38607.fb2
— Vamos a ver, niña, ¿sabes bailar el bolero? — me había preguntado un día madame Boisgeloup durante mis meses de aburrido aprendizaje.
— En absoluto, madame, lo ignoro–le contesté.
— Pues a partir de ahora no sólo sabrás, sino que lo harás con mucho donaire–sentenció mi tutora.
— ¿Qué me quiere decir? — pregunté muy sorprendida.
Pero ella lo tenía todo planeado. Con la ayuda de una ilustre fregona cordobesa que se ocupaba primordialmente de abrillantar los salones de nuestra casa parisina, inventamos un baile, mitad insinuante mitad acrobático, en el que no faltaban las castañuelas.
— Voilá le célébre boléro espagnol! — sentenció madame Boisgeloup al cabo de unas semanas.
Y debo reconocer que aquello no se me daba mal del todo. Se dice siempre que por los cuerpos mediterráneos corre música a raudales, y aunque el mío sólo es mediterráneo a medias, lo cierto es que cumplía con el adagio. Al conocernos en uno de esos oscuros salones que madame Boisgeloup y yo frecuentábamos al principio de mi ingreso en sociedad, madame de Genlis quedó encantada con mis contoneos. Le parecieron trés charmants, trés piquants, y dijo que yo le recordaba mucho a ella cuando intentaba abrirse camino en sociedad con la sola ayuda de su arpa. «Venid la semana próxima; en casa se recibe los jueves, y no olvidéis traer las castañuelas», nos rogó mientras entregaba a madame Boisgeloup una bonita tarjeta rosa con su dirección privada.
Y fue así como, de la manera más imprevista, me vi cambiando de salones. De los mustios y poco interesantes de otras viudas de nobleza de toga y compañeras de naufragio de madame Boisgeloup a los chispeantes y muy concurridos de la condesa de Genlis. Y para ello no fueron necesarios ni el dinero de mi padre ni las recomendaciones de nadie, tan sólo unas castañuelas y unos arteros movimientos aprendidos de una ilustre fregona. París, me dije entonces, recordando a mi buen amigo el señor Moratín, era sin duda una ciudad ávida de cambio o, lo que es lo mismo, abierta a todas las innovaciones, sobre todo las más estrafalarias.
FUTUROS HOMBRES ILUSTRES
Una vez en el salón de mi nueva amiga y protectora, y a pesar de que era tan sólo una niña que bailaba el bolero, tuve la oportunidad de conocer a algunos de los personajes más famosos de la época. El primero de ellos fue Talleyrand, ese gran hombre que estaba destinado a pasar a la posteridad como uno de los más portentosos equilibristas que recuerda la Historia. Su hazaña fue sobrevivir a todo lo que voy a enumerar a continuación y hacerlo siempre junto a los que ostentaban el poder: primero, a la Revolución; después, a la caída de la monarquía; luego, al Terror y al Directorio, y más tarde, a la era napoleónica, para acabar como hombre fuerte de la Restauración monárquica. Una pirueta extraordinaria, por cierto, para un funambulista… cojo. Sí, así era, puesto que, como diría madame Boisgeloup, por aquel entonces tout Paris sabía que la niñera de la familia Talleyrand lo había dejado caer de una cómoda a muy tierna edad, aplastándole para siempre los huesos del pie. Tullido y repudiado por su padre a consecuencia de su minusvalía, a Talleyrand se le cerraron a muy temprana edad las salidas habituales para un hombre de su noble cuna, como brillar en la corte o en los campos de batalla. Por eso no había tenido más remedio que recurrir a la tercera de las vías que llevan también a lo más alto: la carrera eclesiástica. De este modo, vestido de obispo, con los ojos puestos más en la carne mortal que en los goces del espíritu y arrastrando su pie tullido por los salones mientras sonreía a las damas, lo habría de conocer yo hacia 1787 o 1788.
— Querida niña–recuerdo que me dijo un día cuando después de mi bolero me disponía a guardar las castañuelas en una bolsita que madame Boisgeloup me había confeccionado a tal efecto-. Humilde es el receptáculo de tan bonita música, casi tanto como la modestia que acompaña a vuestra belleza.
Yo no estaba entonces acostumbrada a las lisonjas, menos aún si provenían de un obispo, de modo que enrojecí antes de responder que no se trataba de modestia, sino de la natural prudencia por encontrarme en compañía tan principal. Él rió.
— Veo que esa cabecita vuestra está tan bien adornada por dentro como por fuera, pero aun así os voy a dar un consejo: recordad siempre, querida, que la belleza sirve para acortar quince días, ni más ni menos.
— No entiendo, monsieur, ¿quince días de qué?
— Muy sencillo; niña. Quince días de ruegos, de búsqueda, de convencer a los demás. La belleza es el camino más corto hacia el alma del contrario, pero es preciso saber manejarla con cabeza. Al fin y al cabo, es un arma y, como toda arma, depende mucho de la destreza de quien la empuña.
Dicho esto posó sobre mi mano un beso burlón y continuó su camino cojeando con mucha elegancia. Desde ese día, cada vez que nos veíamos, me saludaba con una sonrisa y estas palabras: «Quince días, ma belle, sólo quince días».
***
Otros dos personajes singulares que tuve la fortuna de conocer en casa de la condesa de Genlis fueron Mirabeau y La Fayette. El primero realmente no gozó, en un principio, de mis simpatías, puesto que, como ya he apuntado en páginas anteriores y más adelante explicaré con detalle, se despachó a gusto contra mi padre y su idea de fundar el Banco de San Carlos, tachándolo de «corsario económico». El segundo personaje, en cambio, monsieur de La Fayette, las gozó todas. Y es que hay que decir que si el primero era terriblemente feo y picado de viruela de modo atroz, el segundo, ya desde el primer día en que lo conocí, se me antojó muy apuesto. Por aquel entonces, y a pesar de las advertencias del señor Moratín, andaba yo embarcada en todo tipo de lecturas románticas. Los amores de Pablo y Virginia, del abate de Saint–Pierre, por ejemplo, o los de La nueva Eloisa, del señor Rousseau, y lo cierto es que la visión de La Fayette era un goce para la vista. Muy distinguido a pesar del color rojo fuego de su cabello, estaba casado con una de las mujeres más ricas e importantes de Francia y paseaba por los salones con la seguridad que da el dinero y la gallardía que otorga la belleza. Por si fuera poco contaba, además, con otro atributo importante: su fama de ser un héroe del Nuevo Mundo. Y es que se decía que su ayuda había sido decisiva para que George Washington liberase las colonias norteamericanas del yugo de los tan odiados ingleses.
En cuanto a Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, llamado a ser la figura más señera de la Revolución en su primera etapa, para entender bien su personalidad es preciso decir que él, al igual que el obispo Talleyrand, tuvo serios problemas con su padre. Y también con su madre, me temo. Por lo visto, su progenitor abandonó un día a su mujer por una criada y, después de una escena–contada por el propio Honoré Gabriel, que fue testigo-, en la que obligó a su esposa a abandonar la habitación conyugal completamente desnuda, el hijo comenzó a odiar a su padre. Aun así, las relaciones con su madre tampoco puede decirse que fueran del todo cordiales. Según parece, la noble señora, tal vez un tanto trastornada por sus problemas conyugales, llegó un día a disparar un arma de fuego contra Honoré; fallando, afortunadamente.
— Lo más curioso del caso, querida–me contó un día madame Boisgeloup momentos antes de subir al carruaje que habría de conducirnos de vuelta a casa tras una de aquellas interesantes veladas-, es que Mirabeau ya tenía razones más que sobradas para estar molesto con su progenitora antes de tan terrible escena.
Madame y yo solíamos aprovechar el trayecto a casa para hablar sobre los personajes que habíamos tenido oportunidad de conocer. Eran aquellos momentos muy agradables y también ilustrativos.
— Sí, pequeña–continuó ella-, tout Paris sabe que cuando Mirabeau era niño, su madre, siguiendo los consejos de un curandero de moda, casi logra desfigurar del todo al pobre muchacho.
— ¿Cómo, madame? — pregunté, porque, además de no gozar de mis simpatías, lo cierto es que, prejuicios aparte, la cara de aquel caballero era en verdad bastante «memorable» por su fealdad.
— ¿Has visto cómo tiene la piel? Rugosa, gruesa, peor que la de un gran sapo. Bien, pues todo eso se debe a que de niño contrajo la viruela y a su madre, por indicación del curandero, se le ocurrió untarle las pústulas con una cocción de hierbas con el triste resultado que ahora ves.
— Sí–contesté yo-, nunca he visto un hombre con una cara tan fea, da miedo mirarlo.
— ¿Y qué me dices del resto de su fisonomía? — insistió madame Boisgeloup, que no era de naturaleza criticona pero sí gustaba de hacer comentarios cuando algo o alguien le parecían fuera de lo común-. ¿Has reparado en su tamaño? Parece una montaña de carne que a duras penas cabe en su casaca negra y calzón a juego.
Yo me iba quedando dormida con el traqueteo del coche mientras madame continuaba con su descripción del impresionante señor de Mirabeau.
— ¡Y ese pelo!.¿Has visto el montón de recios bucles que tiene apilados en la coronilla en una gran torre? Y luego aún le sobran cabellos para que una buena porción de ellos caiga en cascada recogiéndose en una bolsa negra de tafetán que pendulea a su espalda, es increíble.
Y es que puede parecer una exageración, pero tan formidable era la melena de Mirabeau que algunos, con acierto, la comparaban con la de Sansón y secreteaban por ahí que obtenía su potencia de su cabellera. Posiblemente fuera verdad, pienso yo, porque su fuerza parecía tan extraordinaria como su vehemencia. Cuando coincidimos por primera vez en los salones de la condesa de Genlis, él apenas se había estrenado en la más notable de las aptitudes que lo harían célebre; me refiero a su fabuloso don para la oratoria. Pero poco más tarde, una vez que el buen rey Luis hubiera convocado los Estados Generales, esos que marcaron el principio del fin de su reinado, la fama de tribuno de Mirabeau crecería como la espuma.
Cuando yo lo conocí, empero–y recordemos que hablo de los años inmediatamente anteriores a la Revolución-, su fama era de naturaleza muy distinta: estaba considerado un donjuán y empedernido conquistador. Con esa cara, con ese pelo, con esa estatura de oso… No puedo decir que yo estuviera entre sus admiradoras, sobre todo después de saber lo que había dicho de mi padre, pero doy fe de que eran muchísimas las damas que suspiraban por sus enormes huesos.
Por último, el tercero de los personajes notables que habría de conocer en aquellos felices tiempos «anteriores al diluvio» pertenecía a mi mismo sexo y era sólo siete años mayor que yo. Me refiero a Germaine de Staël, más tarde famosa mujer de letras y autora de obras tan celebradas como Corinne. Por aquel entonces (tendría ella unos veinte años), ya demostraba con creces su ansia de brillar a toda costa. Lo curioso del caso es que, a primera vista, no parecía contar con demasiados atributos para lograrlo. Era huesuda, de facciones toscas, equinas, con manos grandes y decididamente hombrunas. Sin embargo, cuando uno se acercaba un poco más, dos factores contribuían a desdecir aquella primera impresión. Uno eran sus ojos, de una viveza y profundidad poco comunes, y el segundo era aún más imbatible: me refiero a su conversación. Y es que Germaine de Staël, que pasaría a la historia como una de las mujeres más inteligentes de su época, era rápida, ingeniosa y muy mordaz. Más tarde se diría de ella que encarnaba a la perfección el romanticismo avant la lettre de la época. En otras palabras, que encarnaba esa forma de ser que tanto desagradaba al señor Moratín y que solía manifestarse en que los hombres–y más aún las mujeres–tenían que estar perpetuamente palpitando de exaltación. O inclinados a la melancolía. O anegados en lágrimas. Y, en efecto, todo esto lo fingía con gran arte madame de Staël cuando se le antojaba. Pero no es su sensibilité lo que yo destacaría de ella, sino su enorme talento para describir una situación o a una persona con la agudeza de un punzón y la precisión de un estilete. Aun así, y a pesar de ser cierto todo lo que acabo de mencionar, para ofrecer de ella un retrato lo más fiel posible habría que señalar que madame de Staël poseía además otro atributo que la hacía especialmente atractiva: me refiero a su bolsillo. O más bien debería decir al de su distinguido padre. Porque Germaine era hija de Jacques Necker, prominente y adinerado banquero suizo, ministro de finanzas de Luis XVI, cuya destitución el 11 de julio de 1789 tuvo mucho que ver, por cierto, con la toma de la Bastilla tres días más tarde.
***
A todos estos personajes de los que tanto se iba a hablar en tiempos venideros y a algunos más tuve yo la suerte de conocer en los salones de la condesa de Genlis. Ella tocaba el arpa, madame de Staël brillaba por su conversación y yo, mucho más modestamente, bailaba el bolero; pero la verdad es que con ello atraía a no pocos admiradores e incluso algún que otro pretendiente. Con todo, y a pesar de mis tempranos éxitos, me temo que mi primera gran «pesca» — si seguimos con el término que utilizó mi madre-, lejos de ser feliz, iba a partirme el corazón.
Como ya he señalado antes, por aquel entonces–y siempre que mis aprendizajes de baile, literatura o aburridísima filosofía me lo permitieran–yo devoraba novelas románticas. De ahí que buscara no sólo enamorarme, sino también volcar en otro ser todo el caudal de mi pasión, tal como ocurría en mis libros favoritos. A mis trece años puede decirse que estaba enamorada del amor, de la pasión que no atiende límites y que, para merecer tal nombre, se ve obligada a vencer mil obstáculos hasta lograr el objeto amado. Admiraba yo, por tanto, los amores difíciles; y, como los dioses a veces nos castigan concediéndonos nuestros más fervientes deseos, dicho amor llamó, en efecto, a mi puerta un día. Se llamaba Jean, y con esa costumbre francesa de tener múltiples nombres, respondía también al de Alexandre Louis de Méréville. Tenía veintiún años, era bello como un sol e hijo del marqués de Laborde. Nos conocimos además de una manera entre cómica y romántica. Acababa yo de bailar mi bolero e, intentando esquivar a un viejo petimetre empolvado y con labios tan rojos y perfilados que mucho me recordaban a la máscara de monsieur Picard, decidí salir al jardín a tomar el aire. «¿Dónde estás, petite espagnole? ¡Ven aquí!», decía aquel vejestorio al que sin duda se le había ido la mano con el vino de Borgoña — «no te escondas, te encontraré de cualquier manera» — cuando, de pronto, de entre las sombras de unos setos próximos, apareció una bella pierna enfundada en una media de seda azul que hizo rodar por tierra al pisaverdes hasta que aterrizó cómicamente en un bosquecillo de ortigas.
— Creo que un salvamento tan valiente merece un beso–dijo el propietario de aquella pierna tan oportuna haciendo una pequeña reverencia. Entonces pude ver que se trataba de un muchacho alto que se adivinaba rubio tras su peluca corta, que lucía muy empolvada, y que poseía una de esas sonrisas que inmediatamente hacen que uno confíe en su dueño.
— Habéis llegado justo a tiempo, monsieur, y tan audaz hazaña bien merece el premio que reclamáis–respondí yo entonces accediendo sin pensarlo a su petición.
Debo decir que, en las largas conversaciones con madame Boisgeloup para conocer las costumbres del país, mi tutora me había explicado lo que ella llamaba el «sutil código de los besos». Y aunque éste no era ni mucho menos tan estricto como el imperante en España, por lo visto en París una dama no podía besar a un caballero ni siquiera en las mejillas hasta el tercer encuentro. Sin embargo, seguro que madame Boisgeloup andaba un tanto anticuada en su «sutil código», me dije yo mientras depositaba sobre el rostro de aquel muchacho un muy tímido ósculo. Además, era tan cálida la noche en el jardín de la condesa de Genlis, tan suave el aroma a rosas, tan sutil el canto de los grillos y desde luego tan bello el rostro de mi «salvador», que parecía lo más natural besarle. Debo decir, para completar el retrato de mi amado, que aunque aún era moda entonces que hasta los jóvenes se maquillaran y usaran colorete y lápiz de labios, la cara de mi nuevo amigo no mostraba rastro de ninguno de esos feos afeites. Al acercarme a su rostro pude percibir además el suave olor de su piel, tan joven y prometedora que delataba una mezcla de deseo entreverado con eau d'orange, fragancia que siempre ha sido mi favorita por recordarme a mi infancia y en especial a nuestros veranos en Valencia.
Sí, de esta manera comenzó todo. Nuestro amor se inauguró así, con un traspié y un beso. Y a partir de ese momento los dos comenzamos a frecuentar con más asiduidad si cabe la casa de Genlis, y en especial su bello jardín. Recuerdo que cualquier excusa era buena para salir a tomar el fresco: que si el bolero me había sofocado, que si había visto caer una estrella fugaz, que si necesitaba estar unos minutos sola… Una vez en la terraza, me cercioraba de la ausencia de miradas indiscretas y a continuación corría hacia los arbustos, que siempre guardaban para mí el más dulce de los premios: él. Entre el follaje nació nuestro amor y entre éste creció hasta hacerse pasión. Mi amado jardinero tenía apenas un par de años más que yo, pero resultó ser un gran maestro. De sus labios aprendí, por ejemplo, el delicioso significado de muchas bellas palabras relacionadas con el mundo vegetal que madame Boisgeloup usaba con harta frecuencia, pero que tienen en francés otro significado secreto.
— ¿Ves, amor? — me decía por ejemplo Jean–Alex señalando sobre mi cuerpo el lugar adecuado-, déjame besar tu bouton de rose[1]», y ahora tú guía mi mano hasta tu gazon[2] , no, no temas, amor, suave, así, muy suave.
¡Qué deliciosas eran aquellas lecciones de botánica para una muchacha que estaba descubriéndolo todo y qué tiernas las manos de mi maestro! Cada día una lección nueva. ¿Qué hubiera dicho madame Boisgeloup de aquellas clases nuestras? Ella, por un lado, adoraba el mundo vegetal, y por otro tenía por norma instruirme en todo aquello que una muchacha casadera debía saber sobre temas tan íntimos como la «pimosis» del Rey y las veleidades amorosas de María Antonieta. Pero en asuntos de magisterio una cosa es la teoría y otra la práctica, y no estoy tan segura de que mi tutora aprobase mis nuevos conocimientos vegetales…
Ante la duda nada dije a madame, pero seguí aprendiendo jardinería en secreto. Al cabo de unas semanas–y digo bien semanas, porque nuestro amor fue tan intenso como veloz–de suspiros, arrullos y muy botánicas ternuras, Jean–Alex y yo juramos casarnos y amarnos siempre. Él me hizo entrega entonces de una pequeña silhouette[3] de sí mismo en forma de camafeo, tan bella y fiel a su original que yo la colmaba de besos durante las horas de ausencia. Por mi parte, le regalé un guardapelo de nácar con un rizo de mi cabello que él prometió llevar siempre junto a su corazón.
Pasados quince días de infinitas promesas, pensé que era ya momento de desvelar a madame Boisgeloup nuestras intenciones. Me confié a ella y mi tutora, después de soltar tiernas (y muy a la moda) lágrimas de emoción, me dijo que Jean le parecía un partido excelente, inmejorable, por lo que era necesario escribir, sin perder un minuto, a mi padre a Carabanchel para notificarle la buena nueva.
«¡Un marqués, monsieur Cabarrús! — así rezaba su atropellada carta-, un aristócrata auténtico, de los de viejo cuño. No podíamos soñar con nada mejor. Me he permitido, señor, hacer las pertinentes averiguaciones y puedo decirle que sus antepasados lucharon en Rocroi junto a Luis II de Borbón, El Gran Condé. Además, adora a nuestra niña, ¡no hay más que ver cómo la mira! Bien sabe Dios, monsieur Cabarrús, que el amor no es necesario para una unión ventajosa, pero si lo acompaña, ¿qué más podemos pedir?».
Ni papá ni madame ni yo, ni tampoco Jean–Alex, podíamos pedir más; sin embargo, el padre de mi amado, sí. Al noble descendiente de un héroe de Rocroi y aristócrata de viejo cuño o nobleza de espada, como entonces se decía, una extranjera, española e hija de un banquero advenedizo, propietario, para colmo, ¡de una fábrica de jabones!, le parecía muy poca cosa como nuera. Si, como ya he señalado antes, en aquellos tiempos las fronteras sociales entre los nobles y las clases emergentes estaban bastante difuminadas, el orgulloso marqués de Laborde demostró con creces que él desde luego nada sabía ni quería saber de tan estrafalarias confraternizaciones. De ninguna manera los nacidos en una cuna sin abolengo podían equipararse con los de las altas estirpes, por muy ricos que fueran. Para el marqués de Laborde sólo había una respuesta a nuestros deseos, a nuestras súplicas, a nuestros llantos: un rotundo «no». Y de nada valió que yo amenazara con «cometer una locura», cosa que sin duda habría intentado de no intervenir mi bondadosa protectora madame Boisgeloup. Ni que su hijo jurara partir de inmediato hacia América «para exponer allí–según le dijo a su padre entre lágrimas–mi maltrecho corazón a la pólvora enemiga, como han hecho otros nobles franceses mucho antes que yo»; todo, todo fue inútil.
Hay que decir, para satisfacción de aquellos que aprecien las historias de amor, incluso las que no tienen final feliz, que, aunque de nada valieron nuestros ruegos, Jean–Alex Laborde no se desdijo de su palabra y la cumplió al pie de la letra. No habiendo logrado doblegar la voluntad del padre, partió acto seguido para la joven república norteamericana, algo que hacían por aquel entonces no pocos corazones contrariados. Mi Jean–Alex cambió así una cómoda vida parisina por otra incierta en esa lejana y salvaje tierra en la que, según dicen, viven los verdaderos «buenos salvajes» de los que hablaba Rousseau[4].
Yo, en tanto, una vez perdida toda esperanza, sentí en mi alma la injusticia de no ser varón y no poder actuar como lo hacen ellos. Mi deseo hubiera sido romper con todo, alejarme de esa ciudad y de ese país cruel que en realidad no era el mío, comenzar otra vida. Hacerlo, por qué no, en aquellos lejanos parajes al otro lado del mar en los que vivían, según contaban, seres que no conocían los embustes ni los egoísmos del hombre civilizado, y eran capaces por tanto de vivir felices en su estado primitivo. Pero la suerte de nosotras, las mujeres–eso ya lo iba aprendiendo yo a mis pocos años-, era siempre la misma: ceder, renunciar, doblegarse. Muy bien, me dije entonces, los hombres y las circunstancias podrán mandar sobre mis actos, pero desde luego no sobre mis pensamientos. Me acababan de separar de la persona que yo más amaba, dejándome con el corazón roto, pero al mismo tiempo me habían ayudado a hacer un firme propósito: no enamorarme nunca más. A tan temprana edad empezaba por fin a comprender cuánta razón tenía el señor Moratín. La forma de ser romántica, decía él, es un bello modo de ver la vida, pero también muy doloroso, y amar no es otra cosa que una dulce manera de ser desdichado.
UN MATRIMONIO DE CONVENIENCIA
A veces pienso que si no hubiera existido en mi vida el primer Jean, tampoco habría existido el segundo. Hablo de Jean–Jacques Devin, más tarde marqués de Fontenay, con el que casé a la tierna edad de catorce años. Nos conocimos a los pocos meses de la partida de mi amado, tal vez tres o cuatro. Por aquel entonces, seguía yo bailando el bolero en distintos y muy célebres salones mundanos, procurando romper corazones y a la vez guardar a buen recaudo el mío. Para entonces yo ya había decidido ser como otras damas que veía a mi alrededor. Como madame de Staël, por ejemplo, o como la condesa de Genlis. Ellas, al igual que otras muchas mujeres de mundo, abrazaban con gran entusiasmo el romanticismo tan en boga, pero lo hacían protegiendo siempre su corazoncito. Lo que quiero decir es que estaban casadas con hombres que no las merecían en absoluto, pero que, en cambio, una vez conseguido un heredero de su nombre, les dejaban libertad para buscar amores más allá de su dedo anular izquierdo, ése en el que, en Francia, se porta la alianza de matrimonio. Porque ¿acaso esto no era París? ¿No estábamos en la bella Francia, donde, en palabras de uno de sus más eminentes pensadores, «entre la gente humilde es fácil encontrar buenos matrimonios, pero entre la gente de calidad no se conoce ni un solo caso de afecto personal»?
Si algo caracterizaba, según este noble pensador, a la alta sociedad francesa era su capacidad de nadar y guardar la ropa en lo que se refiere a cuestiones sentimentales. Muy bien; eso mismo haría yo, me dije. Quizá el mejor amor al que pudiera aspirar una muchacha como yo fuera el amour fou, el amor loco. ¿Ese que lucha contra todo y contra todos hasta imponerse?, preguntará aquí el amable lector. No; en absoluto. Estamos en la bella y cínica Francia; por amores locos me refiero a los incandescentes, los deliciosos amores clandestinos que pueden vivir y disfrutarse desde la muy segura (y también muy respetable) atalaya del matrimonio. Porque cualquier muchacha soltera de entonces sabía que, en París, ese apreciado atributo al que llaman «el honor de una mujer» sólo había de conservarse intacto hasta el momento de subir al altar. Cuando se bajaban los peldaños del mismo, ancha es Castilla, y mucho más aún los verdes prados de Francia.