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¿Puedo hablar de todo? ¿Puedo hablar de lo que quiera? Sí, supongo que puedo. Este libro es mío.
Una vez tuve un amante. Me gustaría que él tuviese un lugar en mis memorias. Me gustaría que algún día encontrase el libro por ahí y se sorprendiese de habitar entre sus páginas. Se llamaba Francisco Irureta. Francisco y su esposa -cuyo nombre me reservaré- formaban parte de la vida de los clubes de La Habana desde mi adolescencia, y habían sido siempre cercanos a Manuel y a mí. Más aún después de su matrimonio, que fue casi al mismo tiempo que el nuestro. Salíamos mucho juntos. Cuando digo «salíamos» me refiero a todos menos mi esposo, que nunca estaba ni en casa ni en ninguna parte.
Por entonces, una mujer casada no salía sola de noche. Después de ocuparme de la casa y los niños todo el día, yo no tenía nada que hacer. Los Irureta venían a mi piscina, y luego íbamos por la noche a cenar o ver algún espectáculo. Con el tiempo, me hicieron madrina de uno de sus hijos. Yo los quería mucho, y a Francisco, de un modo más intenso del que yo misma podía entender en ese momento.
Pero empecé a entenderlo una mañana, cuando me ofreció pasar por casa a dejarme una cesta de aguacates de su finca. Me pareció un detalle bonito. Sólo después de colgar el teléfono, pensé: «Pero qué extraño. ¡Si yo tengo un árbol de aguacates!».
Cuando Francisco llegó, le ofrecí un café y conversamos». Lo senté de espaldas a la ventana, para que no viese el gigantesco árbol de aguacates en mi jardín. Conversamos toda la mañana, como si fuera la primera y última vez. Hay cosas que se sienten en el aire, aunque una sea tonta, como era yo. Pronto comprendí que la razón de su visita no tenía nada que ver con los aguacates.
A partir de ese día, nuestros encuentros cobraron una luz inesperada. El solo hecho de ir a la cocina por una botella o a comprar cigarrillos con él me despertaba sensaciones nuevas. Cada gesto, o cada una de las tonterías que nos decíamos, se me aparecían revestidos de un halo especial.
Finalmente, cedimos a lo que sentíamos. No fue un arrebato de pasión espontánea. Al contrario, lo planeamos cuidadosamente. El escondite elegido fue una casa de citas. Me inspira pudor reconocerlo, pero eso le daba un toque de aventura a toda la ocasión. Además, en pocos lugares podíamos sentirnos tan a salvo como ahí, en nuestra isla particular. Esa noche, los castristas volaron en pedazos un buque a cuatrocientos metros de nuestra cama. Pero estábamos tan extasiados con nosotros mismos que ni siquiera lo oímos. Tras la explosión, Francisco abrió los ojos y preguntó en voz baja:
– ¿Has oído algo?
– Debe haberse cerrado una puerta.
Me pasé el día siguiente preguntándome si esa noche había significado algo para él. Por instantes, me venían a la cabeza flashes de la noche, instantes que aún hoy no soy capaz de olvidar. Él me llamó por la tarde. Su voz sonaba distinta, más clara, ese día. Para correr menos riesgos, me habló en inglés:
– Did you like it last night?
– I think about it all day.
Feliz como estaba con todos esos nuevos sentimientos, no me preguntaba qué pasaría después. No obstante, me sentía extraña. Yo era muy religiosa, comulgaba a menudo, y la situación me producía dolorosos ataques de culpa. La siguiente vez que vi a Francisco en público, sentí una mezcla de vergüenza y emoción tan fuerte que tuve que abandonar la reunión. Pero dos días después, recaí en el dulce pecado.
Ése fue el comienzo de una relación basada en la pasión y el riesgo. Francisco y yo nos besábamos furtivamente en cada rincón, incluso con nuestras parejas en la habitación de al lado, y nos excitaba saber que podíamos ser descubiertos.
Durante una de nuestras cenas de parejas, ocurrió algo muy extraño. Con la excusa de buscar hielo, Francisco y yo nos escabullimos a la cocina para acariciarnos. Fue algo muy rápido, apenas un cariñito, pero mi esposo Manuel abrió la puerta de golpe. Aunque Francisco me soltó de inmediato, todo era demasiado evidente. Los tres nos quedamos mirando. La esposa de Francisco estaba afuera con otras tres parejas. Los siguientes segundos gotearon lentamente, mientras esperábamos la reacción de Manuel. Hasta que mi marido dijo:
– Bueno, ¿qué pasa con el hielo? Mi whisky está caliente.
Y luego regresó a la mesa. Desde el salón, oímos risas.
Nunca supe si Manuel no nos vio, o simplemente no le importaba. No creo que le importase nada que tuviera que ver conmigo, ni siquiera que me acostase con otro. Al fin y al cabo, tampoco dormíamos mucho juntos. Dormir con mi esposo era un acto que, por su carácter obligatorio impuesto por la Iglesia, yo denominaba «el patíbulo». Ya a esas alturas, si no rompía mi matrimonio era sólo por Manuelito. En caso de divorcio, según la ley cubana, los varones mayores de cinco años quedaban bajo tutela del padre: y yo no iba a perder a mi hijo.
En cambio, la situación de Francisco y su mujer era más delicada. Ella sí era muy posesiva, y muy perceptiva. Desde el primer día sospechó que él tenía una amante. Y como yo era su amiga y confidente, me lo contaba a mí. Según me decía, vigilaba cada uno de los movimientos de su marido, e incluso contrataba a gente del servicio para seguirlo. Claro, que los criados no querían problemas. Se limitaban a cobrar y decir que no habían visto nada. De todos modos, para eludir su red de espionaje, Francisco tenía que recurrir a los trucos más delirantes. A veces, preparaba montajes dignos de Hollywood. Por ejemplo, la noche en que la pareja asistió a una recepción de la familia de mi marido. Mientras regresaban en el auto, Francisco le dijo a su esposa con voz de mal humor:
– ¿Qué hacías hablando con él?
– ¿Con quién?
– No te hagas la boba. Sabes bien de quién te estoy hablando.
– En realidad, no tengo idea…
– No quiero volverte a ver hablando con ese tipo.
– Pero es que yo…
– He dicho que no quiero volverte a ver con ese tipo. Y no se hable más.
Francisco cerró la discusión con esas palabras y mostró su disgusto durante toda la noche. Al día siguiente, al bajar a desayunar, la pareja se encontró un arreglo floral gigante para ella. En la tarjeta, finamente decorada en relieve, se leía: «¿Sabes quién soy?».
Francisco montó en cólera y abandonó la casa presa de la furia. Cuando volvió, a la hora de cenar, su mujer acababa de recibir un alfiler de plata para el pelo. La tarjeta, del mismo modelo que la anterior e igualmente anónima, repetía la frase que había acompañado a las flores.
Esta vez, él abandonó la casa rompiendo floreros contra las paredes, y no volvió en todo el fin de semana. Fue nuestro primer fin de semana juntos.
Yo había mandado las flores y el alfiler. Lo más difícil había sido inventar una letra que mi amiga no reconociese. Tiempo después, ella me confesó que se había sentido muy halagada con el admirador secreto y el ataque de celos de su esposo. No recordaba haberlo visto nunca tan ardientemente furioso por ella. No le dije nada a Francisco, pero me pareció demasiado cruel y no volvimos a usar ese ardid.
Tampoco hacía falta. Francisco trabajaba para la Coca-Cola y viajaba mucho sin necesidad de inventar nada. Pasaba la semana en Nassau y viajaba a Cuba los fines de semana a reunirse con su familia. Mi esposo Manuel hacía lo contrario: los fines de semana se iba al ingenio. Al menos, eso decía. Así que los viernes, Francisco tomaba un avión a La Habana y venía a mi casa, de donde salía a la mañana siguiente para reunirse con su familia.
Nuestra relación continuó sin sobresaltos hasta que la esposa de Francisco cayó enferma. Padecía un mal misterioso, que los doctores no podían explicar. Sufría fuertes dolores de espalda y terribles migrañas que la postraban en la cama. En mis visitas al hospital, comprendí por qué era posesiva con Francisco: no tenía amigas. Su vida entera estaba dedicada a su marido, y yo era la única mujer que la visitaba. Durante su temporada en el hospital se fue volviendo muy dependiente de mí. Le gustaba mucho mi compañía. Pasé noches enteras velándola y leyéndole revistas. La mezcla de emociones en mi mente se volvió peor que nunca. Me sentía una traidora.
Para agravar las cosas, su tema principal de conversación era su infelicidad: no hacía más que contarme lo mal que iba su matrimonio y lo desconsiderado que era Francisco con ella. Según ella, él sólo se ponía simpático cuando yo estaba delante, pero el resto del tiempo la tenía abandonada. Eso me hacía sentir perversamente bien. Me creía la favorita de mi amante. Y si Francisco estaba a mi lado durante las visitas, yo tenía una mano en la frente de mi amiga y otra bajo la cama, sobre la pierna de su esposo.
A cada visita, la situación se volvía más retorcida. Mi amiga se regocijaba creyendo que si Francisco y yo estuviésemos desnudos en una habitación, no pasaría nada. A menudo, lo decía en voz alta, incluso estando los dos delante. Para mí, oír eso era un tormento. Y para ella -para cualquiera- era un poco enfermo. ¿Tendría tal vez sospechas? ¿Sabría lo que estaba pasando y ésa era su manera de defenderse?
Al fin, los doctores llegaron a un diagnóstico: el mal de mi amiga era una feroz depresión. En efecto, lo único que la hacía sentir bien era el Demerol, que yo le llevaba en cantidades industriales. El Demerol la relajaba, pero cada vez necesitaba más y cada vez lo pedía con mayor desesperación. Hasta que los doctores me prohibieron que le administrase más. Eso detonó la crisis. La última vez que ella me pidió una dosis, le respondí que no tenía, y que nunca volvería a darle ningún medicamento. Ella empezó a gritar:
– Tú no sabes lo que es estar acá. ¡Tú no tienes idea de lo que es vivir como yo vivo!
Algo explotó entre nosotras. El Demerol era una excusa para destapar la olla a presión.
– Eres tú quien tiene que aprender a vivir mejor. Te estás hundiendo.
– ¡No! Me está hundiendo ese miserable de Francisco. Ese… ese hipócrita. Si por él fuera, me quedaría aquí para siempre. Ni siquiera ha venido a verme en una semana. Me odia, Diana.
– Él no te odia.
– Lo hace a propósito, para que yo no vuelva a la casa.
– No estás siendo razonable.
– ¡Me odia! Él y todo el mundo… Ya estoy pasada de moda… ¿Sabes? Ya nadie me viene a ver… Ni siquiera él… Se irán olvidando de mí… Todos.
– Estoy enamorada de tu esposo.
No sé por qué dije eso entonces. Aún me lo pregunto a veces. Supongo que necesitaba librarme de esa carga. Ella me hizo repetirlo. Yo obedecí, sintiendo el peso de cada sílaba en mi boca. Oía mi voz como si viniese de otra persona.
Desde luego, ella no mostró la frialdad de Manuel. En fin, no hace falta repetir sus insultos y sus alaridos. Tumbó la botella de suero, y el líquido se confundió con sus lágrimas en la sábana. Yo sólo pude replicar que las cosas habían sido de ese modo, que uno no escoge de quién se enamora. Trataba de atenerme al guión del raciocinio mientras ella era presa de un ataque de histeria. Cuando llegaron las enfermeras, salí del hospital corriendo sin mirar atrás. Recuerdo que mis tacones se rompieron a mitad de la carrera, en alguna calle que yo no conocía.
Supongo que esas cosas pasan cuando la gente se casa como nosotros nos casábamos, casi como si fuéramos a una ocasión social: llegaba un momento en que tenías que casarte y vivir con alguien que hiciese gala de ciertas características, pero no tenías por qué tener un compromiso moral con esa persona. Casarse era parte de las costumbres, algo que no se hacía por sentimientos sino por cuestiones prácticas y sociales.
En la sociedad en que me crié, eso significaba que los hombres, cuyas obligaciones laborales les permitían salir de casa mucho, podían llevar una vida sexual paralela sin obstáculos. Como Manuel y Francisco. En cambio la mujer, que debía ser madre, esposa y señora de la casa, siempre se definía en función de otros: los hijos, el esposo, hasta el inmueble que ocupaba. No era una persona que pudiese vivir o sentir por su cuenta y riesgo, sino un objeto que se evaluaba según la satisfacción que produjese en esas otras personas para las cuales vivía. Mi amiga (mi ex amiga) y yo éramos víctimas de lo mismo, sólo que practicábamos distintos tratamientos para sentirnos vivas, para sentir que éramos personas y no adornos glamourosos del salón.
Por la noche, Francisco me fue a buscar a casa. Yo esperaba su visita. Aunque llovía a cántaros, sentí el inconfundible sonido de sus llantas y su motor en el patio. Después de tantos viernes juntos, yo reaccionaba como los perros al sonido de su coche. Aunque esta vez no salivé ni moví la cola. Bajé a recibirlo al jardín, mientras el cielo se venía abajo. Él estaba aún más furioso que su mujer:
– ¿Te has vuelto loca?
– No sé por qué lo dije.
– ¡Te has vuelto loca!
– ¡Lo siento!
– ¿Sabes lo que puede pasar ahora? ¿Sabes el problema en que me has metido?
Los rayos iluminaban el cielo por instantes, pero el rostro de Francisco seguía oscuro.
– ¿Por qué… por qué no podemos simplemente decir la verdad?
– Porque así es la vida, Diana. Tú no lo sabes porque eres una niña rica, pero así es la vida y no vamos a cambiarla nosotros.
– Perdóname.
– Ya no hay nada que hacer. Todo se acaba de ir al carajo.
– Perdóname… Por favor.
No sabía qué más decir. Nada más salía de mi boca de niña rica. Me eché a llorar. He llorado pocas veces en mi vida, pero quiero que en este libro salgan todas esas veces. Ésta fue la peor que recuerdo. Trataba de que Francisco no lo notase. Era fácil, porque mis lágrimas se confundían con la lluvia.
Francisco trató de dejarme ahí. Me dio la espalda. Subió a su auto. Yo no dejé de llorar. El coche se alejó hacia la calle salpicando charcos de agua y desapareció. Pero a los cinco minutos, estaba de vuelta. Yo no me había movido. Francisco apagó el motor. Bajó. Me abrazó. Besó mis lágrimas. Subimos a mi cuarto. Hicimos el amor sin dejar de llorar.
Parece increíble, pero después de todo ese melodrama, nada cambió entre nosotros. Seguimos viéndonos igual que antes. Ya no nos invitábamos, pero coincidíamos en las ocasiones sociales. La vida social de La Habana era muy grande porque la sociedad era muy pequeña. Una recepción mínima podía contar con veinte invitados, porque todos nos conocíamos, y nadie podía quedarse fuera. A veces, en las cenas o en los clubes, me cruzaba con Francisco y su esposa, mi amiga. Nos saludábamos los tres con cortesía y evitábamos hablarnos. Tratábamos de perdernos mutuamente en los grupos, en las risas, en el humo del tabaco Cohiba. Y los viernes por la noche, Francisco dormía en casa. No sabíamos vivir si no era mintiendo.
Toda La Habana era una larga comedia. En el burdel Casa Marina, al lado del Sevilla Biltmore, las estrellas de Hollywood como Errol Flynn o George Raft se divertían. A menudo eran descubiertas, y las fans se apelotonaban en la puerta del burdel esperando que su ídolo terminase y saliese a firmarles un autógrafo. En la televisión, el negro Chicharito se ofrecía a recibirle las cenizas del habano a un senador. En el Tropicana y el Sans-Souci tocaban Benny Moré y Naja Kajamura. Bailaban Las esmeraldas del Pacífico. Todo formaba parte del mismo espectáculo. Nuestras familias, nuestros amigos, nuestros clubes: seguíamos viviendo una larga y dulce fiesta entre los escombros de un mundo que ya no nos pertenecía. Nuestros cócteles transcurrían en los mismos lugares. Alguna canción pasaba de moda, y el país seguía siendo esencialmente igual. El derrumbe de nuestra vida sonaba como un eco apagándose entre la música.
Después de un par de años con Francisco en este secreto a voces, hice un último intento de cambiar las cosas. Para entonces, incluso nuestras exploraciones amatorias se habían vuelto cotidianas, como las de un matrimonio. Pero aún me producían un gran placer. Una noche espesa y llena de grillos le propuse romper con todo. Estábamos en mi cama. Hacía calor:
– Quizá sea hora de hablar de divorciarnos, ¿no crees?
– No. Nunca es hora.
– No me quieres, ¿verdad? Tu esposa sabe lo nuestro, la mitad del país sabe lo nuestro. Pero no vamos hacia ninguna parte.
– Tú no entiendes, Diana. Yo te quiero. Y el problema no es mi esposa. Hace cuatro años que no la toco. Ella ya se acostumbró a vivir así. El problema es mi trabajo.
La embotelladora cuidaba al milímetro la vida personal de sus empleados y veía muy mal el divorcio de sus ejecutivos. Sólo quería hombres perfectos en todo aspecto, o que al menos supiesen fingir su perfección en las ocasiones sociales. Como si la empresa fuese la Iglesia católica. O peor, porque a diferencia de la Iglesia, la empresa puede arruinar tu carrera.
Puede parecer una barrera tonta, pero no es así. Si las esposas de nuestro medio vivían para sus esposos, ellos vivían para sus trabajos: necesitaban de sus compañías para crecer, como un niño necesita a su madre. Si no tenían trabajo, no eran nadie, no tenían nada que mostrar a sus amigos en los clubes, no podían presumir de yates, ni enjoyar a sus esposas. Y pensaban, ¿para qué vivir una vida así?
A pesar de su rechazo, ni siquiera entonces dejamos de vernos. Francisco y yo teníamos una especie de adicción mutua. Ya no había secreto, ni futuro, pero no conseguíamos liberarnos el uno del otro. Cada vez que nos veíamos, jurábamos que sería la última, y nunca lo era. Sólo una hecatombe podría separarnos.
Y la hecatombe llegó. En noviembre del 58, mis padres ofrecieron una cena de despedida al embajador italiano. Las autoridades decían que si planeábamos una fiesta, lo haríamos bajo nuestro propio riesgo porque el país estaba en guerra civil. Pero mamá, terca como siempre, organizó un baile. El embajador de Estados Unidos le había dicho que no había nada que temer, y que era nuestro derecho divertirnos. Así que mamá llamó a una cantante que trabajaba en el canal de papá, e invitó a mucha gente, incluso a Francisco y su esposa, que enviaron una tarjeta excusándose.
Pero esa noche, ningún invitado apareció. A las diez, el embajador llamó diciendo que nuestra casa estaba sitiada. Que no saliésemos. Ya para entonces, empezaban a sonar las balas y las explosiones en los alrededores. Pasamos la noche sentados con nuestros trajes de fiesta alrededor de una mesa de diez metros llena de canapés. Nuestra única música era el sonido de las ráfagas.
A partir de ese día, asistimos a las reuniones por grupos, todos en el mismo auto para no llamar la atención. La gente pasaba sus vacaciones en La Habana o el extranjero, nada de playas ni campos alejados. Mi fidelidad marital aumentó considerablemente, porque era peligroso escaparse en un coche por la noche y sin testigos. Las citas con Francisco se restringieron hasta desaparecer. Y sin él, yo no entendía para qué me despertaba por las mañanas.
Muy poco después, una noche de Año Nuevo, todo terminó.
Francisco y yo asistimos por separado a la fiesta de Año Nuevo que organizaba Batista en el Campamento Militar de Columbia. Yo lo echaba de menos, y llevaba semanas soñando con una de nuestras escapadas a algún rincón. Sólo quería un abrazo. Robarle un beso. Empecé a perseguirlo por toda la fiesta. Pero él me evitaba.
Por su parte, Manuel estaba más insoportable que nunca, coqueteando descaradamente con alguna de las camareras. Bebí demasiado y se lo reproché. Supongo que me molestaba que él coquetease mientras a mí me ignoraba mi propio amante. Se había roto el equilibrio de infidelidad que mantenía nuestra relación en pie. Le monté una escena. O al menos lo intenté. Recuerdo que grité y pataleé. Pero nadie lo notó. Ni siquiera él. Nadie estaba escuchando a nadie. En la fiesta corría el champán, la música, las carcajadas que ya resultaban presagios de la caída.
Traté de ir al baño a mojarme la cara para volver a casa. Había un pequeño desbarajuste entre las señoras, al que no hice caso al principio. Sólo mientras me pintaba en el tocador, presté atención a sus conversaciones. Una de las invitadas decía:
– Hay un salón atrás de la cocina lleno de maletas. Hasta el techo. Se lo he dicho a mi marido pero no me cree. Se ha reído de mí, ese estúpido.
A su alrededor se había reunido un grupo de las damas presentes, hijas y esposas de militares, empresarios y políticos allegados al dictador.
Quizá fue la consabida tendencia al chisme que el cliché atribuye a las mujeres. Quizá, más bien, el sexto sentido. El caso es que, en minutos, todas las señoras de la fiesta habían visto u oído sobre las maletas de ese misterioso cuarto y cuchicheaban entre ellas o con sus maridos. Lenta y disimuladamente, toda la fiesta fue pasando cerca de las maletas. Yo también. En efecto, llenaban un salón entero, y nadie entendía qué hacían ahí. Cuando el rumor se expandió, alguien se atrevió a preguntarle al propio Batista:
– ¿Tú te estás yendo, chico?
Al principio, Batista trató de negarlo. Dijo que no entendía de qué le hablaban, que no sabía nada de ninguna maleta, que le parecía absurdo. Pero su fiesta, entre la música y las bebidas, ya sólo acogía un sordo murmullo de protesta, no porque Batista huía, sino porque huía solo. A su alrededor, en un círculo cada vez más amplio, la atmósfera de la fiesta se congelaba. Al fin, Batista admitió ante sus más cercanos que huiría esa noche. Y ellos amenazaron con obstruir su salida a menos que los llevase con él.
Batista no tuvo más remedio que acceder con los primeros. Pidió discreción, pero ellos no se podían ir sin sus padres, sin sus hermanos, sin sus amantes o sus socios. La cosa se fue volviendo incontrolable. Las colas en los teléfonos y el nerviosismo general alertaron cada vez a más gente, hasta que el dictador logró escapar del tumulto con un grupo. Sólo salieron con él los que cabían en el avión.
De madrugada, en la pista de despegue, se acumulaban los autos de familias desesperadas por huir. Innumerables aviones levantaron el vuelo. La pista parecía una avenida congestionada, con colas de aeroplanos pugnando por salir, empujándose unos a otros y tocándose las bocinas. Abajo quedaron los que no se habían enterado a tiempo, los que no creyeron a sus esposas, algún advenedizo despistado, y seguramente algún borracho que despertó al día siguiente solo entre las mesas, víctima de la resaca de un país recién hundido.
Yo también estaba hundida. Francisco iba en uno de esos aviones. Lo que hubiese pasado con el resto del país me daba igual.
Las tan mentadas maletas, por supuesto, sí se fueron con el presidente. Llevaban seiscientos mil dólares en efectivo y, en principio, su destino era Jacksonville. Pero a la mitad del camino, Batista tuvo miedo de que los Estados Unidos no lo quisieran más. Dulles le echaría en cara su incapacidad para mantener el mando. Y los inversionistas lo presionarían y lo despreciarían. Creyendo que Trujillo lo recibiría mejor, dio orden al piloto de dirigirse a Santo Domingo.
Trujillo había tenido siempre una relación ambigua con Batista. Se hacía vestir por sastres cubanos, adquiría sus muebles en La Habana, y alguna vez se había entrevistado con el sargento en aguas internacionales. Así y todo, nunca había llegado a ser invitado oficialmente a la isla, quizá por el desprecio mutuo que su condición de mulatos imponía entre ambos dictadores, o quizá debido a los esfuerzos de Batista para no verse tan dictatorial.
Trujillo sólo se enteró de la llegada de su ilustre huésped cuando estaba ya a punto de aterrizar en el aeropuerto de San Isidro. La bienvenida a Batista estuvo a cargo de Ramfis, el sanguinario príncipe heredero en persona, y de un sorprendido embajador cubano al que acababan de despertar con las noticias. Trujillo le dio a Batista máxima prioridad, aunque no del modo que esperaba. Por supuesto, lo recibió en su palacio con todos los honores y le ofreció su máximo respaldo. Pero inmediatamente después, lo invitó a cenar y le dijo:
– He decidido poner a tu disposición algunas divisiones del Ejército y la Armada. Hablamos de veinticinco mil hombres y los barcos y aviones que necesites. A ese barbón hay que sacarlo inmediatamente.
Batista titubeó. Se puso pálido, verde, morado, de sólo pensar en volver a la isla.
– Es que, verás, éste no es un golpe normal. La situación es… más grave.
– ¡Por eso mismo -golpeó la mesa Trujillo-, no puede durar ni un minuto más!
Trujillo insistió, pero Batista se negó a emprender una intentona contra Castro. El forcejeo entre los dos se fue volviendo más áspero hasta que el cubano se atrevió a confesar que no tenía intenciones de dirigir nada en La Habana, que no quería volver, que tenía miedo. Trujillo, entonces, con calma pero con firmeza, respondió:
– Tú tienes que volver a Cuba obligatoriamente. Por el bien de todos nosotros. Ahora que te han sacado, has podido venir acá. Pero si me sacan a mí, ¿adónde coño yo voy?
Batista no dio su brazo a torcer. En sucesivas reuniones se negó y se negó. En la última de ellas, cuando Trujillo tuvo seguridad de que nada podría hacerle cambiar de opinión, sacó a relucir un argumento nuevo que Batista no esperaba.
– Óyeme, tú a mí todavía no me has pagado el último cargamento de armas que te envié para allá.
Batista debe haber sentido una náusea en ese momento, viendo lo que se le venía.
– No tengo que hacerlo -dijo-, ése es un gasto del Estado, no una deuda personal.
– O sea, que tú pretendes que le cobre a Fidel las armas que combatieron en su contra -se molestó el Benefactor-. Pero ¿tú estás loco o qué?
La deuda por las armas ascendía a casi un millón de dólares. Batista juró que no tenía esa cantidad y, bajo la mesa, encargó a un socio de máxima confianza que retirase todo su dinero de la República Dominicana. Pero el socio no merecía la máxima confianza. Le robó hasta el último centavo y desapareció. Para colmo, Trujillo lo encontró, lo mandó matar y se quedó con el dinero. Y aun así le siguió queriendo cobrar a Batista, a la vez que los periódicos dictados por sus asesores pedían la expulsión del cubano de su país.
Como Batista no soltaba el dinero, Trujillo concibió un ultimátum: lo mandó encerrar en el penal de La Victoria y lo obligó a limpiar hasta el baño. Al día siguiente, Batista rascó sus cuentas bancarias y pagó cuatro millones de dólares. Como premio, recibió un salvoconducto y pudo salir del país con rumbo a un pacífico exilio portugués.
En la Cuba que Batista dejaba atrás, las cosas tampoco eran fáciles. Durante los primeros días de enero, se decía que el ejército rebelde había bajado de la sierra y entraría en la capital. Se anunciaba un presidente, y al día siguiente, otro. Pero nadie terminaba de asumir el gobierno. A mí, que no dejaba de pensar en Francisco en todo el día, la confusión a mi alrededor me llegaba como señales de un planeta lejano.
Pero el desbarajuste nacional atravesaría la coraza que me protegía. Literalmente. Una tarde, oímos disparos en la casa de enfrente. Ahí vivía un senador de Batista, y un grupo rebelde estaba tratando de entrar a saquearla. Pero los recibió un grupo de seguridad armado. Los atacantes se atrincheraron en mi jardín. El fuego cruzado nos sorprendió frente al televisor, cuando las balas atravesaron las ventanas del salón.
Mi reacción fue una combinación de instinto maternal, defensa civil básica y pánico puro: cogí la cuna de mi hija y la metí en un armario, escondí a mi hijo bajo una cama y yo corrí a pararme bajo el dintel de una puerta, como recomendaban en casos de terremoto. No se me ocurría qué más hacer.
Mi esposo, para una vez que estaba en casa, no sirvió de nada. Sólo gritó:
– ¿Y qué está haciendo el vigilante de la puerta?
Yo respondí:
– Ojalá que esté a buen resguardo, porque tiene hijos y esposa.
Manuel me miró como si fuera una retrasada mental. Yo admito que el gesto del dintel no fue muy inteligente, pero por favor, el guardia de seguridad no se iba a enfrentar a un grupo de saqueadores armados.
Traté de llamar a papá, pero fue imposible. Las líneas telefónicas estaban colapsadas. Cuando llegó a casa, después del tiroteo, contenía su furia pero estaba de pésimo humor. Si los guerrilleros empezaban a atacar a sus enemigos políticos, no tardarían mucho en buscarlo a él. Y no había manera de entenderse con esa gente.
Algunas noches más tarde, los barbudos tuvieron un gesto lleno de buenos augurios. El guerrillero Camilo Cienfuegos nos ofreció una visita.
Papá y mamá se negaron a recibirlo. Tuvimos que hacerlo mi hermano y yo. Dijimos que papá no estaba en casa y mamá se encontraba indispuesta o algo así. Ellos estaban arriba, pero no querían ni ver ni oír a Cienfuegos. Mamá pensaba que venía a llevarse la alfombra, el coche y las lámparas, y me dio orden de vigilar bien al barbudo. Por cierto, Cienfuegos era el más barbudo de todos. Yo había visto sus fotos entrando a La Habana con Fidel y Huber Matos. Pero en persona parecía más pequeño e inofensivo. Además, venía en son de paz. No se robó nada, pero debo decir que tenía las botas horriblemente sucias y nos destrozó la alfombra.
– Siento mucho que la señora Minetti esté indispuesta -dijo-. ¿Se siente muy mal?
– No… ¡Sí!
Era muy difícil saber qué mentiras debía decirle exactamente.
En honor a la verdad, fue una visita cortés y tranquilizadora. Cienfuegos dijo que la Revolución no se había hecho para que sufran hombres como mi padre, comerciantes que no tenían nada que ver con la política. No parecía muy comunista.
Al final, claro, todo era mentira. La Revolución nos cayó encima como una aplanadora. Primero desaparecieron la vida social y los clubes. Y luego fuimos sometidos a una especie de guerra de nervios desde el nuevo gobierno: nos ponían guardias, según ellos, para nuestra protección. Pero parecían más carceleros que vigilantes. Poco después, intervinieron los medios de prensa como el de papá. Y al final, empezaron a perseguir a mi hermano Minetino.
Lo de Minetino se destapó justo antes de la confiscación total de los medios informativos. Muchas personas influyentes, amigos y empleados de mi padre, llevaban meses desfilando por la casa para expresar su solidaridad con mi familia. Cuando corrieron los rumores de expropiación, muchos de ellos fueron a buscar a mi hermano para planear una respuesta. Pero mi hermano no estaba. Yo iba recibiendo a la gente y le ofrecía café. No tenía idea del paradero de Minetino. Después de una hora, recibí una llamada telefónica. El mayordomo dijo simplemente así, «tiene una llamada», sin decir de quién. Cuando cogí el auricular, frente a todas las visitas, escuché la voz de papá:
– Diana, no digas quién soy. Di que soy tu hermano.
A mi alrededor, las visitas guardaban silencio y bebían café.
– ¡Ah, Minetino! ¿Cómo estás? Hay mucha gente que ha venido a verte.
– Diana, Minetino se ha refugiado en la embajada de Estados Unidos. No lo digas. Si alguien llega a saberlo, nos vamos a meter todos en un lío. Así que finge que te estoy diciendo que todo está bien.
– Qué bueno que estés bien. Que todo esté bien.
– Minetino ha sufrido un retraso pero no tardará mucho. Anda, dilo.
– ¿Que todo está bien pero se va… te vas a retrasar? Muy bien, ¿y qué les digo a tus visitas?
– Que lo esperen. Dile al mayordomo que anuncie cada media hora que se vuelve a retrasar, hasta que las visitas se vayan, ¿ok?
– Claro, Minetino. Claro, hermanito.
Por la noche, fui a visitar a mi hermano a la embajada. Lo hice por ingenua, no era consciente del peligro en que me estaba metiendo, pero ahora sé que yo era una joven valiente. Nadie me agradeció ese valor nunca, pero lo tuve. Y esa noche, por primera vez, escuché de su boca que mi hermano era agente de la CIA, y me contó algunas de las historias que ya he narrado aquí.
Minetino abandonó Cuba poco después. Y el siguiente en refugiarse fue mi padre. Había tratado de permanecer en La Habana a cualquier costo, pero no tenía sentido. Lo detenían con frecuencia para interrogarlo en la comisaría y humillarlo. Lo acusaron de enriquecimiento ilícito y ni siquiera se lo notificaron: nos enteramos por los periódicos. Papá tampoco podría responder desde su propio diario, porque ya no era suyo. En cuanto leyó su nombre en los titulares, papá se asiló en la embajada italiana.
No tardó en aparecer otro titular con su nombre: el que anunciaba que todas las propiedades de Giorgio Minetti y su familia habían quedado confiscadas. Cuando lo leyó, mamá se sumó al asilo de la embajada italiana. No lo había hecho desde el principio porque quería quedarse a cuidar su casa. Ahora ya no le quedaba nada que cuidar.
Yo me quedé afuera con una tarea: salvar todo lo que fuese posible, libros, muebles, sobre todo cosas de valor personal, joyas, mi butaca preferida. Arramblé con lo que pude a lo largo de la mañana. Quería que Castro se quedase con lo menos posible. Metí todo en el coche a empellones para llevarlo a casa de la familia de Manuel, donde las cosas estarían a salvo. Pero nada más atravesar la puerta de casa, me detuvo un retén militar. Los guerrilleros que revisaron el coche sabían de antemano lo que encontrarían.
Me acusaron de robar patrimonio del Estado y me declararon en arresto domiciliario. Regresé a casa con un escolta, que se quedó en la puerta. Sin embargo, aún tenía una posibilidad de escapar. Una posibilidad que sólo una mujer podía disfrutar, al menos en ese país y en ese momento.
Al día siguiente, como todos los días, pedí a las niñeras que vistieran a los chicos para ir al colegio. Llamé a un taxi -nuestros coches estaban confiscados- y llevé a los chicos a la puerta de la casa. Como era previsible, el guardia me impidió la salida. Y entonces, hice lo que sólo una dama podía hacer en esas circunstancias: chillar.
Grité y grité como una histérica, diciendo que siempre llevaba a mis hijos al colegio y que no me podía quitar esa libertad. Armé una alharaca gigantesca, como si toda nuestra situación, toda mi vida, mi isla y el éxodo familiar fuesen culpa de ese pobre guardia de la puerta. Imagino que en sus andanzas por los montes, nunca había topado con un prisionero con semejante garganta.
El guardia llamó a su cuartel y les contó la situación. Ahí le dijeron:
– Que los lleve. Pero ve tú con ellos.
Nos amontonamos en el vehículo con las mochilas escolares. El guerrillero iba en el asiento del copiloto. Olía mal, pero no estaban las cosas para reparar en detalles.
El colegio de los chicos estaba a sólo dos calles de la embajada de Italia. Siguiendo mi plan, le pedí al guerrillero que me permitiese entrar y explicarle la nueva situación a la madre superiora del colegio. Él accedió, más por pereza de discutir que por compasión. Yo subí a la oficina de la monja y llamé por teléfono a la esposa del embajador:
– Por favor, sáqueme de aquí. Quiero pedir asilo, como mis padres.
– No va a ser tan fácil, querida. Tú estás bajo arresto. Si te acogemos, Cuba podría pedir legalmente que te devolviésemos a ti y a toda tu familia.
– Por lo menos llévese a los niños -supliqué.
Por primera vez en mi vida, no tenía adónde ir. Trato de recordar qué hacía Manuel en esos días, o dónde estaba. Simplemente ha desaparecido de mi memoria. Tampoco podía involucrar a alguno de mis amigos. Tendría que volver a casa más sola que nunca.
Mi estado de pánico era tan patente que la mujer me dijo:
– Bueno, yo no he dicho que no vengas a la embajada, eso lo ha dicho mi esposo, que sólo es el embajador. Ven y veremos qué hacer.
La esposa del embajador era húngara, había sufrido en carne propia el ascenso de los comunistas al poder y tenía un corazón de oro. Y la madre superiora, aunque estaba en estado de shock, tenía recursos. Me vistió con un hábito de monja y, junto con otras tres hermanas, salí a la calle llevando una larga fila de niños, los míos entre ellos. Tuvimos que detener el tráfico en dos esquinas, y hacerlo sin aspavientos para no despertar sospechas. Esos doscientos metros se me hicieron interminables.
Tras cruzar el umbral de la embajada, sólo nos quedaba conseguir un salvoconducto para abandonar la isla. Cuba accedió rápidamente a extenderlo. Para el gobierno, nuestra partida era una manera más ágil de expropiar nuestros bienes. Pero cuando todo parecía solucionado, aún quedaba un escollo por salvar, y estaba donde menos lo esperábamos: mi esposo Manuel se negó a firmar un permiso de salida para los niños. Al fin entraba en escena, y lo hacía del único modo posible: para arruinarlo todo.
Papá tuvo que prometerle a Manuel que costearía sus viajes para ver a los niños todos los fines de semana. Lo único que pretendía, supongo, era irse de farra gratis y mantener abierta una puerta a los Estados Unidos por si las cosas se le ponían difíciles. Aparte de toda la rabia acumulada, en esos días albergué un profundo desprecio por mi esposo. Pero al menos yo sentía algo. Él no sentía nada por mí. Nada.
De todos modos, y aunque yo no lo decía en voz alta, toda esta situación encerraba una ventaja: me iría a Miami, donde estaba Francisco.
Durante las noches en la embajada, no dejaba de fantasear con él, y nuestro futuro juntos. Necesitaba verlo. Necesitaba abrazarlo. Al fin seríamos libres, o por lo menos estaríamos a salvo del pueblerino ambiente de La Habana y sus chismes. La Revolución me había hecho entender que las reglas pueden cambiar de repente, y puedes perderlo todo en un instante. En el futuro, estaba resuelta a vivir mi vida sin consultar, y sin respetar normas impuestas por nadie más.
Lo primero que hice al aterrizar en Miami fue llamar a los amigos comunes para localizar a Francisco. Ellos me informaron que se había mudado a Nueva York.