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Por otro lado, como ya he apuntado en un capítulo anterior, la noche del 14 de julio, y ajeno a la trascendencia de todo lo que acababa de ocurrir, el buen rey Luis en su diario privado y como comentario del día escribió sólo una palabra: rien. Y yo, por mi parte, en mi casa de Fontenay–aux–Roses, a escasas leguas de París, me fui a dormir muy enfadada con mis dos amigos, Félix y Alex, por haber arruinado mi merienda campestre. Era el inicio de la Revolución francesa, pero (casi) nadie se dio cuenta. Y es que entre los revoltosos que tomaron la Bastilla no estaban, desde luego, los nobles que habían decidido afiliarse al Tercer Estado, ni por supuesto Alexandre Lameth ni Félix Lepeletier. Tampoco ninguno de mis dos amigos estaría entre aquellos que ahorcaron a Foullon de Doué, controlador general de finanzas, colgándolo de la lanterne los días siguientes, y sin embargo, lo cierto es que, sin saberlo, tanto Blondinet como Alex, como todos los demás reformistas, acababan de firmar un invisible pacto con los revoltosos. Más tarde se diría que un solo vistazo a la actitud de ese nuevo aliado debería haber bastado a los seguidores de La Fayette, a mis amigos y al resto de los reformistas para darse cuenta de que aquella masa enardecida era algo más que un simple ariete que utilizar a conveniencia contra el poder real y que, tarde o temprano, acabarían reclamando los derechos que creían haber adquirido con su lucha callejera. Sin embargo, en ese momento, los reformistas no veían nada de todo esto y se consideraban vencedores de jornada tan singular.
Por su parte, el Rey, tras la toma de la Bastilla, se vio obligado a colocar a Bailly, el cabecilla del juramento del juego de Pelota, en el cargo de alcalde, y a La Fayette en el de comandante de la Guardia Nacional, un cuerpo que, a partir de ese momento, pasó por cierto a vestir los nuevos colores del pueblo: rojo, blanco y azul. De ahí en adelante, tanto Luis XVI como su familia tuvieron que aceptar además el uso de la escarapela tricolor, símbolo de los nuevos tiempos. El Rey se vio conminado a lucirla en su sombrero en los actos públicos, y María Antonieta, por su parte, en el tocado o en el pecho. Acababa de nacer así una nueva era para Francia y, al menos en apariencia, todo el mundo le daba la bienvenida. Eran días de gran júbilo.
DANZANDO AL BORDE DEL PRECIPICIO
La toma de la Bastilla no impidió, desde luego, que la buena sociedad continuara con sus fiestas. Es cierto que en ellas se hablaba ahora menos de amor y más de fraternidad, menos de placer y más de igualdad, menos de liberalidad y más de libertad, pero aparte de estos detalles, apenas se notaron cambios. Mi marido, Jean Devin de Fontenay, por ejemplo, continuó con su rutina de jugar a las cartas, y yo con la mía de brillar en los salones. Y es que por aquel entonces mis fiestas comenzaron a hacerse famosas en París. No sólo por las personas que a ellas acudían, sino sobre todo por mis cuidadas mises en scéne. La expresión puede ahora parecer frívola y baladí, pero desde luego en aquella época era algo de suma importancia puesto que la Revolución francesa fue, además de todo lo que ya sabemos de ella, un movimiento en el que la estética, la escenificación y, desde luego, la teatralidad jugaban un papel sumamente relevante. Así, hay que decir que, desde los primeros días de su triunfo, se comenzó a cultivar todo lo que tuviera un aire clásico que recordara a la antigua Roma, espejo en el que se miraban los revolucionarios. Entre los oradores en la Asamblea Constituyente, por ejemplo, se estilaba imitar a los tribunos romanos y declamar imitando sus poses, sus expresiones. Incluso muchos de ellos, como Mirabeau, comenzaron a recibir lecciones de actores famosos para dominar mejor la escena. Todos querían emular aquellos viejos y gloriosos tiempos pretéritos que se consideraban el cénit de la civilización y del progreso. Los escultores, por su parte, y también los pintores, como Jacques–Louis David, procuraban imitar la composición y los temas clásicos, como en aquel famoso cuadro, El juramento de los Horacios, que se convirtió en todo un símbolo de los atributos de la nueva era.
Yo, por mi parte, no tardé nada en sumarme a tan bella corriente estética y decidí hacerlo a mi modo. Por eso, a partir del verano de 1789, los invitados a Fontenay–aux–Roses eran recibidos a la entrada de la casa por hermosas muchachas que les entregaban dos rosas rojas (el color de moda) en recuerdo del nombre de la propiedad, y también en recuerdo de la forma en que en Roma se recibía a los vencedores.
Mi marido, que pertenecía aún al Consejo del Rey, aunque éste ya no se reunía, observaba con cierta inquietud las nuevas tendencias estéticas, y no digamos las reformistas. No obstante, como nada hacía presagiar lo que se avecinaba, por esas mismas fechas pidió (y le fue concedido) el título de marqués. Cuando pienso que dicho título–tan deseado por él y también, por qué no decirlo, por mí–nos llegó el mismo año de la toma de la Bastilla, no puedo menos que sonreír, pero era un síntoma más de lo que estaba pasando en Francia. Por un lado, los primeros émigrés o nobles atemorizados por los recientes sucesos comenzaban a huir hacia la frontera y aconsejaban al Rey hacer otro tanto y, por otro, a Fontenay, un típico representante de la adinerada nobleza de segunda fila, se le otorgaba un marquesado.
Poco habríamos de disfrutar de tan antirrevolucionario título, pero, mientras, lo cierto es que yo me dediqué a presumir de él casi tanto como mi esposo. Con dieciséis años todo lo que adorna es bienvenido; además, tener un título entonces no era obstáculo para ser considerado al mismo tiempo reformista. Al contrario, cada vez era mayor el número de nobles que, como ya habían hecho mis amigos Lameth y Lepeletier, se unían al Tercer Estado para apoyar la creación de una futura monarquía constitucional con mi viejo conocido el señor Mirabeau como paladín.
***
Sin embargo, antes de hablar de este gran hombre y de sus frecuentes visitas a Fontenay–aux–Roses, me gustaría consignar un hecho importante en mi vida: el nacimiento de mi hijo Théodore, dos meses antes de la toma de la Bastilla. Por aquel entonces, los pasquines que se dedicaban a vilipendiar a María Antonieta se ocupaban también con frecuencia de mi humilde persona, y uno de ellos se hizo eco de dos rumores que corrían por ahí. Uno de ellos afirmaba que Fontenay no podía ser el padre de la criatura; el otro, que yo no prestaba atención alguna al recién nacido.
A esto he de decir que el primero de los rumores es completamente falso; el segundo, en cambio, me temo que es cierto. En cuanto a la primera acusación diré que ahora que han pasado casi cincuenta años y que vivimos tiempos más avanzados, la gente se sorprende cuando se le cuenta que las mujeres de finales del siglo XVIII no teníamos demasiada dificultad en evitar embarazos no deseados. Existían, naturalmente y tal como han existido siempre, hombres, y sobre todo mujeres, hábiles en practicar lo que antaño se llamaba «una limpieza». Me refiero a parteros y comadronas que lograban pingües beneficios extra librando a las poco precavidas muchachas de aquello que les resultaba un estorbo. Pero existían, además, métodos muy eficaces para evitar llegar a tan penosa situación. A precio más que razonable se vendían en las boticas del Palais Royal, por ejemplo, distintos preparados tanto preventivos como abortivos. Eran estos últimos unos bebedizos repugnantes que debían ser ingeridos no más tarde de veinticuatro horas después de l'act d'amour provocando una colosal turbulencia interior; pero de su eficacia no puedo dar fe porque tuve la fortuna de no necesitar de ellos. De los primeros en cambio sí puedo hablar, y antes que nada he de decir que su composición y forma de aplicarse eran temas habituales de conversación entre nosotras, las damas, cuando los caballeros estaban ausentes.
Bien conocidas por sus beneficiosos efectos eran, por ejemplo, las irrigaciones (siempre antes de l'act passionnel, naturellement) a base de vinagre de sidra o de jerez. Algunas damas aconsejaban el uso de preparados de limón mezclado con telaraña, o–más inmundamente aún–los de limón y vinagre mezclados con excremento de paloma, que tenían fama de ser infalibles. Yo, por mi parte, prefería el uso del vinagre de mi patria, pero debo decir que tuve suerte de contar con una protección adicional, proporcionada por mis partenaires, puesto que, tanto Félix Lepeletier como Lameth, eran fieles admiradores de ese famoso libertino conocido como Giacomo Casanova y utilizaban su «método». Y es que por aquel entonces se hablaba mucho de cierto artilugio usado por tan gran conquistador de damas y que había sido pergeñado por un higienista inglés de nombre Mr. Condom. Lo cierto es que yo, la primera vez que tuve que vérmelas cara a cara con aquel «método», no pude evitar un estremecimiento. Y es que éste consistía en que, en plena euforia, mi buen Blondinet o mi bello Alex debían detener l'act passionnel para colocarse una funda o vaina.
El espectáculo en sí era ya muy poco galante por lo difícil que resultaba ajustar a su membre viril aquel artilugio semitransparente, de textura gomosa y del color de la orina. Pero lo peor fue cuando me enteré por Blondinet de que dicha vaina estaba confeccionada con tripa de gato. «Vraiment! — le dije a Alex la segunda vez que intentó calzarse aquello mientras yo miraba al techo y contaba ovejitas-. ¡No me caen muy simpáticos ni tu ídolo el señor Casanova ni ese inglés, mister Condom! ¡C'est dégueulasse vuestro método!». Sí, en verdad era bastante repugnante aquello, sin embargo, Alex, que siempre estaba en competición con Blondinet para ser quien más me complaciera en todos los terrenos, me maravilló un día con una mejora sustancial en materia de vainas.
— ¿Ves? — dijo, enseñándome una cajita de metal bellamente labrada-. Éstos no son como los demás «artilugios».
Sacó entonces un monsieur condom de su cajita y lo puso en mi mano. Di un respingo, naturalmente, pero al punto noté que aquello tenía otra textura. Parecía menos rígido que los que usaba Blondinet, y de un color más claro.
— ¿Es un nuevo invento? — pregunté-. ¿Ya no tendrás que luchar tanto por enfundarte esta vaina? ¡Espero que hayan descubierto algún material más noble con que confeccionarlos que la tripa de gato!
Alex rió, tenía una risa deliciosa que siempre me hacía sentir la necesidad de besarle la nariz.
— Me temo–dijo–que la materia prima es la misma, querida mía, y la dificultad de colocación similar, pero estos «artilugios» tienen, al menos, un toque francés.
Entonces me explicó que el práctico invento de Mr. Condom que tanto había ayudado a popularizar el señor Casanova había sido mejorado sensiblemente por otro gran artista, monsieur Fargeon, maestro perfumero famoso por ser el proveedor de María Antonieta (de perfumes, se entiende). Por lo visto, tan gran artista había decidido aromatizar los «artilugios» con eau de citron, lo que les daba no sólo un perfume agradable, sino, lo que era aún más conveniente, una suavidad tanto más soportable para las damas.
— Ahora sólo me queda una duda–le dije a Alex-. ¿Esta funda de gato es de un solo uso, tesoro? Por lo que más quieras, júrame que sí.
Si he relatado estos detalles íntimos de mi vida no es, lo aseguro, por un malsano afán exhibicionista o impúdico. Me mueve tan sólo el deseo de contar una parte importante de la vida de las mujeres de entonces que rara vez sale a la luz. Temo por un momento que mi hija María Luisa, que es quien me ha empujado a escribir estas memorias, decida omitir las anteriores líneas para una eventual publicación una vez que yo haya muerto, pero aun así no seré yo quien se autocensure. Quede ahí pues mi testimonio; bien sabe Dios que cosas aún más indiscretas contaré más adelante. Aunque, al no ser de carácter moral o sexual, posiblemente pasen con más holgura por las horcas caudinas de la censura filial, siempre tan severa.
***
Sin embargo, no es de mi hija María Luisa, la menor de mis diez hijos, de quien toca hablar ahora, sino de Théodore, el mayor. Y si he contado con tanto detalle los métodos anticonceptivos que usábamos entonces es para afirmar con rotundidad que mon petit Théodore, nacido en 1789, era hijo de su legítimo padre. Jean–Jacques Devin de Fontenay, mi marido, a pesar de sus cada vez más largas partidas de cartas y de sus injustificadas ausencias de casa, seguía, por el momento, cumpliendo con sus deberes maritales. Tal vez no con la frecuencia de los primeros meses y, desde luego, no con gran entusiasmo, puesto que tenía otros lechos que le resultaban más acogedores que el mío, pero sí con cierta regularidad. Era hombre metódico hasta para eso, y nuestra nuit d'amour era los miércoles, la víspera del día en que se recibía en casa. Así, la poca pasión que sentíamos el uno por el otro quedaba compensada con alguna visita extramatrimonial del día siguiente.
Había, sin embargo, además de la habladuría infundada de que Théodore no era hijo de Jean–Jacques, otro rumor sobre mi persona que corría por ahí y que ya he apuntando someramente más arriba. Me refiero a mi indiferencia respecto del niño. Mucho me temo que, al contrario que el primero, éste sí esté fundado, y ahora que se acerca mi muerte y con ella el momento de dar cuenta de mis actos al Todopoderoso, los remordimientos no faltan. Valga pues esta confesión pública que me dispongo a hacer a modo de expiación de un pecado que, hasta mucho más adelante, jamás turbó mi sueño. Me gustaría añadir, sin embargo, que, salvo para las lenguas de doble filo, es posible que incluso a los ojos de algunos testigos más benévolos yo pasara entonces por ser una madre joven y charmante. Al fin y al cabo, cumplí, por ejemplo, más que con creces con esa sagrada tarea que la naturaleza impone a toda madre: amamanté a mi hijo y lo hice durante nada menos que siete meses.
Sin embargo, la verdad–y yo me he propuesto en estas memorias no faltar a ella, aunque me sea adversa–es que lo hice no por amor maternal, sino simplemente porque estaba de moda. Y es que, tras muchos siglos en los que las mujeres de clase acomodada recurrían a amas de cría para saltarse el latoso trabajo de la lactancia, llegó de pronto el señor Rousseau. Y ya se sabe el ascendiente que entonces tenía el filósofo sobre la conducta de toda la llamada buena sociedad. Parte de su teoría de la vida natural y del buen salvaje pasaba por propugnar el retorno a ciertas costumbres olvidadas o consideradas de la clase baja, como la lactancia materna. Por eso, aun antes de que la Revolución trajera modernos e igualitarios valores, ya las damas de la sociedad gentil se vanagloriaban de amamantar a sus hijos incluso muchos meses más allá del tiempo en que los niños cortaban los dientes. Y no lo hacían por amor materno, me temo, sino porque era bello, porque estaba bien visto, porque era natural. Incluso algunas solían amamantar a sus vástagos en público, como si hacerlo a la vista del mundo fuera aún más maternal. Yo, desde luego, no me conté entre ellas. La hipocresía puede ser el sano «tributo que el vicio rinde a la virtud», como dijo mi contemporáneo La Rochefoucauld, pero yo nunca he sido partidaria de tan resbaloso doblez.
Mis mayores detractores podrán argumentar que he sido frívola, ligera y también exhibicionista, pero no podrán decir que tuve dos caras. No me parecían bien esas expresiones de «naturalidad» pública y nunca las practiqué. Amamanté a mi hijo, como ya he dicho, y lo hice durante muchos más meses de los que hubiera deseado. Pero lo hice llorando en secreto al comprobar lo que tardaba en comer un bebé y cómo, cuando acababa de hacerlo, ya había que volver a empezar de nuevo. Recuerdo también lo doloroso que es el proceso, sobre todo cuando el infante tiene ya dientes, y cómo se agrietaba el pecho estropeándose para siempre. Por eso no me duelen prendas en decir que no me gustó en absoluto la experiencia y que sufrí lo indecible al comprobar cómo me sangraban los pezones, lo que muchas veces me hizo maldecir la sensibilité reinante que me obligaba a ser tan natural como una vaca lechera. Nunca entendí, en realidad, el placer que otras madres dicen obtener de este acto, y si amamanté al pequeño Théodore durante tanto tiempo, fue, como he señalado, porque era lo que había que hacer.
Podría alegar en mi descargo que tenía entonces dieciséis años y muchos pájaros en la cabeza. Podría añadir que, si bien odié la lactancia, sí jugaba con mi hijo a menudo, lo vestía con esmero y lo llevaba a mis meriendas campestres como hacen las buenas madres. Podría poner muchas disculpas, pero lo cierto es que hacía todo eso con la misma dedicación (o falta de ella) con la que muy pocos años antes, apenas cuatro o cinco, jugaba con mis muñecas. De nada sirve justificarse ya. Lo único que me cabe añadir, aunque sé que dice poco en mi favor, es que el instinto materno no es algo que se me despertara de forma temprana en la vida, a diferencia–por cierto–de otros instintos igualmente básicos que sin sonrojo descubrí más tempranamente aún con mi muy querido Jean–Alex Laborde y que ahora practicaba sin sonrojo con mis amantes. A lo largo de mi existencia daría yo a luz a otros nueve hijos para los que sí fui madre entregada, responsable y cariñosa. Pobre Théodore; él, en cambio, creció demasiado solo.
***
Brillar, entretener, dar que hablar… a eso me dedicaba yo en cuerpo y alma por aquella época. Y si para brillar aún más había que adoptar ciertas actitudes revolucionarias acordes con los tiempos, como afiliarse a las nuevas corrientes políticas, ¿por qué no? Mi marido acababa de hacerlo sin excesiva convicción al club de los jacobinos, y yo, ahora, al escribir estas líneas, tengo ante mí un viejo carnet. Pertenece al llamado Club de 1789, cercano asimismo a los jacobinos, del que fui socia entusiasta. Se dice a menudo que la Revolución francesa supuso la primera irrupción de la mujer en la escena política, su salida de la esfera de lo privado para entrar de lleno en la de lo público. Se insiste mucho en que, desde las pescaderas que invadieron Versalles en octubre de 1789 a las matronas que tricotaban mientras veían rodar cabezas, pasando por las grandes damas que fueron guillotinadas por defender la libertad, como madame Roland o Charlotte Corday, todas nosotras fuimos protagonistas principales de tan bello y a la vez terrible sueño. Sin embargo, no es del todo cierto. Es verdad que desde el principio de la Revolución existieron incluso algunos clubs políticos para mujeres, pero la realidad es que fuimos una presencia sobre todo ornamental. Y vale la pena detenerse un instante ante el término que acabo de utilizar, porque el uso de la palabra «ornamental», cuando se habla de aquellos tiempos, no es tan baladí como podría parecer en otros momentos históricos.
Como ya expliqué someramente más arriba, por esas fechas todos, hombres y mujeres, vivíamos en lo que se podría llamar un gran escenario, en un magnífico tinglado teatral donde no sólo importaba lo que se hacía o decía, sino, sobre todo, cómo se hacía. En ese sentido, el gran maestro, el mejor representante de la estética revolucionaria, fue sin duda mi amigo (¿o debería decir sólo mi «conocido?») el señor Mirabeau. Como he señalado antes, yo no tenía especial simpatía por el gran tribuno debido al modo en que había tratado a mi padre. Fue él quien, en 1785, auspició (algunos dicen financió) la redacción de un demoledor folleto contra Francisco Cabarrús en el que se le acusaba poco menos que de «filibustero económico» por su innovadora idea de crear el Banco de San Carlos. Pero lo más grave para mí fue que, no contento con desprestigiarlo en lo profesional, en el mismo escrito Mirabeau se dedicó a atacarlo también en lo personal, contando las íntimas circunstancias de su apresurada boda con mi madre.
Durante nuestros primeros encuentros en casa de la condesa de Genlis, cuando me dedicaba a bailar el bolero en los salones alegrando los últimos días de lo que más tarde se llamaría el Ancien Régime, yo lo había tratado con una deliberada frialdad. Supongo que a él tal actitud por parte de una niña de trece años le debió de resultar graciosa, porque cuando nos volvimos a encontrar un par de años más tarde tras la caída de la Bastilla, me la recordó con una sonrisa: «Veo que los nuevos vientos que se respiran en París sientan a vuestra belleza mucho mejor que aquel aire mohíno que me dispensabais entonces», dijo, y yo no tuve más remedio que sonreír. Jamás he sido amiga de guardar viejas cuitas y tampoco lo era por aquellos tiempos, a pesar de mis cortos años. Además, Mirabeau era un hombre importante, de los más célebres de los nuevos tiempos que ahora alumbraban, y quién sabe, tal vez podría hacerle incluso cambiar de opinión respecto de mi padre. Hay que decir igualmente que por aquel entonces yo estaba descubriendo el gran poder de persuasión de mi mirada y también el de mi sonrisa. Cierto es que estaban de moda las lágrimas, que se consideraban un signo de gran «sensibilidad», pero Teresa Cabarrús fue una excepción a la regla. Mientras otras damas como madame de Staël o mi futura y gran amiga Josefina de Beauharnais ablandaban corazones con el torrente de su llanto, yo elegí hacerlo siempre con el cascabel de mi risa.
— Y dígame, señor Mirabeau, mi marido empieza a estar inquieto con los últimos acontecimientos. Yo, desde luego, no estoy de acuerdo con él, pero lo cierto es que se cuenta que en toda Francia hay disturbios, insurrecciones, y que ya se han quemado varios castillos. Dicen incluso que el hermano del Rey, el conde de Artois, así como el príncipe de Condé y otros muchos aristócratas, han huido de Francia. ¿No teme vuestra excelencia que el Rey haga un día lo mismo?
Este pequeño discurso mío estaba medido pulgada a pulgada. Yo no solía intercambiar con mi señor marido más palabras que las imprescindibles, de modo que sólo tenía una idea somera de cuál era su opinión sobre el momento político. Pero poner en labios de mi esposo cierta inquietud por la situación del país me permitía, por un lado, saber exactamente qué estaba pasando, y, por otro, cultivar una cierta aureola de dama á la page interesada por asuntos políticos y afín a los nuevos aires de igualdad. Además, el hecho de haber formulado la pregunta en el salón de casa, delante de mis invitados y durante una de mis cada vez más concurridas veladas, daba la posibilidad a monsieur de Mirabeau de lucirse ante tan selecto público desplegando todas sus artes aprendidas en el teatro, algo que a él siempre le proporcionó gran placer. Agradar a los invitados es sin duda la mejor garantía de que vuelvan, y ya saben ustedes lo útil que es el halago para una buena anfitriona. En cuanto a lo que a mí respecta, el que nuestra casa sirviera de lugar de reunión de todos los talentos emergentes de la época era mi más deseado objetivo.
— ¿Verdad, monsieur–dije bajando los ojos con la modestia que tanto place a los hombres-, que muy pronto se tranquilizará la situación puesto que Francia ha logrado, con la caída de la Bastilla, una gran e histórica victoria sobre el despotismo?
Mirabeau echó hacia atrás su formidable cabeza, esa que muchos comparaban con la del Sansón de la Biblia, y comenzó a hablar.
— Naturalmente, querida niña, y tened por seguro que los disturbios acabarán muy pronto. Al fin y al cabo, todo lo que buscábamos con ellos ya se ha conseguido: la Asamblea Nacional está elaborando ahora la nueva Constitución, el Rey lleva la escarapela tricolor, por toda Francia se están construyendo municipalidades del pueblo, y el pasado 4 de agosto se abolieron por fin los últimos y tan denostados vestigios del feudalismo, así como muchos derechos de los nobles. Por otro lado, el 26 de agosto, es decir, la semana próxima, pensamos alcanzar un nuevo logro trascendental: la proclamación oficial de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Vuestro marido, madame, es un perfecto necio si no se da cuenta de que todo está bajo control.
El resto de los presentes estalló en un cerrado aplauso. Y casi quien más aplaudía era La Fayette. Estaba espléndido esa noche ataviado con su nuevo y revolucionario uniforme. Mi amiga madame de Staël era de la opinión de que un hombre pelirrojo como él no podía llegar nunca a ser realmente apuesto, pero yo no estaba de acuerdo en absoluto. Además, La Fayette, al menos por aquel entonces, no se había sumado aún a la nueva moda de ir sin peluca y llevaba la suya corta, blanca y muy bellamente empolvada. Vestía por lo demás calzón blanco, botas negras hasta por encima de la rodilla y magnífica casaca azul con vueltas en blanco. En el sombrero, como todos por aquellos días, lucía orgulloso la escarapela tricolor.
— Juro que nunca hasta ahora–dijo aquella perfección de hombre–pueblo alguno ha logrado de forma tan poco violenta cambiar tantas cosas en tan poco tiempo. Juro que la historia recordará siempre este año de 1789 como el alumbrar de una nueva era, juro que…
***
En aquella época, y para completar la estética romana clásica de la que he hablado antes, era de muy buen tono jurar. A cada rato se juraban cosas: fidelidad a la Asamblea, lealtad a los principios, amor a la naturaleza, al cosmos y, sobre todo, fidelidad a la diosa Razón, esa que tanto veneraron Voltaire y Rousseau. También se juraba, y valga el dato, fidelidad a aquello que uno estaba a punto de traicionar, tal como haría, por ejemplo, su eminencia el obispo de Autun, muy pronto convertido en «ciudadano Talleyrand», cuyo curioso caso me apresuro a contar.
Y es que tenía razón La Fayette. El año de 1789 veía alumbrar una nueva era. A todos los cambios antes señalados, súmese además la marcha de los parisinos hambrientos sobre Versalles, que tuvo como consecuencia que el Rey abandonara su emblemático palacio y viniera a vivir a París. También las insurrecciones campesinas, la escasez y las crecientes y enormes dificultades por las que atravesaba el país y que amenazaban con un colapso económico. Y por fin súmese el contraste entre dichas dificultades y la euforia de tantos que creían estar cambiando Francia y por extensión a la humanidad en su conjunto. Fue tal vez la mezcla de euforia con las dificultades que acechaban la que propició que Talleyrand, una mañana de octubre de 1789, sorprendiera a propios y a extraños con una revolucionaria idea expuesta en el curso de un debate sobre la situación financiera. Vestido de seglar y con sólo una elegante y sobria cruz que denotaba su condición de prelado, el gran hombre anunció de pronto que la solución a la situación económica del país era muy sencilla y que estaba al alcance de la mano. Se trataba de hacer uso de una fuente de recursos inmensos, de una riqueza increíble: aquella que dormía en las incontables propiedades de la Iglesia. Con un aire de despreocupada indiferencia que hizo correr un sudor frío por la espalda de la mayoría de sus colegas prelados, Talleyrand sonrió antes de afirmar que «una vez recuperada para la nación tanta y tan baldía riqueza, podría ésta ser usada para paliar las grandes necesidades de nuestra patria». «Además–añadió-, es evidente que el clero no es propietario de aquello que tiene, puesto que lo que posee le ha sido dado, no para su beneficio personal, sino para el ejercicio de su cometido o función».
Así fue cómo activos por un valor de cuatrocientos millones de libras fueron incautados y puestos a disposición del Estado el 2 de noviembre. Una verdadera jugada maestra y–como decía el elegante obispo de Autun–muy sencilla de llevar a cabo. Sin embargo, y lamentablemente, tal como habría de ocurrir con la también esperanzadora supresión de los derechos feudales, la venta de las propiedades eclesiásticas no favoreció a los pobres, sino que vino únicamente a reforzar la preponderancia de las clases ya pudientes.
Febrero del año 1790, por su parte, vería además la abolición de todas las órdenes religiosas y la reorganización del resto del clero, que, a partir del mes de julio, pasaba a regirse a través de un nuevo sistema: obispos y párrocos debían ser elegidos como otros funcionarios públicos. De este modo, la Iglesia de Francia, la fille aînée de l'Église, se convirtió de la noche a la mañana en Iglesia nacional, desligándose de la autoridad del Papa. Todos los curas, a partir de ese momento, debían jurar lealtad a la llamada Constitución Civil del Clero, pero, a pesar de que la medida fue bien recibida en principio, sólo siete obispos, entre los que naturalmente se encontraba Talleyrand, se prestaron a dicho juramento. Nacían así dos tipos de curas: los constitucionales por un lado, y los refractarios o no jurados, que deseaban permanecer fieles a Roma, por otro. Lamentablemente, Francia, a pesar de los vientos revolucionarios, seguía siendo muy católica y muchos no entendieron la medida de Talleyrand, quien, dicho sea de paso, continuaba oficiando misa y bendiciendo a los fieles, pero ataviado ahora con albas tricolores blancas, rojas y azules confeccionadas, por cierto, en uno de los talleres de sastrería más selectos de todo París.
Han pasado desde este hecho que narro muchos años y, visto con la perspectiva que dan el tiempo y la vejez, puedo afirmar que tal vez fuera generosa e incluso cristiana en el más liberal sentido de la palabra su idea de incautar los bienes de la Iglesia y convertir a los sacerdotes en funcionarios, pero, como se verá más adelante, ambas decisiones tendrían graves consecuencias sociales en la Francia revolucionaria.
LE CIEL EST ARISTOCRATIQUE
Muchos autores, tan sesudos ellos, desdeñan hablar en sus libros de modas, peinados u otras fruslerías que consideran frívolas o demasiado «mujeriles». Yo, por mi parte, siempre he reivindicado la frivolidad, que me parece el mejor antídoto contra los rigores y desdichas de este valle de lágrimas; y, en cuanto a lo mujeril, qué quieren que les diga, soy mujer y me encanta serlo. Por eso, si unas páginas más atrás, al hablar de la toma de la Bastilla lo hice valiéndome del orinal del marqués de Sade, ahora, para narrar los muy serios acontecimientos posteriores a la toma de la prisión me dispongo a disertar sobre pelucas y libreas. Y es que, como se verá muy pronto, ambas prendas simbolizaban algo muy denostado y también contrario a los nuevos e imperantes aires de renovación; representaban los modos y modas del Ancien Régime, cuya ostentación e hipocresía decadente todo el mundo estaba de acuerdo en enterrar.
Como ya he señalado al principio de estas memorias, aun antes de los estallidos que habrían de cambiar Francia ya los fabricantes de pelucas se habían quejado al Rey de su situación: «Algunos caballeros, sire, empiezan a ir ahora con la cabeza descubierta y ello es un signo de indecoro manifiesto y una afrenta a Su Majestad», escribieron en una carta conjunta enviada a Luis XVI. Y en efecto lo era, puesto que el buen rey Luis siguió usando peluca y empolvando su cabeza hasta poco antes de que ésta rodara bajo la cuchilla de la Louisette. Por eso, y en contraste, en la Francia revolucionaria todos (excepto, curiosamente, el señor Robespierre, que siguió empolvando su cabellera hasta el día en que subió al patíbulo) comenzaron, de un día para otro, a ir con la cabeza descubierta. Y es que si, por un lado, prescindir de la peluca significaba una ruptura con el pasado y con la monarquía, por otro simbolizaba algo igualmente deseable: los aires de fraternidad y el deseo de asemejarse (aunque sólo fuera en la estética) al pueblo llano.
También la librea, prenda por excelencia de la clase alta, fue arrinconada por aquel entonces y debido a las mismas razones. La palabra librea en sí ya es reveladora: viene de livrée, es decir, «cosa librada o entregada al criado». Y es interesante señalar que estas casacas confeccionadas en seda o terciopelo eran usadas por los caballeros, pero también por los criados, hasta el estallido de la Revolución. A partir de ese momento, los caballeros la sustituyeron por otras chaquetas más simples y de tela oscura, como las que usaba el Tercer Estado. Prendas negras o gris oscuro que se acompañaban de calzón del mismo color y medias negras, lo que confería a sus portadores un severo (y en mi opinión inquietante) aspecto de aves de mal agüero. Tal indumentaria se completaba además con el uso en la mano derecha de un bastón que el caballero solía descargar en no pocas ocasiones, y «fraternalmente», sobre las costillas del obtuso criado para hacerle comprender que ahora era un ciudadano libre por lo que no debía seguir llevando la tan denostada y abolida librea.
Todos estos modos y modas masculinas se veían ahora pasear por el París posterior a la toma de la Bastilla unidos a la costumbre de las damas de imitar a las pescaderas no sólo en su forma de hablar, que se llamaba poissard, sino también en su atuendo. Rojo, azul y blanco eran los colores de todas las temporadas, invierno y verano, otoño y primavera, mientras que los vestidos se inspiraban en las anchas y burdas faldas de las mujeres del pueblo. El cabello masculino también seguía la moda de los que a partir de ese momento comenzaron a llamarse sans–culottes. Éstos llevaban el pelo largo hasta los hombros y gran bigote. En cuanto a la expresión sans–culotte, se refiere al hecho de que los hombres del pueblo no usaban pantalones a la rodilla, sino largos hasta los tobillos, atuendo que solía completarse con una chaqueta corta o carmagnole, gorro frigio rojo y zuecos. En cuanto a las tejedoras o tricoteuses, que tan famosas se habrían de hacer en la Revolución, creo que también merecen unas líneas. Desde el principio del nuevo régimen, las sesiones de la Asamblea de Representantes debían ser públicas y, para asegurarse la presencia del pueblo, la Convención pagaba cincuenta sueldos por día a las mujeres para que asistieran a dichas reuniones. Por decreto, a estas mujeres se las autorizaba a tejer durante las sesiones, y de ahí su nombre. Más tarde se harían tristemente famosas porque se les pagaría por insultar a los reos que eran conducidos a la guillotina. También ellas adoptaron muy pronto su particular atuendo revolucionario compuesto de gorro frigio y banda tricolor sobre sus vestidos de tela basta, que algunas damas imitaban en telas finas para «contribuir» así al espíritu igualitario de la época.
Coincidieron todas estas nuevas formas de vestir con otros hechos interesantes que iban a cambiar la forma de relacionarse las personas. Por aquel entonces, además de suprimirse todos los títulos nobiliarios (incluido, huelga decir, nuestro recién adquirido marquesado de Fontenay), desterrados quedaron también los decadentes «madame» y «monsieur». La costumbre era dirigirse los unos a los otros con un simple «ciudadana X» o «ciudadano Z», lo que facilitaba mucho la tan deseada confraternización. Incluso se erradicó el usted. A partir de ese momento todos comenzamos a tutearnos familiarmente para que nuestras vidas respiraran égalité y también fraternité. De este modo, por la calle la gente se saludaba sin conocerse, todos reíamos y, al menos en apariencia, Francia entera era una fiesta.