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– Tengo muchas ganas de oír cómo te fue en Cuba.
– Genial, Diana. Encontré mucha información… Muchas cosas… Algunas quizá le resulten un poco tristes…
– ¿Sobre mi matrimonio?
– Sobre su matrimonio… Sobre su padre… Será mejor que las lea. Y luego conversarlas personalmente.
– ¿Viste a Mariana?
– Sí. Se acordaba mucho de usted. Es una mujer notable. Le traje fotos de ella.
– Le escribiré para agradecerle.
– Ella preferiría que la visitase.
Adiviné que sonreía elegante, imperceptiblemente al otro lado de la línea telefónica.
– No, no creo que haga eso. ¿Qué averiguaste de papá?
– De él… él siempre fue… un hombre polémico…
– Combatió contra Batista, ¿verdad?
– Digamos que tuvo una relación complicada con él, sí.
– Envíame los avances y ven este fin de semana.
Escribí entonces los capítulos anteriores de este libro, pensando que quizá todo era exactamente al revés. La historia está hecha de papeles que sobreviven: letras de cambio, cheques, artículos periodísticos, libros. Se supone que el historiador pone un orden en esos papeles, pero ¿cuál? Constaba que la importancia de Minetti había disminuido con Batista. ¿O simplemente sus negocios se habían vuelto más opacos? Estaba claro que a Rico lo habían asesinado los revolucionarios. ¿O fue una venganza entre mafias? ¿Y lo de Ordóñez? Su historia con Minetti venía en un libro que su familia había financiado. ¿Podía considerarla cierta? ¿Y si Minetino nunca habló con Dulles? ¿Y si no lo conoció? Pero ¿era posible que no lo conociese?
Contar una historia es llenar los vacíos entre dos o más hechos. Yo decidí llenarlos de manera que a Diana no le diese un infarto. Probablemente, su padre nunca se resistió a regalarle su línea editorial a Batista. Quizá tampoco compró al marido de Diana. Pero ¿cómo saberlo? Las palabras, dichos y gestos en el interior de una oficina, los pensamientos y las segundas intenciones, no figuran en la historia. Son sus motores invisibles. Traté de hacer un relato que no ofendiese a Diana. Un retrato hablado que llenase los vacíos con buenas intenciones de su padre. Por primera vez, pensé en Diana como una lectora con sentimientos.
Además, me gustaba Giorgio Minetti. Cada vez que todo salía mal en mi vida, en mis papeles, en mi cuenta bancaria, pensaba que me habría gustado ser como él.
Antes de enviar el texto, volví a revisarlo: era un prodigio de esquizofrenia. Pasaba de la CIA al tío Eddy sin ton ni son. Trataba de crear algo legible entre los negocios de Batista y el viaje de bodas o el nacimiento de los hijos, el estilo pasaba del informe financiero a la remembranza familiar, y todo ese desorden escapaba de mi control, como si mi personaje, no la Diana de carne y hueso, sino el personaje del relato, se rebelase y tratase de llevar las riendas de la historia. Era lo justo, era su historia. Al menos, era una de sus posibles historias.
El jueves, cuando ya tenía los pasajes, me llamó la secretaria de Diana para pedirme que postergase mi viaje a París. Según dijo, Diana tendría visitas. Y luego viajaría un par de semanas a ver a algún duque de algo en Marruecos. En el fondo de la línea se escuchaba el estentóreo acento porteño de Mankiewitz.
– ¡Decile que ella lo llamará cuando vuelva!
Hasta en francés conjugaba como un argentino.
Ahora sí, pensé, a Diana no le ha gustado nada lo que he escrito. Y a su amigo-novio-asesor-o-lo-que-sea tampoco. Se me ocurrió que, quizá, no la había podido engañar después de todo. Que sabía lo que había detrás de todas mis historias mal maquilladas y no quería saber más. Que seguía sin reconocerse en el texto. Que Mankiewitz (¿de dónde cuernos había salido Mankiewitz?) le había advertido que no le convenía publicar ese libro. Que nuestra conversación telefónica a mi regreso de Cuba había sido la última.
– La he cagado -le comenté a Javi-. Ella no quería saber su historia. Ella quería que yo le vendiese una historia nueva.
– Con toda esa pasta, yo también me compraría otra historia, macho. La mía es un desastre.
Javi siguió jugando con su simulador de vuelo.
– Yo estaba impresionado con el trasfondo político. Pensé que para ella sería también una investigación interesante.
– Pues sí. Pero ya no vas a investigar nada, por listillo.
– Javi, cállate y juega con tu puta máquina, ¿quieres?
– Además, es un coñazo de libro, tío. Todos esos rollos políticos aburridos. Y las frases tipo «podemos apretarles las tuercas a los italianos». Como si fuera un telefilme.
– Javi, tú eres analfabeto.
De todos modos, tenía otras cosas en que pensar por el momento. Cosas legales. Obtener los papeles no implica el fin de la tortura. Una vez que los tienes, debes empezar a pagar la Seguridad Social española. Para renovar la primera residencia de un año, debes haber pagado por lo menos seis meses. Ahora bien, la tarjeta te llega con cinco meses de retraso. Así que, si no consigues trabajo en el primer mes, ya no es necesario que lo busques. Ya has vuelto a ser ilegal.
– ¿Tiene que ser trabajo fijo? -le preguntaba a la abogada.
– Sí, para eso te han dado los papeles -respondía ella masticando su cigarrillo mentolado.
– Con nómina y planilla y contrato…
– Con todo.
– ¿Y si hago varios trabajos de manera independiente?
– No te renuevan los papeles.
– ¿Y cómo pagan los españoles la Seguridad Social?
– Muchos no la pagan. Por eso quieren que la pagues tú.
– Pero yo no puedo conseguir trabajo en un mes. Ni los españoles consiguen trabajo en un mes.
– Puedes ir al campo, trabajar de camarero, atender una tienda, ser teleoperador…
– Trabajos basura.
– Son los que hay.
– ¿Puede ser medio tiempo?
– No.
Empecé a repartir currículos en editoriales, productoras y revistas. Envié por correo unos cien. Dos recibieron respuesta, pero los productores se desanimaron al ver que no era español. Temían que no conociese el humor o la jerga del país. Pensé en hablar con Txema Kessler, pero pedirle trabajo habría sido reconocer que no tenía contactos ni dinero ni escribía para ninguna revista, como le había dicho durante nuestra borrachera un año antes, en las dos horas de mi vida en las que él había tenido interés en mí.
Pase por varias oficinas en las que todo el mundo estaba demasiado ocupado para atenderme. Perdí horas y días en salas de espera vacías. Empecé a reducir mis expectativas. Busqué trabajos de camarero, cuidador de ancianos y paseador de perros. Pegué anuncios en las calles que tenían muchos ancianos y perros. Nadie me llamó.
Terminé buscando trabajo en un local de putas cerca de Gran Vía, donde también funcionaba una tienda de juguetes sexuales y artilugios para alargar el pene. El dueño era un tipo gordo y grasiento que parecía sacado de una película erótica de los años setenta. Compartí la cola para la entrevista con tres inmigrantes ilegales y dos yonquis autóctonos. Mi entrevista fue así:
– ¿Qué otros trabajos has hecho?
– He escrito una novela de viajes sobre el Amazonas, he viajado a París y el Caribe para investigar a una familia de la Mafia, he escrito telenovelas, he enseñado en dos universidades y he trabajado como asesor político.
– O sea, que no tienes experiencia en nuestra rama.
– He tenido sexo muchas veces.
– Y trabajo fijo… normalmente no has tenido.
– Mis trabajos sí eran fijos. El que no era fijo era yo.
– ¿Y qué sabes hacer?
– Soy escritor.
– Anda ya.
– De verdad, eso soy.
– Te voy a mostrar uno de nuestros volantes y tú me vas a decir si tiene errores de ortografía, ¿vale?
El gordo me pasó un papel amarillento con una mujer desnuda mal dibujada a un lado. Los textos eran muy didácticos. Dije:
– «Clítoris» lleva tilde. Y «potencia» es con c.
– ¡Pues es verdad, eres un escritor, macho!
– Ya lo ves.
– ¿Sabes lo que te digo? Te voy a decir dónde está el futuro, chaval.
– ¿Dónde?
– «Futuro» tiene cinco letras. Y se escribe «porno».
– Ajá.
– Imagínate un buen argumento porno y lo filmamos.
– Ya lo tengo: Escuela de calor, una escuela donde todos follan contra todos, alumnos, profesores, todos.
– No está mal, pero ya está visto.
– Lo que el viento me metió: porno de época. Caballo incluido.
– Muy caro. Y nada de filmar con niños ni animales. Es incómodo e ilegal.
– Despedida de soltero, Olimpiadas carnales, Qué grueso era mi valle…
– Vale, vale, vale. Piénsatelo un poco mientras repartes estos volantes. ¡Hala!
Negociamos un mes de prueba. Si yo demostraba poseer cualidades para entregar papeles a transeúntes, el gordo me haría un contrato. Mi trabajo era pasar todo el día en la Gran Vía tratando de que alguien aceptase mis volantes. Pero la gente en la calle es como los jefes en las oficinas: no te miran, como si no estuvieses ahí. Aceptan los papeles que les das para botarlos en el siguiente basurero. No te dan siquiera una oportunidad de mentir.
Los fines de semana, cuando llamaba mi familia desde Perú, les hablaba de mis reportajes y mis viajes de periodista internacional. Hablaba de Cuba y París. Del nuevo libro que preparaba. No se me hacía difícil. Era como cantar una canción conocida. Y así ellos estarían tranquilos con su hijo que triunfaba en Europa.
Paula entró a trabajar a una cadena de comida rápida ocho horas al día. Por las noches trabajaba en sus guiones para el Brasil. Además, estaba embarcada en la producción de su obra de teatro. Volvía a casa a medianoche y sólo tenía fuerzas para acostarse. A la mañana siguiente, se levantaba a las ocho. A las nueve, tenía que estar trabajando.
Tras nuestro primer fin de mes con papeles, Paula y yo acabamos molidos. Ninguno de los dos había escrito una línea, ni tenía tiempo o fuerzas para hacerlo. Paula empezó a preguntarse por qué estábamos soportando eso. Decía:
– No me molesta ser camarera. Me molesta ser sólo camarera, y estar obligada a serlo para siempre.
Además, tenía sentimientos encontrados. En la cadena de comida rápida se había hecho amiga de una colombiana que huía de la violencia. La colombiana tenía dos hijos. Trabajaba de día en esa cadena y de noche en otra. Y dice Paula que era la mujer más alegre que había visto en su vida. Cuando la colombiana le decía que trabajaba doce horas diarias y era feliz, Paula no sabía si insultarla por dejarse explotar o sentirse la pija más mimada y repugnante de toda la oleada migratoria.
Una mañana, Paula despertó gimiendo de dolor. Tenía un calambre muy fuerte en el brazo. En el hospital dijeron que tenía un desgarro muscular por el exceso de peso que cargaba en las bandejas. Le ordenaron reposo. Pero su jefe, que también era un gordo (¿por qué los jefes siempre son gordos?), le concedió veinticuatro horas de descanso y advirtió que se las restarían del sueldo.
Al salir del restaurante, Paula me pareció más chiquitita y frágil que nunca. En la calle, apoyó su cabeza en mi hombro. Sentí un par de lágrimas recorriendo mi brazo. Me pregunté qué hacíamos ahí, me pregunté si Cortázar había pensado también en eso cuando hablaba del «derecho de ciudad».
En casa, por primera vez, Paula habló seriamente de regresar al Brasil.
Si ella terminaba de decidirse, a mí tampoco me quedaría gran cosa que hacer en Madrid. Cada cinco días, yo llamaba a la productora que me debía dinero. Aún no encontraban una salida legal. Diana Minetti ni siquiera había llamado para pagarme. Debía estar furiosa. Y al final de mi periodo de prueba con los volantes, mi jefe me había dicho que yo era su repartidor más culto y que apreciaba mi creatividad de guionista, pero no me podría dar un contrato fijo. Si quería seguir, tendría que hacerlo ilegalmente. Habría dado lo mismo no tener papeles. Ya no había tiempo de buscar otra cosa, ni me quedaba más dinero.
Como último recurso, decidí preguntarle a Txema Kessler si mi libro iba a salir o no. Si iban a publicarlo, esperaría. Con un libro publicado, pensaba, quizá sea más fácil conseguir trabajo en algo cercano a escribir. Llamé a la editorial.
– Oye, Txema, quería saber cuándo va a salir mi libro.
– Es el del río, ¿verdad?
– Ese mismo.
– Pues mira, no sé. ¿Ya te lo pagué?
– Sí, Txema, ya me lo pagaste.
– Supongo que sale el próximo año, porque… Anda… Espera, espera… Pues ahora que recuerdo…
– ¿Qué pasa?
– Necesitamos una novedad para junio, y nos acaba de fallar un autor. Joder, los autores sois unos malagradecidos…
– Txema…
– Los editores os damos a conocer y luego nos abandonáis…
– Txema, yo no…
– Porque un editor trabaja a largo plazo, ¿me entiendes? Invierte en vosotros, os da lo mejor de sí… y vosotros, peseteros, os vais a la primera que alguien os ofrezca dos duros más… Yo no sé si puedo…
– Ya.
– No se si puedo seguir publicando en estas condiciones. Sois tan ingratos…
– No me has respondido sobre mi libro.
– Ah, pues sí… En junio.
– Junio es el mes que viene.
– Pues eso.
– ¿De verdad?
– Sí. Oye, ¿no conocías tú a Mario Bellatin, el que se ganó el Premio Médicis?
– ¿Se lo ganó? Creo que fue finalista, pero…
– ¿Lo conoces o no?
– Sí.
– ¿Por qué no le pides que te dé una frase para la faja de la portada? Eso vende. Que te ponga algo bonito… «La Nueva Narrativa Peruana» o algo así… Todavía hay gente que compra esas cosas, ¿vale?
– Sí, Txema.
– Que sea rápido, ¿eh? No tenemos todo el año. Venga, hasta luego.
Ahora no me quedaba más remedio que resistir, al menos hasta junio.
Txema me envió las pruebas del libro para corregirlas, y al día siguiente me dijo que me olvidase de corregirlas y se las mandase a Mario Bellatin directamente. Yo me sentía un poco avergonzado. Conocía a Mario. Eso era cierto. Él había sido uno de los primeros escritores de verdad que habían leído mi trabajo. Pero temía mandarle la novela y que no le gustase. Entonces no escribiría la frase y Txema pensaría que yo ni siquiera conocía a Mario y me odiarían todos y mis libros serían un fracaso. Pero calma, lo mejor era enviarle las pruebas y no adelantarse a los hechos.
Mientras tanto, necesitaba un contrato con urgencia. Lo que fuese con tal de aguantar hasta la salida del libro. Algo que me permitiese resistir y aprovecharlo. Una vez más, sólo tenía una salida.
– Javi, tienes que ayudarme.
Javi me observaba con los ojos de un tamaño normal. Considerando su consumo habitual de hachís, eso significaba que los tenía muy abiertos.
– Ahora sí estás loco, tío. Estás mal de verdad.
– ¿Qué te cuesta hacerme un puto contrato?
– Pero, tío, a ver si me entiendes, yo no tengo ingresos. ¿Cómo te voy a pagar un sueldo?
– No te lo van a preguntar.
– Pero tendré que pagar la Seguridad Social.
– Pero si es de mentira, Javi. La Seguridad Social la pagaré yo cada mes. Tú sólo fingirás que la pagas tú. Eso es todo. Firmas un papelito y te olvidas.
– Macho, eso es estafar al Estado.
– Javi, por Dios, siempre dramatizando…
– ¡Es que es un contrato falso, tío, es un fraude, es delito!
– Vamos a ver, Javi. En caso de estafa, ¿quién pierde dinero? ¿El estafador o el estafado?
– Pues el estafado, claro.
– Y en este caso, ¿quién es el estafado?
– El Estado.
– ¿Y qué pierde el Estado en este caso?
– Pues… pues lo estás engañando…
– No, a ver: ¿el Estado pierde dinero?
– Es que según…
– ¿Pierde o no pierde dinero? Limítate a contestar.
– Pues no… Porque vas a pagar tú.
– Exactamente, voy a pagar yo. ¿Y a quién le voy a dar ese dinero?
– Pues al Estado, a la Seguridad Social.
– ¿Quién es entonces el beneficiario de esta operación? ¿Y quién es el estafado?
– Me lías, tío. Esto no puede estar bien.
– ¿Sabes a cuántas personas como tú podrá atenderse en la atenderse en la Seguridad Social gracias a mi aporte constante?
– Pero…
– ¿Cuántas medicinas podrá comprar el Estado para los españoles con cualquier tipo de enfermedad o minusvalía?
– Venga ya…
– ¿Y todo por qué? Porque quieren que les compre mis derechos. Quieren que les dé dinero para que me reconozcan un nombre y una ciudadanía. El que debería estar furioso soy yo. Me están obligando a engañarlos y comprarlos. Te aseguro que si voy a la Seguridad Social y les grito en su cara que mi contrato es falso, no querrán oírlo. Sólo quieren que pague.
– Joder.
Javi aceptó ir a la Seguridad Social conmigo. Si ahí decían que él realmente podía contratarme, me haría el favor. A la menor señal de problemas, él saldría corriendo y a mí me deportarían a Túnez, según sus palabras. La mañana de la cita, llegó sin afeitarse ni bañarse. Olía a porro y cerveza y estaba prácticamente en pijama. Fiel a mi costumbre, yo fui bien vestido. En vez de mi jefe, Javi parecía mi perro. Nos recibió un calvo sonriente y amable detrás de un escritorio.
– ¿En qué puedo ayudarlos?
– Queremos darme de alta. El señor es mi empleador.
– ¿Quién?
– Él -dije yo.
– Sí, yo -dijo Javi rascándose la nariz.
El calvo nos miró con extrañeza, pero no hizo ninguna observación.
– Voy a necesitar su contrato de servicios, sus carnés de identidad y el número de cuenta de la Seguridad Social del empleador.
– ¿Mi qué? -dijo Javi.
– Su número de cuenta de la Seguridad Social, señor.
Javi me miro petrificado. Yo lo miré con absoluta tranquilidad. Javi dijo:
– Ah… Pues, hombre, es que lo he olvidado, fíjese. Voy a buscarlo y volvemos otro día…
– ¿Es la primera vez que contrata a alguien?
– Sí.
– Entonces no lo ha olvidado. Usted no tiene un número de cuenta. No se preocupe, le abriremos uno.
– Vale.
El calvo tecleó un poco en su computadora. Cada cierto rato, levantaba la vista de la pantalla y nos miraba. Yo le sonreía pacíficamente. Javi le sonreía con los ojos inyectados de sangre, parecía un psicópata. El calvo preguntó:
– ¿Qué actividad va a desarrollar?
– Soy cocinero -dije yo.
– Limpia la casa -dijo Javi al mismo tiempo.
– Soy cocinero, limpio la casa… Sé hacer de todo.
– Entiendo -dijo el calvo.
– ¿Entiende qué? -preguntó Javi.
– Entiende que sé hacer de todo -dije yo.
– Claro -dijo Javi.
El calvo revisó los papeles y puso un par de sellos. Luego volvió a teclear algo en la máquina. Dijo:
– Vamos a tener un problema.
Javi casi saltó de la silla y volvió a caer sentado. Dijo:
– No figuran mis ingresos, ¿verdad? Suele pasar… Es gracioso, ¿no? Nunca figuro en los programas. Tengo un problema con los ordenadores. Me borran. ¿Sabe? No les gusto.
– Me refiero a que necesitaremos copias de sus identificaciones -dijo el calvo.
– ¿Copias? ¿Sólo eso?
– ¿Tendría que haber algo más?
– ¿No hay problema con mis ingresos?
– No lo sé, señor. No sé cuáles son sus ingresos.
– Quiero decir, si yo fuese, por ejemplo, un muerto de hambre desempleado y no pudiese contratar a este… cocinero… limpiador de casas, ¿no habría un problema?
El calvo lo miró fijamente, casi con piedad. Me miró a mí. Yo sonreí. El calvo dijo:
– En ese caso, ustedes tendrían un problema. No nosotros.
– Claro. Es lógico. Siempre lo supe.
Sacamos las copias, firmamos un par de cosas y entré, finalmente, en el sistema de Seguridad Social europeo. El sistema me quitaría ciento veinte euros al mes. A eso había que sumar los trescientos ochenta de alquiler. Quinientos euros mensuales. Y todavía no había comido. Hay que ser muy ilegal para ser legal.
Para cubrir los gastos, pasé al turno nocturno. Por las noches se concentraba el mayor volumen de trabajo y la mayor cantidad de perdedores necesitados de sexo paseando por la Gran Vía. Yo terminaba de repartir volantes a las dos o tres y volvía a casa. Gateaba hasta la habitación, donde Paula casi dormía, y me arrastraba entre las sábanas. Ella apenas abría los ojos para susurrar:
– No he conseguido otro trabajo. Hoy tampoco.
Una noche le contesté:
– ¿Por qué no vuelves a la cadena de comida rápida?
– Porque eso es explotación. Y me niego.
– No seas engreída, Paula. Todos estamos haciendo cosas que no nos gustan. Hay que tener paciencia.
– ¡Tú estás haciendo cosas que te gustan! Has estado escribiendo por el mundo y vas a publicar un libro. Qué fácil es decirlo para ti.
– ¿Y tú? Mucha ideología, mucho que el pueblo y toda esa mierda, pero no eres capaz de hacer el trabajo que hace todo el mundo.
Eso fue un golpe bajo. Muy bajo. Traté de disimularlo:
– Resiste un poco. Sólo hasta junio, por favor. Publicaré ese libro, conseguiré trabajo y nos quedaremos juntos.
– Tú no estás aquí para quedarte conmigo -dijo ella. A pesar de la oscuridad, comprendí que estaba llorando-. Tú estás aquí para publicar tu libro. Te da igual lo que pase conmigo. Sólo te sirvo para compartir el alquiler.
– Mi amor, si mi libro se vende bien, nuestros problemas estarán resueltos.
– Llevas meses diciendo eso, pero no se resuelven. Ahora tu libro saldrá. Eso es lo que quieres ver: tu libro publicado en España. Si yo estoy o no te da igual.
– ¡Es que no haces más que quejarte!
Antes, esas discusiones se resolvían con un abrazo. Nos callábamos y hacíamos el amor. Esta vez estábamos demasiado cansados para movernos. Apenas nos daban las fuerzas para discutir y discutir en círculos. Casi amanecía cuando Paula me mandó a dormir al sofá.
Me despertó el timbre del teléfono cuando el sol ya se veía alto en el cielo. No contesté, pero no dejó de sonar. Por alguna razón, tampoco saltó el contestador. Traté de esconderme entre las sábanas, pero el pitido del aparato era insoportable. No tuve más remedio que coger el auricular. Sentía la lengua reseca, aunque no había bebido, y el cuerpo pastoso. Pero lo que oí en el teléfono fue una cura inmediata de mis males. De todos:
– ¿Qué tal, cariño? Hace mucho que no nos vemos.
Me levanté de un salto.
– ¡Diana! Qué bueno volver a oír su voz… Pensé… Pensé lo peor.
Música para mis oídos. Su voz era eso. Perlas para un cerdito desamparado como yo.
– Tomé unas largas vacaciones. Estaba muy estresada. Lo siento, ni siquiera te he pagado. Ven este fin de semana. Tenemos mucho trabajo que hacer.
Besé el teléfono antes de colgar. Diana era como mi ángel de la guarda. Siempre aparecía cuando había problemas.
Habían pasado casi tres meses desde nuestra última conversación, pero ahora yo sabía lo que tenía que hacer. Su silencio había sido una clara indirecta. En adelante, me olvidaría del relato policial. Le preguntaría por ella, abriría paso a sus memorias. Vida privada de presidentes y anécdotas con Jackie Kennedy. Sin sobresaltos. Sin escándalos. Eso era lo único que ella quería, el retrato de sí misma que deseaba dejar. Y yo me ceñiría plenamente a sus deseos. No cometería más errores. No tenía más sueños de gloria. Sólo quería llegar a fin de mes.
Fui a ver al gordo de los volantes y le dije que se podía meter su empleo por el culo. Me había explotado como había querido y ni siquiera habíamos hecho una película porno. Al abandonar ese local anegado en sudor de cerveza rancia, me sentí libre.
El sábado, en París, me alojaron de nuevo en un hotel. Y tuve que esperar en el salón durante una hora para encontrarme con Diana. Los indicios del paso de Mankiewitz -su abrigo, su maletín, su acento- estaban desperdigados por el salón. Pero ya no me importaba quién era, ni qué pasaba. Estaba decidido a convertirme en un transcriptor de entrevistas. Para eso me habían contratado y eso era todo lo que necesitaba hacer. Lo demás ocurriría alrededor de mí sin que yo lo viese ni lo escuchase. Caminaría por ese mundo de cristal con la boca y los oídos amordazados.
Diana estaba más delgada que antes, pero igual de radiante. Me saludó con cordialidad y me ofreció champán, como siempre. Era como si nos hubiésemos visto por última vez la semana anterior.
Nos sentamos y hablamos un rato sobre muebles, ebanistas y arreglos florales. En realidad, ella habló. Y no mencionó ni una vez el texto que yo le había enviado. Diana no se comunicaba con lo que decía, sino con lo que dejaba de decir. Me había costado mucho tiempo entenderlo. Y aún nos costó un rato reconocernos mutuamente, tantearnos, antes de entrar en materia:
– He decidido cambiar el enfoque de sus memorias, Diana.
– Ah.
– Hasta ahora nos hemos centrado en el entorno político de su padre. Creo… que me identifico en cierto modo con su padre. Él fue un extranjero dando la batalla y eso… bueno, me atrajo.
Ella no dijo nada. No me sorprendió. No me había contratado para que le contase de mí. Continué:
– En fin, los últimos avances que le he mostrado ni siquiera son sus memorias, sino un rompecabezas de cosas que he oído e investigado. Creo que es hora de que hablemos de usted.
Hablar de ella. Eso sí le gustaba. Pareció recobrar el interés al oírlo. Pero admitió:
– Quizá yo tampoco lo he hecho bien. Me cuesta contar asuntos personales, ya lo sabes. Pero he estado pensando que si no los cuento ahora, ya no lo haré nunca.
Hasta cierto punto, se nos estaban cayendo las máscaras. Ella dejaba de fingir que toda su vida había sido feliz. Y yo dejaba de fingir que ella me importaba. Ahora me importaba en realidad.
– También tendremos que hablar del tema de su herencia -añadí.
– Supongo que sí. Quizá después… No sé por dónde empezar.
Realmente, a pesar de que estaba tan elegante como siempre, parecía desvalida, como una niña pequeña.
– Cambiaremos de metodología esta vez -dije, por tomar alguna decisión-. Lo haremos como el psicoanálisis. Usted se recostará ahí, de espaldas a mí, y dirá lo que sienta, lo que quiera. Dejaremos que su memoria fluya. Sólo quiero que se ponga cómoda y deje que sus recuerdos se expresen libremente.
– Parece fácil.
– Lo es. En realidad… es lo que debimos hacer desde un principio.
Le agradó oír eso. Quizá esperaba una muestra de humildad por mi parte. Dócilmente, se acomodó en su sofá como en un diván. Yo encendí la grabadora y preparé mi cuaderno de notas. Por primera vez la escucharía hablar a ella, a la persona que había detrás de los datos financieros y las peleas entre mafias, a Diana Minetti, sin padre, sin exilios, sólo una mujer.