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— No lo entiendo, Blondinet–le dije ese día a Félix mientras paseábamos del brazo por el Palais. Era tan rubio y apuesto mi amigo que yo lo llamaba así, Blondinet-. Sí, tesoro–continué-. Para mí es un misterio que prefieras usar esas levitas negras y medias retintas antes que los trajes de raso bordado que llevabas hasta hace muy poco. No te voy a querer nada vestido de modo tan fúnebre, no te mereces ni un beso.
A Blondinet normalmente le encantaban esos tontos reproches infantiles míos hechos medio en broma medio en serio, pero esa vez ni se rió. Debía de tener la cabeza en otra parte, por lo que me vi obligada a insistir.
— Y tampoco estoy muy contenta con nuestras conversaciones. ¿Acaso creéis Lameth y tú que vengo a pasear por el Palais para que me habléis de política? ¿Qué pensáis, que pueden importarme esos cahiers de los que todo el mundo habla y que ni siquiera sé qué son?
Dije esto mientras miraba de reojo a mis amigos, y me di cuenta de que sus rostros no reflejaban ni la menor sombra de las sonrisas que normalmente solían alumbrarlos. Había, es cierto, una indudable excitación en ellos, pero ésta no parecía tener nada que ver con mi persona.
Mis admiradores más generosos, cuando hablan de mí, suelen atribuirme una inteligencia rápida y una visión bastante acertada de todo lo que se avecinaba en Francia. Yo agradezco sus halagos, pero debo desdecirlos. No creo tener la inteligencia tan aguda como la de otras mujeres notables de mi época. Desde luego, no poseo la de Germaine de Staël; ni siquiera la de madame Roland, futura alma de los girondinos, pero tengo en cambio eso que llaman instinto. Un sexto sentido animal, diría yo, para detectar, por ejemplo, cuándo cambian los vientos. Y sin duda eran muchos los vientos que estaban comenzando a rolar en aquella primavera de 1789. Por eso, esa tarde, mientras paseábamos por el Palais Royal, al ver la expresión de mis dos amigos decidí de pronto dejar a un lado las coqueterías banales que tan buenos resultados me habían dado hasta entonces con los hombres (y que tan buenos dividendos me iban a procurar también más tarde, dicho sea de paso) y cambié de estrategia. Si los tiempos requerían hablar de política, hablaría de política, ¿por qué no?
— Cuenta, tesoro, explícame bien qué son esos cahiers y por qué no se habla de otra cosa en toda Francia. ¿Es verdad que la convocatoria de los Estados Generales está motivada por los enormes dispendios de la corte? ¿Una vez más la culpa de todo la tiene Madame Déficit?
— Si por Madame Déficit te refieres, como hace todo el mundo, a la Reina, la respuesta es no–me contestó Félix aún muy serio-. Si por el contrario te refieres a la situación económica del país, la respuesta es el sí más decidido. Es muy fácil, Thérésia, echarle la culpa de todo lo que pasa en Francia a l'autrichienne, y la mayoría de las personas que conocemos así lo hacen, pero sería bueno que esas mismas gentes supieran que…
— Pero con seguridad–le interrumpí yo–no son las personas como nosotros las que contribuyen a divulgar que la culpa de todo la tiene María Antonieta. En todo caso serán los otros, los miembros de ese Tercer Estado del que tanto se habla últimamente quienes así lo hacen.
— ¿Ves las personas que pasean por esta galería, Thérésia? ¿Has observado la extraña mezcla que forman? Por aquí pueden verse a marquesas que secretean junto a caballeros burgueses; burgueses que se ríen a carcajadas compartiendo platea con el pueblo llano en los teatros, y luego están las damas de la corte, entre las que ahora es moda hablar como pescaderas; o los médicos y abogados, que se visten como clérigos; y los clérigos, que parecen abogados…
— Sí–respondí yo, riendo-; incluso tú, Félix Lepeletier, vestido así todo de negro como un cuervo, pareces un chupatintas, por no decir algo peor.
— Es el signo de los tiempos, Thérésia. En Francia existen tres estados, pero ya no están claramente diferenciados como antes. Incluso una buena parte de los aristócratas del Primer Estado están pensando en pasarse al estado de gente común, para desde allí poder modificar mejor este viejo régimen que hace agua por todas partes. Son necesarios muchos cambios en el país y no se puede confiar ni en el Primer Estado ni en el Segundo, esto es, ni en los aristócratas ni en los curas, para que lo hagan. Somos cada vez más los que creemos que sólo será posible reformar Francia desde el Tercer Estado.
***
Yo entonces no entendí a qué se refería con esas palabras ni por qué los nobles iban a renunciar a sus privilegios para alinearse junto al pueblo llano. Más tarde aprendería que muchos de esos nobles que presumían de avanzados eran los que más abogaban por renovar las viejas estructuras y lo hacían con mucha más insistencia que las clases inferiores. Deseaban reformar la educación, por ejemplo; también conseguir la igualdad de todos ante la ley, suprimir la censura y las tan arbitrarias lettres de cachet. Incluso la mayoría, y a pesar de que en principio la medida parecía ir en contra de sus intereses, abogaba por cambiar todo lo referente a temas fiscales. Según ellos, había que racionalizar la imposición y recaudación de impuestos de los que esos mismos nobles estaban exentos. Impuestos que, en gran parte de Francia, se cobraban de forma ineficaz y sobre todo fraudulenta por parte de recaudadores privados. Por lo visto, el Rey había intentado cambiar estas viejas estructuras desde hacía años, pero a finales de los ochenta la impopularidad del Gobierno era tal que ya no podía capitanear dichas reformas.
Aun así, o tal vez precisamente por eso, el deseo de cambio era tan generalizado que todos dieron la bienvenida a la convocatoria de los Estados Generales como modo de lograrlo. En realidad, en el año anterior al estallido de la Revolución, Francia entera estaba de acuerdo en que la única solución era recurrir a una gran asamblea, y por eso en todo el país había comenzado una actividad febril para redactar aquellos famosos cahiers con sus propuestas sobre qué había que cambiar en Francia. Lamentablemente, y como han señalado todos los estudiosos de este período, cuando son muchas y de distinto signo las fuerzas que desean un cambio a veces todo salta por los aires. Los ingleses, por ejemplo, hacen un bonito juego de palabras para explicar las causas del estallido que estábamos a punto de vivir en Francia; ellos dicen que «anger and hunger» fueron la causa del comienzo de la Revolución: «Enojo y hambre». El enojo era el de todos los que no se ponían de acuerdo sobre cómo cambiar las cosas; el hambre, la que sufrían innumerables franceses después de las penurias vividas por las heladas, las riadas y las sequías.
Así, en los primeros meses de 1789, mientras los reformistas escribían sus cahiers discutiendo sobre si la culpa de todos los males la tenían unos u otros, galgos o podencos, comenzaron a producirse a lo ancho y largo del país distintas revueltas. En abril y mayo, por ejemplo, tuvieron lugar varios ataques a los carromatos que transportaban el grano, lo que a su vez produjo más escasez y hambruna. En París, por su parte, se produjeron unos altercados que acabaron con decenas de muertos y un número aún mayor de heridos. Tal era el estado de cosas, que lo sucedido a continuación en junio y julio fue, si no inevitable, al menos previsible.
Cuentan que en la apertura de los famosos Estados Generales y al no ponerse de acuerdo los distintos miembros sobre la forma en que habían de efectuarse las votaciones, el Tercer Estado se constituyó en Asamblea Nacional, esto es, se separó de los otros dos estados para actuar por su cuenta. En los días siguientes, además, diversos miembros reformistas del Primer y del Segundo Estado decidieron unirse a ellos. El Rey entonces reaccionó con dureza prohibiéndoles la entrada al lugar de reunión, lo que tuvo como consecuencia que los expulsados decidieran congregarse aparte, en un local en el que se jugaba a la pelota. Allí, bajo la presidencia del astrónomo Jean Sylvain Bailly, los delegados rebeldes se comprometieron a no disolverse hasta dar a Francia una Constitución. La posteridad conoce este hecho como el juramento del juego de Pelota.
— ¡Y deberías haber visto lo que fue aquello, Thérésia! ¡La esperanza y la ilusión brillaban en los ojos de todos nosotros, los reunidos en aquella sala sin distinción de clase ni de creencias! Sí, codo con codo, unos y otros, unidos todos por una misma convicción, por un mismo entusiasmo. Éramos multitud, pero seremos aún más de día en día. ¡Francia ha cambiado, Francia es otra!
Estas palabras, y otras con las que se describía lo ocurrido en tan históricos momentos, las pronunciaron Lameth y Lepeletier apenas unos días después de nuestro paseo por el Palais Royal. Nos encontrábamos esta vez en nuestra casa campestre de Fontenay–aux–Roses, merendando sobre la hierba. Yo había hecho traer de la ciudad un nuevo invento, una máquina que hacía helados a base de revolver leche con vainilla sobre un recipiente lleno de hielo picado, lo que era un lujo caro puesto que había que traer el hielo de las nieves perpetuas y con mil precauciones. Mis amigas y yo nos habíamos puesto para la ocasión nuestros mejores vestidos de muselina y los más hermosos sombreros de paja, pero nuestros acompañantes masculinos no parecían apreciar tan hermosos detalles. Hasta Blondinet tenía la cabeza muy lejos de mí en esos momentos. ¿Y Lameth? Peor aún. Según me dijo en un aparte en que intenté tomarle de la mano, muy pronto Félix y él tendrían que dejar de acudir a mis reuniones porque era mucho y muy trascendente lo que estaba ocurriendo en París.
— Así que todo esto ha empezado porque os reunisteis a jugar a la pelota–comentó Marianne Calmet intentando fingirse interesada. Mi amiga Marianne siempre había tenido un talento innato para robar la atención de los hombres de temas tediosos y devolverlos al delicioso terreno del flirteo-. Con lo que a mí me gusta el juego de pelota… ¿Puedo ir con vosotros la próxima vez? — insistió acompañando la petición con la que a mí me pareció la más adorable e incitadora de las sonrisas.
Pero ni Félix ni Alex ni ninguno de los otros caballeros presentes parecieron siquiera oírla. Hablaban entre ellos, se robaban la palabra:
— Y lo peor de todo–decían–fue la orden del Rey de mandar a sus guardias de corps para que disolvieran violentamente la reunión. Lo único que consiguió con esa medida fue que varios de nosotros, con La Fayette a la cabeza, nos opusiéramos espada en mano. Daría cualquier cosa por ver la cara que puso el monarca allá en Versalles al enterarse de la noticia. ¿Qué habrá dicho ese gordinflón que ni siquiera es capaz de poner orden en su casa y hacer callar a su mujer? Y por cierto, ahora que la mencionáis, ¿cómo creéis que habrá tomado Madame Déficit los recientes acontecimientos?
— Yo–intervino Marianne con calor–ignoro qué habrá hecho o dicho Madame Déficit, pero sí os puedo decir qué habría hecho yo en su lugar: urgir a mi marido a hacerse respetar. No parece buen síntoma eso de que los nobles, espada en mano, impidan a la guardia real realizar su cometido, aunque éste sea dispersar a los miembros del pueblo llano. Dios mío, ¿qué puede ocurrir a continuación?
— Pues os diré lo que ya ha ocurrido–respondió Blondinet-. Ni más ni menos que lo siguiente: una cincuentena de nosotros, entre los que están todos vuestros amigos, hemos seguido los pasos del duque de Orléans para unirnos al Tercer Estado.
¿Unirse al duque? Mis amigas y yo nos miramos sorprendidas. Todas conocíamos bien a Orléans: era el primo díscolo del Rey, el dueño del Palais Royal, el centro del París frívolo. Pero la más sorprendida era Marianne.
— Supongo que es una broma–dijo-. ¿El duque de Orléans con el pueblo llano? ¿No le basta con el dinero que gana con su galería de monstruos, con sus «bellas momificadas» y con sus figuras de cera, que también quiere «cambiar» Francia?
— A mí no me sorprende tanto su actitud–intervino Claire, otra de mis amigas.
Claire era callada y bella, apenas intervenía en las conversaciones. Por eso todos se volvieron a escuchar lo que decía.
— En realidad, hace tiempo que el duque juega a ser reformista. Su Palais alberga mucho más que monstruos de feria y bellas momificadas. ¿Acaso no oyen allí encendidos discursos a cargo de gentes como Camille Desmoulins y su amigo Danton?
— Tiene razón Claire–apuntó Marianne mirando a Blondinet y luego a Lameth-. Realmente, no entiendo lo que está pasando cuando incluso el propio primo del Rey se apunta al Tercer Estado. ¿Me podéis decir qué significa todo esto? ¿A qué jugáis todos vosotros?
No fue bienvenida su pregunta. Nuestros dos amigos empezaron a alternarse hablando con una vehemencia que, hasta hacía muy poco, sólo ponían en sus juramentos de amor eterno. En cambio, ahora hablaban de otras pasiones, de libertad, de fraternidad, de la necesidad de proclamar a los cuatro vientos que todos los hombres, sin importar su cuna, eran iguales. Hablaban de proclamar los Derechos del Hombre tal como habían hecho los patriotas en América. Hablaban por fin de la absoluta necesidad de sacar a Francia de la situación en la que estaba. Y, según ellos, si los cambios necesarios no podían llevarse a cabo de forma pacífica, entonces no habría más remedio que hacerlos por la fuerza.
— ¿Y qué quiere decir exactamente hacerlo por la fuerza? — preguntó Claire, dirigiendo sus palabras primero a Blondinet y luego, al no recibir respuesta, a Alexandre, pero ni uno ni otro nos escuchaban. Para ellos, en ese momento no éramos más que tontas mujeres que, como todas, no entendíamos ni sabíamos nada, y menos de política.
***
Aquella tarde, sobre la hierba de mi bello jardín de Fontenay–aux–Roses, quedaron los restos de nuestra merienda sin que nadie se tomara la molestia de mandar a recogerlos. Los recipientes que habían contenido el helado de vainilla, las cestas adornadas con grandes lazos azules en las que se habían servido los panecillos calientes y los bizcochos, también los vinos dulces de Málaga con los que yo solía obsequiar a mis invitados… Sí, todo quedó allí a merced de las hormigas y casi sin catar. Anochecía. Marianne, Claire y yo alisamos nuestros vestidos de muselina y recogimos nuestros sombreros de paja. Los hombres se habían marchado ya dejándonos atrás. Se habían alejado departiendo, gritando casi, de modo que durante un rato algunas palabras sueltas llegaban aún a nuestros oídos. Palabras como «impuestos», como «reformas» o como «fraternidad». Pero nos llegaban también otras palabras no tan hermosas aunque igualmente entusiastas que las anteriores, como «insurrección», «venganza» o «sangre». Era el 13 de julio y hacía mucho calor en París. Aunque no tanto como haría al día siguiente, 14 de julio de 1789.
II
LA MÁS BELLA REVOLUCIÓN
EL ORINAL DEL MARQUÉS DE SADE Y LA TOMA DE LA BASTILLA
Según me contaron mucho más tarde, diez días antes de la toma de la Bastilla Donatien Alphonse François, marqués de Sade, se encontraba mirando a través de un ventanuco de su celda en la fortaleza de la Bastilla hacia abajo, hacia la calle de Saint–Antoine. Y lo hacía prestando especial atención al ir y venir de los parroquianos, al bullicio de las gentes y a un inexplicable ambiente tenso como el que antecede a una tormenta. Sabido es que las noticias alarmantes viajan veloces y son capaces de atravesar incluso los muros más inexpugnables. Tan infranqueables como los que rodeaban aquella vieja fortaleza que había sido construida en el siglo XIV y en la que, según se rumoreaba, «desaparecían personas sin aviso para nunca más ver la luz del sol».
Sin embargo, en su espaciosa celda del último piso, el avejentado marqués de cuarenta y nueve años sonreía. Estaban sucediendo cosas en París. Cosas que le agradaban sobremanera. Días antes, y según sus noticias, una muchedumbre enfebrecida había tomado violentamente el monasterio de Saint–Lazare, que era no sólo una prisión, sino también un depósito de grano que, tal como se decía entonces, estaba regentado por una pandilla de monjes obesos, licenciosos y también avaros.
Por todas partes había pillajes y revueltas, y el ayuntamiento acababa de crear una milicia ciudadana de unos cuarenta y ocho mil hombres para hacer frente a dichos disturbios. Estos hombres, a pesar de su inexperiencia y falta de instrucción, formaban una fuerza lo suficientemente grande como para llevar a cabo un doble cometido: por un lado, domeñar en lo posible la violencia de las masas y, por otro, neutralizar cualquier intento de injerencia o represión violenta por parte de los militares del Rey. Como es natural, esta nueva fuerza llamada «del pueblo» necesitaba tener algún distintivo que la identificase, pero, como todo se había hecho con muchas prisas, no se pudo improvisar para sus miembros un uniforme adecuado. Por eso, y para distinguirles, se había instaurado el uso de escarapelas. ¿Y qué color elegir? Primero se pensó en el verde, color de la esperanza, pero inmediatamente hubo que descartarlo. Verde era el color del conde de Artois, el hermano del Rey, cada día más impopular. Mejor era usar los colores de París, el rojo y el azul. Daba la casualidad de que éstos eran también los colores del duque de Orléans, pero ¿acaso el duque no era uno de ellos, uno más del pueblo? ¿No se había alistado en las filas del Tercer Estado y permitía que en su Palais Royal se vendieran todo tipo de escritos libertinos que desvelaban los desmanes del Rey y de la autrichienne? Además, como había dicho un par de días atrás Camille Desmoulins, uno de los muchos patriotas que enardecían a las masas desde improvisados púlpitos ciudadanos en el Palais: «El azul representa el celestial color de la futura Constitución, y el rojo, la sangre que se ha de derramar para alcanzarla».
El marqués de Sade sonríe. Su abnegada esposa, que lo visita cada semana desde que lo encerraron allí años atrás (por petición de la propia familia, dicho sea de paso, cansada de aguantar sus excentricidades malvadas), está muy asustada con lo que ve y oye en las calles. Así se lo dice a su marido: «Por todos lados se oyen gritos de furia y amenazas de llevar a los enemigos de la libertad á la lanterne». El marqués lleva cinco años en la Bastilla gracias a sus conocidas andanzas y crímenes nefandos, pero conoce bien el significado de esa expresión. La oye gritar a menudo a través de la ventana antes de que la masa se enardezca del todo y acabe colgando a algún desgraciado de una lanterne; es decir, de una farola. También sabe que hay rumores de que esa prisión en la que él está encerrado será el próximo objetivo de los revoltosos, porque se la considera un símbolo del despotismo del régimen, un signo del oprobio realista.
Desde luego, no es agradable ser un prisionero, pero Sade no puede decir que haya estado precisamente incómodo en su involuntaria residencia. El gobernador de la Bastilla, el señor de Launay, tiene asignadas unas cantidades bastante holgadas para el cuidado de cada prisionero: quince libras por día para los de alto rango, nueve para los burgueses, tres para los del pueblo llano, y nada menos que diecinueve libras para «los hombres de letras», como es el divino marqués. Aun descontando lo que el gobernador sisa aquí y allá, las cantidades son considerablemente más altas que las que recibe gran parte de la población de Francia, ahora en situación de mera subsistencia.
Tampoco se puede decir que el acomodo en la tan denostada Bastilla sea malo. Sade se ha traído consigo todo un ajuar para sentirse casi como en su propia casa: un escritorio, un tapiz con que alegrar las oscuras paredes, un armario de dos puertas, un tocador con sus aparejos de aseo, un vestuario completo, incluido un frac y una bata de pelo de camello; también una selección de sombreros, su propio colchón, varias almohadas de plumas y tres fragancias: agua de rosas, agua de azahar y eau de Cologne con las que rociarse él y con las que perfumar la multitud de velas y lámparas de aceite que alumbran la estancia. La luz es importante porque Sade cuenta en su celda con una vasta biblioteca de ciento treinta y tres volúmenes. Luego están, también para su solaz, las partidas de cartas que se organizan entre presos y sus carceleros, así como los concursos de billar que duran hasta altas horas de la madrugada. El famoso marqués tiene derecho, además, a tomar el aire desde las almenas de la torre todos los días (aunque es preciso señalar que un mes antes de los acontecimientos que narraré a continuación se le había castigado sin paseos. ¿La razón? Su desagradable costumbre de gritar procacidades y palabrotas a los viandantes, amén de tirarles piedras o el contenido de su orinal).
Sí, a grandes rasgos, así era por dentro la vida en aquel baluarte de las peores injusticias del Ancien Régime, ese símbolo de la opresión despótica que fue tomado el 14 de julio de 1789 por el pueblo de París.
Mucho se ha especulado sobre las razones por las que se eligió la Bastilla como objetivo. Unos dicen que fue porque se pensaba encontrar allí un polvorín, otros porque se había corrido la voz de que, tras sus muros, malvivían miles de prisioneros encerrados por diversas injusticias. Hay que decir que a esta impresión contribuyó bastante el divino marqués en sus últimos días de estancia entre aquellas paredes: enterado por su esposa de que el ambiente en las calles era altamente inflamable, Donatien Alphonse dedicó los días finales de su cautiverio a soliviantar a las masas desde su ventana. Puesto que le habían prohibido sus salutíferos paseos por las murallas, con la pericia artesanal que se desarrolla en las cárceles se confeccionó un amplificador de voz o trompeta. Lo hizo utilizando un viejo orinal al que añadió un tubo. A intervalos regulares, como quien da un parte de guerra, el divino marqués se dedicaba a «informar» a los viandantes de lo que ocurría dentro de aquellas murallas. A ratos gritaba que «el gobernador planeaba masacrar a todos los prisioneros»; a otros que «en ese mismísimo instante estaban siendo degollados cuarenta inocentes», que «el pueblo debería liberarlos antes de que fuera demasiado tarde» y cosas por el estilo.
En tal estado de excitación y demencia se encontraba el literato, que el gobernador, apenas unos días antes de la toma de la Bastilla, decidió trasladarlo al manicomio de Charenton, donde, según parece, siguió chillando y protestando contra «la indignidad que significaba haber sido encerrado allí junto a tanto lunático y epiléptico».
***
Si los embustes que Sade gritaba con ayuda de su trompeta–orinal días antes de la toma de la Bastilla contribuyeron decididamente a incrementar la furia popular, yo no lo sé. Lo que sí sé es que la mañana del 14 de julio Bernard–René Jourdan, marqués de Launay, gobernador de la Bastilla, tenía serias razones para estar inquieto. Se pensaba que aquél era el último bastión de la autoridad real que quedaba en París. Y es que, según las noticias que recibía el gobernador, por un lado, el barón de Besenval, responsable del mando militar realista de París, acababa de evacuar prácticamente todo el centro de la ciudad y, por otro, el comandante de Les Invalides había enviado a Launay para que guardara en la Bastilla doscientos cincuenta barriles de pólvora por considerar esa fortaleza «el lugar más seguro».
Este hecho resultaría decisivo. Apenas unas cuantas horas después de que un número indeterminado de civiles, incluidos mujeres y niños, junto con no pocos militares desertores de la Guardia Francesa, comenzaran a reunirse ante las murallas de la prisión, la cabeza ensangrentada de Launay era paseada en una pica por las calles de París entre gritos de júbilo y cantos populares.
Antes de esto, la gente había procedido a liberar a todos los prisioneros que encontraron dentro de la Bastilla. Y «todos» resultaron ser sólo siete. De ellos, uno era un conde encarcelado como Sade a petición de su propia familia por sus actos libertinos; cuatro eran falsificadores, y los dos restantes perturbados mentales: he ahí lo que los ciudadanos de París encontraron realmente tras las murallas de aquel terrible bastión del despotismo real. Aun así, este pequeño detalle de la falta de prisioneros no opacó en absoluto la alegría popular, y lo que faltaba de veracidad lo puso la imaginación: ya que apenas había presos y no se encontraron tampoco las esperadas salas de suplicio ni implemento alguno que pareciera de tortura, los libertadores de la Bastilla procedieron a pasear como «instrumentos de castigo» la rueda dentada de una prensa de aceite y una herrumbrada armadura del siglo XII que adornaba las escaleras.