38961.fb2 Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

Por eso, a usted y a la revista de marras y afines y a todos los que la leen —o, incluso, hojean— y con ese miserable sustento prefabricado alimentan —quiero decir, matan— a su libido, los acuso de ser la punta de lanza de esa gran operación desacralizadora y banalizadora del sexo en que se manifiesta la barbarie contemporánea. La civilización oculta y sutiliza al sexo para mejor aprovecharlo, rodeándolo de rituales y códigos que lo enriquecen hasta límites insospechados para el hombre y la mujer pre–eróticos, copulatorios, engendradores de vastagos. Después de haber recorrido un larguísimo camino, del que en cierto modo el progresivo alquitaramiento del juego erótico fue espina dorsal, por insólita vía —la sociedad permisiva, la cultura tolerante— hemos retornado al punto de partida ancestral: hacer el amor ha vuelto a ser una gimnasia corporal y semipública, ejercitada sin ton ni son, al compás de estímulos fabricados, no por el inconsciente y el alma, sino por los analistas del mercado, estímulos tan estúpidos como esa falsa vagina de vaca que pasan en los establos ante las narices de los toros a fin de que eyaculen y poder de este modo almacenar el semen que se utiliza en la inseminación artificial. Vaya, compre y lea su último Playboy, suicidado vivo, y ponga otro granito de arena en la creación de ese mundo de eunucos y eunucas eyaculantes en el que habrán desaparecido la imaginación y los fantasmas secretos como pilares del amor. Yo, por mi parte, voy ahora mismo a hacer el amor con la Reina de Saba y Cleopatra, juntas, en una representación cuyo guión no pienso compartir con nadie, y, menos que con nadie, con usted.

UN PIECECITO

«Son las cuatro de la madrugada, Lucrecia querida», pensó don Rigoberto. Como casi todos los días, se había despertado en la lóbrega humedad del amanecer para celebrar el rito que repetía cacofónicamente desde que doña Lucrecia se fue a vivir al Olivar de San Isidro: soñar despierto, crear y recrear a su mujer al conjuro de esos cuadernos donde invernaban sus fantasmas. «Y donde, desde el día que te conocí, eres reina y maestra.»

Sin embargo, a diferencia de otras madrugadas desoladas o ardientes, hoy no le bastaba imaginarla y desearla, charlar con su ausencia, amarla con su fantasía y su corazón, de donde nunca se había apartado; hoy, necesitaba un contacto más material, más cierto, más tangible. «Hoy, me podría suicidar», pensó, sin angustia. ¿Y, si le escribía? ¿Y, si respondía por fin a sus picamentosos anónimos? La pluma se le cayó de las manos, apenas la cogió. No lo conseguiría, y, en todo caso, tampoco podría despacharle la carta.

En el primer cuaderno que abrió, saltó y lo mordió una frase oportunísima: «Mis feroces despertares al alba tienen siempre como acicate una imagen de ti, real o inventada, que inflama mi deseo, enloquece mi nostalgia, me levanta en vilo y arrastra a este escritorio a defenderme contra la aniquilación, amparándome en el antídoto de mis cuadernos, grabados y libros. Sólo esto me cura». Cierto. Pero, hoy, el remedio acostumbrado no tendría el efecto benéfico de otras madrugadas. Se sentía confuso y atormentado. Lo habían despertado mezcladas sensaciones donde se confundían una rebeldía generosa, parecida a la que, a sus dieciocho años, lo llevó a la Acción Católica y llenó su espíritu de impulsos misioneros, renovadores del mundo, con el arma de los Evangelios, y la emulsionante nostalgia de un piececito de mujer asiática entrevisto al pasar, por sobre el hombro de un peatón detenido a su lado unos segundos por la luz roja del semáforo en una calle del centro, y la actualización en su memoria de un plumífero francés del siglo dieciocho llamado Nicolás Edmé Restif de la Bretonne, de quien tenía en su biblioteca un solo libro —lo buscaría y lo encontraría antes de que comenzara la mañana—, una primera edición comprada hacía muchos años en un anticuario de París, que le había costado un ojo de la cara. «Vaya mezclas.»

En apariencia, nada de eso tenía que ver directamente con Lucrecia. ¿Por qué, entonces, esa urgencia de comunicárselo, de referirle de viva voz, con minucioso detalle, toda la efervescencia de su mente? «Miento, amor mío, pensó. Claro que tiene que ver contigo.» Todo lo que él hacía, incluidas las estúpidas operaciones gerenciales que de lunes a viernes lo maniataban ocho horas en una compañía de seguros del centro de Lima, tenía que ver profundamente con Lucrecia y con nadie más. Pero, sobre todo, y de manera aún más esclava, le estaban dedicadas con fidelidad caballeresca, sus noches y las exaltaciones, ficciones y pasiones que las poblaban. Ahí estaba la prueba, íntima, incontrovertible, dolorosísima, en cada página de los cuadernos que ahora hojeaba.

¿Por qué había pensado en rebeldías? Lo que hacía unos momentos lo despertó, fueron más bien, multiplicadas, la indignación, la consternación de esa mañana al leer en el periódico la noticia, que Lucrecia debía de haber leído también, y que, con letra renqueante, se puso a transcribir en la primera página en blanco que encontró:

Wellington (Reuter). Una profesora de Nueva Zelanda, de 24 años, ha sido condenada a cuatro años de cárcel por un juez de esta ciudad por violación sexual, tras haberse comprobado que la maestra mantenía relaciones carnales con un niño de diez años, amigo y compañero de colegio de su hijo. El juez precisó que le había dado la misma sentencia que hubiera impuesto a un hombre que hubiera violado a una niña de esa edad.»

«Amor mío, Lucrecia queridísima, no veas en esto ni la sombra de un reproche a lo pasado entre nosotros», pensó. «Ni una alusión de mal gusto, nada que pudiera parecer restrospectivo, mezquino rencor.» No. Debía ver exactamente lo contrario. Porque, cuando las pocas líneas de ese cable se delinearon bajo sus ojos, esa mañana, mientras tomaba los primeros sorbos del amargo café del desayuno (no porque lo tomara sin azúcar, sino porque no estaba Lucrecia a su lado para ir comentando con ella las noticias del periódico) don Rigoberto no sintió angustia, dolor, mucho menos gratitud y entusiasmo por el fallo del juez. Más bien: una solidaridad impetuosa, sobresaltada, de adolescente mitinero, por esa pobre maestra neozelandesa tan brutalmente castigada por haber hecho conocer las delicias del cielo mahometano (el más carnal de los que se ofrecían en el mercado de las religiones, según su entender) a ese niño afortunado.

«Sí, sí, amadísima Lucrecia.» No posaba, no mentía, no exageraba. Todo el día lo había sublevado la misma indignación de la mañana por la estulticia de ese juez, malogrado por el mecanicismo simétrico de ciertas doctrinas feministas. ¿Podía ser lo mismo que un hombre adulto violase a una niña impúber de diez años, crimen punible, que una señora de veinticuatro descubriese la dicha corporal y los milagros del sexo a un jovencito de diez, capaz ya de tímidos endurecimientos y escuetas transpiraciones seminales? Si en el primer caso la presunción de violencia del victimario contra la víctima era de rigor (aun si la niña tuviera suficiente uso de razón para dar su consentimiento, sería víctima de una agresión física contra su himen), en el segundo era simplemente inconcebible, pues si había habido cópula, sólo pudo haberla, de parte del niño, con aquiescencia y entusiasmo, sin los cuales el acto carnal no se habría consumado. Don Rigoberto cogió la pluma y escribió, enfebrecido de rabia: «Aunque odio las utopías y las sé cataclísmicas para la vida humana, acaricio, ahora, ésta: que todos los niños de la ciudad sean desvirgados al cumplir diez años por señoras casadas treintañeras, de preferencia tías, maestras y madrinas». Respiró, algo desahogado.

Todo el día lo atormentó la suerte de esa profesora de Wellington, y lo tuvo condoliéndose por el escarnio público a que se habría visto expuesta, las humillaciones y burlas que padecería, además de perder su trabajo y verse tratada por esa inmundicia cacográfica, electrónica y ahora digital, la prensa, los llamados medios, como corruptora de menores, como degenerada. No se mentía, no perpetraba una farsa masoquista. «No, Lucrecia querida, te juro que no.» En el curso del día y de la noche, la cara de esa profesora, encarnada en la de su ex–mujer, se le había aparecido muchas veces. Y, ahora, ahora, sentía la necesidad imperiosa de hacerle saber («de hacerte saber, amor mío») su arrepentimiento y su vergüenza. Por haber sido tan insensible, tan obtuso, tan inhumano y tan cruel como ese magistrado de Wellington, ciudad que sólo pisaría para cubrir de rosas rojas fragantes los pies de esa admirada y admirable profesora que pagaba su generosidad, su grandeza, encerrada entre filicidas, ladronas, estafadoras y carteristas (anglofilas y maoríes).

¿Cómo serían los pies de esa profesora neozelandesa? «Si echara mano a una fotografía suya no vacilaría en encenderle velas y quemarle incienso», pensó. Esperó y deseó que fueran tan bellos y delicados como los de doña Lucrecia y como el que vio, ese mediodía, en el satinado papel de una página de la revista Time, por sobre el hombro de un peatón, cuando lo detuvo un semáforo en la esquina de La Colmena, camino hacia el salón Miguel Grau, del Club Nacional, donde le había dado cita uno de esos imbéciles encorbatados que dan citas en el Club Nacional y de los cuales viven los imbéciles cuyo ganapán eran los seguros de bienes muebles e inmuebles, como él. Fue una visión de unos segundos, pero, tan iluminadora y rutilante, tan convulsiva y frontal, como debió ser, para aquella muchacha de la Galilea, la del alado Gabriel anunciándole la nueva que tantos desaguisados traerían a la humanidad.

Era un solo piececito de perfil, de talón semicircular y airoso empeine, levantado orgullosamente sobre una planta de contorno finísimo, que culminaba en unos deditos dibujados con primor, un pie femenino no afeado por callos, durezas, ampollas ni horrendos juanetes, en el que nada parecía desentonar ni limitar la perfección del todo y de la parte, un piececillo levantado y al parecer sorprendido por el alerta fotógrafo instantes antes de posarse sobre una mullida alfombra. ¿Por qué, asiático? Tal vez porque el aviso que engalanaba era de una compañía aérea de esa región del mundo — Singapure Airlines— o, acaso, porque, en su recortada experiencia, don Rigoberto creía poder afirmar que las mujeres del Asia tenían los pies más bonitos del planeta. Se conmovió, recordando las veces que, besándoselos, había llamado «patitas filipinas», «talones malayos», «empeines japoneses» a las deleitables extremidades de su amada.

El hecho es que todo el día, junto con su furor por la desventura de esa nueva amiga, la maestra de Wellington, el piececillo femenino del aviso de Time había perturbado su conciencia, y, más tarde, desasosegado su sueño, desenterrando, del fondo de su memoria, el recuerdo nada menos que de la Cenicienta, una historia que al serle contada, de niño, precisamente en el detalle del emblemático zapatito de la heroína, que sólo su menudo pie podía calzar, había despertado sus primeras fantasías eróticas («humedades con media erección, si debo dar precisiones técnicas», dijo en voz alta, en el primer rapto de buen humor de esa madrugada). ¿Alguna vez había comentado, con Lucrecia, su tesis de que la amable Cenicienta contribuyó, sin duda, más que toda la infecta caterva de pornografía antierótica del siglo veinte, a crear legiones de varones fetichistas? No lo recordaba. Una laguna en su relación matrimonial que debería subsanar, alguna vez. Su estado había mejorado bastante desde que se despertó, exasperado y añorante, muerto de cólera, de soledad, de pena. Desde hacía unos segundos, se autorizaba incluso —era su manera de no sucumbir a la desesperación de cada día— ciertas fantasías que tenían que ver, hoy, no con los ojos, ni los cabellos, ni los pechos ni muslos ni caderas de Lucrecia, sino exclusivamente con sus pies. Tenía ya a su lado —le había costado encontrarlo en los estantes en los que se hallaba refundido— aquella edición príncipe, en tres tomitos, de esa novela de Nicolás Edmé Restif de la Bretonne (de puño y letra había anotado en una ficha: 1734–1806), la única de las decenas de decenas que cacografió ese incontinente polígrafo: Le pied de Franchette ou l'orpheline française. Histoire interessante et morale (Paris, Humblot Quillau, 1769, 2 parties en 3 volumes, 160–148–192 págs.) Pensó: «Ahora, lo hojeo. Ahora, tú te asomas, Lucrecia, descalza o calzada, en cada capítulo, página, palabra».

Sólo una cosa había en ese escribidor inflacionario, Restif de la Bretonne, que mereciera su simpatía y lo hiciera asociarlo, en esta madrugada con garúa, a Lucrecia, en tanto que otras mil (bueno, quizás algo menos) lo hacían olvidable, transitivo y hasta antipático. ¿Alguna vez había hablado de él con ella? ¿Asomó alguna vez su nombre en sus nocturnas fiestas conyugales? Don Rigoberto no lo recordaba. «Pero, aunque sea tarde, carísima, te lo presento, te lo ofrezco y pongo a tus pies (nunca mejor dicho).» Nació y vivió en una época de grandes convulsiones, el dieciocho francés, pero era improbable que el buenazo de Nicolás Edmé se diera cuenta de que el mundo entero se deshacía y rehacía a su alrededor en razón de los vaivenes revolucionarios, obsesionado como estaba con su propia revolución, no la de la sociedad, la económica, la del régimen político —«las que, en general, tienen buena prensa»— sino la que le concernía personalmente: la del deseo carnal. Eso lo hacía simpático, eso lo llevó a comprar la edición príncipe de Le pied de Franchette, novela de truculentas coincidencias y cómicas iniquidades, absurdos enredos y estúpidos diálogos, que cualquier crítico literario estimable o lector de buen gusto encontraría execrable, pero que, para don Rigoberto, tenía el alto mérito de exaltar hasta extremos deicidas el derecho del ser humano de insurgir contra lo establecido en razón de sus deseos, de cambiar el mundo valiéndose de la fantasía, aunque fuera por el efímero período de una lectura o un sueño.

Leyó en voz alta lo que había anotado en el cuaderno sobre Restif, luego de leer Le pied de Franchette: «No creo que este provinciano, hijo de campesinos, autodidacta pese a pasar por un seminario jansenista, que se enseñó a sí mismo lenguas y doctrinas, todas mal, y que se ganó la vida como tipógrafo y fabricante de libros (en los dos sentidos de la expresión, pues los escribía y manufacturaba, aunque hacía lo segundo con más arte que lo primero) sospechara nunca la importancia trascendental que tendrían sus escritos (importancia simbólica y moral, no estética), cuando, entre sus exploraciones incesantes de los barrios obreros y artesanos de París, que lo fascinaban, o de la Francia aldeana y rural a la que documentó como sociólogo, robándole el tiempo a sus enredos amorosos —adúlteros, incestuosos o mercenarios, pero siempre ortodoxos, pues el homosexualismo le producía un espanto carmelita— los escribía a la carrera, guiándose, horror de horrores, por la inspiración, sin corregirlos, en una prosa que le salía frondosa y vulgar, acarreadora de todos los detritus de la lengua francesa, confusa, repetitiva, laberíntica, convencional, chata, horra de ideas, insensible y, en una palabra que la define mejor que ninguna otra: subdesarrollada».

¿Por qué, pues, luego de fallo tan severo, perdía este amanecer rememorando una imperfección estética, un chusco cacógrafo que, para colmo, llegó a ejercer el feo oficio de soplón? El cuaderno era pródigo en datos sobre él. Había producido cerca de doscientos libros, todos literariamente ilegibles. ¿Por qué, entonces, empeñarse en acercarlo a doña Lucrecia, su antípoda, la perfección hecha mujer? Porque, se respondió, nadie, como este silvestre intelectual, hubiera podido comprender su emoción del mediodía al percibir fugazmente, en el anuncio de una revista, ese piececillo alado de muchacha asiática, que esta noche le había traído el recuerdo, el deseo de los pies de reina de Lucrecia. No, nadie como Restif, amateur, conocedor supremo de ese culto que la abominable raza de psicólogos y psicoanalistas prefería llamar fetichismo, lo hubiera podido entender, acompañar, asesorar, en este homenaje y acción de gracias a aquellos adorados pies. «Gracias, Lucrecia mía —rezó con unción—, por las horas de placer que yo les debo, desde aquella vez que los descubrí, en la playa de Pucusana, y, bajo el agua y las olas, los besé.» Transido, don Rigoberto volvió a sentir los salobres, ágiles deditos moviéndose en la gruta de su boca, y las arcadas por el agua marina que tragó.

Sí, ésa era la predilección de don Nicolás Edmé Restif de la Bretonne: el pie femenino. Y, por extensión y simpatía, como diría un alquimista, lo que los abriga y rodea: la media, el zapato, la sandalia, el botín. Con la espontaneidad y la inocencia de lo que era, un rústico transmigrado a la ciudad, practicó y proclamó su predilección por esa delicada extremidad y sus envoltorios sin el menor rubor, y, con el fanatismo de los convertidos, sustituyó en sus inconmensurables escritos el mundo real por uno ficticio, tan monótono, previsible, caótico y estúpido como aquél, salvo en que, en el amasado con su mala prosa y su monotemática singularidad, lo que allí brillaba, destacaba y desataba las pasiones de los hombres no eran los graciosos rostros de las damas, sus cabelleras en cascada, sus gráciles cinturas, ebúrneos cuellos o bustos arrogantes, sino, siempre y exclusivamente, la belleza de sus pies. (Si existiera todavía, se le ocurrió, llevaría al amigo Restif, con el consentimiento de Lucrecia, desde luego, a su casita del Olivar, y, ocultándole el resto de su cuerpo, le mostraría sus pies, encerrados en unos preciosos botines estilo abuelita, y permitido incluso que la descalzara. ¿Cómo habría reaccionado aquel ancestro? ¿Cayendo en éxtasis? ¿Temblando, aullando? ¿Precipitándose, sabueso feliz, lengua afuera, narices dilatadas, a aspirar, a lamer el manjar?).

¿No era respetable, aunque escribiera tan mal, quien rendía de ese modo pleitesía al placer y defendía con tanta convicción y coherencia a su fantasma? ¿No era el buen Restif, pese a su indigesta prosa, «uno de los nuestros»? Desde luego que sí. Por eso se le había presentado esta noche en el sueño, atraído por aquel furtivo piececillo birmano o singapurense, para hacerle compañía en este amanecer. Una brusca desmoralización atenazó a don Rigoberto. El frío le caló los huesos. Cómo hubiera querido, en este instante, que Lucrecia supiera todo el arrepentimiento y el dolor que lo atormentaban, por la estupidez, o por la incomprensión cerril que, hacía un año, lo habían impulsado a actuar con ella como lo acababa de hacer, en la ultramarina Wellington, aquel innoble juez que condenó a cuatro años de cárcel a esa profesora, a esa amiga («Otra de las nuestras») por haber hecho entrever —no, habitar— el cielo, a esa dichosa criatura, a ese Fonchito neozelandés. «En vez de sufrir y reprochártelo, debí agradecértelo, adorable niñera.»

Lo hacía ahora, en esta madrugada de olas ruidosas y espumantes y de lluviecita invisible y corrosiva, secundado por el servicial Restif, cuya novelita, deliciosamente titulada Le pied de Franchette, y estúpidamente subtitulada ou l'orpheline française. Histoire interessante et morale (después de todo, sí había razón para llamarla moral) tenía sobre las rodillas y acariciaba con las dos manos, como a una parejita de lindos pies. Cuando Keats escribió Beauty is truth, truth is beauty (la cita reaparecía sin cesar en cada cuaderno que abría) ¿pensaba en los pies de doña Lucrecia? Sí, aunque el infeliz no lo supiera. Y, cuando Restif de la Bretonne escribió e imprimió (a la misma velocidad, probablemente) Le pied de Franchette, en 1769, a los treinta y cinco años, también lo había hecho inspirado, desde el futuro, por una mujer que vendría al mundo cerca de dos siglos más tarde, en una bárbara comarca de la América llamada (¿en serio?) Latina. Gracias a las anotaciones del cuaderno, don Rigoberto iba recordando la historia de la novelita. Convencional y previsible a más no poder, escrita con los pies (no, esto no debía pensarlo ni decirlo), que su verdadero protagonista no fuera la bella huerfanita adolescente, Franchette Florangis, sino los piececillos trastornadores de Franchette Florangis, la levantaba y singularizaba, dotándola de vivencias, de la capacidad persuasiva que tiene una obra de arte. No eran imaginables los trastornos que causaban, las pasiones que encendían en torno, los nacarados piececillos de la joven Franchette. Al vejete de su tutor, Monsieur Apatéon, que se deleitaba comprándoles primorosos calzados y aprovechaba cualquier pretexto para acariciarlos, lo inflamaban al extremo de intentar violar a su pupila, hija de un amigo queridísimo. Del pintor Dolsans, un joven bueno, quien, desde que los veía, encajados en unos zapatitos verdes y ornados de una flor dorada, quedaba prendado de ellos, hacían un loco despechado lleno de proyectos criminales que perdía por ellos la vida. El afortunado joven rico, Lussanville, antes de tener en sus brazos y en su boca a la bella muchacha de sus sueños, se solazaba con uno de sus zapatitos, que, amateur él también, había robado. Todo pantalón viviente que los veía —financistas, mercaderes, rentistas, marqueses, plebeyos— sucumbía a su hechizo, quedaba flechado de amor carnal y dispuesto a todo por poseerlos. Por eso, el narrador afirmaba con justicia la frase que don Rigoberto había transcrito: «Le joli pied les rendait tous criminéis». Sí, sí, esas patitas volvían a todos criminales. Las chinelas, sandalias, botines, zapatillas de la bella Franchette, objetos mágicos, circulaban por la historia alumbrándola con cegadora luz seminal.

Aunque los estúpidos hablaran de perversión, él, y, por supuesto, Lucrecia, podían comprender a Restif, celebrar que tuviera la audacia y el impudor de exhibir ante los demás su derecho a ser diferente, a rehacer el mundo a su imagen y semejanza. ¿No habían hecho eso, él y Lucrecia, cada noche, por diez años? ¿No habían desarreglado y rearreglado la vida en función de sus deseos? ¿Volverían a hacerlo, alguna vez? ¿O, quedaría todo ello confinado en el recuerdo, con las imágenes que atesora la memoria para no sucumbir a la desesperanza de lo real, de lo que en verdad es?

Esta noche–madrugada, don Rigoberto se sentía como uno de los varones desquiciados por el pie de Franchette. Vivía vacío, reemplazando cada noche, cada amanecer, la ausencia de Lucrecia con fantasmas que no bastaban para consolarlo. ¿Había alguna solución? ¿Era demasiado tarde para dar marcha atrás y corregir el error? ¿No podía una Corte Suprema, un Tribunal Constitucional, en Nueva Zelanda, revisar la sentencia del obtuso magistrado de Wellington y absolver a la profesora? ¿No podría un gobernante neozelandés desprejuiciado, amnistiarla, e incluso condecorarla como a heroína civil por su probada abnegación por la puericia? ¿No podía ir él a la casita del Olivar de San Isidro a decir a Lucrecia que la estúpida justicia humana se equivocó y la condenó sin tener derecho para ello, y devolverle el honor y la libertad para… para? ¿Para qué? Vaciló, pero siguió adelante, como pudo.

¿Era ésa una utopía? ¿Una utopía como las que también fantaseó el fetichista Restif de la Bretonne? Aunque, no, pues las de don Rigoberto, cuando, a veces, llevado por la dulzura inerte de la divagación, se abandonaba a ellas, eran utopías privadas, incapaces de entrometerse en el libre albedrío de los otros. Esas utopías ¿no eran acaso lícitas, muy distintas de las colectivas, enemigas acérrimas de la libertad, que acarreaban consigo, siempre, la semilla de un cataclismo?

Este había sido el lado flaco y peligroso de Nicolás Edmé, también; una enfermedad de época a la que sucumbió, como buena parte de sus contemporáneos. Porque, el apetito de utopías sociales, el gran legado del siglo de las luces, junto con nuevos horizontes y audaces reivindicaciones del derecho al placer, trajo los apocalipsis históricos. Don Rigoberto no recordaba nada de eso; sus cuadernos, sí. Ahí estaban los datos acusatorios y las fulminaciones implacables.

En el delicado gustador de piececillos y calzados femeninos que fue Restif—«Que Dios lo bendiga por ello, si existe»— había también un pensador peligroso, un mesiánico (un cretino, si se trataba de calificarlo con crueldad, o un iluso si era preferible perdonarle la vida), un reformador de instituciones, un redentor de deficiencias sociales, que, entre las montañas de papel que garabateó, dedicó unos cuantos montes y colinas a construir esas cárceles, las utopías públicas, para reglamentar la prostitución e imponer la felicidad a las putas (el horrendo empeño aparecía en un libro de tramposo y lindo título, Le Pornographe), perfeccionar el funcionamiento de los teatros y las costumbres de los actores (Le Mimographe), para organizar la vida de las mujeres, asignándoles obligaciones y fijándoles límites, de modo que hubiera armonía entre los sexos (el temerario engendro llevaba también un título que parecía augurar placeres —Les Gynographes— y en verdad proponía cepos y grillos para la libertad). Mucho más ambiciosa y amenazadora había sido, por supuesto, su pretensión de reglamentar —en verdad, sofocar— las conductas (L'Andrographe) del género humano y de introducir una legalidad intrusa y perforante, agresora de la intimidad, que hubiera puesto fin a la libre iniciativa y la libre disposición de sus deseos a los humanos: Le Thermographe. Frente a esos excesos intervencionistas, de Torquemada laico, se podía considerar una barrabasada infantil el haber llevado Restif su frenesí reglamentarista a proponer una reforma total de la ortografía (Glossographé). Él había reunido estas utopías en un libro que llamó Idées singulières (1769), y, sin duda, lo eran, pero en la acepción siniestra y criminosa de la noción de singularidad.

La sentencia estampada en el cuaderno era inapelable y don Rigoberto la aprobó: «No hay duda, si este diligente imprentero, documentalista y refinado amateur de terminales femeninos, hubiera llegado a tener poder político, hubiera hecho de Francia, acaso de Europa, un campo de concentración muy bien disciplinado, en el que una malla fina de prohibiciones y obligaciones habría volatilizado hasta la última pizca de libertad. Afortunadamente, fue demasiado egoísta para codiciar el poder, concentrado como estaba en la empresa de reconstruir en ficciones la realidad humana, recomponiéndola a su conveniencia, de manera que en ella, como en Le pied de Franchette, el valor supremo, la mayor aspiración del bípedo masculino, no fuera perpetrar acciones heroicas de conquista militar, ni alcanzar la santidad, ni descubrir los secretos de la materia y la vida, sino ese deleitable, delicioso, sabroso como la ambrosía que alimentaba a los dioses del Olympo, piececillo femenino». Como el que don Rigoberto había visto en el aviso de Time y que le había recordado los de Lucrecia, y que lo tenía aquí, sorprendido por las primeras luces de la mañana, enviando a su amada esta botella que lanzaría al mar, en su busca, sabiendo muy bien que no le llegaría, pues ¿cómo podría llegarle lo que no existía, lo que estaba forjado con el evanescente pincel de sus sueños?

Don Rigoberto terminaba de hacerse esa desesperada pregunta, con los ojos cerrados, cuando, al musitar sus labios el amoroso vocativo «¡Ah, Lucrecia!», su brazo izquierdo hizo caer al suelo uno de los cuadernos. Lo recogió y echó una ojeada a la página abierta con la caída. Dio un respingo: el azar tenía detalles maravillosos, como él y su mujer habían tenido ocasión de comprobar, a menudo, en sus devaneos. ¿Con qué se encontró? Con dos notas, de hacía muchos años. La primera, una olvidable mención de un grabadito finisecular anónimo en el que Mercurio ordenaba a la ninfa Calipso que liberase a Odiseo —de quien se había enamorado y al que mantenía prisionero en su isla— y lo dejara proseguir su viaje rumbo a Penélope. Y, la segunda, vaya maravilla, una apasionada reflexión sobre: «El delicado fetichismo de Johannes Vermeer, que, en Diana y sus compañeras, rinde plástico tributo a ese desdeñado miembro del cuerpo femenino, mostrando a una ninfa entregada a la amorosa tarea de lavar —acariciar, más bien— con una esponja, el pie de Diana, en tanto que otra ninfa, en dulce abandono, se acaricia el suyo. Todo es sutil y carnal, de una delicada sensualidad que disimula la perfección de las formas y la suavísima bruma que baña la escena, dotando a las figuras de esa calidad desrealizada y mágica que tienes tú, Lucrecia, cada noche en carne y hueso, y también tu fantasma, cuando visitas mis sueños». Qué cierto, qué actual, qué vigente.

¿Y si contestara sus anónimos? ¿Y si, de verdad, le escribiera? ¿Y si fuera a tocar su puerta, esta misma tarde, apenas cumplida la última vuelta a la noria de su servidumbre aseguradora y gerencial? ¿Y si, nada más verla, cayera de rodillas y se humillara para besar el suelo que ella pisa, pidiéndole perdón, llamándola, hasta hacerla reír, «Mi niñera querida», «Mi profesora neozelandesa», «Mi Franchette», «Mi Diana»? ¿Se reiría? ¿Se echaría en sus brazos y, ofreciéndole los labios, haciéndole sentir su cuerpo, le haría saber que todo quedaba atrás, que podían empezar de nuevo a construir, solos, su secreta utopía?

ESTOFADO DE TIGRE

Contigo tengo amores hawaianos en que bailas para mí el ukelele en noches de luna llena, con sonajas en las caderas y los tobillos, imitando a Dorothy Lamour.

Y amores aztecas, en que te sacrifico a unos dioses cobrizos y ávidos, serpentinos y emplumados, en lo alto de una pirámide de piedras herrumbrosas, en torno a la cual pulula la selva impenetrable.

Amores esquimales, en fríos iglús iluminados con antorchas de grasa de ballena, y noruegos, en que nos amamos enganchados sobre el esquí, despeñándonos a cien kilómetros por hora por las faldas de una montaña blanca erupcionada de tótems con inscripciones rúnicas.

Mi engreimiento de esta noche, amada, es modernista, carnicero y africano.

Te desnudarás ante el espejo de luna, conservando las medias negras y las ligas rojas, y ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia la tigre en celo del Rubén Darío de Azul…, o una leona sudanesa.

Quebrarás la cadera derecha, flexionarás la pierna izquierda, apoyarás tu mano en la cadera opuesta, en la pose más salvaje y provocativa.

Sentadito en mi silla, amarrado al espaldar, yo te estaré mirando y adorando, con mi servilismo acostumbrado.

Sin mover ni una pestaña, sin gritar me estaré, mientras me clavas tus zarpas en los ojos y tus blancos colmillos desgarran mi garganta y devoras mi carne y sacias tu sed con mi sangre enamorada.

Ahora estoy dentro de ti, ahora también soy tú, amada estofada de mí.

IX. LA CITA DEL SHERATON

—Para atreverme, para darme ánimos, me tomé un par de whiskies puros —dijo doña Lucrecia—. Antes de empezar a disfrazarme, quiero decir.

—Quedaría usted borrachísima, señora—comentó Justiniana, divertida—. Con la cabecita de pollo que tiene para el trago.

—Tú estabas ahí, desvergonzada —la reprendió doña Lucrecia—. Excitadísima con lo que podía pasar. Sirviendo los tragos, ayudándome a ponerme el disfraz y riéndote a tus anchas mientras me convertía en una de ésas.

—Una tipa de ésas —le hizo eco la empleada, retocándole el rouge.

«Ésta es la peor locura que he hecho en mi vida, pensó doña Lucrecia. Peor que lo de Fonchito, peor que casarme con el loco de Rigoberto. Si la hago, me arrepentiré hasta que me muera.» Pero, la iba a hacer. La peluca pelirroja le quedaba cabalita —se la había probado en la tienda donde la encargó— y su alta, barroca orografía de bucles y mechas parecía llamear. Apenas se reconoció en esa incandescente mujer de curvas pestañas postizas y redondos aretes tropicales, pintarrajeada con unos labios color bermellón encendido que duplicaban los verdaderos, lunares y ojeras azules de mujer fatal, estilo película mexicana, años cincuenta.

—Caramba, caramba, nadie diría que es usted —la examinó, asombrada, Justiniana, tapándose la boca—. No sé a quién se parece, señora.

—A una tipa de ésas, pues —afirmó doña Lucrecia.

El whisky había hecho su efecto. Las vacilaciones de hacía un momento se habían evaporado y, ahora, intrigada, divertida, observaba su transformación en el espejo del cuarto. Justiniana, progresivamente maravillada, le fue alcanzando las prendas dispuestas sobre la cama: la minifalda que la ceñía tanto que le costaba trabajo respirar; las medias negras terminadas en unas ligas rojas con adornos dorados; la blusa de fantasía que exhibía sus senos hasta la punta del pezón. La ayudó, también, a calzarse los plateados zapatos de tacón de aguja. Tomando distancia, después de pasarle revista de arriba abajo, de abajo arriba, volvió a exclamar, estupefacta:

—No es usted, señora, es otra, otra. ¿Va a salir así, de verdad?

—Por supuesto —asintió doña Lucrecia—. Si no me aparezco hasta mañana, avisas a la policía.

Y, sin más, pidió un taxi a la estación de la Virgen del Pilar y ordenó al chofer, con autoridad: «Al hotel Sheraton». Anteayer, ayer y esta mañana, mientras preparaba su atuendo, tuvo dudas. Se había dicho que no iría, no se prestaría a semejante payasada, a lo que seguramente era una broma cruel; pero, ya en el taxi, se sintió segurísima y resuelta a vivir la aventura hasta el final. Pasara lo que pasara. Miró el reloj. Las instrucciones decían entre once y media y doce de la noche y sólo eran las once, llegaría adelantada. Serena, lejos de sí misma gracias al alcohol, mientras el taxi avanzaba por el semidesierto Zanjón rumbo al centro, se preguntó qué haría si, en el Sheraton, alguien la reconocía a pesar de su disfraz. Negaría la evidencia, atiplando la voz, poniendo la entonación acaramelada y huachafa de las tipas ésas: «¿Lucrecia? Yo me llamo Aída. ¿Nos parecemos? Alguna parienta lejana, tal vez». Mentiría con total desfachatez. Se le había evaporado el miedo, totalmente. «Estás encantada de jugar a la puta, por una noche», pensó, contenta de sí misma. Advirtió que el chofer del taxi a cada momento alzaba la vista para espiarla por el espejo retrovisor.