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La cinta roja
A Jaime, mi primer nieto
PREÁMBULO
Cuando yo era niña, durante las largas y muchas veces tediosas clases de Historia, me dedicaba a hojear anticipadamente las páginas del libro que tenía delante, poniendo atención sólo a las ilustraciones que me parecían más atractivas. Así es como descubrí un retrato de Teresa Cabarrús y, debajo, la siguiente explicación:
Espía y aventurera española que logró acabar con el Terror en la Revolución francesa. Rea de la guillotina, amante de asesinos y de futuros emperadores, fue también marquesa, revolucionaria, princesa y madre de diez hijos.
Como ocurría a menudo entonces, por lo menos en mi colegio, el fin de curso llegó antes de que lográramos terminar el libro, por lo que no alcanzamos ese año a estudiar la Revolución francesa. Al siguiente, sí; pero en el libro de sexto ya no había retrato de la aventurera y espía española. Así, la olvidé durante años hasta que un día tuve la oportunidad de toparme de nuevo con ella gracias a un cuadro de Goya. En el Banco de España se guardan los retratos de todas las personalidades relacionadas con esta institución, fundada en tiempos de Carlos III. Pues bien, uno de los promotores fue Francisco Cabarrús y, preguntando, averigüé que aquel grueso caballero de calzón corto de un curioso color verde lima, según lo retrata Goya, era, además, el padre de mi aventurera de la Revolución francesa.
Siempre me han interesado las vidas con claroscuros, con altibajos, con momentos sublimes y otros bochornosos o miserables. También me interesan más los personajes de la Historia que, sin ser protagonistas de primera fila, son capaces, en un momento dado, de cambiar su rumbo y, por tanto, de modificar el futuro. Tal es el caso de mi protagonista. Hay que decir, además, que Teresa–o Thérésia, como ella se hacía llamar para mantener en lo posible el sonido español de su nombre–fue una mujer extraordinariamente bella. El dato lo añado con suma cautela porque suele distorsionar la percepción que se tiene de una persona, más aún si se trata de una mujer. De hecho, resulta curioso señalar cómo casi todos los biógrafos de Teresa Cabarrús han sido hombres, y cada uno de ellos se confiesa fascinado, por no decir enamorado, del personaje. Sin embargo, yo creo que ni la fascinación ni mucho menos el enamoramiento son buenos puntos de partida para una biografía. El fascinado tiende a moldear la realidad y los personajes según sus deseos; tiende también a veces a quedarse en la superficie, en el mero aspecto exterior, en la espuma, no en la esencia; en lo anecdótico, por tanto. Y en el caso de Teresa es muy fácil hacerlo porque ella era, en efecto, superficial, lucía un bello aspecto exterior y su vida estuvo llena de anécdotas.
Las biografías más antiguas a las que he tenido acceso la retratan como una prostituta de lujo o, en el mejor de los casos, como una cortesana. Se recrean mucho, por ejemplo, en el papel que desempeñó, junto a su gran amiga la emperatriz Josefina, como diosa del período histórico que se conoce como del Directorio. Hablan de su peculiar forma de vestir (o deberíamos decir desvestir), con túnicas romanas abiertas hasta medio muslo, el pecho desnudo y sus areolas rodeadas de pequeños diamantes. Resaltan las fiestas que organizaba para reunir a los personajes más célebres de la época; en los primeros tiempos de la Revolución, a La Fayette, Mirabeau, Talleyrand. O, más adelante, durante el Directorio, a Napoleón, Fouché, Chateaubriand. Hablan mucho de su frivolidad, del descarado uso que hizo de su belleza y de cómo, tras la muerte de María Antonieta en la guillotina, se la llegó a considerar algo así como la reina o diosa profana de la Revolución, mitad prostituta, mitad santa, a la que llamaban, por cierto, Nuestra Señora del Buen Socorro. Reconocen, en efecto, sus méritos como artífice del fin de la época del Terror, y la Némesis de Robespierre, pero la presentan como un mero instrumento en manos de otros actores más destacados desde el punto de vista político, como el maquiavélico Fouché o el ambicioso Barras.
Otras biografías más recientes gustan de presentarla, en cambio, como una espía de la corte española o, más injustamente, como una simple marioneta cuyos hilos movía desde la distancia su padre, el conde de Cabarrús, en connivencia con Godoy. Aventurera, también intrigante, prostituta, espía, frívola, marioneta… Pienso que si no hubiera sido tan bella, los epítetos que inspiró a los cronistas de otras épocas habrían sido bastante menos desdeñosos. Pero incluso sus biógrafos más «fascinados» no pueden dejar de señalar otros valores que también tenía Teresa y que parecen contradecir su fama de consumada devoradora de hombres. Me refiero al papel primordial que desempeñó al salvar de la guillotina a millares de personas, primero en Burdeos y después en París. O, más importante aún, al hecho de que fue su mano la que guió a Jean–Lambert Tallien para acabar con Robespierre y con una de las etapas más sangrientas de la Historia. Un poco más adelante, esa misma mano, siempre generosa, se tendería incondicional hacia Josefina cuando las dos compartieron prisión y sentencia de muerte; la misma mano, por cierto, que un par de años más tarde ayudaría a medrar a un ignoto militar llamado entonces Napoleone di Buonaparte.
Y es que la vida de Teresa Cabarrús se extiende desde los idílicos años del reinado de Luis XVI y María Antonieta, luego a lo largo de la Revolución y la época del Terror, más tarde por la escandalosa frivolidad del Directorio, hasta el imperio de Napoleón, y continúa aún más allá de su derrota en Waterloo y del exilio en Santa Elena. De todos estos tiempos azarosos y apasionantes fue testigo de excepción nuestra protagonista, hasta acabar como madre devota de diez hijos y princesa de Chimay en un viejo palacio a las afueras de Bruselas. Cerca ya de su muerte cuentan que dijo: «¿De veras he vivido tantas vidas? A veces pienso que fue todo un sueño».
Se dice que la noche del 14 de julio de 1789, tras la caída de la Bastilla, Luis XVI le preguntó al duque de La Rochefoucauld: «¿Se trata de una revuelta?», a lo que el duque, muy influido por los términos científicos y astronómicos que empezaban a popularizarse por aquellos tiempos, respondió: «No, sire, se trata de una revolución»… No se equivocaba La Rochefoucauld: aquello era una revolución. Un giro copernicano impulsado por los mejores sentimientos del ser humano, el deseo de libertad, de fraternidad, de igualdad. Un viraje de ciento ochenta grados concebido para acabar con los antiguos privilegios, con la esclavitud y con la diferencia de clases, pero que terminó como Saturno devorando a sus hijos. «El sueño de la razón produce monstruos», escribió Goya para acompañar una de sus pinturas negras, y lo mismo podría decirse del tiempo histórico que todos conocemos como la Revolución francesa: uno en el que el ser humano fue capaz de lo más sublime y también de lo más bajo y abyecto. En este escenario y con estos mimbres se trenzó la historia de Teresa Cabarrús y la de aquel bello sueño.
EL RECUERDO DE LA GUILLOTINA
Me aseguran que será una muerte indolora. Dicen que sólo hay que cerrar los ojos y esperar unos segundos, apenas diez o doce. Primero oiré el silbido de la cuchilla, luego un leve soplo de aire que se desplaza y a continuación un golpe seco, nada más. El modo en que hay que comportarse antes de la llegada al patíbulo lo estuvimos ensayando ayer con detalle. Porque aquí donde me encuentro ahora, en la prisión de La Force, en París, nos dedicamos a escenificar nuestra propia muerte. Se trata de una peculiar forma de pasar el tiempo y de asegurar que entramos en la Historia del modo más hermoso. Cuando me trajeron hace unos días, a duras penas podía creer lo que estaba viendo; damas y caballeros cuya decapitación estaba prevista a las pocas horas se entretenían en repasar los detalles de su postrera escena: la manera de mantener alta la cabeza en todo momento, la mirada firme. Incluso ensayaban–ensayamos–el mejor modo de apretar la mandíbula para refrenar su posible castañeteo durante el viaje en carreta hasta el cadalso. «Habéis de procurar–me dijo ayer mismo un anciano caballero de barba entrecana que hoy ya no está con nosotros–llevar dos camisas ese día. Estamos en verano, es cierto, pero las bajas temperaturas de buena mañana son traicioneras y nadie debe tomar por miedo lo que es tan sólo el natural estremecimiento que produce el frío. Y ahora, mi querida amiga–añadió, mirando a otra de las prisioneras, una bella criolla que, según me dicen, se llama madame de Beauharnais-, ensayemos un poco más, es vuestro turno».
Sin embargo, la viuda de Beauharnais no gusta de estos juegos. Ella prefiere llorar su suerte en silencio (y a veces muy ruidosamente). No hay nada que objetar, cada uno se enfrenta a su fin como mejor puede: desolación o dignidad, qué importa la actitud que se elija, las dos conducen hacia la misma cuchilla afilada. Aun así, creo que yo, llegado el momento, elegiré la segunda: la mirada muy alta y dos camisas, para que el frío de la mañana no pueda hacerme temblar. Papá decía siempre que la petite Thérèse tenía una vena teatral muy considerable, y papá siempre tenía razón; no le desdigamos por tanto: mi forma de morir se asemejará pues a la de esos que juegan a escenificarla del modo más bello. Y ahora veamos, observemos un poco más para ver cómo se preparan para el postrero viaje mis otros compañeros de suerte. Por allí veo a una muchacha. No puede tener más de quince años. Lleva el pelo cortado a la altura de la nuca para no entorpecer la caída de la Gran Igualadora. Sí, así llamamos aquí a la guillotina. También la llamamos Louisette o la Viuda o de otras mil maneras. Y a ser guillotinado lo llamamos «mirar por la ventana revolucionaria» o «dejarse rasurar por la navaja nacional». Resulta difícil de creer, lo sé, pero lo cierto es que mucho de lo que se hace o se dice aquí, en la prisión de La Force, se acompaña de una sonrisa. La muchacha, por ejemplo, lleva anudada al cuello una cinta roja; se trata de un guiño, de un pequeño chiste entre nosotros, los prisioneros. A algunos les gusta representar de esta forma y de antemano el tajo de la Gran Igualadora sobre su carne. Más allá, un caballero de unos cuarenta años ensaya junto a una dama pelirroja las reverencias que ambos dedicarán al populacho que asiste a las ejecuciones, a las tricoteuses, a los sans–culottes. «Los caballeros hacen así, las damas hacen así»; sólo les falta añadir música y con ella el resto de la letra de aquella canción infantil que Mademoiselle nos enseñaba allá en Madrid a mis hermanos y a mí de niños para que aprendiéramos bien el idioma de notre bon papa: «Sur le pont d'Avignon, on y danse, on y danse… Les beaux messieurs font comme ça, et puis encore comme ça… ».
Por cierto, aquí en la cárcel también se baila mucho, casi tanto como se ama. No, no es verdad. Se ama aún más de lo que se baila. Es como si la muerte fuera una gran borrachera que incitara a la lascivia. Allá veo entregados a sus juegos, por ejemplo, a una dama con uno de nuestros carceleros; más acá, la bella muchacha de la cinta roja en el cuello lo hace abrazada a un caballero de sesenta y tantos años; un poco más lejos, dos mujeres que se aman, y luego dos hombres, y dos hombres y una mujer, y dos mujeres y dos hombres… El amor aquí, por lo que se ve, se parece mucho a Madame Guillotine: ambos son los grandes, los perfectos igualadores. Porque ¿qué más da a quién se ame mientras se ame? Aún estamos vivos, eso es lo único que importa. Mañana, ya no.
He intentado dormir un poco, pero hace demasiado calor. Aun así, tal vez me haya quedado adormilada, porque he soñado con lo que pasará mañana, el 9 de Thermidor del año II. Es bello este calendario revolucionario que cuenta los años desde el 5 de octubre del mismo año en que mataron a Luis Capeto. Y bellos son también los nombres de los meses que han inventado, todos con reminiscencias agrícolas o meteorológicas: Brumaire, el mes de las brumas; Frimaire, el del frío; Vendémiaire, el de la vendimia; Thermidor, el del calor. Las autoridades revolucionarias decidieron dividir el año en doce meses de treinta días y los cinco días que faltan para completar los trescientos sesenta y cinco se llaman ahora sans–culottides y son cinco jornadas que se dedican enteras a fiestas: una glosa las ideas revolucionarias; otra, el talento; otra, el trabajo; otra, la virtud; otra, los hechos heroicos… Lástima que en este glorioso año II los «hechos heroicos» hayan sido tan aterradores. El mes de Nivôse, por ejemplo, puede alardear de que en sus treinta días cayeron doce cabezas cada cinco minutos, y ahora que ha llegado el calor, los vecinos de las calles adyacentes donde está instalada Madame Guillotine se quejan de que la sangre que desborda los desagües que hay debajo del cadalso obstruye las acequias. «¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Eso cuentan que dijo madame de Roland, el alma de los girondinos, pocos minutos antes de subir al patíbulo. ¿Y qué diré yo mañana cuando llegue mi turno? Tengo que idear una bonita frase que sea tan tan corta y acertada como ésa. Pensemos.
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Yo, Teresa Cabarrús Galabert, hubiera querido que mis memorias empezaran de la manera que he relatado más arriba, esto es, recordando las últimas horas que pasé en la prisión parisiense de La Force, cuando me faltaban apenas unas horas para morir. Tenía pensado escribir un par de detalles más sobre cómo nos enfrentábamos a la muerte en aquellos días. A continuación contaría también lo sucedido al día siguiente del previsto para mi muerte y el modo en que se puede pasar de la guillotina a la gloria en tan sólo unas horas. Así, relataría cómo el 9 de Thermidor (27 de julio de 1793), en vez de morir Teresa Cabarrús, murió el período histórico llamado Terror. Creo que sería muy interesante para quienes gusten de las ironías y también de las carcajadas de la Historia. Sin embargo, la menor de mis diez hijos, Marie–Louise–que es la que está empeñada en recopilar mis recuerdos antes de que muera o de que sea tan vieja que ya no tenga recuerdos-, dice que no, que las cosas hay que contarlas por orden, empezar por el principio y explicar a todos cómo una niña nacida en el madrileño pueblo de Carabanchel llegó a ser la diosa de París. Una diosa, eso dijo. A mi Marie–Louise–creo que a partir de ahora la voy a llamar María Luisa, que suena más castizo y encaja mejor con el estado de ánimo de una vieja que recuerda su infancia–le gustan mucho las novelas sentimentales. Ella insiste además en que es importante que las cosas se cuenten de forma cronológica. Dice que es fundamental hacerlo así porque han pasado muchos años desde entonces y ya nadie conoce de primera mano los acontecimientos históricos de la Revolución ni tampoco el modo en que llegó luego al poder mi antiguo amigo Napoleón Bonaparte. «Hay que explicar muy bien el marco histórico–me dice-. Son historias viejas, mamá, se han muerto casi todos sus protagonistas, estamos en 1835». Muy bien, así lo haré. Mi viejo amigo Napoleón hace más de diez años que descansa en su tumba y yo también moriré, muy pronto, supongo.
Empecemos entonces por el principio, por mi nacimiento, y contemos a continuación las razones por las que fui a Francia pocos años antes de la toma de la Bastilla. Describamos también, a quien quiera escucharme, cómo era París en la época de María Antonieta; el frívolo París que se divertía en fiestas y en amores prohibidos sin saber que poco tiempo después casi un tercio de sus habitantes habría muerto bajo ese filo implacable que inventó el doctor Guillotin. Sí, así se llamaba el buen doctor a quien los políticos de principios de la Revolución pidieron que ideara, con la ayuda de otras dos personas, una alternativa para evitar las iras del populacho, que, en su fervor revolucionario, pretendía, un día sí y otro también, tomar la justicia por su mano en las calles de toda Francia. Una alternativa «humanitaria», se decía entonces, porque estaba pensada para procurar una muerte indolora; una muerte revolucionaria, ya que–y éstas son también palabras de la época — «el árbol de la libertad se debe regar con sangre». Pero no. Una vez más estoy corriendo demasiado. Es aún muy pronto para explicar cómo el más bello de los sueños se convirtió en pesadilla. Mejor contar las cosas por orden, como dice mi hija. Empecemos, pues, por Carabanchel un muy caluroso día 31 de julio de 1773.
I
QUIEN NO VIVIÓ ESA ÉPOCA NO CONOCE LA DULZURA DE VIVIR
MI NACIMIENTO Y MIS PRIMEROS AÑOS
Mienten quienes dicen que yo vine al mundo justo a tiempo para desdecir una calumnia. Ha habido quien, para dar un antecedente familiar a mis futuras correrías amorosas, contó que yo había nacido a los nueve meses menos diez días exactos después del matrimonio de mis padres, celebrado en secreto. Y casarse en secreto, para la mentalidad de aquellos tiempos, equivalía a fugarse juntos, a caer, por tanto, en desgracia, aunque se santificara luego tan dulce pecado con un apresurado paso por la vicaría. En efecto, hubiera quedado bien y adornaría mucho mi historia decir que mi nacimiento fue así. Pero yo me he propuesto contar la verdad en todo momento, de modo que no tendré más remedio que contradecir a los cronistas más sentimentales. Es cierto, sí, que mis padres se casaron en secreto cuando mamá era aún una niña, pero aquello sucedió unos cuantos años antes de que yo viniera al mundo, pues incluso tengo dos hermanos mayores. Sea como fuere, lo que sí es verdad es que mis padres se conocieron de una forma novelesca. Papá, que había nacido en Bayona en una familia de comerciantes, tuvo serias desavenencias con su padre y éste decidió un día mandarlo a Valencia, a casa de don Antonio Galabert, uno de sus corresponsales, para que se abriera camino en la vida. Galabert lo acogió como a un hijo y mi padre–esto dicho de acuerdo con la estricta moral de entonces–se lo «agradeció» enamorando a su hija, es decir, a mi madre.
Cuentan que una noche mi abuela Galabert, que estaba desvelada, oyó unos pasos furtivos que la alarmaron. Avisado mi abuelo, éste se presentó en el descansillo justo a tiempo para sorprender a mi padre con los zapatos en la mano saliendo de la habitación de mamá. La situación era tan evidente que no admitía muchas interpretaciones, pero aun así mi padre explicó, con gran aplomo, que, pese a la juventud de ambos –él tenía apenas dieciocho años y mi madre catorce-, ya estaban casados. Para probarlo, enseñó allí mismo (con mano un tanto temblorosa, todo hay que decirlo) un documento que certificaba que por lo menos no existía deshonra para el buen señor Galabert. Acto seguido, la familia decidió que, para acallar las lenguas de muchos filos que tanto abundan en todas las ciudades, sean grandes o pequeñas, lo mejor era poner tierra de por medio y enviar al jovencísimo matrimonio lejos de Valencia, a Carabanchel de Arriba, donde el abuelo paterno de mi madre tenía una fábrica de jabones. «Que se lave así–cuentan que dijo el señor Galabert con un muy poco original sentido del humor–esta mancha familiar». Y de este modo, al día siguiente, mis padres partieron rumbo a su nueva vida.
***
Estos pequeños detalles galantes son los que configuran mi prehistoria; pero hay otros igualmente curiosos que tienen que ver con el temperamento de mi padre en sus años mozos y que ya hacían presagiar su espíritu inquieto y emprendedor, anticipando, además, lo mucho que lograría medrar en la vida. Podría yo contar muchas cosas al respecto, pero prefiero que lo haga un cronista de excepción, nada menos que don Gaspar Melchor de Jovellanos, que más tarde se convertiría en amigo y defensor de mi padre en tiempos difíciles. Don Gaspar narra así el motivo por el que papá abandonó Bayona y fue a Valencia:
Francisco Cabarrús estudió en el colegio de los padres del Oratorio en Bayona con gran aprovechamiento en las humanidades y descubrió gran talento para la elocuencia y la poesía. Ya a los diecisiete años aspiraba al uso de la libertad que no podía lograr de la autoridad de su padre. Cierto día deseó que un amigo suyo en cuya tertulia estaba se quedara a cenar, y aunque Francisco lo solicitó, con importunidad de su padre, por recados y personalmente, no pudo conseguirlo. Esta injusta dureza exasperó notablemente el ardiente espíritu de Cabarrús, y desde entonces resolvió tomar para sí la libertad que la sinrazón le negaba: iba a las tertulias liberales, al teatro, entraba y salía cuando le parecía, y esta conducta indómita que su padre no se atrevía a reprimir obligó a mandarle lejos, concretamente a Valencia.
Con el correr de los años, Jovellanos llegaría a ser ministro de Gracia y Justicia de Su Majestad Carlos IV, y mi padre, el del ardiente espíritu, sería uno de los fundadores del Banco de San Carlos, más tarde llamado Banco de España. Sin embargo, en el año de gracia de 1773, cuando yo nací, la vida de ambos estaba aún en sus albores. Jovellanos era poco más que un joven que soñaba abrirse camino en el mundo de las letras y que acababa de componer una obra dramática llamada, fíjense qué profético, El delincuente honrado. Mi padre, por su parte, estaba aún muy lejos de ser consejero de Carlos IV o de trenzar amistad con personajes tan importantes como Olavide, el conde de Aranda o el mismísimo Godoy, futuro Príncipe de la Paz, con los que intimaría (otros dicen conspiraría) corriendo el tiempo. Por aquel entonces, Francisco Cabarrús era apenas un muchacho francés simpático e infatigable que dirigía una fábrica de jabón, ni siquiera en la Villa y Corte, sino en el pequeño pueblo vecino de Carabanchel.
Aun así, desde el momento en que mis hermanos y yo vinimos al mundo, y como si estuviera convencido de que el destino de los Cabarrús era medrar y subir muy rápido por la siempre resbaladiza escala social, mi padre se empeñó en procurarnos la más esmerada educación. Mis hermanos y yo contábamos, por ejemplo, con un preceptor musical que nos introdujo en los secretos de la guitarra y del clave. También con una Mademoiselle que nos hablaba sólo en francés. Pero, sobre todo, teníamos distintos profesores que nos ilustraban en diversas áreas del saber: en la historia, en las matemáticas, en otras lenguas como el latín y el italiano. Sí, fuimos instruidos en todas las disciplinas que, según mi padre, conformaban un ser armónico; en todas salvo en religión. Y es que hay que decir que papá era librepensador; ferviente admirador, además, de la recién proclamada independencia de los Estados Unidos, amén de lector de Voltaire y de Rousseau y, por consiguiente, gran devoto de esa diosa pagana de nuestro siglo, la diosa Razón. «Todo un masón», secreteaba la gente a sus espaldas en mi infancia, pero en aquel entonces yo ignoraba lo que podía significar tal palabra y por qué debía ser pronunciada en voz baja.
Sea como fuere, mis primeros años transcurrieron plácidos, sin saber cómo se fraguaba la azarosa–y hay quien dice también oscura–gran fortuna de don Francisco de Cabarrús. Si en 1782, con la anuencia de nuevos e importantes amigos como el conde de Floridablanca, mi padre intervino en la creación del llamado Banco de San Carlos, yo desde luego nada supe. Si dicha idea fue en su momento tan avanzada y revolucionaria que el mismísimo Mirabeau en Francia mandaría escribir largos tratados tachándolo de aventurero y de economista visionario, no pude saberlo, pues a mis nueve o diez años sólo me interesaba jugar a los disfraces y fantasear mirándome en los espejos. Y si la creación del Banco de San Carlos supuso para España un cambio sustancial en su economía al permitir «satisfacer, anticipar y reducir a dinero efectivo todas las letras de cambio, vales de tesorería y pagarés que voluntariamente se llevasen a él», según rezan los libros de historia, tampoco nada supe ni me interesó. Lo único que sabía por aquel entonces era que mi familia se había ido mudando de una casa a otra, cada vez más grande, cada vez con jardines más hermosos. Sabía también que los trajes de mi madre, a la que recuerdo bella pero excesivamente melancólica, eran cada año más complicados, y sus pelucas, traídas de Francia, tan estrafalarias que una de ellas, por ejemplo, tenía entretejido el pelo postizo de tal modo que formaba un gran velero con las velas desplegadas. «Un día no muy lejano, niña, cuando seas mayor y siguiendo la moda de Versalles–me dijo en una ocasión Mademoiselle-, también tú podrás lucir pelucas tan grandes y tan bellas. Casi tan altas como las que usa la autrichienne».
Incluso una niña mitad francesa, mitad española que vivía en Carabanchel sabía por aquel entonces quién era la autrichienne. Así se referían todos en Francia a la tan odiada reina María Antonieta, a quien apodaban despectivamente «la austríaca». Nada comparable con los epítetos que le dedicarían apenas unos años más tarde tras la caída de la Bastilla, es cierto; pero, aun así, a principios de la década de 1780 eran ya muchas las habladurías que corrían de boca en boca hasta llegar a aquel remoto lugar cercano a Madrid. Se contaba, por ejemplo, que la austríaca había convertido al buen rey Luis en un cocu, que dicho en francés suena más gentil aunque significa lo mismo que en español: cornudo. Que gastaba fortunas en los tapetes de juego y que era adicta a otros pasatiempos de carácter erótico; juegos y correrías que compartía no sólo con un bello militar sueco, el conde Fersen, del que todos hablaban como su amante oficial, sino también con algunas de las damas de su séquito, como la duquesa de Polignac o la princesa de Lamballe.
Pero de lo que más se hablaba a mediados de los ochenta era de un asunto que muchos años más tarde el propio Napoleón señalaría en sus memorias como el comienzo de la Revolución francesa. «Fue sin duda el affaire del collar de la Reina lo que preparó el camino de los reyes hacia la guillotina, su paso hacia la muerte». Así me lo dijo él mismo un día cuando aún éramos los mejores amigos.
***
El escandaloso affaire del collar de la Reina… Aquélla sí que fue una curiosa historia apta incluso para llegar a mis oídos infantiles. Por eso Mademoiselle, que pertenecía a una empobrecida familia de pequeños nobles bretones y que seguía a distancia, pero con mucha alarma, la creciente impopularidad de los reyes en su país, me lo contó en su día con todo lujo de detalles. Tenía yo entonces sólo once años, pero ya soñaba con ser una gran dama.
— Has de saber, niña–me confió una noche durante el largo rato que dedicaba a cepillarme el pelo antes de irnos a la cama-, que de todos los pecados que se le imputan a la autrichienne hay uno del que es completamente inocente. Pero aun así, muchos disgustos nos va a traer a todos los franceses, me temo.
— ¿Las reinas también pecan, Mademoiselle? — pregunté yo abriendo mucho los ojos e imaginando en el espejo cómo sería llevar encima de la cabeza uno de esos enormes peinados de moda en París en forma de carabela o de velero.
Mademoiselle no se dignó contestar a mi pregunta. Demasiado ocupada estaba en cepillarme el pelo mientras desgranaba su escandalosa narración de intrigas palaciegas.
— Los personajes y elementos de esta curiosa historia son una aventurera que se decía descendiente de Enrique II, un cardenal tan deshonesto como estúpido y un collar demasiado caro incluso para una reina. ¿Quieres oírla?
Yo deseaba preguntarle primero si algo podía ser demasiado caro para una reina, pero no me atreví. Cuando a Mademoiselle se la contrariaba con una pregunta inoportuna, acababa impacientándose y era capaz de darme unos tirones de pelo demasiado violentos. Por otro lado, a mí me complacía mucho lo que estaba viendo en ese momento en el espejo: a mis casi doce años tenía ya una melena de pelo negro bastante larga y desde luego muy bella. No era difícil, por tanto, y recurriendo un poco a la fantasía, imaginarme como una gran dama charlando con su doncella durante la toilette.
— Claro que quiero que me la cuente–dije-. Por favor, Mademoiselle.
— Todo comenzó con un collar de los que antes llamaban una riviére de diamantes. Y una riviére o río, como su propio nombre indica, es un gran collar que se enrosca con un par de vueltas alrededor del cuello y luego cae generosamente sobre el corpiño, llegando hasta la cintura en diferentes cascadas. La riviére de la que estamos hablando, niña, había sido fabricada años atrás por un prestigioso joyero para la favorita del anterior rey, Luis XV, madame du Barry; pero al morir el soberano, el joyero vio cancelado el pedido, con el consiguiente trastorno económico para él. Sabiendo lo acuciado que estaba por vender la pieza, una aventurera de la corte ideó un enrevesado plan para sacar una buena cantidad de dinero y al mismo tiempo quedarse con la joya. Se trataba de la condesa de La Motte, supuesta descendiente del rey Enrique II, que, conocedora de la fama de caprichosa de la Reina, decidió engañar al joyero, implicando de paso a un cardenal, el de Rohan, que desde hacía años deseaba recuperar el favor real que había perdido. ¿Te hago daño, niña? ¿Estoy cepillándote el pelo demasiado fuerte?
Yo, que ya me veía paseando por Versalles junto a la falsa condesa de La Motte y luciendo una gran riviére de diamantes, negué con la cabeza.
— Claro que no, Mademoiselle. Por favor, continúe.
— Una calurosa noche de agosto, una prostituta de nombre Nicole Leguay, disfrazada con un bello y blanco vestido de muselina como los que usaba la Reina, fue introducida por la condesa en el bosquecillo de Venus del palacio de Versalles, uno de los rincones favoritos de María Antonieta. Allí, al abrigo de las sombras, Nicole se encontró con el ansioso cardenal, al que entregó una única rosa blanca. Debes saber, niña, que las citas galantes de este tipo son moda en Versalles y la reputación de la Reina hacía creíble la estratagema, de modo que el cardenal nunca dudó de que no fuera ella. Tampoco le sorprendió que la huidiza dama susurrase sólo una breve frase: «Ya sabéis lo que esto significa», antes de desaparecer veloz tras los arbustos. Ebrio de felicidad por la tan largamente deseada condescendencia, el cardenal entregó a de La Motte una gran suma de dinero.
— Pero ¿por qué, Mademoiselle? ¿Sólo por haber hablado con la Reina?
— No seas impaciente, niña; escucha y verás. El procurar una cita secreta con Su Majestad se cotiza muy alto en Versalles, pero de La Motte decidió ganar aún más. Escribió entonces una carta al cardenal como si fuera la soberana en la que ésta confesaba a Rohan que deseaba comprar, con su ayuda y a espaldas del Rey, aquel famoso collar hecho para madame du Barry. Un noble como Rohan debería haberse dado cuenta de que la carta estaba incorrectamente firmada, «María Antonieta de Francia», cuando las reinas no usan más que su nombre de pila con rúbrica; pero, entusiasmado por que la soberana le pidiera tan delicado favor, no reparó en ello. En realidad, todo era un engaño para quedarse con la joya y relacionar maliciosamente a la Reina con el cardenal, y lo cierto es que se consiguió. Al descubrirse la estafa, todos creyeron que María Antonieta tenía amores con Rohan, puesto que así lo juraba y perjuraba madame de La Motte, quien sostenía que ella sólo había desempeñado un papel de intermediaria entre los dos.
— ¿Cómo es posible, Mademoiselle? ¿No tiene la palabra de una Reina más valor que la de una falsa condesa?
— Ay, niña–suspiró entonces Mademoiselle, tironeándome del pelo más de lo necesario-, qué poco sabes aún de la naturaleza humana. Cuanto más grandes son las mentiras, más fáciles de creer resultan, sobre todo cuando se vierten contra alguien que ha perdido el cariño de la gente, y mucho me temo que la autrichienne…
— Pues cuando vaya a Versalles yo seré muy amable con ella, Mademoiselle; al fin y al cabo es la Reina de todos los franceses. Y el trono de Francia es uno de los más antiguos e importantes del mundo, ¿no es así?