38607.fb2 La cinta roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Sin embargo, si hubo una celebración en concreto en la que los nuevos modos y modas se pusieron de manifiesto de forma más que evidente, ésta fue la muy célebre fiesta de la Federación Nacional convocada para conmemorar el primer aniversario de la toma de la Bastilla.

— No puedes faltar de ninguna manera, Thérésia–me había dicho unas semanas antes de la fecha Alex Lameth mientras intentaba convencerme de que lo acompañara al Champ de Mars, enclave en el que iba a tener lugar la celebración-. ¡Tienes que ver lo que es aquello! Desde hace días la ciudad entera colabora con los preparativos. Se está construyendo un inmenso anfiteatro, todo muy natural y muy sensible. Lo preside un gran montículo de tierra y césped en el que hombres, mujeres y niños trabajan codo con codo para demostrar su afecto y alegría por tan gran ceremonia de fraternidad nacional. ¡Pero si hasta se ha podido ver por allí al Rey! Imagínate a Su Majestad con una pala en la mano (un poco a desgana, todo hay que decirlo, nunca aprenderá este Luis a ser un buen ciudadano), pero destripando terrones como los demás.

— ¿Destripando terrones con una pala? — pregunté verdaderamente sorprendida. Desde la caída de la Bastilla, yo me había sumado de modo entusiasta a la efervescencia y el optimismo reinantes. Acudía todas las semanas a las reuniones del Club de 1789 y colaboraba con otras iniciativas de carácter ciudadano, pero de pronto, por alguna razón que sólo acierto a llamar intuitiva, aquella imagen tan «fraternal» del Rey cavando no acababa de tranquilizarme-. ¿Y qué más se está preparando para tan importante día? — pregunté sin hacer mucho caso a mi intuición y con mi mejor sonrisa.

— Es increíble–respondió Lameth con ojos chispeantes-. Lo nunca visto. La ciudad entera trabaja día y noche: nobles, pescaderas, tenderos, curas, estudiantes, prestamistas, actores, prostitutas, banqueros… El que no tira de la carretilla maneja el pico o la pala o acarrea sacos de arena. Allí estamos todos, Thérésia, los La Fayette, los Mirabeau, los Saint–Fargeau, ¡sólo faltas tú!

Confieso que no fui a los preparativos–la albañilería y la horticultura, aunque sean patrióticas, nunca fueron lo mío-, pero desde luego sí estuve en la fiesta. Y acudí vestida «a la ciudadana», con la amplia falda a la moda y plumas blancas y azules adornando mi sombrero. La ocasión sin duda lo valía. Allí estaba tout Paris, como hubiera dicho madame Boisgeloup, desde el aprendiz más humilde hasta el más noble caballero. Me agradó comprobar además, al echar un vistazo al palco real situado a mi izquierda, que la Reina había elegido para la ceremonia un atavío casi idéntico al mío. Su traje era de un, quizá, demasiado aristocrático color burdeos, pero las plumas de su cabeza, en cambio, eran tricolores y tan revolucionarias como las mías.

El día había amanecido gris y amenazaba lluvia, pero nada pareció deslucir el gran acontecimiento, al menos al principio. Trescientas mil personas (quinientas mil según otros cálculos más optimistas) se dieron cita en el Champ de Mars, que lucía espléndido después de tantos preparativos. Reparé en que la mayoría de los presentes llevaba el llamado gorro frigio, que, según me explicó alegremente Blondinet, comenzaba a hacerse muy popular porque estaba inspirado en los bonetes que usaran antaño los esclavos romanos que lograban alcanzar su libertad. Vale la pena señalar además que dieciocho mil guardias nacionales, con mi amigo La Fayette al frente, tomaron parte en un gran desfile patriótico que dio paso más tarde a la celebración de una misa. Arriba, en el altar, tan bizarro como siempre y arrastrando con gran majestad su pierna tullida, pude ver a Talleyrand presto a oficiar misa acompañado en esta ocasión por sesenta capellanes, todos ellos sacerdotes constitucionales, naturalmente. El gesto de elevar los brazos durante la consagración me permitió percatarme por primera vez de que, en efecto, tal como se contaba por ahí, el jurado obispo de Autun no lucía bajo la casulla el alba blanca, como es habitual, sino una tricolor a juego con las escarapelas que campeaban en los sombreros o en las solapas de todos los presentes.

Fue más o menos hacia la comunión cuando empezaron a caer las primeras gotas. Algunos criados de la familia real intentaron entonces desplegar sus paraguas para proteger a los reyes, pero la muchedumbre protestó airadamente: «¡Nada de paraguas! ¡Queremos verles la cara!».

Me volví para mirar a los soberanos. El Rey estaba serio, con una gran escarapela tricolor posada en su sombrero como una incongruencia. Su cara era la de alguien que no sabe bien qué hacer o a quién mirar. Su ojos iban del pueblo llano engalanado a los ci–devant nobles (o, lo que es lo mismo, «los ex nobles»), que vestían de negro y parecían una procesión funeraria. Por fin, algo distrajo la atención del Rey y también la de todos los presentes.

Era La Fayette en su caballo blanco que se acercaba caracoleando hasta llegar al estrado. El llamado héroe del Nuevo Mundo no miró al Rey, tampoco a ninguno de nosotros; estaba demasiado inmerso en la representación de su papel de gran figura aclamada por la multitud. Descabalgó, subió las escaleras del escenario bellamente construido días atrás por los ciudadanos, incluido el Rey, y se dispuso a jurar fidelidad a la Nación, y a la Ley; juramento que fue coreado con júbilo por todos los presentes. Empezaba ahora a arreciar la lluvia, pero a nadie pareció importarle. En ese momento, La Fayette se acercó al Rey para ofrecerle que jurara también. Luis XVI miró primero al cielo y luego a María Antonieta, que tenía una gélida sonrisa en sus labios. Todos lo vimos vacilar e incluso llevarse la mano a la escarapela tricolor, como si aquello le estorbara o le ahogase. Por fin logró trocar el gesto en una especie de saludo tímido a la concurrencia y la muchedumbre prorrumpió en aplausos. Extendió entonces la mano. «Yo juro…», dijo, y a continuación sus palabras quedaron silenciadas por un gran trueno seguido de varios relámpagos.

Ahora sí que llovía a mares. Las bellas terrazas de tierra, tan naturales y bucólicas, empezaron a deshacerse como azucarillos en el agua. Las plumas de mi tocado hacía rato que se habían desmayado sobre mi cabeza, la gente corría en desbandada buscando cobijo y hasta Talleyrand, con sus albas tricolores, intentaba sin mucho éxito mantener cierta compostura, si no eclesiástica, al menos revolucionaria, a la hora de sortear los charcos.

Entonces fue cuando una voz a mi derecha dijo algo que me hizo girarme. Se trataba de un anciano caballero con peluca y librea, debía de tener lo menos setenta años y se resguardaba del viento y la lluvia con un gran paraguas verde, el denostado color de los nobles. «¿Ve usted, madame? — dijo señalando las nubes con un gesto burlón y sabio-. On dirait que le ciel est aristocratique».

Cuando por fin Alex, Félix y yo pudimos llegar, calados hasta los huesos, a nuestro carruaje y ya estábamos a buen recaudo, intenté comentar con ellos lo que había dicho el anciano. «¡En verdad se diría que el cielo es aristocrático!», dije, pero ninguno de los dos pareció ver gracia alguna en aquella ironía. Tanto Alex como Blondinet, con sus bellos rizos rubios chorreando agua, se robaban la palabra para admirarse de lo magnífico que estaba el Champ de Mars a pesar del diluvio, de la majestuosa entrada de La Fayette en su caballo blanco y de lo vistosa que había resultado la misa de Talleyrand, concelebrada con tantos sacerdotes jurados. Yo asentía a todo con la cabeza, pero lo cierto es que la forma en que aquel alarde de triunfo revolucionario había sido disuelto por una tormenta no podía por menos que hacerme cavilar. Mis amigos parisinos decían siempre que yo tenía algo de gitana y de adivina, que mi sangre española me permitía anticipar cosas que otros no veían. Los franceses siempre exageran el exotismo de los extranjeros: haber nacido en Carabanchel no aporta, desde luego, tantos poderes enigmáticos como nacer en el Sacromonte, que yo sepa, pero aun así debo decir que una cierta inquietud se había despertado en mi interior. Miré por la ventanilla intentando distraerme. Remontábamos ahora lentamente la Rue Saint–Honoré con nuestro carruaje rodeado de patriotas de toda edad y condición que, llenos de alegría, celebraban su nacimiento civil. Los gritos eran de júbilo, de entusiasmo en el futuro, de amor a la naturaleza y, sin embargo, entre sus voces fueron colándose poco a poco otras que coreaban una canción que nació esa misma tarde y que estaba destinada a ser, junto a La Marsellesa, un himno de la Revolución. Su nombre es Ça ira y dice así:

Ah! ça ira, ça ira, ça ira!

En dépit des aristocrates et de la pluie,

ah! ça ira, ça ira, ça ira!

Nous nous mouillerons, mais ça finira.

Aquella noche al llegar a casa abracé a Devin de Fontenay, mi marido, como no lo había hecho desde los primeros días de nuestro noviazgo.

— ¿Estás bien, Thérésia? — me preguntó con la frialdad que acompañaba siempre nuestras conversaciones, pero también con no poca extrañeza.

— Abrázame–le dije-. Abrázame fuerte, te lo ruego.

Él me miró con esos ojos suyos azules y helados en los que no brillaba hacia mí más afecto que el que se le tiene a un objeto propio y muy bello pero que ya no despierta emoción alguna.

— He intentado decírtelo muchas veces, pero tú preferías aceptar la visión ingenua de esos pisaverdes que te rodean y que se dicen tan «avanzados». De esos aprendices de brujo que coquetean con la libertad hasta que ésta se desata y lo arrasa todo. Lo que está ocurriendo en París… — dijo. Y a continuación dio rienda suelta a toda una serie de temores propios de la clase que él representaba, la de quien ha sido consejero real y, a pesar de un cierto coqueteo con los jacobinos, tiembla al oír hablar de patriotas y de escarapelas tricolores y de explosiones de júbilo. Habló de lo que estaba pasando en la calle. De la peligrosa contradicción que existía entre un pueblo que por mucha fiesta y mucha algarabía que hubiera, lo cierto es que no tenía pan que dar a sus hijos cuando llegaba a casa cansado de cantar Ça ira. También de lo fácil que era para las clases acomodadas dejarse engañar por las situaciones de euforia y del peligro de coquetear con las pasiones más sensibles del ser humano. Nuestra conversación de aquella noche fue paradigmática de lo que nos ocurría a todos por aquellos tiempos. Nos debatíamos entre la esperanza y la desazón, la euforia y el temor, mientras que el pueblo lo hacía entre la quimera y la desconfianza, la ilusión y el hambre. Un día todos pensábamos que, en efecto, Ça ira; es decir, que todo iría bien. Al siguiente no podíamos por menos que temer que la ilusión y el deseo de cambio de todos los franceses hubiera despertado a un monstruo cuya cara nadie conocía aún. ¿Sería verdad aquello que decía el señor Moratín de que el camino del infierno está siempre empedrado de buenas intenciones? ¿Y qué habría sido, por cierto, de mi buen amigo, el de los amores tristes, el de los buenos consejos?

Frente al optimismo desbordado de mis dos amantes y el pesimismo agorero de mi marido, yo echaba en falta el punto de vista ponderado y sensato de aquel viejo camarada que siempre acertaba en sus diagnósticos.

MALAS NOTICIAS DE MADRID

Ocasión tendría yo en los próximos días de recordar aún más al señor Moratín. Un par de semanas después de la gran fiesta de la Federación Nacional, dos cartas llegaron de Madrid. Una era de mi madre, la otra precisamente de don Leandro. El contenido de ambas era similar y, en una entre lágrimas y en la otra entre sabias reflexiones, se me comunicaba que mi padre había sido detenido y encarcelado. La primera que abrí fue la de Moratín; suerte que así lo hiciera, puesto que era mucho más clara que la de mi madre, trufada, como era habitual en ella, de quejas y sollozos.

La misiva de don Leandro rezaba así:

Querida niña:

El 25 de los corrientes el ministro Lerena ha ordenado la encarcelación del director del Banco de San Carlos y de la Compañía Real de Filipinas, vuestro padre. El ministro Lerena, viejo enemigo suyo, ha adoptado una disposición por la que consiguió acabar con la prosperidad de los dos establecimientos que él, vuestro padre, logró fundar.

La jugada maestra del ministro ha sido pasar una real pragmática que permite la importación de muselinas a España. Para justificar tal medida, hasta ahora prohibida, se expone que, en el estado actual de la economía, no es posible proporcionar surtido de muselinas suficiente por medio de las fábricas nacionales ni tampoco con las que se importasen de Filipinas. Tal aserto es completamente falso, puesto que los almacenes de la compañía de vuestro padre contienen cantidades de muselinas que bastarían para el consumo de cuatro o cinco años. Pero, al levantar la prohibición, la competencia que tuvo que aguantar la Compañía de Filipinas ha arruinado a la misma y, además, está causando al Banco de San Carlos pérdidas considerables, puesto que vuestro padre, para aliviar la situación y seguro de que sus importantes amigos cercanos al Rey intercederían en su favor, consideró oportuno trasvasar momentáneamente dinero del Banco a la Compañía.

Triunfa así el espíritu vengativo de los enemigos de vuestro padre a pesar de que, como ha señalado en una amable carta el conde de Floridablanca, buen amigo suyo, «Cabarrús ha sufrido una anulación sin límites y la inquina de un partido contrario y formidable que ha trabajado y trabaja por destruirle y destruir todos sus proyectos». Sea como fuere, querida niña, y a pesar de sus buenas palabras, nada ha hecho el conde hasta el momento por evitar la caída de vuestro progenitor, que se encuentra ahora prisionero en el castillo de Batres acusado «de realizar extracciones ilícitas de plata y ser el responsable de las dificultades del Banco de resultas de sus malversaciones».

La carta continuaba relatando cómo mi madre y mis hermanos iban a ser prontamente desterrados a Valencia, desde donde pensaban escribir al Rey suplicando que les fuera permitido trasladarse a Bayona para allí, cerca de la familia de mi padre, poder seguir viviendo con «una cierta economía por haber sido desposeídos de todos sus bienes».

Se me nublaron de pronto los ojos. Yo sabía que los negocios de mi padre habían bordeado siempre el abismo, la ilegalidad, tal como ocurre con todos los emprendedores osados. También tenía alguna noticia (o, dicho con más exactitud, alguna sospecha) de sus otras actividades secretas, aunque desconocía de qué índole podían ser. Como, por ejemplo, las tan misteriosas que los trajeron, a Moratín y a él, a París poco antes de mi boda. No obstante, de ahí a pensar que llegaría un día en que tuviera que enfrentarse a la cárcel, el oprobio y la ruina mediaba un mundo. Y sin embargo ese día había llegado, era evidente que se trataba del fin de sus sueños y también de los de toda mi familia.

Estuve llorando a solas hasta que me dormí. No deseaba compartir con nadie mi pena. Ni con mis amantes, que pensaban que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, ni por supuesto con mi marido, que no veía más que oscuros nubarrones por todas partes. Temía además que Fontenay, al saber de la suerte de mi familia, recordara de pronto cierta cláusula de nuestro muy «romántico» contrato matrimonial. Por él, mi padre se había comprometido a abonarle, además de la cantidad inicial de cuatrocientas mil libras, otras cien mil pagaderas en diez años sin intereses. Ahora que la ruina hacía imposible tales pagos, ¿qué impedía, me preguntaba yo, a Jean–Jacques volverse contra mí? No había amor entre nosotros, sólo conveniencia, y el yugo matrimonial lo llevábamos cada uno repartiendo su peso con terceras personas (con cuartas en mi caso). La infidelidad y el adulterio, lo sabía yo muy bien, son un delicioso juego al que sólo pueden jugar las mujeres adineradas. A mis escasos diecisiete años aún sin cumplir, el cínico mundo de los adultos me había enseñado esta lección: una dama rica que tiene amantes es una gran dama, una mujer pobre que los tiene no es más que una furcia.

***

Al día siguiente, cuando ya había llorado todo lo que podía llorar, tuve que enfrentarme a mi vida de siempre. Tal vez en las calles y en la campiña francesas se pasara hambre y estrechez, pero en los salones elegantes de París, los aprendices de brujo, tal como los llamaba mi marido, seguían reuniéndose y discutiendo los asuntos de alta política que tanto entusiasmaban a todos con el ánimo de arreglar el mundo y salvar a Francia. Y mis salones tenían que abrirse aquella tarde como cualquier jueves para recibir a lo mejor de cada casa: a los jacobinos, por ejemplo, a quienes todos consideraban los más osados y exaltados y cuyo nombre provenía del convento ahora vacío en el que solían reunirse. También a los amigos de Mirabeau, que, de momento, apoyaban incondicionalmente al Rey. A los de La Fayette, los más optimistas. Igualmente a los que más tarde se conocería como girondinos, reflexivos y ponderados; en definitiva, a todos los padres de esta nueva patria que tantos padres tenía. Debía yo poner por tanto al mal tiempo buena cara y evitar que se notaran mis tribulaciones, mi noche sin dormir, mis muchas lágrimas; tenía, a toda costa, que disimular, fingir y, sobre todo, sonreír, siempre sonreír.

Mientras elegía para la noche uno de mis más bellos vestidos de muselina blanca, comencé de nuevo a llorar en silencio. ¿Qué sería ahora de mi padre y de mi familia? ¿Qué sería también de mí lejos de ellos, sin dinero y en tiempos de tantas mudanzas? La suave caricia de la tela me hizo pensar entonces en la gran ironía de ciertas cosas. Muselina era el tejido que María Antonieta, siguiendo una moda importada de las Antillas francesas, había introducido en todas las cortes de Europa. La que nos hacía parecer bellas, despreocupadas, naturales. Y dicha tela, o lo que es igual, su importación para que todas estuviéramos así de bellas y naturales, era también la causante de la ruina de mi padre, según rezaba la carta del señor Moratín. ¿Podría yo mantener en secreto mi desgracia? ¿Lograría evitar que la noticia de la encarcelación llegara a oídos de mi marido? Por un momento esa idea me llenó de esperanza, pero inmediatamente tuve que rechazarla. Jean–Jacques tenía buenos contactos con la embajada de Francia en Madrid, por lo que la noticia, si no le había llegado ya, no tardaría en arribar y mi silencio no haría más que empeorar las cosas.

— ¿Estáis bien, madame? — Frenelle, mi criada, me miraba con preocupación.

Yo, hasta entonces, nunca había sido partidaria de compartir mis secretos con nadie, ni siquiera con mi buena Frenelle. Las dos teníamos aproximadamente la misma edad y, gracias a ese extraño fenómeno que se produce a menudo entre dos personas que conviven de forma estrecha, nos parecíamos mucho físicamente, lo que iba a serme de gran utilidad corriendo el tiempo. Más que criada y señora éramos cómplices en muchas cosas. Sin embargo, una esposa infiel (Dios mío, qué peligrosa sonaba ahora esa expresión que antes fuera tan frívolamente deliciosa), una esposa infiel, digo, si es inteligente, aprende pronto que es preferible mantener a sus criados más próximos en la mayor ignorancia. Si son leales, no podrán dar información por mucho que se les conmine, y si son infieles, su ignorancia los convertirá sin duda en los mejores y más convincentes testigos de nuestra inocencia.

— No es nada, Frenelle–le dije-. Acércame ese camafeo que tú sabes, creo que hoy voy a necesitar llevarlo cerca de mi corazón.

Habían pasado casi cuatro años desde la partida de mi amor Jean–Alex Laborde para América, pero aun así yo seguía pensando en él. El tiempo es un gran escultor, dicen, y yo por mi parte había descubierto cuánta verdad hay en esa afirmación por el modo en que había cincelado y engrandecido la figura de mi querido Laborde. Por eso recurría a su silhouette en forma de camafeo cada vez que necesitaba sentirme amparada o debía acometer una empresa difícil. Esa noche lo abroché por tanto en el interior de mi corpiño mientras terminaba de vestirme con la ayuda de Frenelle y a continuación me detuve para comprobar el resultado en el espejo. Estaba muy bella, para qué negarlo, pues la muselina es una tela que favorece especialmente a las que, como yo, tenemos curvas. Comprobé también que mis ojos no delataban demasiado mi preocupación y por fin, apretando contra mi pecho la imagen de Jean–Alex, me dispuse a bajar la escalera.

Mi hija María Luisa, que tanto me ayuda (y apremia) con la redacción de estas memorias, apareció el otro día con un recorte tomado de una vieja revista en la que un testigo de la época narra la escena que se desarrolló al entrar yo en la sala en la que estaban reunidos nuestros invitados. Es curiosa la diferencia entre cómo se cuentan las cosas y cómo las vive uno. Rara vez coinciden ambos relatos, pero a mí me encanta cuando tengo la posibilidad de ver una misma situación desde dos puntos de vista. Por eso creo que es interesante que transcriba lo que ese testigo narró y que luego explique cuáles fueron mis razones para actuar de tal modo.

«De repente se abre la puerta y la dueña de casa, madame de Fontenay, aparece precipitada y convulsa. Lleva el bellísimo pelo oscuro suelto sobre los hombros y éste le llega hasta la cintura, como si fuera una salvaje y muy hermosa amazona. El traje de muselina blanca que viste se abre brevemente para dejar entrever el nacimiento de sus jóvenes senos, redondos, perfectos. En la sala se detienen las conversaciones, cesa la música y todos la miran sorprendidos. Teresa mira a su alrededor y, al descubrir entre los invitados a La Fayette, inmediatamente va hacia él.

— Ciudadano general… — le dice tendiendo hacia él sus manos en un claro gesto de súplica mientras las lágrimas corren por sus mejillas de virgen dolorosa-. Ciudadano general, ¡prestadme cien mil de vuestros guardias nacionales para ir a liberar a mi padre, preso en España!

A continuación, Teresa, y ante la severa mirada de su marido, no tarda en desgranar su historia y todo el mundo queda estupefacto. ¿Cómo es posible?, se escandalizan los presentes. ¿Preso don Francisco Cabarrús? ¿El director del Banco de San Carlos y de la Compañía Real de Filipinas? ¿El riquísimo banquero cuya fortuna es la envidia de toda España? ¿Qué oscuros intereses, qué intrigas palaciegas han podido causar tan gran injusticia? Ahora, varios caballeros y no pocas damas se dan en consolar a la bella mientras que el marqués de Fontenay, al que la noticia ha tomado por sorpresa, se afana en leer la misiva que su esposa le extiende. En esa carta llegada desde Madrid se da noticia de cómo el excelente súbdito francés que tanto ha hecho por mejorar el esclerótico sistema financiero español ha dado con sus huesos en la cárcel.

Se escandaliza aún más la concurrencia con dichos detalles. Alguien muy principal comenta indignado cómo un atropello de tal naturaleza sólo podría acaecer en un lugar retrógrado y absolutista como es España, donde no ha llegado aún y posiblemente nunca llegue la luz del progreso. Una dama se vuelve entonces hacia La Fayette e invocando la procedencia francesa de Francisco Cabarrús conmina al héroe a que preste oídos a lo que Teresa, en un arrebato de hija desesperada y valiente, acaba de solicitarle.

— ¡Invasión! — grita y su voz es coreada por varios-. ¡Que nuestros bravos guardias nacionales marchen sobre Madrid para dar una lección a esos ignorantes españoles!

Se hace un nuevo silencio expectante. La bella Teresa está aún más bella si cabe reclinada su cabeza sobre suaves almohadones mientras espera la reacción del héroe. Pero La Fayette, que tiene la prudencia de los que ya están en el poder, calma a los exaltados con frases apaciguadoras mientras prodiga a la dueña de casa las más tiernas palabras.

— Sabed, señora–dice-, que nuestro corazón y nuestro aliento son vuestros para siempre. Y, tras estrechar la mano de Fontenay, se despide de todos prometiendo «seguir de cerca los acontecimientos».

***

Todo lo narrado aquí es verdad punto por punto, así tuvo lugar la escena. Y digo bien «escena», puesto que, en el gran tinglado de la farsa que era el París de entonces, yo, a mis dieciséis años, acababa de ofrecer al público una de las primeras representaciones teatrales de las que más tarde sería maestra: «¡Ciudadano general, prestadme cien mil de vuestros guardias nacionales para ir a liberar a mi padre, preso en España!». Aún hoy sonrío al recordar mis palabras. Con ellas y con el espectáculo de mis cabellos al viento y de mis ojos arrasados en llanto presentaba yo una romántica estampa, sin duda muy del gusto de la época. Como ya he dicho, no soy amiga del llanto y lo prodigo poco, pero siempre he sabido fingirlo muy bellamente. Además, tengo observado que las lágrimas de las mujeres que son de natural risueño, como yo, resultan mucho más conmovedoras que las de las damas lloronas. Así se lo intenté explicar en varias ocasiones a mi gran amiga Josefina de Beauharnais durante nuestros años de intimidad, pero la futura emperatriz de Francia nunca siguió mi consejo. En cualquier caso, tampoco le fue nada mal con sus llantos, sollozos e hipidos, hay que reconocerlo. Su entregado esposo, Napoleón Bonaparte, siempre consideró aquellos melindres trés sensibles, trés romantiques.