloria, cobardemente asesinado por un campesino borracho. Se pensó en anular la fiesta. ¡Pero no! Allí debía reinar el espíritu guerrero: el que admite tácitamente que, apenas uno muera, sus camaradas se repartirán sus camisas y sus botas, y se pasarán la noche jugando a las cartas mientras él reposa en un rincón de la tienda (¡si es que han encontrado sus restos!), y que, en contrapartida, acepta la muerte del prójimo como una cosa natural, el destino probable de todo soldado, y se niega a renunciar por su causa ni al pasatiempo más insignificante. Además, los mandos debían pensar sobre todo en la tropa, a la que convenía apartar cuanto antes de desmoralizadoras meditaciones sobre la brevedad de la vida y los peligros que podía deparar el futuro. ¡No! Bonnet había muerto sin apenas sufrir. Había tenido un hermoso entierro. Y él tampoco habría querido que sus camaradas se vieran privados de una alegría por su culpa. La fiesta se celebraría en la fecha prevista.

Bruno se dejaba devorar por esa impaciencia pueril, un poco absurda y a la vez casi desesperada, que se apodera del soldado en los momentos en que la guerra le concede una tregua y espera un alivio al aburrimiento cotidiano. No quería pensar en Bonnet, ni imaginar lo que se cuchicheaba tras los postigos cerrados de aquellas casas grises, frías y enemigas. Le habría gustado decir lo que el niño al que han prometido llevar al circo y luego quieren dejarlo en casa con la excusa de que una pariente anciana y cargante está enferma: «¿A mí qué me contáis? Eso es asunto vuestro. ¿Tengo yo algo que ver en eso?» ¿Tenía él, Bruno von Falk, algo que ver en aquello? El no era solamente un soldado del Reich. No lo movían únicamente los intereses del regimiento y la patria. Era tan humano como el que más. Bruno pensó que buscaba lo que todos los seres humanos, la felicidad, el libre desenvolvimiento de sus facultades, y que ese legítimo deseo se veía continuamente contrariado por una especie de razón de Estado llamada guerra, seguridad pública, necesidad de preservar el prestigio del ejército vencedor. Un poco como los príncipes, que sólo existen para cumplir los designios de los reyes, sus padres, Bruno sentía esa majestad, esa grandeza del poder alemán, reflejada en él mismo cuando caminaba por las calles de Bussy, cuando cruzaba un pueblo a caballo, cuando hacía sonar sus espuelas ante la puerta de una casa francesa. Pero lo que los franceses no habrían podido comprender era que él no era ni orgulloso ni arrogante, sino sinceramente humilde, y la grandeza de su tarea lo asustaba.

Pero ese día, precisamente, no le apetecía pensar en eso. Prefería jugar con la idea de aquel baile o bien soñar con cosas irrealizables, por ejemplo, con una Lucile plenamente cercana a él, una Lucile que pudiera acompañarlo a la fiesta… «Deliro -se dijo sonriendo-. Bueno, ¿y qué? En mi alma soy libre.» Con los ojos de la imaginación, diseñaba un vestido para Lucile, pero no un vestido moderno, sino del estilo de un grabado romántico; un vestido blanco con grandes volantes de muselina, abombado como una corola, para que cuando bailara con ella, cuando la tuviera entre sus brazos, sintiera de vez en cuando el embate de espuma de los encajes contra sus piernas. Bruno palideció y se mordió el labio. Era tan hermosa… Aquella mujer, a su lado, en una noche así, en el parque de Montmort, con la música y los fuegos artificiales a lo lejos… Una mujer, sobre todo, que comprendería, que compartiría ese estremecimiento casi religioso del alma, nacido de la soledad, de la tiniebla y de la conciencia de esa oscura y terrible multitud: el regimiento, los soldados a lo lejos, y todavía más lejos el ejército que sufría y luchaba y el ejército victorioso acampado en las ciudades.

«Con esa mujer tendría auténtico genio», se dijo. Había trabajado mucho. Vivía en una perpetua exaltación creadora, locamente enamorado de la música, decía riendo. Sí, con esa mujer, y con un poco de libertad y paz habría podido hacer grandes cosas. «Es una pena -pensó soltando un suspiro-, una gran pena… Cualquier día llegará la orden de partida, y otra vez la guerra, otra gente, otros países, tal cansancio físico que ni siquiera conseguiré llegar al final de mi vida de soldado. Y ella me pide que la reciba… Y en el umbral se amontonan frases musicales, acordes maravillosos, sutiles disonancias… criaturas aladas y recelosas que espantan el ruido de la guerra. Es una pena. ¿Le gustaría a Bonnet algo aparte de combatir? No lo sé. Nunca se acaba de conocer a nadie. Pero sí, es así, él, que ha muerto a los diecinueve años, se ha realizado más que yo, que todavía vivo.»

Bruno se detuvo ante la casa de las Angellier. Su casa. En tres meses se había acostumbrado a considerar suyos aquella puerta con refuerzos de hierro, aquella cerradura de prisión, aquel vestíbulo que olía a sótano y aquel jardín de la parte posterior, el jardín bañado por la luna, con el bosque al fondo. Era una noche de junio de una suavidad maravillosa; las rosas se abrían, pero su perfume era menos intenso que el aroma a heno y fresas que flotaba en la región desde el día anterior, porque era la época de las grandes labores campestres. Por el camino, el teniente se había encontrado carros llenos de heno recién cortado y tirados por bueyes, porque ahora los caballos escaseaban, y había admirado en silencio la lenta marcha de los majestuosos animales delante de sus olorosos cargamentos. A su paso, los campesinos desviaban la mirada; se había dado cuenta, pero… Volvía a sentirse contento y animado. Entró en la cocina y pidió de comer. La cocinera le sirvió con inusual celeridad, pero no respondió a sus bromas.

– ¿Dónde está la señora? -preguntó al fin.

– Estoy aquí -dijo Lucile.

Había entrado sin hacer ruido mientras él acababa de devorar una rebanada de pan con una gruesa loncha de jamón. Bruno alzó los ojos hacia ella.

– Qué pálida está usted… -dijo con voz tierna y preocupada.

– ¿Pálida? No. Es que hoy ha hecho mucho calor.

– ¿Dónde está nuestra reclusa? -preguntó Bruno sonriendo-. Demos un paseo. La espero en el jardín.

Minutos después, mientras caminaba lentamente por el sendero principal, entre los árboles frutales, la vio llegar. Avanzaba hacia él con la cabeza baja. Cuando estaba a unos pasos, dudó; luego, como de costumbre, en cuanto estuvieron al abrigo de las miradas tras el gran tilo, ella se le acercó y lo cogió del brazo. Dieron unos pasos en silencio.

– Han segado los campos -dijo ella al fin.

Bruno aspiró el aroma con los ojos cerrados. La luna era de color miel en un firmamento turbio, lechoso, por el que se deslizaban tenues nubes. Aún era de día.

– Buen tiempo para nuestra fiesta, mañana.

– ¿Es mañana? Creía… -Lucile se interrumpió.

– ¿Por qué no? -preguntó él frunciendo el entrecejo.

– Por nada, creía…

Con el junquillo que tenía en la mano, Bruno azotaba las flores nerviosamente.

– ¿Qué dice la gente?

– ¿Sobre qué?

– Lo sabe perfectamente. Sobre el asesinato.

– No sé. No he hablado con nadie.

– ¿Y usted? ¿Qué piensa usted?

– Que es terrible, por supuesto.

– Terrible e incomprensible. Porque, en fin, ¿qué les hemos hecho nosotros, nosotros en tanto que hombres? Si de vez en cuando los molestamos, no es culpa nuestra; nos limitamos a cumplir órdenes. Somos soldados. Y me consta que el regimiento se ha esforzado en mostrarse correcto, humano. ¿No es verdad?

– Lo es -murmuró Lucile.

– Naturalmente, a otra no se lo diría… Entre nosotros se sobreentiende que no hay que lamentar la suerte de un camarada asesinado. Es contrario al espíritu militar, que exige que nos consideremos únicamente en función de un todo. ¡Que mueran los soldados con tal que el regimiento perviva! Por eso no vamos a suspender la fiesta de mañana -prosiguió Bruno-. Pero a usted, Lucile, se lo puedo decir. Se me parte el corazón cada vez que pienso que han asesinado a ese chico de diecinueve años. Éramos algo parientes. Nuestras familias se conocen… Y además hay otra cosa, estúpida pero que me indigna. ¿Por qué mató al perro, a nuestra mascota, al pobre Bubi? Si alguna vez consigo encontrar a ese hombre, será para mí un placer matarlo con mis propias manos.

– Seguramente -dijo Lucile en voz baja-, eso mismo es lo que él ha debido de decirse durante mucho tiempo. Si acabo con uno de esos alemanes, o a falta de ellos, con uno de sus perros, ¡qué placer!

Se miraron consternados. Las palabras habían salido de sus labios casi contra su voluntad. El silencio sólo las hubiera agravado.

– Es la vieja historia -dijo Bruno esforzándose por adoptar un tono ligero-. Es ist die alte Geschichte. El vencedor no comprende por qué lo miran mal. Después de 1918, ustedes se esforzaron en vano por convencernos de que teníamos mal carácter, porque no podíamos olvidar nuestra flota hundida, nuestras colonias perdidas y nuestro imperio destruido. Pero ¿cómo comparar el resentimiento de un gran pueblo con el ciego arrebato de ira de un campesino?

Lucile cogió una reseda, la olió y la aplastó en la mano.

– ¿No lo han encontrado? -preguntó.

– No. ¡Bah, ahora ya estará lejos! Ninguno de estos valientes se habrá atrevido a esconderlo. Saben demasiado bien a lo que se arriesgan y le tienen mucho apego a la vida, ¿me equivoco? Casi tanto como a su dinero…

Con una leve sonrisa, Bruno miró todas aquellas casas bajas, rechonchas, cerradas, dormidas en el crepúsculo, que rodeaban el jardín por todas partes. Estaba claro que las imaginaba habitadas por viejas chismosas y sensibleras, burguesas prudentes, quisquillosas y tacañas y, más allá, en el campo, por granjeras parecidas a sus animales. Era casi verdad, parte de la verdad. El resto era esa zona de sombra, de tinieblas, de misterio, inexpresable por definición y sobre la que -pensó de pronto Lucile recordando una lectura escolar- «ni el más altivo tirano tendrá poder jamás».

– Vamos un poco más allá -dijo Bruno.

El sendero estaba bordeado de lirios; los largos y aterciopelados capullos se habían abierto a los últimos rayos del sol y ahora las flores, erguidas, orgullosas y fragantes, se ofrecían a la brisa de la noche. En los tres meses que hacía que se conocían, ambos habían dado muchos paseos, pero ninguno con un tiempo tan hermoso, tan propicio para el amor. De común acuerdo, intentaron olvidar todo lo que no fueran ellos mismos. «No es cosa nuestra, no es culpa nuestra. En el corazón de cada hombre y de cada mujer pervive una especie de paraíso en el que la muerte y la guerra no existen, en el que los lobos y las ciervas juegan en paz. Sólo hay que descubrirlo, sólo hay que cerrar los ojos a todo lo demás. Somos un hombre y una mujer. Nos amamos.»

Se decían que la razón, que el mismo corazón, podía convertirlos en enemigos, pero que existía una conformidad de los sentidos que nada podría romper, la muda complicidad que une con un deseo común al hombre que ama y a la mujer que consiente. A la sombra de un cerezo cuajado de flores, cerca de la pequeña fuente, de la que ascendía la sedienta queja de los sapos, él quiso tomarla. La cogió entre sus brazos con una fuerza de la que ya no era dueño, le desgarró la ropa y empezó a tocarle los pechos…

– ¡Nunca! -gritó ella-. ¡No! ¡No! ¡Nunca!

Nunca le pertenecería. Le tenía miedo. Ya no deseaba sus caricias. No era lo bastante cínica (¡demasiado joven, quizá!) para que de ese mismo miedo naciera la voluptuosidad. Había acogido el amor tan complacientemente que se había negado a considerarlo culpable, pero ahora, de pronto, le parecía un delirio vergonzoso. Mentía; lo engañaba. ¿Podía llamarse amor a aquello? ¿Entonces? ¿Sólo una hora de placer? Pero ni siquiera era capaz de sentir placer. Lo que los convertía en enemigos no era ni la razón ni el corazón, sino aquellos oscuros movimientos de la sangre con que habían contado para que los unieran y sobre los que no ejercían ningún poder. El la tocaba con unas manos hermosas y finas, pero ella no sentía las manos cuyas caricias había deseado, mientras que el frío de aquella hebilla apretada contra su pecho le penetraba hasta el corazón. El le murmuraba palabras alemanas. ¡Extranjero! ¡Extranjero! Enemigo, pese a todo y para siempre enemigo, con su uniforme verde, sus hermosos cabellos, de un rubio que no era el de allí, y su confiada boca. De pronto, fue él quien la rechazó.

– No la tomaré por la fuerza. No soy un chusquero borracho… Váyase.

Pero el ceñidor de muselina de su vestido se había enredado en los botones metálicos del uniforme del oficial. Suavemente, con manos temblorosas, Bruno lo desenganchó. Ella, mientras tanto, miraba angustiada hacia la casa. Se habían encendido las primeras luces. ¿Se acordaría su suegra de correr la doble cortina para que la sombra del fugitivo no apareciera en la ventana? Esos hermosos crepúsculos de junio eran muy traicioneros, podían revelar los secretos de las habitaciones, abiertas e indefensas ante las miradas. La gente no desconfiaba de nada. De una casa vecina llegaba nítidamente el sonido de la radio inglesa; el carro que pasaba por la carretera iba cargado de contrabando; en todas las casas se ocultaba algún arma… Cabizbajo, Bruno sostenía el largo ceñidor. No se atrevía a moverse ni a hablar.

– Yo creía… -dijo al fin con tristeza, y tras una vacilación acabó la frase-:que sentía algo por mí…

– Yo también lo creía.

– ¿Y no es así?

– No. Es imposible.

Lucile se alejó unos pasos y se detuvo. Se miraron un instante. El sonido de una trompeta desgarró el aire: el toque de queda.

En la plaza, los soldados alemanes pasaban entre los grupos de gente.

– ¡Vamos, a la cama! -decían sin brusquedad.

Las mujeres protestaban y reían.

Volvió a sonar la trompeta.

La gente se fue a casa. Los alemanes quedaron como únicos dueños. Hasta el amanecer, su monótona ronda sería lo único que turbaría el sueño.

– El toque de queda -dijo Lucile con voz inexpresiva-. Tengo que volver a casa y cerrar todas las ventanas. Ayer me dijeron de la Kommandantur que las luces del salón no estaban bien disimuladas.

– Mientras yo esté aquí no haga caso de nada. La dejarán tranquila.

Lucile no respondió. Le tendió la mano, dejó que se la besara y se dirigió hacia la casa.

Bien pasada la medianoche, él todavía se paseaba por el jardín. Lucile oía las breves y monótonas llamadas de los centinelas en la calle y, bajo su ventana, aquellos pasos lentos y regulares de carcelero. A ratos pensaba: «Me ama. No sospecha nada.» Y a ratos: «Desconfía, acecha, espera.»

«Es una lástima -se dijo de pronto Bruno en un repentino arranque de sinceridad-. Es una lástima, era una noche preciosa, hecha para el amor… no había que dejarla pasar. Lo demás no tiene importancia.» Pero ella no hizo ningún movimiento para levantarse de la cama, para acercarse a la ventana. Se sentía atada, cautiva, solidaria con aquel país prisionero que suspiraba de impaciencia calladamente y soñaba. Dejó que la noche pasara en vano.

21

Desde primera hora de la tarde, el pueblo había adquirido un aspecto alegre. Los soldados habían adornado con hojas y flores los mástiles de la plaza y, sobre el estandarte con la cruz gamada del balcón del alcalde, ondeaban banderolas rojas y negras de papel con inscripciones en letras góticas. Hacía un día espléndido. Una suave y fresca brisa agitaba cintas y banderas. Dos soldados jóvenes y rubicundos arrastraban una carreta rebosante de rosas.

– ¿Son para las mesas? -les preguntaron unas mujeres, curiosas.

– Sí -respondieron orgullosos, y uno de ellos eligió un capullo apenas abierto y, con una reverencia, se lo ofreció a una chica que casi se muere de vergüenza.

– Será una bonita fiesta.

– Wir hoffen so. Eso esperamos. Nuestro trabajo nos cuesta -respondieron los soldados.

Los cocineros trabajaban al aire libre preparando los platos para la cena. Se habían instalado bajo los grandes tilos que rodeaban la iglesia, a cubierto del polvo. El chef, de uniforme pero con un gorro alto y un delantal de un blanco inmaculado encima del dolmán, daba los últimos toques a una tarta adornándola con arabescos de nata y trozos de fruta confitada. El aroma a azúcar invadía el aire. Los niños daban gritos de alegría. El chef, que no cabía en sí de orgullo pero no quería demostrarlo, arrugaba el entrecejo y les decía muy serio:

– ¡Vamos, apartaos un poco! ¡Con vosotros no hay quien trabaje!

Al principio, las mujeres habían fingido que la tarta no les interesaba.

– ¡Bah, les saldrá un churro! No tienen la harina que hace falta.

Pero, poco a poco, se fueron acercando, primero tímidamente, después con toda naturalidad y, por fin, metieron baza con descaro, como suelen hacer las mujeres.

– ¡Eh, señor, por este lado no está bastante adornada!

– Lo que le falta es angélica confitada, señor.

Acabaron colaborando en la obra. Apartaron a los embelesados críos y se pusieron a trabajar entre los alemanes alrededor de la mesa. Una picaba almendras, otra machacaba el azúcar…

– ¿Es sólo para los oficiales, o también les darán a los soldados? -preguntaron.

– Para todos, para todos.

– ¡Menos para nosotras! -rezongaron ellas.

El chef levantó en brazos la bandeja de porcelana coronada por la enorme tarta y, con un pequeño saludo, la mostró a la multitud, que rió y aplaudió. La tarta fue depositada con extremo cuidado en una gran tabla que, transportada por dos soldados (uno en cabeza y el otro detrás), tomó el camino del parque. Mientras tanto, los oficiales de los regimientos acantonados en las cercanías llegaban de todas partes haciendo ondear a sus espaldas las largas capas verdes. Los comerciantes los esperaban en la puerta de sus tiendas con una sonrisa. Esa mañana habían subido todas las existencias que les quedaban en los sótanos. Los alemanes compraban todo lo que podían y pagaban sin rechistar. Un oficial arrambló con las últimas botellas de benedictino; otro se gastó doscientos francos en lencería femenina; los soldados se agolpaban ante los escaparates y, enternecidos, contemplaban baberos azules y rosa. Al fin, uno de ellos no pudo aguantar más y, en cuanto se marchó el oficial, llamó a la vendedora y le señaló la ropita de niño. Era un soldado muy joven y de ojos azules.

– ¿Chico o chica? -le preguntó la mujer.

– No sé -respondió él con ingenuidad-. Me ha escrito mi mujer. Fue en el último permiso, hace un mes.

A su alrededor, todo el mundo soltó la carcajada. Él estaba ruborizado, pero parecía muy contento. Le hicieron comprar un sonajero y un trajecito. Cruzó la calle con aire triunfal.

Los músicos ensayaban en la plaza y, junto al círculo que formaban los tambores, las trompetas y los pífanos, otro círculo rodeaba al suboficial cartero. Los franceses miraban boquiabiertos y meneaban la cabeza con ojos brillantes de esperanza y una expresión cordial y melancólica, pensando: «Ya se sabe lo que es esperar noticias de casa… Todos hemos pasado por eso…»

Entretanto, un joven soldado de una estatura colosal, con unos muslos enormes y un pandero superlativo que parecía a punto de hacer estallar las costuras del pantalón, ceñido a su alrededor como un guante, entraba por tercera vez en el Hôtel des Voyageurs y pedía que le dejaran consultar el barómetro. El barómetro no se había movido. El alemán, radiante de felicidad, declaró:

– Nada que temer. Esta noche no habrá tormenta. Gott mit uns.

– Sí, sí -opinó la criada.

Su ingenuo contento contagió incluso al dueño (que era anglófilo) y a todos los parroquianos, que se levantaron y se acercaron al barómetro.

– Nada temer, nada. Bien, bien. Bonita fiesta -decían, esforzándose en hablar como los indios para que se les entendiera mejor.

Y el alemán repartía palmadas en la espalda y, sonriendo de oreja a oreja, repetía:

– Gott mit uns.

– Sí, sí, mucho «got mitún», pero menuda la has cogido, Fritz -murmuraban los franceses a sus espaldas, pero con un dejo de simpatía-. Estas cosas, ya se sabe… Aquí el amigo lleva celebrándolo desde ayer… Pero es buen chaval… Y ¡qué carajo!, ¿por qué no se van a divertir? ¡Después de todo son hombres!

Tras crear con su aspecto y sus palabras un clima de simpatía y vaciar una tras otra tres botellas de cerveza, el alemán, exultante, se retiró. Conforme avanzaba la tarde, los habitantes del pueblo empezaban a sentirse animados y nerviosos, como si ellos también fueran a participar en la fiesta. En las cocinas, las chicas enjuagaban los vasos distraídamente y se asomaban a la ventana cada dos por tres para ver pasar a los grupos de alemanes que se dirigían hacia el parque.

– ¿Has visto al subteniente que se aloja en casa del cura? ¡Qué guapo y qué bien afeitado! ¡Mira, el nuevo intérprete de la Kommandantur! ¿Cuántos años dirías que tiene? Yo no le echo más de veinte… Hay que ver lo jóvenes que son todos… ¡Ah, y por ahí viene el teniente de las Angellier! Con ése no me importaría hacer alguna locura… Se ve a la legua que es educado. ¡Y qué caballo tan bonito! Llevan todos unos caballos preciosos… -decían las chicas, y suspiraban.

– ¡A ver, como que son los nuestros!

El viejo escupía en las cenizas mascullando juramentos que las chicas no oían. No tenían más pensamiento que acabar de fregar los cacharros e ir a ver a los alemanes al parque de Montmort. Junto al muro pasaba una carretera bordeada de acacias, tilos y esbeltos álamos de follaje perennemente agitado, perennemente estremecido. Entre las ramas se veía el lago, la extensión de césped en la que se habían colocado las mesas y, en un altozano, la mansión, con las puertas y las ventanas abiertas, en la que tocaría la banda del regimiento. A las ocho, toda la comarca estaba allí; las chicas habían arrastrado a sus padres; las madres jóvenes no habían querido dejar en casa a sus hijos, que dormían en sus brazos, corrían, gritaban y jugaban con piedras o apartaban las ramas de las acacias y contemplaban el espectáculo con curiosidad: los músicos, instalados en la terraza; los oficiales alemanes, tumbados en la hierba o paseándose lentamente entre los árboles; las mesas cubiertas con resplandecientes manteles, sobre los que la plata relucía a las últimas luces del sol y, detrás de cada silla, un soldado inmóvil como durante una revista: los ordenanzas encargados de servir la mesa. Al fin, la banda tocó un aire particularmente alegre y animado; los oficiales se dirigieron hacia sus asientos; antes de sentarse, el que ocupaba la cabecera de la mesa («en el sitio de honor hay un general», susurraban los franceses) alzó su copa, y todos los oficiales, en posición de firmes, lo imitaron y lanzaron un fuerte grito:

– Heil Hitler!

El eco de sus voces tardó en apagarse; vibraba en el aire con una sonoridad metálica, salvaje y pura. Luego se oyó el rumor de las conversaciones, el tintineo de los cubiertos y el tardío canto de los pájaros.

Los franceses trataban de localizar a lo lejos los rostros de los alemanes conocidos. Los oficiales de la Kommandantur estaban sentados cerca del general, un hombre de pelo blanco, rostro fino y nariz larga y aguileña.

– ¿Ves a ese de allí, el de la izquierda? ¡Pues ése es el que me quitó el coche, el muy cerdo! En cambio, ese rubito coloradote que tiene al lado es bien majo, y habla francés muy bien. ¿Dónde está el alemán de las Angellier? El Bruno, se llama. Un nombre bonito… Lástima, enseguida será de noche y no veremos nada… ¡El Fritz del almadreñero me ha dicho que encenderán antorchas! ¡Oh, mamá, qué bonito! Nos quedaremos hasta entonces, ¿eh? ¿Qué pensarán los vizcondes de todo esto? ¡Esta noche no pegarán ojo! ¿Quién se comerá las sobras, mamá? ¿El señor alcalde? ¡Calla, tontorrón! ¡Como que va a haber sobras, con el saque que tienen ésos!

Poco a poco, las sombras invadían la extensión de césped; todavía se veían relucir con brillo mortecino las condecoraciones de oro de los uniformes, las rubias cabezas de los alemanes, los instrumentos de la banda en la terraza… Toda la claridad del día huía de la tierra y por un breve instante parecía refugiarse en el cielo; nubes teñidas de rosa formaban una concha alrededor de la luna llena, que tenía un color extraño, un verde muy pálido de sorbete de pistacho, y una dura transparencia de hielo; se reflejaba en el lago. Un exquisito aroma a hierba, heno recién cortado y fresas silvestres llenaba el aire. La banda seguía tocando. De pronto se encendieron las antorchas; sostenidas por soldados, iluminaban la mesa en desorden y los vasos vacíos, porque los oficiales desfilaban hacia el lago, cantando y riendo. Los tapones de las botellas de champán saltaban con una detonación seca y alegre.

– ¡Los muy cabrones! -refunfuñaban los franceses, pero sin excesivo rencor, porque toda alegría es contagiosa y desarma los sentimientos de odio-. ¡Encima se beben nuestro champán!

Además, los alemanes parecían encontrarlo tan bueno (¡y lo pagaban tan bien!) que en su fuero interno los franceses les alababan el gusto.

– Se lo están pasando en grande. Pero no te preocupes, que a éstos aún les queda por ver. Y la guerra no durará eternamente. Dicen que acabará este año. Desde luego, si ganan ellos será una desgracia; pero ¡qué se le va a hacer! El caso es que acabe… En las ciudades lo están pasando muy mal… Y que nos devuelvan a nuestros prisioneros.

En la carretera, las chicas bailaban cogidas de la cintura a los vibrantes y festivos sones de la banda. Los tambores y los vientos daban a esos aires, el vals y la opereta, una sonoridad brillante, un tono triunfal, glorioso, heroico y al mismo tiempo risueño que aceleraba los corazones; a veces, entre aquellas alegres notas, se elevaba un lamento bajo, prolongado y potente como el eco de una tormenta lejana.

Cuando se hizo totalmente de noche, los coros alzaron sus voces. Los grupos de militares se respondían de la terraza al parque y de la orilla del río a la margen del lago, por el que se deslizaban barcas adornadas con flores. Los franceses escuchaban, arrobados a su pesar. Era casi medianoche, pero nadie se decidía a abandonar su sitio en la hierba o entre las ramas de los árboles.

Sólo las antorchas y las luces de Bengala iluminaban los árboles. Las voces llenaban la noche con sus admirables cantos. De repente se hizo un gran silencio. Los alemanes corrían como sombras sobre un fondo de llamas verdes y luz de luna.

– ¡Son los fuegos artificiales! ¡Seguro que son los fuegos artificiales! ¡Lo sé, me lo han dicho los Fritz! -chilló un niño.

Su aguda voz llegaba hasta el lago. La madre le regañó:

– ¡Calla! No hay que llamarlos ni Fritz ni boches. ¡Jamás! No les hace ni pizca de gracia. Calla y mira.

Pero sólo se veía un ir y venir de sombras apresuradas. En lo alto de la terraza, alguien gritó unas palabras ininteligibles; un clamor sordo y prolongado como el fragor de un trueno le respondió.

– ¿Qué gritan? ¿Lo habéis entendido? Debe de ser «Heil Hitler!, Heil Goering!, Heil el Tercer Reich!», o algo por el estilo. Ya no se oye nada. Se han callado. ¡Mira, los músicos se van! ¿Les habrán dado alguna noticia? Mira que si han desembarcado en Inglaterra…

– Para mí que les ha entrado frío y van a seguir la fiesta dentro -dejó caer el farmacéutico, que tenía reuma y temía la humedad de la noche-. ¿Y si hacemos nosotros lo mismo, Linette? -añadió cogiendo del brazo a su joven mujer.

Pero la farmacéutica no tenía prisa.

– ¡Va, espera un poco más! A ver si vuelven a cantar. Era tan bonito…

Los franceses siguieron esperando, pero los cantos no se reanudaban. Soldados con antorchas corrían de la casa al parque, como si transmitieran noticias. De vez en cuando se oían breves órdenes. En el lago, las barcas flotaban vacías a la luz de la luna; todos los oficiales habían saltado a tierra. Se paseaban por la orilla hablando agitadamente. Sus palabras llegaban hasta la carretera, pero nadie las comprendía. Las luces de Bengala se apagaban una tras otra. Los espectadores empezaron a bostezar.

– Es tarde. Vámonos a casa. Esto se ha acabado.

Todo el mundo, las chicas, cogidas del brazo, los padres detrás de ellas, y los niños, muertos de sueño y arrastrando los pies, emprendió el regreso al pueblo en pequeños grupos.

Ante la primera casa, un viejo fumaba en pipa sentado en una silla de anea al borde del camino.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Ya ha acabado la fiesta?

– Pues sí. ¡Se han divertido de lo lindo!

– Pues que aprovechen mientras puedan -dijo el anciano sonriendo plácidamente-. En la radio acaban de anunciar que han entrado en guerra con Rusia. -El hombre golpeó varias veces la pipa contra una pata de la silla para hacer caer la ceniza, miró al cielo y murmuró-: Nos espera otro día seco… ¡Este tiempo va a acabar con los huertos!

22

– ¡Se van!

Hacía días que se esperaba la marcha de los alemanes. La habían anunciado ellos mismos: los mandaban a Rusia. Al conocer la noticia, los franceses los miraban con curiosidad («¿Están contentos? ¿Preocupados? ¿Van a perder o a ganar?»). Por su parte, los alemanes también trataban de adivinar lo que pensaban de ellos. ¿Se alegraban de perderlos de vista? ¿Secretamente les deseaban la muerte a todos? ¿Habría alguien que los compadeciera? ¿Los echarían de menos? No en tanto que alemanes, en tanto que invasores, claro (ninguno era tan ingenuo para planteárselo así); pero ¿echarían de menos a aquellos Paul, Siegfried, Oswald, que habían vivido tres meses bajo sus techos, que les habían enseñado fotos de sus mujeres o sus madres, que habían bebido con ellos más de una botella de vino…? Pero franceses y alemanes se mostraban igual de circunspectos; intercambiaban frases corteses y prudentes: «Así es la guerra… Qué le vamos a hacer… Ya no durará mucho… Esperémoslo así.» Se decían adiós como los pasajeros de un barco en la última escala. Se escribirían. En su día, volverían a verse. Siempre guardarían un buen recuerdo de las semanas que habían pasado juntos. En algún rincón oscuro, más de un soldado le susurraba a una chica pensativa: «Después de la guerra volveré.» Después de la guerra… ¡Qué lejos estaba!

Se iban ese día, 1 de julio de 1941. Lo que más preocupaba a los franceses era saber si el pueblo tendría que acoger a otros soldados; porque en tal caso, se decían con amargura, no merecía la pena cambiar. A éstos ya se habían acostumbrado. Más valía malo conocido…

Lucile fue a la habitación de su suegra para decirle que era definitivo, que habían recibido la orden, que los alemanes se marchaban esa misma noche. Antes de que llegaran otros, cabía esperar al menos unas horas de respiro, que había que aprovechar para facilitar la huida de Benoît. No podían esconderlo en casa hasta que acabara la guerra, ni tampoco mandarlo a la suya mientras el país siguiera ocupado. Sólo había una salida: que cruzara la línea de demarcación. Pero estaba estrechamente vigilada y aún lo estaría más mientras duraran los movimientos de tropas.

– Es muy peligroso, mucho -murmuró Lucile.

Estaba pálida y parecía agotada; hacía varias noches que apenas dormía. Miró a Benoît, de pie frente a ella. Labarie le inspiraba un sentimiento extraño, una mezcla de temor, perplejidad y envidia. Su expresión imperturbable, severa, casi dura, la intimidaba. Era un hombre alto y musculoso de rostro colorado; bajo sus pobladas cejas, los ojos claros tenían una mirada que a veces resultaba difícil sostener. Sus callosas y atezadas manos eran manos de labrador y de soldado que tan pronto removían la tierra como derramaban la sangre, pensó Lucile. Estaba segura de que ni el remordimiento ni la angustia le quitaban el sueño; para aquel hombre, todo era muy simple.

– Lo he pensado bien, señora Lucile -dijo Labarie en voz baja. Pese a aquellos muros de fortaleza y aquellas puertas cerradas, cuando estaban juntos, los tres se sentían espiados y decían lo que tuvieran que decir muy deprisa y casi en un murmullo-. En estos momentos, nadie me ayudará a pasar la línea. Es demasiado peligroso. Tengo que irme, sí, pero quiero ir a París.

– ¿A París?

– En mi regimiento conocí a unos chicos… -Benoît hizo una pausa-. Nos capturaron juntos. Nos evadimos juntos. Trabajan en París. Si consigo localizarlos, me ayudarán. Uno de ellos no estaría vivo ahora mismo si yo no… -Se miró las manos y guardó silencio-. Lo que necesito es llegar a París sin que me trinquen por el camino y encontrar a alguien que me esconda un par de días, hasta que dé con mis amigos.

– No conozco a nadie en París -murmuró Lucile-. De todas maneras, necesitaría documentos de identidad.

– Los tendré en cuanto encuentre a mis amigos, señora Lucile.

– ¿Cómo? ¿A qué se dedican sus amigos?

– A la política -respondió lacónicamente Benoît.

– Ah, comunistas… -murmuró Lucile recordando los rumores sobre las ideas y la forma de actuar de Benoît que circulaban por la comarca-. Ahora los comunistas estarán muy perseguidos. Se va a jugar la vida.

– No será ni la primera ni la última vez, señora Lucile -respondió él-. Uno acaba acostumbrándose.

– ¿Y cómo piensa ir a París? En tren, imposible; han dado su descripción en todas partes.

– A pie, en bicicleta… Cuando me evadí, volví andando. No me asusta andar.

– Pero los gendarmes…

– En los sitios en que dormí hace dos años me reconocerán y no irán a delatarme a los gendarmes. Corro más peligro aquí, donde hay un montón de gente que me odia. Lo peor es la tierra de uno. En los demás sitios, ni me odian ni me quieren.

– Un viaje tan largo, a pie, solo…

La anciana Angellier, que hasta entonces no había abierto la boca y que, de pie ante la ventana, seguía con los pálidos ojos las idas y venidas de los alemanes por la plaza, alzó la mano en un gesto de advertencia.

– Está subiendo.

Los tres guardaron silencio. Lucile se avergonzó de los latidos de su corazón, tan violentos y acelerados que temió que su suegra y el campesino los oyeran. Pero permanecían impasibles. Oyeron la voz de Bruno en el piso inferior; la estaba buscando. Abrió varias puertas y luego le preguntó a la cocinera:

– ¿Sabe dónde está la señora Lucile?

– Ha salido -respondió Marthe.

Lucile respiró hondo.

– Es mejor que baje. Me estará buscando para despedirse.

– Aprovecha -dijo su suegra de pronto- para pedirle un vale de gasolina y un permiso de circulación. Coge el coche viejo; ése no lo han requisado. Le dices al alemán que tienes que llevar a la ciudad a un aparcero que se ha puesto enfermo. Con un permiso de la Kommandantur no os pararán por el camino y podréis llegar a París sin contratiempos.

– Pero… -murmuró Lucile con repugnancia-. Mentir así…

– ¿Qué otra cosa has hecho estos dos últimos días?

– Y, una vez en París, ¿dónde esconderlo hasta que dé con sus amigos? ¿Dónde encontrar gente lo bastante valiente, lo bastante generosa…? A menos que… -Un recuerdo cruzó la mente de Lucile-. Sí -dijo-. Es posible… En cualquier caso, se podría intentar. ¿Se acuerda usted de aquellos refugiados parisinos que se alojaron en casa en junio del cuarenta? Un matrimonio de empleados de banca, ya mayores, pero llenos de entereza y coraje… Me escribieron hace poco; tengo su dirección. Se apellidan Michaud. Sí, eso es, Jeanne y Maurice Michaud. Tal vez acepten… Seguro que aceptan… Pero habría que escribirles y esperar su respuesta. Lo contrario sería jugarse el todo por el todo… No sé…

– De todas formas, pide el permiso -le aconsejó la señora Angellier y, con una tenue e irónica sonrisa, añadió-: Es lo más fácil.

Lucile temía el momento de encontrarse a solas con Bruno. No obstante, se apresuró a bajar. Cuanto antes acabara, mejor. ¿Y si sospechaba algo? Mala suerte. Estaban en guerra, ¿no? Pues se sometería a la ley de la guerra. No le tenía miedo a nada. Su vacía y cansada alma deseaba oscuramente verse en algún gran peligro.

Llamó a la puerta del alemán. Al entrar, la sorprendió no encontrarlo solo. Lo acompañaban el nuevo intérprete de la Kommandantur, un joven delgado y pelirrojo de rostro huesudo y duro y pestañas muy rubias, y un oficial todavía más joven, rechoncho y colorado, con mirada y sonrisa de niño. Los tres estaban escribiendo cartas y haciendo paquetes: enviaban a sus casas esas bagatelas que el soldado compra siempre que pasa algún tiempo en el mismo sitio, como para hacerse la ilusión de un hogar, pero que le estorban en cuanto entra en campaña: ceniceros, relojes de sobremesa, grabados y, sobre todo, libros. Lucile hizo ademán de marcharse, pero le rogaron que se quedara. Se sentó en el sillón que le acercó Bruno y observó a los tres alemanes, que, tras pedirle excusas, siguieron con su tarea. «Porque nos gustaría mandar todo esto con el correo de las cinco», le dijeron.

Vio un violín, una pequeña lámpara, un diccionario francés-alemán, libros franceses, alemanes e ingleses y un hermoso grabado romántico que representaba un velero en el mar.

– Lo encontré en un baratillo de Autun -dijo Bruno-. Aunque… -murmuró, dudando-. No, no lo mando… No tengo el embalaje adecuado. Se estropearía. ¿Querría hacerme el grandísimo favor de aceptarlo, señora? Les vendrá bien a las paredes de esta habitación tan oscura. El tema es adecuado. Juzgue usted misma. Un tiempo amenazador, negro, un barco que se aleja… y a lo lejos, una línea de claridad en el horizonte… una vaga, muy vaga esperanza… Acéptelo en recuerdo de un soldado que se va y que no volverá a verla.

– Lo acepto, mein Herr, sobre todo por esa línea clara en el horizonte -repuso Lucile en voz baja.

Bruno se inclinó y siguió con sus preparativos. En la mesa había una vela encendida. Acercaba a la llama una barrita de cera, dejaba caer unas gotas sobre el cordel de un paquete y sellaba la cera caliente con su anillo, que se había quitado del dedo. Viéndolo, Lucile se acordó de la tarde en que había tocado el piano para ella y ella había tenido en sus manos el anillo, todavía tibio.

– Sí -dijo él alzando bruscamente los ojos-. Se acabó la felicidad.

– ¿Cree usted que esta nueva campaña durará mucho? -le preguntó Lucile, y al instante se arrepintió de haberlo hecho. Era como preguntarle a alguien si pensaba vivir mucho tiempo. ¿Qué auguraba, qué anunciaba esa nueva campaña? ¿Una serie de victorias fulminantes, o la derrota y una larga lucha? ¿Quién podía saberlo? ¿Quién podía escrutar el futuro? Aunque todo el mundo lo intentara, siempre era en vano…

– En cualquier caso, mucho sufrimiento, mucha amargura y mucha sangre -comentó Bruno, como si le hubiera leído el pensamiento.

Como él, sus dos camaradas seguían empaquetando cosas. El oficial bajito, con enorme cuidado, una raqueta de tenis; el intérprete, unos preciosos y enormes libros encuadernados en cuero amarillo.

– Tratados de jardinería -le explicó a Lucile-. En la vida civil soy arquitecto de jardines que datan de esa época, el reinado de Luis XIV -añadió con tono ligeramente pomposo.

En ese momento, ¿cuántos alemanes estarían escribiendo a sus novias o mujeres y despidiéndose de sus posesiones terrenales en los cafés, en las casas que habían ocupado, en todo el pueblo? Lucile sintió una enorme piedad. Vio pasar por la calle unos caballos que volvían de la herrería y la guarnicionería, sin duda ya listos para partir. Costaba imaginar a aquellos animales arrancados de los campos de Francia y enviados al otro extremo del mundo. El intérprete, que había seguido la dirección de su mirada, dijo con voz grave:

– El sitio al que vamos es una tierra muy bonita para los caballos…

El oficial bajito hizo una mueca.

– Y un poco menos bonita para los hombres…

Lucile comprendió que la idea de esa nueva campaña les provocaba tristeza, pero se prohibió profundizar demasiado en sus sentimientos: no quería aprovecharse de sus emociones para sorprender algún atisbo de lo que habría podido llamarse «la moral del combatiente». Era casi una tarea de espía; se habría avergonzado de cometerla. Además, ahora los conocía lo suficiente para saber que lucharían bien de todos modos… «En el fondo -pensó-, hay un abismo entre el joven al que estoy viendo en estos momentos y el guerrero de mañana. Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y las mujeres quien los ha visto en una época como ésta. Sólo ése se conoce a sí mismo.» Cómo habría podido ella creerse capaz de decirle a Bruno en un tono tan natural, tan inocente que parecía el de la sinceridad misma:

– Venía a pedirle un gran favor.

– Diga, señora Angellier, ¿en qué puedo serle útil?

– ¿Podría hablar con alguno de esos señores de la Kommandantur para que me proporcionen a la mayor brevedad un permiso de circulación y un vale de gasolina? Debo llevar a París a… -Mientras hablaba, pensó: «Si digo un aparcero enfermo se extrañará; hay buenas clínicas mucho más cerca, en Creusot, Paray, Autun…»-. Debo llevar a uno de nuestros granjeros a París. Su hija trabaja allí; está gravemente enferma y quisiera verlo. En tren, el pobre hombre tardaría demasiado. Ya sabe usted que es época de grandes labores. Si pudiera hacerme ese favor, podríamos ir y volver en un solo día.

– No tendrá que ir a la Kommandantur, señora Angellier -se apresuró a decir el oficial bajito, que le lanzaba tímidas miradas de admiración-. Yo estoy autorizado para proporcionarle lo que necesita. ¿Cuándo quiere salir?

– Mañana.

– ¡Ah, bueno, mañana! -murmuró Bruno-. Entonces estará aquí cuando nos vayamos.

– ¿A qué hora se marchan?

– A las once. Viajamos de noche por los bombardeos. Parece una precaución inútil, porque con esta luna se ve como en pleno día. Pero la vida militar está llena de tradiciones.

– Ahora tengo que dejarlos -dijo Lucile tras coger los dos trozos de papel garrapateados por el oficial: la vida y la libertad de un hombre, sin duda. Los dobló y se los guardó bajo el cinturón, sin que la menor precipitación traicionara su nerviosismo-. Estaré allí para verlo partir. -Bruno la miró, y ella comprendió su muda súplica-. ¿Vendrá a despedirse de mí, Herr teniente? Voy a salir, pero estaré de vuelta a las seis.

Los tres oficiales se levantaron y dieron sendos taconazos. Antes, se dijo Lucile, aquel saludo anticuado y un poco afectado de los soldados del Reich le parecía cómico; ahora pensaba que echaría de menos el tintineo de las espuelas, los besamanos, esa especie de admiración que le mostraban casi a su pesar aquellos militares sin familia, sin mujer (salvo de la más baja estofa). En su respeto había un tinte de melancolía enternecida: era como si, gracias a ella, recuperaran un poco de la vida de antaño, en la que la amabilidad, la buena educación y la gentileza hacia las mujeres eran virtudes más valiosas que beber en exceso o tomar al asalto una posición enemiga. En su actitud hacia ella había agradecimiento y nostalgia; Lucile lo comprendía y se sentía conmovida.

Esperaba que se hicieran las ocho muerta de ansiedad. ¿Qué le diría Bruno? ¿Cómo se despedirían? Entre ellos había todo un mundo de matices turbios, inexpresados, algo tan frágil como un cristal precioso que una sola palabra podría romper. El también debía de saberlo, porque sólo permaneció junto a ella unos breves instantes. Se descubrió (su último gesto de civil, quizá, pensó Lucile con ternura y dolor) y le cogió las dos manos. Antes de besárselas, apoyó la mejilla en ellas con un movimiento suave e imperioso a un tiempo. ¿Una toma de posesión? ¿Un intento de estampar en ella, como un sello, la quemadura de un recuerdo?

– Adiós -le dijo-, adiós. Jamás la olvidaré. -Ella no respondía. Al mirarla, Bruno vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y volvió la cabeza-. Escuche -dijo al cabo de un instante-. Voy a darle la dirección de uno de mis tíos, un Von Falk como yo, un hermano de mi padre. Ha hecho una carrera brillante y está en París con… -Bruno pronunció un nombre alemán muy largo-. Hasta que acabe la guerra, él es el comandante del gran París, una especie de virrey, vaya, y mi tío tiene su plena confianza. He hablado con él y le he pedido que, si alguna vez se encuentra usted en dificultades (estamos en guerra y sólo Dios sabe lo que todavía puede ocurrirnos), la ayude en la medida de sus posibilidades.

– Es usted muy bueno, Bruno -musitó Lucile. En ese momento ya no se avergonzaba de amarlo, porque su deseo había muerto y sólo sentía por él pena y una ternura inmensa, casi maternal. Se esforzó por sonreír-. Como la madre china que mandó a su hijo a la guerra aconsejándole prudencia «porque la guerra tiene sus peligros», le ruego que, en recuerdo mío, preserve su vida tanto como pueda.

– ¿Porque es valiosa para usted? -preguntó él con ansiedad.

– Sí. Porque es valiosa para mí.

Lentamente, se estrecharon la mano. Lucile lo acompañó hasta la puerta de la calle. Allí lo esperaba un ordenanza, sujetando la brida de su caballo. Era tarde, pero nadie pensaba en dormir. Todos querían asistir a la marcha de los alemanes. En las últimas horas, una especie de melancolía, de calor humano, unía a los unos con los otros, a los vencidos con los vencedores. El grueso Erwald, que tenía unos muslos enormes, aguantaba bien la bebida y era tan divertido y tan fuerte; el pequeño Willy, ágil y alegre, que había aprendido canciones francesas (decían que era payaso en la vida civil); el pobre Johann, que había perdido a toda su familia durante un bombardeo, «a toda, menos a mi suegra, porque nunca he tenido buena suerte», decía tristemente… Todos iban a exponerse al fuego, a las balas, a la muerte. ¿Cuántos acabarían enterrados en las llanuras rusas? Por pronto, por felizmente que terminara la guerra, ¿cuánta pobre gente no vería ese bendito final, ese día de resurrección? Era una noche espléndida, pura, iluminada por la luna, sin un soplo de viento. Era la época en que se cortan las ramas de los tilos; en que los hombres y los chicos se encaraman a las copas de esos hermosos árboles de denso follaje y los desnudan; en que las mujeres y las niñas, con las olorosas brazadas de ramas a los pies, van recogiendo las flores, que se secan durante todo el verano en los graneros de provincias y en invierno se toman en infusión. En el aire flotaba un aroma delicioso, embriagador. ¡Qué bonito, qué tranquilo estaba todo! Los niños jugaban y corrían unos tras otros; de vez en cuando subían los escalones del viejo crucero y miraban hacia la carretera.

– ¿Se ven? -les preguntaban las madres.

– Todavía no.

El regimiento formaría delante del parque de los Montmort y desfilaría en orden de marcha a través del pueblo. Aquí y allá, en la oscuridad de una puerta, se oía un murmullo, un sonido de besos… unos adioses más tiernos que otros. Los soldados llevaban el uniforme de campaña, los pesados cascos, las máscaras de gas colgadas del cuello. Por fin, se oyó un breve redoble de tambor. Los hombres aparecieron avanzando en fila de ocho en fondo, y, a medida que pasaban, los rezagados, tras un último adiós o un beso dado al aire con la punta de los labios, se apresuraban a ocupar sus puestos, señalados previamente, los puestos en que los encontraría el destino. Todavía se oyeron algunas risas, algunas bromas intercambiadas por los soldados y la gente, pero pronto todo enmudeció. Había llegado el general. Pasó a caballo ante las tropas. Las saludó levemente, saludó también a los franceses y luego se marchó. Detrás venían los oficiales. Luego, los motociclistas, que escoltaban el coche gris en que viajaba la Kommandantur. A continuación pasó la artillería: los cañones antiaéreos apuntando al cielo sobre sus plataformas giratorias, en cada una de las cuales iba el ametrallador tumbado con la cara a la altura de las cureñas, todos aquellos rápidos y mortíferos ingenios que la gente había visto pasar durante las maniobras, que se había acostumbrado a observar sin temor, con indiferencia, y que ahora no podía mirar sin sentir un escalofrío. Después, el camión lleno a rebosar de grueso pan negro recién amasado, los vehículos de la Cruz Roja, todavía vacíos, y finalmente la cocina de campaña, traqueteando al final de la comitiva como una cacerola atada a la cola de un perro… Los hombres empezaron a entonar un cántico grave y lento que se perdía en la noche. Poco después, en la carretera, en lugar del ejército alemán sólo había un poco de polvo.