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François Villon: Grand Testament
Pues este verano encontré -iba el río seco, y la gente y el ganado pasaban enjutos por los pasos de la Valifia, yo tuve la barca amarrada en el padrón, y me sobró tiempo para holgar en la casa-; encontré, digo, dos entregas de la "Novela del Pedo del Diablo" que me regaló el moro Alsir, y leyéndolas, puestos los anteojos que ahora cotidianamente preciso, me eché a reír, y me vienen ahora ganas de contar lo principal de esta novela, que del demonio que en ella se habla, Cobillón titulado, nos llegaron noticias a Miranda cuando tuvo mi amo que viajar a Gaula a quitarle el aroma de azufre a un condado de aquel reino, y fue que primero creyeron que dieran con una mina, e inquiriendo, inquiriendo, salió que no era más que una bandería de demonios que Lucifer Mayoral mandara vaciar sobre Inglaterra, y que dejara allí, en una cueva, la ropa vieja. Con el azufre que tenían aquellos harapos se podía azufrar medio Ribeiro. Este Cobillón era un demonio muy fino, que estudiara para perfumista en Florencia de Italia, donde tomó la costumbre de bañarse en agua franchipana. Contaba la novela que había en Soria una viuda moza muy devota de San Ciríaco, y siendo rica por su casa, y bien heredada del difunto, quería levantar al santo una ermita justamente en una montiña donde acostumbraban pasar los calores del tiempo de la siega las brujas de tierra de Osma. Requirieron estas toledanas para volver a la viuda del acuerdo a un demonio bostezador y aragonés, pero pronto supo la viuda que quien la tentaba era el demonio, porque tenía un olfato sutil y venteador, y cazaba los olores malignos que pasaban volando. Se buscó entonces en toda la Satanía un demonio que no diese señales de azufre y tuviese humano perfume, y no había otro preparado sino Cobillón, que estaba por aquella estación en París perfumando francesas. Ya había buscado albañiles la viuda, y corría prisa torcerle la intención. Llegó a Soria, pues, Cobillón, vestido de cuatro puntillas, haciéndose pasar por pariente de los linajes sorianos, dando propinas y limosnas, y anunciando que por un casual traía en el bolsillo un pomo con agua destilada de la barba de San Ciriaco. Saberlo la viuda y convidarlo a chocolate todo fue uno, y Cobillón iba de levita verde y bastoncillo de plata, cadena de oro en el chaleco, y colgado de ella, el pomito con el agua de San Ciríaco. La viuda, este es el caso, se enamoró en un repente de aquel dionisio, que le dio a oler el agua de San Ciríaco y le prometió teñirle con camomila de Malta un lunar con pelo que tenía en la barbilla, y la invitaba, sin más demoras, a partir para Tarragona, donde tenía su palacio, y los podría casar su capellán, que era primo del señor primado. Doña Florínda, que así se llamaba aquella viuda, pidió un día para contestar, que Cobillón le concedió de grado. Y en aquel día de plazo, un ama seca que fuera del difunto y que andaba en las labores de la casa, le sopló a la viuda si no sería otro demonio el pretendiente. Doña Florinda se confesaba que sólo venteaba rosas, agua franchipana y licor del Polo en aquel galán, cuyas miras de casamiento le derretían las mantecas, que en verdad eran lucidas, blancas y apetitosas, pero no dejaba de imaginar cómo descubrir el engaño, si de verdad lo había en aquel trato. Cobillón, por la chimenea, oyera la conversación de la viuda con el ama seca, y dispuso de todos sus perfumes para no delatarse: se bañó en agua franchipana como solía, lavó los pies con secante de lirio, engomó los rizos con miel de rosas, y para disfrazar los alientos, bebió un frasco de vino de nardo. La viuda le contó a Cobillón el caso del demonio bostezador, y cómo andaban las brujas trastornando sus planes de hacer la ermita de San Ciríaco, y el miedo que ella tenía de ser tentada del demonio mayor y su selección de cornudos. Y con lágrimas en los ojos, y pidiéndole perdón por estar tan enamorada, requirió la viuda a Cobillón a que soltase un viento, a ver a qué olía, Cobillón se hizo rogar, pero viendo que la viuda seguía llorando, y suponiendo él, con su saber de demonio, que el vino aromado que bebiera ya estaría en las tripas bajas, juntó fuerzas y soltó un grande y sonoro meteoro, que tal tamborileó en sus bragas ceñidas como redoble de parada. Y toda aquella cámara se llenó de un dulcísimo aroma de nardo florido, con lo cual la viuda se echó en los brazos del demonio Cobillón. Cobillón la llevó en carroza a Tarragona, y en la espuerta de la carroza iba en dos arcas el oro de la viuda, y ya se veían a lo lejos las torres primadas, cuando Cobillón, entre beso y beso le pidió a doña Florinda que atendiese a un nuevo perfume, y mismo en la nariz aquella tan sutil le soltó una vaharada de azufre, gritándole entre risas que se acostaba con un maligno adoctrinado. La viuda se murió de dolor, sin apearse de la carroza, y Cobillón, con el oro se volvió a París de perfumista.
Cuento esta novela porque fue la primera que leí, y mucho le gustaba a mi amo que la contase, máximo cuando habíamos comido al almuerzo castañas, y en llegando al viento de la carroza yo decía: ¡con perdón de los presentes!, y hacía mi gracia. También la cuento para que se vea en qué fiestas pasábanlos los inviernos en Miranda, cuando venía el tiempo de las nevadas, se cegaba de agua el camino de la vega, y los perros ladraban al lobo que pasaba de día al pie de las casas. ¡Ojalá volvieran tiempos idos!
Fue moda en París leer una novela titulada "Pablo y Virginia", que la escribió uno que me suena que fuese clérigo tonsurado, llamado don Bernardino de Saint-Pierre. El algaribo Elimas, en uno de sus viajes, se la vendió a las niñas de Belvis. Cuando ya don Merlín no moraba en Miranda, donde quedara de casero José del Cairo, acabado de casar, justamente con una de las condesitas, con aquella más rubia de pelo que empreñara del señorito de Belmonte y tuviera un infante que murió al nacer, fui yo una tarde de visita y a pedir permiso para cortar dos sauces que eran de la propiedad de don Merlín, y que no dejaban virar a los carros que iban a pasar en la balsa de Pacios. Estaba apuntado en una libreta por don Merlín, donde formaban todas las propiedades de Miranda con sus lindes, las servidumbres que había, cuánto de monte del iglesario de Doncide, los días de agua en los Cabos y en el Pontigo, para el riego y para el molino, que aquellos dos sauces se llamaban Pablo el uno y Virginia el otro. Esto era sabor de mi amo, parte de su cortesía y sentimiento de su memoria, ponerles nombres de las historias a las cosas, como llamarle a la escopeta Nápoles, al tílburi Faetón, al remolino del Miño donde volcó la lancha del demonio persa Pinto decirle Salamina, y con gracioso amor, cuando iba a Lugo o a Gáula y traía algún regalo de mérito para mi ama doña Ginebra, me mandaba vestirme para que se lo llevase yo en bandeja, y me decía, palmeándome en la espalda:
– Llévale este galano a doña Dulcinea del Toboso.
Y sobre la franca sonrisa se le ponía, al decírmelo, como un fugitivo velo de tristeza. Algo enamorado de ella debió de haber andado siempre. Pero íbamos a que pedí permiso para cortar a Pablo y a Virginia, y ya me lo daba José del Cairo, siendo los sauces de los que llaman llorones, y estando más bien desmedrados, cuando intervino la mujer y dijo que por el triste recuerdo que ella conservaba de aquellos dos enamorados Pablo y la Virginia, cuya novela leyera tantas veces en Belvís y la hiciera llorar, y más aún cuando ella estaba preñada del mayorazgo de Belmonte, que en aquellas desventuras de los amantes hallaba consuelo a la suya, no quería que los sauces fuesen cortados. José del Cairo respondió que como ella quisiese, y tengo para mí que le dio por el gusto porque no sabía olvidar que ella, aunque su mujer, era señora de las muy puestas del castillo de Belvís, que si estuviese como yo casado con una camarera, se riera del lloriqueo, y me dejara cortar los árboles titulados de amantes. ¡Con lo fácil que le salía a José llamarles puterías a las delicadezas y melindres de las mujeres!
Y en bebiendo otro vaso, le pregunté a la condesita de qué trataba la novela de Pablo y Virginia, y ella se echó a llorar, y me dijo que no me la contaba de miedo que con la memoria de aquellos dolores se le retirase la leche, que andaba amamantando al Leonardín, que en verdad estaba muy criado, y lo tuvieran a los dos meses de casorio. Y ahora recuerdo que no dije que la señora condesa se llamaba doña Martina. Se despidió para sus labores, no sin dejarnos escanciada otra jarra de vino.
– Esta novela me la leyó a mí doña Martina cuando la iba a enamorar a Belvís, a escondidas de la guarda del enano, y si tan curioso sigues de su asunto -dijo José del Cairo-, vaciemos esta jarra, mientras hago yo memoria de las filiaciones y los pasos, y veré si medio puedo apuntártela, que a nosotros no hay miedo de que se nos retire la leche, y aunque así fuese, no era mayormente en perjuicio de tercero.
Bebimos en silencio aquella jarra, y aun nos consolamos con otra, y José del Cairo me abrevió la historia de Pablo y Virginia, pidiéndome perdón por las faltas, que era la primera vez qué contaba una historia literata.
– Este Pablo que viene titulando la novela, fue desde muy niño grande amigo de mirar la soledad del mar, y se ponía en la ribera a imaginarle caminos con grande melancolía, y los seguía de memoria largo trecho, poniéndoles a su sabor aquí la posada de una isla, más allá el encuentro con un bergantín y una niña diciéndole adiós con el pañuelo, acullá la grande y continua hoguera de un faro en la noche, a la derecha temerosos vientos y esquivos, que ponían las olas por compañeras de las nubes, a la izquierda una flota de gigantes ballenas azules, y finando el viaje siempre encontraba un país inocente, en el que hablaban los animales, no había tuyo ni mío, la más hermosa de las muchachas se enamoraba a primera vista del extranjero recién llegado, y a la puerta de cada casa había un árbol que daba pan y otro que daba vino. Con el Buffon de las Plantas y de los Animales poblaba las islas y los países. Todo este imaginar y memorar, que vienen a ser la misma cosa, se le volvieron desasosiego y acedía: aceda era para Pablo su nación, aceda su familia,
acedos el oficio, los amigos, los días y las noches, Tal se inquietó que determinó embarcar en un tres palos que salía por Pascua Florida del puerto que llaman Honfleur, y de donde era aquel que recordarás, almirante titulado, que vino a nuestro amo Merlín a desencantar el tenedor de plata que al comer con él volvía la carne pescado. Decía que era muy hermoso Honfleur con las casas pintadas, y en la planta baja las tabernas, con pequeñas ventanas y los cristales de colores, y la gente fina, tanto que en tan pequeña villa había dos tiendas de guantes, y las tabernas, unas eran para fumadores y otras no. Embarcó Pablo en el tres palos, que se llamaba "La Bella Corentina", y viajaba a las Américas a buscar el paso del Noroeste, que digo yo que por lo que aquí sopla cayendo desde la Corda este capellán de los vientos, debe de ser paso muy venteado y propicio a naufragios. Se despidió Pablo de Francia una mañana soleada, y tuvo por buen augurio la brisa solaz que se puso a empujar el velero a la mar libre. No te cuento el viaje, ni las tempestades, ni recuerdo si Pablo se mareaba. Aconteció que a los cuarenta y dos días de navegación, estando Pablo poniendo a secar sus medias en lo más alto de un palo, le vino a las narices el perfume lejano de una tierra, que era ni más ni menos que el aroma que él, en sus imaginaciones, le regalaba al país inocente que soñaba. El capitán le aseguró que por aquella banda no había tierra en un mes, y los marineros que eran, los más, normandos, se le rieron del olfato; sólo un portugués creía haber oído que por aquella banda estaba pronta Malaca, si se diera con el paso de la Guinea. Pero Pablo seguía recibiendo el perfume, que era una caricia; se ponía en 1a noche a recibirlo, digo yo que como un can se tiende confiando en que la mano del amo va a venirle sabrosa a repasarle el lomo. Y volviéndole aquella pasada inquietud, determinó robar la gamela de a bordo y remar hasta el país inocente, lo que hizo. En su inquietud no se cuidó de bastimentos, y a los dos días de remar ya no le quedaba ni una miga que no hubiese cacheado en los bolsillos, y sólo se alimentaba del perfume del país, que cada vez estaba más espeso y cálido a su alrededor. Pero ya ni sus ansias le bastaban para vivir, y al alba del quinto día desmayóse. Parece que una corriente tomó la gamela y le dio camino hacia tierra, que estaba muy próxima, y fue tan feliz la corriente, que puso a Pablo en un arenal, al tiempo mismo que una niña que llamaban Virginia buscaba en las arenas un pendiente que se le perdiera. Gritó la niña viendo al mocito desmayado, y acudió una comadrona que se llamaba doña Terencia, y le palpó en el pecho la vida, y con un sorbo de ron y agua con azúcar le volvieron a Pablo los sentidos, y lo primero que vio al abrir los ojos fue el rostro de Virginia, que era, aunque muy tirado a moreno, dulcemente hermoso. Fue doña Terencia a llamar al chambelán de la aldea y se quedó Virginia con Pablo, dándole sorbitos de agua con azúcar y palitos de canela para que los chupase, acariciándole la frente y cantándole palabras de aliento. Pablo ya estaba, la verdad sea dicha, enamorado antes de llegar, porque traía los amores en los sueños. Y se me olvidaba decirte, que pues era aquel un país inocente, la Virginia estaba desnuda del todo, y todo lo lindo a la vista. Y decía el señor conde, mi difunto suegro, que gloria haya, que el más del mal que hizo la novela de Pablo y Virginia en París, era que si los hombres en el soñar despiertos y en despeinarse de inquietud imitaban a Pablo, las mujeres andaban imitando a Virginia y se hicieron así fáciles en desnudarse; con lo que no fue extraño que a poco viniera a ser cornudo don Napoleón.
Había que beber otra jarra, que ésta era mucha oración seguida para José del Cairo. Lió cigarro con pausa, sacó chispero y chispeó, y tras saborear dos chupadas, se animó a seguir el relato. Contaba contento de lo bien que le salían la historia y el comento. Nunca creí que estuviera tan al tanto del mundo.
– Tardó un algo doña Terencia en venir con el chambelán, y lo pasó Pablo en examinar a la niña Virginia y en terminar de enamorarse, y como llevaba en la bolsa un traje nuevo, que era chambra de encaje y pantalón ceñido de azul terciopelo, y a la cintura faja de seda roja, ayudado por Virginia se levantó, y no vio inconveniente en desnudarse delante de ella y en bañarse antes de vestir la ropa nueva, y aun no se ocultó para hacer aguas menores, por no poner sombra de pecado donde él, por lo que tenía imaginado y por lo que veía, no encontraba más que graciosa y natural inocencia. En esto último me parece que se pasó un poco de confianzudo. Cuando llegaron el chambelán y la Terencia encontraron a los jóvenes cogidos de la mano, mirándose a los ojos. El chambelán inquirió en varias lenguas diversas a Pablo, y era hombre gordo y barbilampiño y llevaba al cuello un collar de cuentas de cacao, y Pablo no halló modo de responder, y el chambelán lo llevó a una cabañaa al lado de una fuente, y lo dejó allí aposentado, al cuidado de Terencia y con abundancia de comida variada. Virginia también quiso quedarse, para calentarle los pies y sacudirle las moscas. Allí fueron, en aquella cabaña, felices días, y Pablo se iba acostumbrando a tener inocencia para andar desnudo, y Terencia ayudaba en los amores de los muchachos, que andaban enseñándose palabras por el bosque y por la playa. Al noveno día volvió el chambelán y traía un mandato del rey del país que le llevasen a Pablo, para darle un vistazo, y estaba el rey a dos días de viaje y Virginia quedó llorando por llevarle el mozo. El rey -y ahora tengo que ir cortando por ponerle fin a la novela-, tenía una hija que le saliera negra, y siendo tan blanco y rubio Pablo, pensó de juntarlos, por si aumentaba la fama de la familia teniendo entre ambos un niño a listas blancas y negras, y en las historias estaba que tuviera el rey un abuelo colorado. Pablo se dejaba hacer, y fácilmente, porque nada entendía. En la cama se vio con la negra, que era muy fina y gentil y reidora. Pasó que vino Virginia y lo encontró de amores nuevos: lloró la niña y escapó a la selva, donde la prendieron unos indios que andaban de caza y la vendieron a un holandés que tenía tienda de pacotilla en una ensenada, donde hacían aguada los del bacalao. Pablo, viendo huir a Virginia, y estando sin guardar, salió en su busca. También lo cazaron los indios, y lo vendieron al rey negro de la Florida, que lo usaba de esclavo para que lo llevase a hombros a las fiestas. El holandés vendió la inocente Virginia,, ablandado por sus lágrimas, a un indio principal que tenía el negocio de cebar mujeres para los reyes de Méjico. No terminaría nunca de contarte cómo siete veces cambió Pablo de dueño, siempre siguiendo las huellas de Virginia, y como ésta casó cuatro veces contra su voluntad, fue robada dos, y la última vez que la vendieron volvió a manos del holandés, y allí en la tienda de pacotilla se puso a morir, y en esto estaba llorando cuando llegó Pablo, que se escapara de un nuevo dueño que tenía, que era grande fumador y se emborrachaba con los habanos. Reconociéronse los amadores, y ya sabía ahora Pablo la lengua de ella, y se dijeron las ternezas del mundo y se perdonaron la peripecia, y Pablo le puso de presente a Virginia lo forzado que fuera a la cama de la negra real, que lo probaba que el niño que tuvieron salió negro como hollín, no habiendo puesto él voluntad ninguna de amor, y nada más que el trabajo de hacerlo. Pero ya era tarde para Virginia, que perdonando murió, dejándole de regalo a Pablo un niño que tuviera del rey de Méjico, y que allí estaba, a los pies del catre, chupando palitos de canela. Esto, recordando a Pablo los que él chupó cuando Virginia lo halló en la playa, lo enterneció, y no lo quiso vender al holandés, que lo pagaba bien, porque le pedían de España un príncipe indio para una función. Me dijo el cura de Xemil, una vez que parrafeamos de esto, que si fue cierta esta historia, el encargo del niño sería para enseñarlo en la Exposición de Barcelona, que trajeron los papeles que va a abrir sus puertas la Reina Cristina.
– ¿Y en qué acabó Pablo? -inquirí.
– Se vino para Francia, y traía un bolsillín de oro con el que puso en Honfleur tienda de mapas y anteojos de larga vista, y mandó al principillo al colegio. Y se consoló viendo entrar y salir los navíos y chupando palitos de canela. Y quizá casase de segundas, que un hombre solo mal se apaña.
Me volví a Facios, pues, sin permiso para cortar los sauces llorones. En el invierno del novecientos dos, con la crecida, se fue Virginia río abajo. Se quedó Pablo solo cabe el vado. Pero cuando represaron el río en Lañor, las aguas lo cubrieron.
A últimos de mayo pasó el río en la barca de Felipe de Amanda un caballero inglés, pelirrojo él, pequeñito, sí, pero muy garboso y resuelto, abrigado de los temporales con un macferlán a cuadros verdes y negros, y cubriéndose la cabeza con un bombín de hule color crema. Traía bajo el brazo una gran cartera de cuero negro, y le anunció a Felipe que venía a Miranda desde Kermes de Bretaña por establecer si don Merlín, en sus vacaciones gallegas, había tenido descendencia.
– Ese fue mi amo -dijo Felipe-, del que va para siete años por San Marcos que no tengo noticia. ¿Murió, acaso?
– Todavía no hace un año que lo vieron en Nápoles unos clérigos irlandeses, en Santa María della Grotta. Díjoles que se iba palmero.
– Ese tema tenía, de no morirse sin ir a Jerusalén.
Se santiguó Felipe sin soltar la pértiga, con lo que hizo sobre su rostro la cruz con el cabo de ella.
– ¡Ad multos annos! Y en cuanto a descendencia en Miranda, no, no la tuvo. Solía decir mi amo que él era continente por tres razones mayores, y estaba la primera fundamentada en ser mi señor Merlín filosofó, y demandar dama Filosofía castidad. Aquí ponía don Merlín de ejemplo a un pariente suyo antiguo, Abelardo de París, a quien castraron de fuerza los criados de un canónigo, tío de la tal Eloísa que él enamoraba. Eso fue grande abuso. La segunda razón la daba mi amo con decir su edad, añadiendo que de dejarse entreverar de la lujuria, las iría a buscar quincenas, y dentro de canónico matrimonio, lo que haría rechiflar al publico, estando éste muy al tanto de los viejos que se casan con mozas, que aún no sale la pareja de la iglesia y ya están inventando cuernos las imaginaciones sospechantes. Aquí me leía una carta del obispo de esta diócesis, don Guevara, a mosén Rubín valenciano, anciano que casó con niña, o contaba la historia del barbero Valls, cirujano sangrador de Vinaroz, que a los setenta casó con una de diecisiete, por él gusto que tenía de que ella lo peinase, que se dejara el pelo largo, crecido hasta los hombros, sólo por disfrutar de esta caricia. Y la mocita un día le hizo un nudo con su propio cabello alrededor del cuello al viejo, y apretó. También contaba de su amigo Fouché de Francia, el hombre más secreto de su siglo, a quien había vendido una cifra con la que se podía escribir en la oscuridad, y que ya viejo y fatigado casó con una tal Ernestina, que lo coronó. Y la tercera razón la callaba, golpeándose el pecho como para decir mea culpa, mea culpa, y sólo una vez le oí exclamar con trémula voz:
– ¡Ay, Felipe, un corazón fiel vale el sol y la luna!
– Los de su casa de Miranda creemos que los años que allí pasó, los vivió enamorado de doña Ginebra, la excelente señora que santa gloria haya, acallando el fuego del alma con los respetos que a la reina viuda tenía y demostraba.
No pareció muy convencido el inglés, y dijo que él trabajaba con el método de las escuelas superiores, y que había que echar un vistazo a los libros de bautismo de la provincia, y, si podía ser, otro a los papeles de don Merlín.
– Y eso de la continencia por filósofo sería ahora de viejo, que de mozo y en las cortes, tu amo desenvainaba fácil.
Rió el inglés, que era hombre que aun teniendo un punto de altanería, quizá motivado de la escasa talla, era cortés y palaciano en el trato, y condescendiente conversador. Sentándose en la popa se destocó y puso el bombín sobre las rodillas, y sacando de un bolsillo un batidor se peinó la pelambrera, y partía dos rayas, a derecha e izquierda, dejando en el centro un mechón ondulado, a la moda que entonces se llamaba la "moisson". Los pequeños ojos claros del inglés tenían la viveza de la cola de la lagartija.
– En la posada te contaré alguna noticia antigua de tu señor, y espero que correspondas a mi confianza dándomelas tú del tiempo que el mago Merlín pasó en este retiro.
Como Felipe de Amanda siempre fuera curioso de la nación, escuelas, vida y artes de su señor amo, aceptó gustoso el trato con el inglés, el cual se anunció como mister James Graven, escribano procurador de la ciudad y deanato de Truro en Cornualles, con cursiva patentada, y cumplidor del caballero de Galloden, primo de don Merlín.
– De ése -dijo Felipe-, le tengo oído hablar al señor, que era grande cazador, y de un libro que escribió latino, con demostración de que la tierra no es redonda, y se excluyen los antípodas.
– Ése mismo es el de la testamentaria. Traía las elegancias a Gales, como se ve por estas prendas invernizas que porto, y que me las dejó por codicilo ológrafo. El macfetlán es de transformista.
Poniéndose de pie en el centro de la barca, mister Graven tiró de un cordoncillo que asomaba bajo el cuello, y se resumió la esclavina en el cuerpo de la prenda. Tiró ahora por un botón, y cambió la tela de color, poniéndose a rayas grises y coloradas.
– Y el bombín no es de menos mérito. Mira, aprieto la cinta, y ya lo ves: negro. Yo puedo entrar en la audiencia de Su Señoría de Truro. Aprieto más, y sorpréndete: blanco. Me voy a pasear por el bosquecillo del castillo, en verano. Aflojo, y vuelvo al crema, que es el propio para viajes, por el polvo del camino. Y dentro, aquí tintero, aquí pluma, y aquí un reloj de mano de Evans, firmado y sellado. El reloj es de mucha ayuda, porque en los tribunales de Gales se fija el tiempo de los argumentos por reloj de arena, y los mas de los letrados se distraen mirando el hilillo que va de vaso a vaso, perdiendo el de su discurso. Yo, con invocar al rey o a la Carta Magna, saludo reverente y de paso me doy la hora. Más de un pleito me ayudó a ganar este ingenio.
Felipe se alegró con tanta novedad, que le parecía volver a los buenos tiempos mirandeses, cuando estaba de paje con Merlín y había variedad de visitas raras y curiosos. Amarrada la barca, saltaron a tierra viajero y barquero. Las tardes de mayo se cargan en Pacías con nieblas bajas, y el río va callado por aquellos vados. Sólo se oye pajarería y alguna voz lejana. Subieron hasta la posada, anunciándole Felipe al inglés que había un vino de León, muy coleado y de un año cumplido, que era el tal para el humor del cuerpo humano en primavera. Mister Graven, que bebía muy lento, llenando bien la boca y luego embuchando a pocos, a estilo girondino, con lo que se evita, según explicó, exceso de aire, que si se adentra con el vino lo emulsiona en demasía y le quita, sobremanera a los tintos, tempero y amplitud, lo encontró amigable y nada acorambrado.
– Desde que hay tren -dijo el mesonero, que atendía a la prueba del caldo- vienen los vinos apipados.
Abrió el inglés la cartera de cuero negro, sacó de ella unos papeles, arrastró la silla hacia la ventana, y le dijo a Felipe:
– Te voy a leer noticias sueltas, tomadas de este libro y del otro, algunas oídas al caballero de Gattoden y otras en mis viajes, y todas de la vida y obras de tu antiguo amo, don Merlín, mago de Bretaña. Las más de ellas las recogí mientras andaba media Europa a la busca y captura de los herederos del caballero de Gattoden, porque para despertar la herencia de éste, que está dormida en el lecho de justicia de Su Graciosa Majestad en la ciudad de Cardiff, hace falta que yo, el cumplidor, tenga la nómina de los herederos completa y domiciliada, y sólo me faltan ahora los que pudieran haber florecido en el arbolillo de don Merlín, y los que hayan quedado de una nieta del salmista mayor de la Iglesia Presbiteriana, que hace años se marchó de Escocia con un tomavistas italiano, y anduvo luego, viuda, por el reino de Aragón comerciando en trapos, cambiando orinales y vajilla de Talonera por ropa vieja.
Sacó del bolsillo del chaleco mister Craven una lupa con montura de plata, y tras aclarar la voz con dos medias toses, leyó, nasal y declamante, lo que sigue:
Parece que el lugar del nacimiento de don Merlín fue un claro que hay en el antiguo bosque de Dartmoor, en la Grande Bretaña, más allá de las herrerías reales, y cerca de la encrucijada de los Tres Asientos, de los que se saben los usaban las hadas de otrora para descansar hilando, porque se tienen encontrado en ellos hebras de fina lana. La primera cuna de Merlín fue la festuca de la pradera, que en el claro nunca hubo casa ni cabaña, y venía la que iba a ser madre huida, que siendo soltera, había concebido de un botonero que la enamoró estando ella asomada a una ventana, en la ciudad de Irlanda, donde su padre tenía el oficio de cuarto herrero del rey. El relato de estos amores viene en las historias artúricas, por incidente, y donde se habla de los forjadores de espadas y sus genealogías, y algunos aun lo ponen aparte con el título de
Esta mujer barbuda era la única hija del cuarto herrero del rey Donteach de Irlanda, y se llamaba Scianabhan, que se traduce por "la joya de las mujeres". Y no bien fue bautizada, barbeó. Barbeó espeso y seguido, de la parte izquierda del rostro sedoso pelo verde, y de la parte de la derecha, crespo pelo rojo. Y era muy admirada, y la casa del herrero visitada por los reyes cuando iban a Tara a juntas, y por multitud de gentes de toda condición, que no se cansaban de alabar a la barbuda, la cual crecía muy gentil y donairosa, y era cortés y sonreía a todos, y aprendió a tocar el arpa y era maestra en el arte del bordado. Pero la barba le vedaba el amor. No había en toda Irlanda príncipe, guerrero, mendigo, labriego ni remador que osase enamorarla ni pedirla en matrimonio aun reconociendo sus altas prendas, la gentileza de su cuerpo, la dulzura de su mirar y de su voz, y la hermosura de sus manos, y las riquezas que llevaría de dote, y todo por la barba. Y ya se ponía Scianabhan en los veintinueve años cumplidos para San David, y comenzaba a entristecer. Y de librarse de la barba ni había que hablar, que cuanto más la afeitaba más fácilmente le medraba, y en unas horas le poblaba otra vez el rostro que acababa de rasurar con piedra pómez. Ya no cantaba Scianabhan acompañándose con el arpa, que lloraban ella y el arpa a la vez.
Pero llegó amor. Aconteció que pasó por delante de la casa del cuarto herrero un mozo que se llamaba Achy -es decir, Nuca Roja-, y vio a la barbuda en la ventana, bordando un chaleco de lana para un ruiseñor amigo que tenia, y que ya iba viejo, el vespertino cantor del bosque, y lo enfermaban los inviernos. Contestó la barbuda muy dulce al alegre saludo del mozo, quien, sin pensarlo más, entró en la fragua, y preguntó a un criado que allí estaba tirando del fuelle, si aquélla era la famosa hija del cuarto herrero, y si seguía soltera. De sí dijo Achy que tenía una yegua paridera en un prado vecino a Dublín que llaman Bregia, y dos calendas en un molino en el Connaught, y que su oficio era botonero, y allí mismo, delante del cuarto herrero y de su hija, hizo de un cuerno de buey una botonadura completa de gabán, imitando los botones tréboles de cuatro hojas. El cuarto herrero y su hija encontraron al mozo muy de su gusto, y lo aposentaron en la herrería, que dijo que quería imponerse del carácter de aquella prenda antes de pasar a matrimonio.
Toda Irlanda comentó los amores que le salían a la barbuda, y el botonero cada día estaba más contento de haber encontrado aquella joya, y ya hablaba de casarse para San Martín en Cork. Pasó camino de Tara, adonde iba a oír un concierto de arpa, el rey Chluas Haistig, o sea, Oreja Chata, que era uno de los más notorios entre los doscientos cuarenta y siete reyes que había por entonces en Irlanda, y quiso saludar a los novios, y saliendo al campo tras el almuerzo, a solas con el mozo botonero, le preguntó cómo se había enamorado de la barbuda y si aquellos coloreados pelos no eran impedimento de amor. Y el mozo botonero contestó:
– Me enamoré, señor rey, al verla en la ventana bordando, y me pareció que tenía el hermoso rostro, apoyando la mejilla izquierda en él, descansando en un trozo de verde prado que volase en la mañana por el aire, y al volverse hacia mí, para responder a mi saludo, vi que del lado derecho se había ruborizado.
– Entonces -insistió el rey-, ¿no viste que aquello era barba de dos colores?
– No me dio tiempo amor para ver tanto, cuantimás que todo se me era mirar cómo venía su dulce voz a buscarme por el aire.
E1 rey Chluas Haistig, que era hijo de una bruja del mismo nombre, fue aquella misma noche a ver a su madre, y le contó su conversación con el botonero enamorado, y le preguntó si no habría remedio para la gran barba de la hija del cuarto herrero. Lo había, y era plantar un guisante de olor envuelto en una onza de tierra de bosque en la espesura de la barba, y conforme fuese creciendo el guisante iría alimentándose de pelo, tal que en llegando a florecer, la barba estaría borrada del rostro de la lozana barbuda. Oreja Chata le mandó la noticia con un guisante de olor al botonero, deseándole eterno amor, felices bodas y abundante prole.
Pero aconteció que la medicina sólo surtía efecto si estaba la moza que la usaba en su virginidad, que de andar alzándose en el sexto, sería remedio tan contrario que todo el cuerpo se le cubriría de vello. No bien comenzó a arraigar el guisante, comenzó a vestirse de pelo todo el cuerpo de la moza, y era pelo tocudo, semejante al que embraga en el vacuno del monte, y sudoroso. Y el botonero se asustó de tanta fealdad, y huyó a Francia, buscando emplearse en Aquisgrán, en el guardarropa de los Doce Pares. Scianabhan quedaba preñada de cinco meses y días, y por no delatarse ante toda Irlanda, que estaba pendiente de sus amores, pasó de oculto a Gran Bretaña con una nodriza, y en la selva de Dartmoor parió un niño, al que le fue puesto de nombre Merlín cuando recibió bautismo. Reinaba en ambas Bretañas Galaín el Perezoso, abuelo del rey perpetuo Arturo.
A los tres años de su edad pasó Merlín a la escuela de Longwood, que era de letras y de armas, donde leyó latín por el Donato y griego por súmulas alejandrinas, simples por Dioscórides, farmacia galénica, medicina hipocrática, pirotecnia por el Biringucho, humores y vapores por Paracelso, alquimia por don Gabir Arábigo, y a los cinco años ya resolvió el problema de la chimenea autoventilante, que es la cuadratura del círculo en caminología. Y pasmaba a todos ver a aquel arrapiezo, espigadillo, el pelo a lo mendicante, los ojos vivaces, discutir con los maestros, y en vez de ir soltar la cometa o jugar a la rana, pasaba las horas libres en imponerse en hebreo, trasmutación, arte de la guerra y Homero. Y queriendo, cumplidos los ocho años, seguir a Montpellier a estudiar medicina, escribió la nodriza a Irlanda, a las señoras de Gwirmoan, que eran hadas benéficas -perecieron cuando la helada del año 1627, la llamada gregoriana, por haber caído el día San Gregorio, que las encontró el hielo pasando por flores en la huerta de una condesa viuda, por curarla de melancólicas soledades-, y las tres hermanas enviaron el agua del cuarto creciente en una jarra sellada, y con sólo dos buches se puso Merlín como de obra de veinte años, el bozo dorado, alto y muy airoso. Pero antes de marchar a Montpellier acudió a la fragua real de Gales, y ayudó en la espada "Plántala" del rey Arturo, que tal la bañó Merlín en agua secreta, que nunca se podrá oxidar. También es de su mano el foso de Persse Castle, que está formado por un canal de agua en el que flota una capa de tierra de un dedo de gorda, que basta para alimentar copia de varia flora, y nadie sospecha que esté debajo el agua, y vienen los caballeros enemigos osados cabalgando, y se hunden en lo que creyeron césped y jardín del perpetuo verano. Cuando estaba Merlín en estas obras solía andar vestido con el doble ropón colorado de los maestros reales, por un nada sacaba de la funda los cristales de aumento, muy dictaminante, y no daba paso sin sentencia griega o latina, por pavonearse de textos y saberes. En el castillo de Persse estaban de damiselas con la condesa vieja las infantas bretonas, y los jueves subía Merlín a la cámara de estudios a enseñarles las genealogías irlandesas y la heráldica Carolina, y también arte de altanería, piedras preciosas y hierbas medicinales. Entre las infantillas florecía aquella que años después sería la discreta reina doña Ginebra.
– Salto -dijo él inglés posando los papeles y limpiando la lupa con el pañuelo- la estancia y estudios del joven mago en Montpellier, y el viaje a Irlanda, ya titulado en medicina, y en todo él no se apeó del bonete y la esclavina amarilla, y en Cork salió el público a la calle por verle, y aun hubo confusión por tan mitrado como iba, que por los caminos de Irlanda los mendigos y los niños le pedían limosna arrodillados en el lodo de la vía y sobremanera en los puentes, confundiéndolo con el emperador bizantino romano, que tenía anunciado con testimonio de la sabia Viviana ir peregrino al pozo de San Patricio. Reclamada la herencia del cuarto herrero -la madre barbuda había muerto en un convento de Cantorbery, a cuyo coro se retirara de arpista, de una fluxión cordial con alternativas, la cual exigió un novenario de sangrías que por habérselas dado bajo Piscis, dieron fin a la doliente-, por consejo de un monseñor de Borgoña que lo quería poner en su séquito de sumiller mayor y oidor secreto, pasó a Salamanca a que le leyeran dos semestres de Escrituras, y a Toledo a oír ciencia caldea, cabala y astrolabio; y de sus sucesos toledanos, voy a leerte uno que es grande novedad política.
Determinó el joven Merlín pasar de Madrid a Toledo, e iba muy seguro yendo a ciudad tan atareada de demonios, judíos, brujería y ciencias ocultas, porque en una posada, en Medina del Campo, había comprado a Isaac Zifar el nombre secreto de Toledo, que aún hace poco tiempo se hizo público, y es el tal nombre latino, "Fax", que quiere decir la tea, Y dicen que el tal Zifar se hizo rico vendiendo esta noticia a muchos, que por creerse los únicos dueños de ella, no propalaban el hallazgo. En Madrid tomara trato Merlín con un caballero napolitano, llamado don Panfilo Atrisco dei Bottei, que venía a España a intrigar contra el señor virrey de Nápoles cerca del valido del Rey Católico, que lo era a la sazón el señor duque de Lerma. Se hicieron amigos en casa de una francesa que tenía negocio de tiñecañas y de unas que pasaban por sobrinas de un marido que tuviera, y eran alegres pupilas, y el napolitano se pasmaba a cada hora del saber de Merlín y sobre todo del arte que tenía de cifrar mensajes secretos. Don Panfilo temió por su vida, que parece que lo seguían agentes a sueldo del elenco contrario, y le pidió a don Merlín si quería llevarle de su mano las cartas que traía del "reame" al duque de Lerma, que estaba otoñando en Toledo, y que le prestaría un equipo completo que tenía de buhonero, con comercio de jabones de olor, polvos rosados y horquillas. Dijo que sí Merlín, que veía ocasión de acercarse al valido y a la política de España, y le gustó aquello de entrar secreto en la secreta Toledo.
A la vista de Illescas salióle al camino a don Merlín una mujer morena y de buen ver, descalza de pie y pierna, a comprarle unos pendientes de atalaque y una pastilla de jabón de Alhama. Y pagó la mujer moza la compra con una moneda de plata, y así que Merlín la metió en la bolsa se sintió inclinado a seguir a la morena adonde lo llevase, olvidado de la urgente y política mensajería que llevaba, de su condición y altos estudios, y hasta del puesto de oidor en Borgoña. La mujer lo llevó a una choza, hacia donde dicen el Viso de San Juan, y por el camino le iba diciendo a Merlín que no tenía más remedio que seguirla, pues llevaba en la bolsa una moneda del Diablo. Y le llamaba don Panfilo y le parrafeaba algo en italiano. Lo confundían, pues, con el señor de Atrisco, y el encanto aquel debía de ser de poca monta. Estaba dentro de la choza el Diablo, sentado junto a la puerta, escribiendo en un pliego mayor, de barba barcelona. Tenía un gran cuerno delantero, y con el rabo se espantaba las moscas, que estaban como suelen de pesadas en el otoño de las Castillas.
El Diablo, que no dijo su nombre, saludó muy cortés a Merlín llamándole don Panfilo de Atrisco, cuyas altas prendas no ignoraba, y le dijo que no más lo entretenía por saber como se llaman en Napoles los emparedados de queso blanco, que se fríen en sartén tras rebozarlos en huevo.
– Se llaman -respondió Merlín, a quien debió de venirle en aquel minuto la memoria de don Panfilo en ayuda- "mozzarella in carrozza", que "mozzarella" es el queso, blando y delicado, casi natilla.
Apuntó el nombre el Diablo en una esquina del folio y recuperando de la bolsa de Merlín su moneda de plata, mandó a la moza que le señalase al buhonero fingido el camino de Toledo.
Llegó a Toledo Merlín, y asegurado por el duque de Lerma, se vistió de gala y fue a llevarle al valido las cartas reservadas que traía, y preguntándole el duque por el viaje, no dejó don Merlín de contarle lo sucedido en Illescas. Dijo el duque de Lerma que sería burla de vagabundos picaros, y se rió, y le dijo que a la tarde siguiente podía venir a refrescar a un cigarral, en el que un su sobrino hacía fiesta. Y no bien llegó Merlín a la merienda, lo llamó a un aparte el valido, y le dijo que convenía rezar un padrenuestro por el alma de don Giulío, conde de Güini, un florentino al servicio suyo secreto, que había muerto en el mesón del Francés de Madrid envenenado, y que el veneno se lo habían dado en "mozzarella in carrozza", de la que era muy goloso.
Tuvo ocasión don Merlín de pasar a Italia, viajando de Valencia a Ostia muy descansado, por la serenidad de un junio. Y no bien llegó hizo una compra de la que pongo noticia, con otras nuevas, en donde titulo
Esperando en la posada de los Galeros a que le trajesen herrada la mula piamontesa que había alquilado para el viaje a Roma, se sentó don Merlín bajo la parra a contemplar la mañana de Italia y el azul marino, y estaba ensoñando, los ojos entornados por la grande claridad del día, cuando se le acercó un mendigo a pedirle limosna, y dándosela muy generosa el mago, el pobre, que era un cojo gordo y muy barbado, de la cintura para arriba desnudo, y los calzones que traía, ahora viejos, fueran de suizo del Papa, de una oreja, metiendo el dedo índice y haciéndolo girar, sacó una hermosa sortija de oro, en la que montaba un lucido rubí, y se la ofreció en venta al mago de Bretaña por dos ángeles de plata de las ciudades marinas que había visto en la bolsa de Merlín, al abrirla éste para darle limosna. Halló la oferta muy decente el mago, y cerró el trato. Fuese el mendigo haciendo reverencias y saludando con una birreta española deshilada y mendada con la que cubría su intonsa cabellera, y don Merlín se quedó contemplando la piedra, que la luz matinal y latina espejeaba por todas sus caras. Como oyera las herraduras de su mula en el patio, envolvió el mago la sortija en un pañuelo de seda verde, y escondió la joya en un bolsillo reservado que tenía en el cuello de la capilla corta, que por ser verano, usaba, y en el bolsillo llevaba la clave para corresponder con el secretario de cartas celtas del rey Arturo, y un alfiler envenenado con agua caribe, que comprara en Toledo a uno que venía de Indias. La clave de la cancillería artúrica fue la misma que en la antigua Grecia usaban los lacónicos, y se llama en su lengua "skitale", y en ella correspondían los aforos con los embajadores y los estrategos, y consistía en que en una varita de olivo, de cuarta y media de largo, se envolvía oblicuamente un trozo de piel, y se escribía sobre ella, así envuelta, de arriba a abajo, de modo que desenrollando la piel aparecían los caracteres sueltos, y para leer el mensaje era preciso que el destinatario enrollase de nuevo la piel a una varita de las mismas dimensiones.
Llegó a Roma don Merlín sin mayores novedades, y contento del paso reposado y mecedor de la mula, que tenía por nombre "Tirana", y entró en la urbe por Porta San Paolo, parándose un poco antes de pasar ésta a mirar la pirámide de Caio Cestio. Por vía della Marmorata fue a cruzar el Tíber por Ponte Sublicio, buscando el hospicio de San Michele, donde iba a hospedarse con uno que fuera su compañero en Montpellier, y que ejercía ahora la medicina en aquella casa, en la que tenía buen aposento. Y este médico romano se llamó Micer Orlandini, y cuando vivía en Montpellier por veces se ponía melancólico, acodado en la ventana de su posada, y si se le preguntaba qué le entristecía, solía responder:
– Estaba soñando con "carciofi alla giudia" y con "spaghetti alla carretiera", y que remojaba la comida con una botella de Marino, que de los vinos dei Castelli Romani, es el de mi gusto.
La primera noche que pasó en Roma el señor Merlín cenó "ciñóle coi piselli", bebió Marino, y después de mirar un rato la luna llena sobre las colinas fatales, se metió en cama, y habiendo apagado la vela, y cuando comenzaban a cerrársele los ojos, vio que del cuello de la capilla corta, donde tenía el bolsillo reservado, surgía una figura femenina, vestida de vagos paños verdes, y el tal fantasma, que lo era, se asomaba a la ventana por una inedia hora, volviendo paso pasito a su escondite. Tres noches más se repitió el extraño suceso, y como Merlín cambiaba cada noche de lugar la sortija envuelta en el pañuelo verde, y de donde ésta estaba era de donde brotaba el femenino fantasma, llegó el mago a la conclusión de que poseía una sortija encantada. Debajo de la almohada la escondió, y de junto a la cabeza de Merlín brotó la hermosa y gentil forma, y perfumada, tanto que nuestro hombre se turbó y aun se encandiló algo. Pero a la quinta noche, y por quitarse de deshonestidades, puso la sortija en el bolsillo secreto, cabe el alfiler envenenado, y sucedió que no apareció fantasma alguno. A la mañana siguiente fue Merlín al bolsillo para tomar la varita de la clave y escribir a don Arturo, y se encontró con el bolsillo lleno de ceniza, y el oro de la sortija vuelto cobre, y el rubí muerto, trocado en vidrio ciego, que poniéndolo al sol que nacía dorando el monte Palatino en la otra orilla, ni una chispa espejeaba. Entre Micer Orlandini y don Merlín estudiaron el caso por Cornelio Agripa, Aristóteles y Dioscórides, y hallaron la causa: al tomar cuerpo en el bolsillo secreto el fantasma, se pinchó en el alfiler envenenado con agua caribe, siendo ésta veneno tan resolutivo, que el fantasma halló allí mismo muerte.
– Mujer era, y muy hermosa -dijo don Merlín-. Cenizas enamoradas son éstas, quizá.
Y discurrió bajar al río, y desde la ponte Sublicio las vertió, las cenizas, en las aguas tiberinas, que las llevasen al mar, y se quedó tan melancólico en el petril del puente don Merlín, como en Montpellier en su ventana se quedaba Micer Orlandini añorando las alcachofas a la judía, y de sus labios salieron versos latinos, de los que el único que recuerdo es aquel que dice:
"Sic te diva potens Cypri"…
que es horaciano; en italiano se lo repitió a Micer Orlandini: "Que la diosa dueña de Chipre, y que los hermanos de Helena, dos luceros brillantes, y el padre de los dioses te guíen"…
– No leo el regreso de don Merlin a Bretaña y los días que pasó en la corte de Arturo, rey perpetuo y futuro, que ésos están en los libros de historia que se leen en las escuelas. Básteme decir que no tuvo toda la Tabla Redonda mejor amigo ni más atento consejero, médico y político, y uno de los más compinches suyos fue aquel caballero don Lanzarote del Lago, quien tan recomendada le dejó a doña Ginebra cuando se finó, que el tal Lanzarote trata amores con doña Ginebra a excuso de su marido el rey, pero eran de aquellos amores antiguos y corteses que no ponen deshonra, según dicen. Y ya te he leído algunas noticias que ignorabas, y la garganta se me fatiga. Te diré solamente, para terminar, que fue estando en París don Merlín estudiando el pararrayos con don Franklin cuando le llegaron nuevas de que heredaba a una tía suya, por parte de madre según los más, en el reino de Galicia, donde estamos. Y porque iba el que pasó a ser amo tuyo algo fatigado del mundanal ruido, y porque con la Revolución de Francia se quedara doña Ginebra sin las rentas que tenía sobre el aceite de ballena de la mitra primada de Rennes de Bretaña y le pedía socorro, acordaron ambos retirarse a esperar mejores tiempos a Miranda. Y en Miranda vivieron días que suman unos sesenta años, hasta que doña Ginebra, viendo llegada su hora, quiso ir a morir a su país natal de Gales, en un pequeño huerto vecino a las ruinas de Persse Castle, oyendo las alondras y acariciando la cabeza de un viejo can, negro pero que ya pardeaba de viejo, y cegato…
– ¡Ése era mi Nores! -exclamó Felipe de Amanda-. ¿Y tenía las bragas blancas?
– Aquí lo dice: "zaino limpio y bragado en blanco" -leyó el inglés en un apunte.
– ¡Mi Nores era! ¡Ay, amigo!
Y los ojos se le llenaron de lágrimas al viejo barquero. Anochecía. Las palomas torcaces volaban buscando cama en los alisos y en los sauces de la orilla. La luna salía tempranera sobre el Ameiro. El mesonero encendió un candil de gas y gritó por la hija, que bajase a poner la mesa, que el inglés traía hambre atrasada.