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DÍA SEGUNDO

Jueves, 8 de febrero de 1968

Instalados ya en el palacio de Liria, Pepita Rich, junto con Petra y Pilar, se ocupan de mi equipaje. Los duques de Alba me han reservado habitaciones que dan al jardín y a la calle. A través de los enormes ventanales del dormitorio puedo contemplar a varios centenares de personas que se han apostado junto a la verja para celebrar mi llegada.

El doctor Nicod se acomoda conmigo en una de las salitas que comunica con mi dormitorio. Son las siete de la tarde y acabamos de llegar de Zarzuela, donde he conocido a mi bisnieto Felipe.

– Supongo que Vuestra Majestad estará cansada.

– Y también emocionada -le confieso.

El bullicio callejero de la gente que me aclama requiere que yo salga al exterior para agradecer aquella manifestación de lealtad a la monarquía.

El doctor me recomienda que no abuse de mis fuerzas. A estas horas el cielo de febrero se ha alojado en la noche. Y a mi edad el frío puede perjudicarme. No obstante, corro el riesgo y salgo al balcón central. Mi presencia aumenta el bullicio callejero. Alzando los brazos agito las manos saludando y, aunque los ojos se me llenan de lágrimas, no dejo de sonreír.

Pronto, a instancias del doctor Nicod y muy a mi pesar, dejo el balcón y nos adentramos en la salita española. Cuando hace pocas horas llegamos al aeropuerto de Barajas, el coche me condujo lentamente al palacio de la Zarzuela. Expectante y siempre amable, me esperaba Sofía, todavía convaleciente de su reciente maternidad, junto a sus hijas y el recién nacido.

Al poco tiempo Su Excelencia el General y doña Carmen se han personado allí para saludarme. Durante unos instantes Franco y yo vivimos un aparte sin testigos que pretendió ser muy cordial. No lo fue. Hubo una clara tirantez que tanto él como yo suavizamos con simulacros de sonrisas. No hablamos de la sucesión tras la muerte de Franco, pero de un modo vago le di a entender que, a nuestra edad, era preciso tener en cuenta decisiones esenciales.

Hubiera querido mencionarle que mi hijo Juan era el verdadero candidato al trono pero, bromeando y para limar asperezas, le dije señalando a mi hijo, a mi nieto y a mi bisnieto: «Ahí tiene usted a los tres, General. Escoja». Sin embargo no oculté mi convicción de que el verdadero sucesor era Juan.

Franco se hizo el remolón. La sangre gallega que circula por sus venas siempre ha sido su gran ayuda: parco en palabras, es rico en desconciertos para los que dialogan con él.

Muchas veces he pensado cuál hubiera sido el destino de los españoles si el General, en vez de haber nacido bajito, hubiera sido un hombre alto. Probablemente su afán de alturas le llevó a convencerse de que la dimensión que le faltaba al cuerpo podría conseguirla instalándose, al modo de un rey camuflado pero absoluto, en el trono de una España exclusivamente suya y, por ende, alejada del resto del mundo.

De haber sido alto, estoy segura de que los españoles, tras una guerra desesperada, hubieran aceptado el regreso de una monarquía, algo escarmentada pero sólida y bien encauzada, con verdadero entusiasmo. Sin embargo, Franco era demasiado pequeñito para ceder su lugar y quedarse en un cargo de segunda fila. Precisaba crecer como fuera, dejarse notar, circular por las calles bajo palio y, sobre todo, dominar, decidir sin consultar y mandar con hechos dictatoriales, lo que le negó la naturaleza.

Ensimismada, continúo contemplando ahora tras los cristales del ventanal la noche de un jardín rebosando voceos gratos y halagos que no cesan.

Los Alba han tenido la atención de iluminar la fachada del palacio para prolongar de algún modo la luz radiante del día, aunque en toda la ciudad sea ya noche.

El dormitorio que se me ha adjudicado es elegante y sobrio. El pavimento se ha revestido con una moqueta verde y los muebles son parecidos a los que de niña siempre conocí.

Sobre la cama cuelga un óleo del siglo xvi pintado por Vaccaro. Representa a María Magdalena como perdida en un desierto. Su pasado vencido por el peso de una realidad recién descubierta, una especie de novedad que acentúa la soledad que baña sus facciones acaso porque todavía no ha encontrado el centro espiritual de su descubrimiento.

Fue pecadora y santa. Como san Agustín. Y como tantos seres humanos que, cegados por los pequeños brotes de entusiasmos fatuos que nos ofrece el breve espacio de nuestra existencia, de pronto se adentraron en el vasto e interminable vivir más allá de la vida.

Mientras contemplo el cuadro llega a mis oídos el ir y venir de Petra, Pilar y la señora Rich, deshaciendo las maletas, ordenando mi vestuario y distribuyendo los objetos que pienso regalar mañana a todos los míos. Especialmente al recién nacido.

La ceremonia del bautizo será íntima. El General no hubiera consentido que el hijo de mi nieto, aunque sus padres puedan llegar a ser reyes, sea tratado como su rango merece. «Sólo la familia», se había acordado. También los grandes de España, muchos nobles, algún personaje de Estado como Carrero Blanco y por supuesto todos los familiares, la madre de Sofía y sus parientes cercanos.

Bee hace ya dos años que se fue de este mundo. Dos años que no han conseguido, pese a las esporádicas cartas que nos escribíamos, tan adornadas de «queridísima» y de calurosos despidos, echar fuera nuestra antigua rivalidad y sus manifestaciones de amistad poco claras abocadas a separarme cada vez más del rey. Mi intención al escribirle con tantas muestras de afecto se basaba en la necesidad de olvidar, de pasar hoja y sobre todo de recordar que a nuestra edad ya no se trata de ser la primera en todo, sino de admitir que en esta tierra nada o casi nada es lo único que podemos conseguir.

Tampoco Ali, su marido, va a asistir al bautizo. La excusa de que a sus años cuesta mucho mantenerse firme ante un general no es más que una añagaza para ocultar la verdad: su negativa a codearse con Franco. Algo parecido a lo que desde que la guerra había finalizado en España venía practicando mi gran amigo el duque de Baena, conocido por todos como Pepe Mamblas.

Asimismo él, desde que la república se asentó en España, se negó a regresar a su país. Pasó la guerra en Biarritz. No obstante, cuando Guipúzcoa fue conquistada por las tropas nacionales tuvo la delicadeza de ayudar a sus compatriotas exiliados por amenazas de muerte.

Instalado allí, y aunque Pepe no vaciló en facilitar ayuda a los que la precisaban, jamás quiso congraciarse con la dictadura del General. Por eso no volvió a pisar tierra española.

Biarritz. Querido y entrañable Biarritz. Resultaba difícil olvidar lugares, ambientes, climas y situaciones que durante un lapso más o menos largo de nuestra vida nos colmaron de felicidad.

De improviso el recuerdo global se impone. Nos atosiga, nos exige dividirlo en mil evocaciones que nos llenaron de dicha.

Causa cierto estupor comprobar que aquellas convicciones de un futuro tan bien reforzado por evidencias inalterables haya podido fraccionarse en frustraciones irreversibles.

Las causas de nuestros desfalcos internos se desvían. El tiempo las va rompiendo y el dolor surge violento en busca de culpables.

Todo en nuestros fracasos impone la necesidad de «culpar». Más aún: siempre los culpables son «los otros». Nadie se inculpa a sí mismo de haber obrado mal. El mal que nos atosiga exige un dedo que siempre señala a un «tú» imaginario. Jamás a un «yo» acaso real.

Sin embargo, cuanto más analizo lo que ocurrió, más se me afianza la convicción de que ni Alfonso fue culpable, ni yo voluntariamente planté la semilla que pudo culpabilizarme.

El derrumbe surgió como surgen los aludes de nieve o los corrimientos de tierras: inesperadamente y uniendo la perplejidad a los miedos, desengaños y desorientaciones que distorsionaron todos los esquemas.

Vivir debe de ser eso: mantenerse a la espera de cualquier desequilibrio, de admitir realidades que pueden desvanecerse tras el ligero soplo de una contrariedad, y también de imaginar desde nuestra infancia que en esta tierra no se puede ser feliz eternamente. La eternidad no es cosa de este mundo. De ahí que resulte tan inútil y precario forjar proyectos que tarde o temprano pueden desplomarse. Sin embargo, el nuestro parecía que jamás iba a destruirse de puro intenso y deslumbrante.

Tras mi petición de mano, aquella noche se celebró un banquete de gala para rubricar oficialmente nuestro noviazgo. Asimismo, mi tío el rey Eduardo VII se apresuró a concederme, para nivelar mi condición de princesa, el título de Alteza Real. De hecho, aquella estancia en Biarritz fue para mí como descubrir un fragmento de cielo en la tierra.

Alfonso tardó en volver a España, pero enseguida mandó un telegrama urgente a su madre, que continuaba en Madrid, para notificarle nuestro compromiso.

Estar juntos era ya una imperiosa necesidad para ambos.

Recuerdo las excursiones que hicimos por el sur de Francia. La belleza de los paisajes de aquella comarca se aliaba a nuestras convicciones más sólidas. Nada era ya proclive al triste dudar o bordear lo indeciso.

Pisábamos firme una tierra que olía a naturaleza estable, sin tormentas ni vendavales destructores. El aire húmedo que venía del mar parecía nutrir nuestra certeza de que todo en nosotros iba a ser armonía, placidez y comprensión.

A los pocos días Alfonso volvió a España a recoger a su madre, que llegó a San Sebastián para formalizar, como se había convenido, nuestro compromiso matrimonial.

Luego regresó a Biarritz para acompañarnos a mi madre y a mí al palacio de Miramar, donde nos esperaba la reina Cristina. El viaje lo hicimos con el marqués de Villalobar.

Recuerdo que, al atravesar el puente de Irún, Alfonso me miró fijamente y me dijo: «Ena, estás pisando tierra española».

«Mi tierra», pensaba yo. Y era lo mismo que si, al decirme aquello, Alfonso me estuviera entregando lo más valioso de su vida.

Fue entonces cuando conocí al todavía jovencísimo marqués de Viana (ya gran amigo del rey). Parece que lo estoy viendo: vital, alegre, volcado en simpatía y respetuosamente amable conmigo. Qué lejos estaba yo de imaginar que, muchos años después, algunos llegarían a culparme de su inesperada muerte.

En aquel tiempo la muerte era una circunstancia apartada de nuestro entorno. Una realidad lejana que se resistía a tomar parte de nuestra felicidad. Pensar en la muerte hubiera sido absurdo y estéril.

De mi futura suegra sabía yo muy poco, pero mis intenciones afectivas hacia ella, sólo por ser la madre del hombre al que yo quería, eran ya muy sólidas.

En los ambientes donde yo me había educado, la diversidad de pareceres relacionados con la reina regente se contrastaban. Algunos aseguraban que mi futura suegra era muy austera, rígida y poco afable. En España le habían adjudicado el mote de «Doña Virtudes» y se rumoreaba que, si como reina regente había sido perfecta, como madre no había sabido inculcarle a su hijo flexibilidades y comprensiones indispensables para ser un hombre más allá de su calidad de rey. Al parecer, desde niño lo habían tratado siempre con demasiado respeto. Incluso le habían dado a entender que, por el hecho de haber nacido con la corona puesta, todo y todos debían amoldarse a sus caprichos. Y eso podía provocarle cierta soberbia involuntaria proclive a desmerecer la ecuanimidad requerida. Pero en cambio otros la admiraban por haber guiado con talento y sutileza afable el difícil timón de la regencia hasta que se decidió la emancipación de su hijo, al que trató de enseñarle los valores morales que ella siempre aplicó en sus decisiones tanto políticas como personales.

Ignoraba yo quién tenía razón. En cualquier caso, lo que hasta entonces había detectado siempre en el monarca era a todas luces positivo. Jamás descubrí en él síntomas altaneros, ni orgullos desaforados, ni empeño en imponer pareceres, como si sólo él pudiera ser infalible.

La gente humilde lo quería y su afabilidad se extendía gratamente no sólo en España, sino en el resto del mundo. También se ensalzaba su facilidad para los estudios, su inteligencia y madurez para extraer consecuencias políticas y su inclinación a adaptarse a los ambientes de cualquier clase social.

Fue muchos años después cuando descubrí que, aunque las cualidades que se le adjudicaban eran ciertas, algo muy importante se le había quedado rezagado en los recovecos de la ignorancia.

Aquel descubrimiento contribuyó a destruir poco a poco la personalidad que yo tanto había admirado.

Sin venir a cuento, inesperadamente Alfonso caía en terribles depresiones. Se encerraba en sí mismo y se convertía en un hombre envuelto en nieblas densas, agarrotadas por infinidad de dudas.

Asimismo, se desesperaba al no encontrar razones que justificaran aquellas caídas en picado. Sufría. Pero ignoraba la causa de su sufrimiento.

Tardé algunos años en comprender la razón de su tendencia a la misantropía. Y creo que no me equivocaba. Desde la infancia, Alfonso fue educado para ser, en todo momento, un hombre maduro y responsable. Nunca le permitieron ser niño.

En cierto modo, lo despojaron de lo que un ser humano normal precisa para acoplarse a las circunstancias que el entorno exige.

De ahí el desequilibrio esporádico y a veces inexplicable de sus reacciones. Le faltaba una dimensión, se la habían hurtado cuando más la necesitaba.

Por eso cuando, ya mayor, la vida se le torcía de un modo inesperado, echaba mano de lo que su campechanía ocultaba: ciertos brotes de pequeñas tiranías mal expresadas o actitudes excesivamente relajadas y egoístas por haberlas adquirido durante una infancia reprimida. En suma: sin darse cuenta y como a destiempo, su carácter repentinamente revelaba una faceta infantil, como si lo que le sustrajeron cuando era niño exigiera salir a flote. Por eso, en la madurez, en ocasiones le brotaban reacciones caprichosas propias de un niño que nunca llegó a ser.

***

El doctor Nicod continúa desplegando atenciones conmigo. La emoción que acaba de surgir cuando he salido al balcón para agradecer tantas muestras de cariño planea todavía en mis resortes sensibles y a él, como principal responsable de mi salud, le preocupa mi cansancio.

Suavemente me conduce hasta la sala española donde sobre la chimenea se alza un inmenso cuadro de la que fue mi madrina de bautismo, pintado por Winterhalter.

También Eugenia de Montijo es ahora una pieza despiezada de lo que fue mi destino. Desde el óleo que la representa parece decirme: «En la vida no todo son desengaños, Ena».

La estoy mirando: tiene el rostro ligeramente apoyado en su mano izquierda. La otra mano sostiene con delicadeza la punta de su chal.

El doctor se empeña en que me relaje:

– Debe descansar, Majestad -me indica, señalando el sofá situado frente a la chimenea-. Ha sido un día muy ajetreado.

– No esperaba tanto -le confieso-. Desde que he llegado a España, todo se ha convertido en un espectáculo mágico. Nunca recibí tantas muestras de cariño mientras reinaba.

Pero mi asombro crece cuando Cayetana y Luis me anuncian que acaba de llegar al palacio de Liria desde Barcelona una furgoneta cargada con centros de flores confeccionados por las floristas de Las Ramblas.

– También en Cataluña se me recuerda. -Jamás esperé semejante homenaje de aquella tierra tan admirable. Cayetana y Luis se acomodan ahora junto a nosotros. Me gusta esa mujer joven, alegre y vivaracha que Jimmy, su padre, tanto quería.

Luis, su marido, es el contrapeso que nivela la armonía de ese matrimonio. Reflexivo y cauto, trata siempre de mantener serenamente el apoyo y ayuda que su suegro me prestó hasta la muerte.

El doctor Nicod insiste en que debo descansar: teme por mi endeblez física. Aunque aparentemente reboso salud, él sabe que toda yo soy un manojo de precariedades. Mientras me contempla tras sus gafas de monturas plateadas, me doy cuenta de que el entusiasmo que mi llegada a España está ocasionando también le está afectando a él. Son muchos los años que lleva compartiendo conmigo interioridades tanto físicas como metafísicas.

Lo conocí todavía inmerso en hábitos y actividades propias de la juventud. En cambio ahora, aunque más joven que yo, también él se está integrando en las mazmorras de lo que se denomina tercera edad. Su cabello cano continúa siendo voluminoso, y el bigote que ostenta, también blanco, tiene la misma espesura que sus patillas. No es un bigote a la moda, pero, siendo breve, permanece tupido.

De hecho, el doctor Nicod es una especie de archivo humano que durante años y años viene procurando que mi ya precaria salud no se desvíe y se mantenga más o menos estable.

Pienso ahora que nadie me conoce mejor que él. Durante años me ha visto reaccionar, no a modo de una reina, sino desde el rellano de una simple mujer. Seguramente yo para él no debo de ser una persona importante. Únicamente una paciente más que ejerció el oficio de reina y que incluso en los momentos más angustiosos tuvo que fingir sonrisas.

En ocasiones escuchó mis quejas. Quejas corporales: «Me duele el estómago» o «Ayer vomité», «El reuma me atosiga», «Las piernas se me hinchan» y muchas quejas más propias de la coraza material que envuelve al ser humano. Pero jamás me permití agobiarlo con mis dolencias internas y psicológicas.

Seguramente las intuye, pero hace como que las ignora. En estos momentos se está mostrando algo inquieto. De nuevo insiste en que debo descansar:

– Han sido demasiadas las emociones -le explica al marido de Cayetana-. Su Majestad lleva arrastrando desde la mañana una página histórica saturada de acontecimientos demasiado agotadores.

Luis Alba asiente:

– Tiene razón, doctor. Mañana tampoco va a ser un día apacible. Hay que recuperar fuerzas.

En Zarzuela se está ya preparando el bautizo de mi bisnieto. Muchos serán los que, incitados por renovar recuerdos perdidos, se propondrán recobrarlos con mi presencia.

– Si Vuestra Majestad lo desea, puede cenar sola en sus habitaciones -me propone Cayetana.

Acepto. Desde hace varios años, la soledad tras ciertos acontecimientos que en el fondo son pretéritos más o menos definidos exigen calma, silencio, aislamiento y derecho a asimilar las imprevistas reacciones que suele brindarnos la vida.

Lentamente, los tres me acompañan a los aposentos que me han adjudicado.

La señora Rich me espera con la puerta abierta, en la salita contigua a mi dormitorio.

Al despedirme del doctor y de los Alba, le ruego a Luis que se ocupe de repartir por las iglesias de Madrid los centros de flores que las floristas de Barcelona han tenido la amabilidad de enviarme.

– Y que los mejores adornen la iglesia de los Jerónimos -le recomiendo. Y, a modo de un secreto, le digo bajito-: Allí me casé.

No sé por qué recuerdo ahora mi boda. Sólo sé que nunca he echado tanto de menos la presencia de Alfonso como en estos momentos.

***

La pasada noche he soñado que volvía a casarme. Pero mi matrimonio, lejos de ser un espectáculo ampuloso y sobrecargado de invitados importantes, se reducía a una simple ceremonia sin más parafernalia que la iglesia adornada con muchos centros de flores catalanas, un sacerdote sin alta jerarquía eclesiástica, Alfonso y yo.

En mi sueño Alfonso ya no era aquel jovencito de rostro chupado y pálido. Se trataba de un personaje como lo fue después cuando los años añadieron algún kilo necesario a su cuerpo enjuto y a su semblante maduro que casi se había convertido en el de un hombre guapo. En ocasiones, cuando el ser masculino madura, sus facciones alcanzan dimensiones estéticas que la juventud ocultaba.

Yo era feliz. Se trataba de un matrimonio reciclado: algo que por una extraña razón nos permitía recobrar nuestro primer encuentro en Biarritz y reparar los desfalcos de nuestros años tan llenos de ataduras que nos desunían.

De nuevo Alfonso volvía a ser el enamorado de nuestros principios pero sin intercambio de postales, ni interferencias ajenas y sobre todo sin más deseos que los propios de una pareja que precisa notarse compenetrada.

El despertar ha sido doloroso. Me hubiera gustado continuar mi sueño. Precisaba saber hasta qué punto la felicidad que yo experimentaba podía prolongarse hasta la muerte.

Pero a veces también la muerte puede ser tacaña. Resta tiempo para rehacer lo que se deshizo. No permite treguas ni admite que se nos conceda una segunda oportunidad.

Me pregunto si esa segunda oportunidad se nos hubiera concedido a Alfonso y a mí cuando, ya al borde de abandonar este mundo, nuestras asperezas, distorsiones, equívocos y sobre todo aquellos horribles brotes tan saturados de instintos equivocados y de fogosidades envenenadas de ira hubieran sido superados por razonamientos propicios a ahondar en los sentimientos que nos unieron más allá de los peligros que constantemente atentaban contra la paz de nuestro convivir.

Ahora sé que lo esencial no consiste en ser feliz, sino en procurar que la felicidad extraviada se instale en el otro. Es decir, dar sin esperar recibir.

Cuántas veces he pensado que nada puede solidificar una unión como el despegue de nuestro afán de revancha. Ese afán de conseguir por la fuerza algo que consideramos perdido sólo conduce al error. Nada más débil e impotente que una fuerza mal administrada. Desde mi vejez comprendo claramente que lo esencial no consiste en «forzar» sino en tener suficiente fortaleza para asumir nuestra debilidad y ponerla al servicio de la esperanza.

Cierto: a veces lo que tanto deseamos llega demasiado tarde, pero llega.

A mí me llegó cuando Alfonso se había adentrado ya en las rutas que conducen al otro lado de la vida. Ese lado que los humanos tratamos de olvidar porque se nos antoja incomprensible.

Aunque he dormido bien en el palacio de Liria, debo reconocer que mi despertar no ha sido alegre; hubiera querido continuar soñando. ¿Serán los sueños pedazos dispersos de una segunda vida terrena? Cuántas veces he deseado que lo que vivimos conscientemente fuera únicamente un sueño, al tiempo que lo que consideramos quimera fuera una flagrante realidad.

No obstante, la verdad siempre se impone y lo que vivimos dormidos es una mentira que refuerza todavía más la nostalgia del sueño real que perdimos.

Sin embargo, el día que Alfonso nos condujo al palacio de Miramar, situado en San Sebastián, para que yo conociera a su madre superaba con creces los sueños más deslumbrantes que hasta entonces, dormida o despierta, había experimentado.

A pesar de que el mes de enero finalizaba sus días y el inevitable mes de febrero pugnaba ya para desbancarlo de los calendarios, el clima era cálido y un sol radiante potenciaba generosamente los colores de la lluvia de flores que, a modo de bienvenida, nos lanzaban desde los balcones.

Tras atravesar la Concha, la ruta que conducía al palacio de Miramar era zigzagueante y algo cuesta arriba. Aunque aparentemente sencillo, aquel edificio evidenciaba la sobria elegancia de la soberana regente.

Enfrente, la playa de Ondarreta mostraba un mar alegre sin olas enemigas ni rachas de vientos adversos.

Era un mar casi veraniego y como dormido en los albores cálidos de un día agosteño.

Junto a la puerta principal del palacio, la reina Cristina nos esperaba con semblante alegre y mirada risueña.

Primero abrazó a mi madre y luego, sin permitir que le hiciera la reverencia, me abrazó a mí.

Fue un momento inolvidable. Aunque entre aquella mujer y yo se extendía una inmensa llanura de diferencias, algo más fuerte que todos los obstáculos del mundo nos estaba uniendo: el amor que ambas experimentábamos por Alfonso.

Supe entonces que, aunque la vida que nos esperaba pudiera torcerse, aquella mujer alta, regia y no demasiado agraciada jamás podría ser mi enemiga.

No lo fue. Ni siquiera cuando, ya inmersa en oleajes de desvaríos y puntos de partida ineficaces, la guerra mundial del año 1914 vino a sembrar malestares entre la condición germana de mi suegra y mis propias tendencias británicas que, poco a poco, sin que ninguna de las dos se mostrase esquiva, no dejaban de crear entre nosotras cierto malestar inevitable.

De pronto nuestras diferencias se volvieron algo belicosas. Su rostro se agrietaba cuando, por ejemplo, me veía fumar. O si demostraba excesivo cariño por mis perros. O cuando, inmersa en el reconocido abandono de Alfonso, la reina María Cristina fingía ignorarlo.

Lo peor tuvo lugar cuando el archiduque Frederick, hermano de mi suegra, se decantó por luchar a favor de Alemania y Austria-Hungría, mientras dos hermanos míos luchaban por Gran Bretaña y Francia.

De la neutralidad de España poco se hablaba en palacio. Ni siquiera Alfonso se definía: en algunos momentos incluso, cuando miraba a su madre, se esmeraba en darle a entender que sus preferencias eran también las suyas. A veces no se precisan palabras para expresar ciertos sentimientos.

Creo que hasta entonces nunca me sentí tan sola. Era lo mismo que si la guerra se hubiera empeñado en dividir y destrozar los pilares de nuestra ya maltrecha familia.

La cumbre de aquella triste situación se alcanzó cuando mi hermano pequeño, Mauricio, fue abatido en el frente luchando por Inglaterra.

Creí morir de pena. Y durante un tiempo tuve la sensación de que el inmenso palacio donde vivía era una especie de cárcel alemana.

Imaginé el dolor de mi madre. Hubiera querido correr a su lado, pero no pude. Las circunstancias mundiales lo impedían. Una vez más, la guerra vencía y destruía lo que más precisábamos conservar y venerar.

Aunque mi suegra se esforzaba por disimular su indudable preferencia, nunca dejaba de hurgar en los periódicos para conocer los avances de los suyos. Su alegría se evidenciaba si los favorecidos eran los alemanes.

No obstante, si los aliados lograban algún éxito nunca dejaba de mostrarse amable conmigo: «Los tuyos han tenido un buen día hoy», solía decirme.

Sin embargo, a medida que la guerra avanzaba las tensiones que nos dividían aumentaban.

En cierta ocasión, durante un almuerzo en que el conde de Romanones era nuestro invitado, se nos comunicó que lord Kitchener había muerto en un barco británico abatido por los alemanes. Aquel día mi suegra no trató de disimular su alegría. La satisfacción que le había producido la noticia era evidente.

En cambio, para mí fue como si alguien a quien debía respetar y querer me estuviera clavando un puñal. Lord Kitchener fue siempre para mi familia un hombre entrañable. Más de una vez, cuando yo era niña, me había sentado en su regazo.

Reconozco que para mi marido aquella etapa debió de ser muy difícil. Mostrarse neutral entre dos polos familiares y enemigos no debía de ser fácil.

Pero tampoco fue fácil para mí soportar la tensión que durante cuatro años transformó nuestra complacencia mutua en un convivir antagónico repleto de pequeñeces muy dolorosas.

Sin embargo, aunque nuestra necesidad de vivir bajo el mismo techo tras aquella espantosa guerra mundial era algo incómoda, su escondida delicadeza rebrotó de pronto desvaneciendo nieblas belicosas cuando, a los dos años de estallar la contienda, caí gravemente enferma.

Al principio nadie daba con el diagnóstico correcto. Se trató de una apendicitis violenta que estuvo a punto de convertirse en una peritonitis mortal.

Durante aquella enfermedad algo en mi entorno cambió bruscamente. Tanto mi suegra como mi marido se volcaron en atenciones.

En el fondo, aquel resurgir afectivo y amistoso fue para mí como un inesperado regalo para la ya inevitable desolación que venía atosigándome desde hacía muchos años. Casi no podía creer que aquel cambio indudable de decoración anímica pudiera ser real.

Pensé entonces que lo que nos abandona puede regresar y que los menosprecios son capaces de ser redimidos. Bastaba un hecho grave para que los sentimientos escondidos pudieran rebrotar.

Cualquier detalle de Alfonso se me antojaba como una petición de perdón. Sus claras manifestaciones de interés que tanto me había prodigado durante nuestro noviazgo fueron entonces recuperaciones inesperadas y felices. Era como si aquel pasado que tanto nos había unido se empeñara en devolver lo que quedó rezagado en los diez años de matrimonio tan lleno de oscuridades.

También mi suegra parecía recobrar los primeros tiempos de nuestro encuentro en Miramar. La guerra todavía vigente y despiadada se desvanecía cuando, al acercarse a mi lecho, trataba de calmar mi fiebre con suaves caricias mientras colocaba paños de agua fría en mi frente.

No esperaba tantas muestras de cariño. Ni siquiera ahora, tan alejada ya de aquella guerra y de aquellos constantes desvíos que sólo agrandaban mis vacíos, puedo dejar de recordar aquel suceso de mi vida como una etapa feliz.

***

Era imposible imaginar que aquella fascinante sensación de apoyo y aquel continuo afán de prodigarme muestras de cariño pudiesen, en algún momento dado, relativizarse y convertirse en hechos cumplidos y acabados.

Sin embargo eso fue lo que sucedió cuando tras una larga convalecencia mi salud perdida se recobró.

De nuevo comenzaron las ausencias, las sordas indiferencias, las soledades sólo arropadas por mis damas de compañía impuestas por el propio rey desde que me convirtió en reina.

No obstante, la convalecencia fue en cierto modo muy grata. Mi suegra se empeñaba en no apartarse de mí. Nuestras conversaciones ya nunca se referían a la guerra.

En su preclara sabiduría, dejó la contienda a un lado para sumarse conmigo al discurrir plácido de nuestras vidas.

Como reina, conocía a fondo los resortes que podían hacer tambalear las peanas de los monarcas. «Las amistades. Cuida las amistades, Ena.»

Fue en aquella época cuando la madre de Alfonso se explayó por primera vez conmigo. En ocasiones incluso parecía desconfiar de las damas de honor que se me habían adjudicado. «Las reinas no deben tener confidentes. Son peligrosas».

Y añadía que, aunque nos sintiéramos desvalidas y envueltas en soledad, jamás debíamos caer en la tentación de confiar plenamente «en los que se acercan a nosotras con aires desinteresados. Sus influencias pueden ser perjudiciales».

En efecto; María Cristina tenía razón. La libertad de los monarcas puede convertirse en la peor de las esclavitudes. Aunque no lo queramos admitir se trata siempre de una libertad herida.

Si el enamoramiento nos exige ver y admirar lo que imaginamos, la amistad puede asimismo ser una especie de tuerca que se adentra en nosotros para agujerear lo más valioso de nuestros sentimientos.

Recuerdo que, mientras ella me hablaba, la mente se me iba escapando hacia los pequeños brotes de envidia que a veces me causaba la emancipación y clandestinidad de las personas que estaban a nuestro servicio. Sus arenas movedizas particulares nunca eran motivo de escándalo. Las personas de «momentos» no tienen instantes relevantes. Sólo tienen «instantes» ocultos a los que nadie puede acceder.

En cambio en nuestro ambiente, continuamente abocados a la intemperie, todo era susceptible de escándalo, de falsas interpretaciones y de voluntades distorsionadas que podían crear rencores.

«Hay que ser amable con todo el mundo», continuaba diciendo mi suegra. «Pero no rastrero.» Y añadía que cuando algo era positivo y bueno debíamos comentarlo con satisfacción moderada. «Es una forma de permitirnos callar cuando algo nos disgusta.»

Todo según ella debía ser cuidadosamente estudiado y jamás debíamos dejarnos llevar por convicciones materiales o tajantes: «Nunca olvides la brevedad del "siempre", Ena. Todo en este mundo es limitado. Incluso la solidez amistosa».

Cuando la escuchaba algo dentro de mí se derrumbaba. No obstante prefería imaginar que su avanzada edad y la dura vida que su reinado le había impuesto le exigían expresarse de aquel modo.

Era como si sus razonamientos trataran de disminuir mis sentimientos. O como si ambas fuerzas se atacaran unas a otras, para evitar torpezas peligrosas.

Instintivamente, cuando me hablaba de aquel modo algo en mí se rebelaba. Para María Cristina peligros indefinidos, pero evidentes, gestaban malestar entre las paredes del palacio: «Insisto, Ena: procura que tus amistades siempre sean convencionales».

Era duro escuchar aquello. Sobre todo cuando los consejos que me daba jamás los aplicaba a su hijo.

Alfonso tenía amigos. Muchos. Tal vez demasiados. No obstante, su madre no le reprochaba la precariedad de aquellas amistades. Él era hombre y yo mujer. Las mujeres de entonces no alcanzaban los niveles del hombre. El mundo que destacaba era machista. Hasta en las fotografías se notaba aquel machismo; los hombres posaban sentados y, tras ellos, las mujeres (como si los respaldaran) posaban de pie.

Sin embargo no tardé mucho en comprender que los reyes, aunque pretendieran ser ricos en amistades, únicamente conseguían tener cómplices. La amistad es un privilegio precario para los reyes. Tarde o temprano los pretendidos amigos pueden llegar a ser delatores o enemigos. Nada como el resentimiento se alía tan estrechamente a las ambiciones frustradas.

Aquella convalecencia fue quizá lo que me indujo a analizar los verdaderos peligros de la vida y sobre todo a meditar aún más sobre las terribles desigualdades sociales que tanto desnivelaban a los españoles de aquella época.

Nada obliga tanto a reflexionar como verse cercada por la muerte.

Horas pasaba yo tratando de ahondar en la injusticia que suponía verme tan atendida por médicos y personal especializado en cuidar enfermos, y saber que los pobres o los que vivían con escasos medios debían contentarse con torpes remedios caseros y fiar en lo que sus ignorancias o desconciertos les ofrecían.

Anteriormente, y convencida de que aquella forma de aceptar semejantes desajustes era no sólo lamentable, sino también injusta, convoqué y reuní a ciertas personas que podían ayudarme en los proyectos que incluso antes de caer enferma sentía el impulso de realizar.

Asimismo, hablé con Bee, todavía aferrada a su afán de protagonismo, y con mis damas de honor para exponerles mi gran plan de reforma social destinado a beneficiar a los que carecían de recursos: «Es absolutamente vergonzoso lo que está ocurriendo en España».

Aunque el país era neutral, no lo era en la guerra de la desidia y del egoísmo. La desigualdad entre los españoles era una lacra que dolía demasiado.

Afortunadamente, mis propuestas llevaban ya varios años funcionando; contra todos los imprevistos conseguí crear hospitales para tuberculosos y cancerosos, escuelas de enfermeras, servicios médicos para enfermos sin medios económicos y, sobre todo, la necesaria institución de la Cruz Roja, cuya presidencia me adjudiqué.

Trabajé fuerte hasta que en la convalecencia tuve ocasión de idear para mis instituciones infinidad de proyectos que no tardaron mucho en realizarse.

Ayudada por mis damas de honor, organicé tómbolas, funciones de teatro, fiestas folclóricas, carreras de automóviles, siempre con fines benéficos. Nada que pudiera ayudar a mis protegidos indigentes quedaba en el aire.

Entonces Madrid era una ciudad algo provinciana que adolecía de muchos adelantos y fomentaba distancias entre el pueblo y la alta sociedad. Pese a la grandeza de sus palacios, museos y algunas avenidas o calles asfaltadas, la capital de España continuaba siendo una especie de pueblo grande.

Recuerdo que, recién llegada a la capital, desde mis habitaciones particulares podía escuchar la algarabía de los carromatos arrastrados por mulas que distribuían carne, carros de basura acompañados siempre por la trompeta del basurero, el anuncio chillón de los churros calientes, los traperos y cacharreros ofreciéndose a voz en grito para hacerse con algunas mercancías reciclables, los organilleros reclamando algunas monedas, los vendedores ambulantes de leche que, voceando la mercancía bien preservada en depósitos metálicos arrastrados por cuadrúpedos, iban marcando su paso por la ciudad al grito de «Leche fresca recién ordeñada».

También evoco el débil alumbrado de gas que escasamente clareaba las calles y, en la amanecida, el desfile de encargados de apagar las farolas con pértigas gigantes.

Entonces aquellas costumbres todavía no se me antojaban ancestrales. Todo el mundo lo admitía como algo natural.

Sin embargo, cuando comparo el Madrid de mis principios como reina con los adelantos establecidos durante mi exilio, experimento ráfagas de vergüenza. La misma vergüenza que durante mi enfermedad, en plena guerra mundial, me impulsaba a idear toda clase de proyectos para potenciar la tarea que conseguí realizar ayudada y animada tanto por mi suegra como por mis damas de honor.

Entre ellas destacaba Rosario Agrela, ya casada con Jaime Lécera y madre de dos hijos.

Parece que la estoy viendo: menuda, inteligente, afable y como asustada cuando le planteaba propuestas que no se ajustaban a su modo de concebir la vida, constantemente arropada por una educación que la protegía de todo lo que no fuera agradable, lisonjero y en cierto modo feliz. Rosario Agrela Bueno, tras la muerte de su padre condesa de Agrela, creció envuelta en algodones y aislada de todo lo que podía dañar su emotividad y afectar las cuerdas sensibles de su existencia.

Ajenos a la responsabilidad que contraían, sus padres decidieron que su hija única nunca debía conocer la parte adversa de la condición humana.

No obstante, su simpatía y aquella arraigada inocencia, que evidenciaba su total desconocimiento de la vida real, la convertían en una dama de honor grata, cordial y también algo ansiosa de verse arropada y amparada por mí.

Su marido, el duque de Lécera (hijo del aquel otro duque que junto con otros grandes de España velaron en El Pardo mi última noche de soltera), era asimismo un puntal muy firme en mis propuestas de ayuda para los más desfavorecidos y abandonados a una suerte siempre hostil e infortunada. Cuando conocí a Rosario comprendí que aquella mujer débil y desconcertada era algo parecido a la rama de una enredadera anhelosa de buscar una luz solar que desde niña se le había negado a fuerza de deslumbrarla con fuegos fatuos demasiado frívolos y fútiles.

Jamás sus padres la orientaron hacia la verdad de la vida, ni le explicaron la necesidad de abonar el terreno para adentrarse en la muerte con la conciencia limpia de actitudes alejadas de un texto ético y religioso.

Su marido era distinto. Él tenía ya entonces una visión clara de nuestra trayectoria humana. Inteligente y cauto, tal vez lo que le indujo a casarse con ella fuera precisamente aquella debilidad interna que la obligaba a vivir entre desengañada y desorientada por la educación recibida.

A la mayoría de los hombres responsables y serenos les atrae el hecho de proteger, de apoyar y de convertirse en algo indispensable para la mujer de la cual se enamoran. Y Jaime se enamoró de Rosario durante una cena en el palacio de Liria, cuando al departir con ella descubrió que, además de bella, Rosario precisaba ayuda.

Aquella noche hablaron largo y tendido. Seguramente ella, ya desengañada de muchas mentiras que le inculcaron como verdades, le hablaría de lo difícil que le parecía conocer dónde se escondía «la Verdad». Una verdad que sus padres siempre le habían ocultado. Jaime intentó por todos los medios ayudarla sin éxito.

Años después me lo confesó abiertamente. «Siempre andaba perdida en dudas terribles. Nunca se encontraba a sí misma. Algo en ella la obligaba a vivir como fuera de su propia personalidad.»

Desgraciadamente, Rosario nunca la encontró. Sólo encontró una mentira que le impidió elegir el camino de la paz. En aquel tiempo fue la duquesa de la Victoria mi mejor aliada, y, pese a las recomendaciones de mi suegra sobre la amistad, debo admitir que fue precisamente ella la que mejor llenó el hueco amistoso que venía echando de menos desde que salí de mi tierra natal. Fue una buena amiga. Jamás se decantó hacia las rastreras actitudes que caracterizaban a la gran parte de las mujeres que pertenecían a la nobleza y que, para granjearse la atención de Alfonso, se hartaban de ningunearme o desprestigiarme.

Por contrapartida, tengo el convencimiento de que el pueblo me quería. Ya nadie dudaba de mis convicciones religiosas, y, por supuesto, las graves acusaciones (que tanto afectaron a mi relación con Alfonso) sobre la culpa que se me adjudicaba tras descubrirse la enfermedad que aquejaba a mi hijo mayor se habían difuminado en las mentes sencillas que, conscientes de mi empeño en airear dificultades insalvables entre los que carecían de ayuda, se iban adentrando en la certidumbre de que su reina era algo más que una figura de cera o un adorno vital del grandioso y espectacular Palacio Real.

***

De nuevo la jornada se aferra a un frío destemplado y lluvioso. Son las seis de la tarde, pero la oscuridad que causa la atmósfera acelera la noche y convierte a la ciudad de Madrid en un reguero de luces eléctricas impensables en los años en que yo todavía era la reina de España.

Al adentrarnos con el coche en los terrenos de la Zarzuela, los ventanales del edificio destacan luminosos entre el arbolado profuso que protege el camino hacia el palacio.

Muchos son los invitados a la ceremonia del bautizo. No en vano el neófito es un varón.

La lista de convocados al evento es larga. Todo en el ambiente recupera tiempos lejanos: grandes de España, nobles de alto raigambre, mi nuera María de las Mercedes, la madre de Sofía, los reyes de Bulgaria, el vicepresidente Carrero Blanco, el presidente de las Cortes Antonio Iturmendi, el ministro de Justicia Antonio María de Oriol y muchos más que los años pasados no han querido eliminar se esmeran en departir conmigo y con mi hijo Juan como si los treinta y siete años de mi exilio jamás hubieran tenido lugar.

Entre el tumulto que me rodea veo todavía inmersa en su papel de gran amiga de mi marido a la ya caduca y deteriorada duquesa de Durcal.

Me sonríe. Incluso me hace la reverencia. Probablemente ya no recuerda su contribución a ser una más en la tarea de desprestigiarme para ganarse la confianza del rey.

Doña Sol ya no está. Dejó de existir cuando su fealdad se cansó de marear la perdiz y luchar en vano por atraer la atención del rey, proporcionándole lo que ella seguramente jamás consiguió para sí misma.

Era extraño recuperar tanta gloria carcomida por los años. Nada es igual a lo que fue. Y todo es ya como un doloroso principio que nunca acaba de empezar.

En torno a nosotros falta un mundo de cosas importantes perdidas para siempre. Cosas que jamás podrán recuperarse.

Casi todo en estos momentos se vuelve ruinas. Sólo los pequeños gemidos de mi bisnieto me rescatan de esa extraña sensación.

Él es el futuro. Yo sólo puedo ser un triste y deteriorado pasado.

Durante unos instantes temí que aquel pasado tan lleno de errores, traiciones y desaciertos pudiera desbaratar el acto religioso que va a tener lugar en la sala principal del palacio. Sin embargo, el bautizo de Felipe se está realizando con la serena estabilidad y alegría que hace sesenta y dos años presidió mi propio bautismo.

Únicamente mi madre y ciertos sectores cercanos a la Iglesia anglicana se notaron entre disminuidos y tal vez molestos por mi cambio de religión.

Para evitar suspicacias y equívocos molestos, el rito de mi entrada al catolicismo tuvo lugar de un modo casi clandestino en la pequeña capilla privada del palacio de Miramar de San Sebastián, pero no faltó el boato que el acontecimiento exigía. Ni tampoco pasó inadvertido para el pueblo. Bastó saber lo que ocurría en el palacio de Miramar para que la ciudad se uniera con manifestaciones ostentosas a la importancia de aquella ceremonia.

Anteriormente, mi madre y yo estuvimos en Francia varios meses para que el obispo de Nottingham, monseñor Robert Brindle, me instruyera ampliamente y me hiciera ver las diferencias profundas que, desde la época de Enrique VIII, había experimentado el cristianismo en Inglaterra. Fue una instrucción exhaustiva que modificó por completo mis puntos de vista religiosos. No fue fácil, sin embargo, admitir lo que todo en mi entorno había considerado siempre insustituible y verdadero. Especialmente cuando el oleaje de las noticias mediáticas invadieron mi país de críticas y humillaciones que dolorosamente tuve que soportar.

Me estoy viendo ahora entrando en la capilla vestida con una túnica blanca, como una novia pobre, despojada de alhajas, de adornos y de cualquier ostentación, cubierta con un sencillo velo también blanco y acompañada por la reina María Cristina.

De rodillas y ante una Biblia, me hicieron abjurar de mi religión protestante y, tras recitar la oración, invocando al Espíritu Santo para que me ayudara, comencé a leer un credo muy ampliado para reafirmarme en las creencias que precisaba acatar.

Empecé citándome a mí misma para reforzar no sólo mi rechazo al anglicanismo, sino también para asumir lo que voluntariamente debía aceptar en adelante.

Flanqueaban al obispo Brindle dos obispos españoles. Al bautizarme me añadieron otro nombre en honor de la reina regente: Cristina.

Aquella misma tarde y tras una exhaustiva inmersión interna para hurgar en mi vida pasada y vaciarla de todos mis lastres humanos, el obispo de Nottingham me oyó en confesión.

Nunca imaginé que semejante práctica católica pudiera proporcionar tanta paz y bienestar como la que percibí tras recibir la absolución.

Tal vez fuera entonces cuando mejor comprendí hasta qué punto analizarse a uno mismo y echar fuera nuestros desaciertos, errores y sobre todo esas pequeñas falsedades que egoístamente convertimos en verdades puede sosegar las constantes inquietudes que la vida nos causa.

No sabría explicar lo que realmente experimenté; era algo más allá de toda comprensión humana, de cualquier individualismo egoísta y de todas las seguridades más rotundas y congruentes.

Recuerdo que tras mi confesión lo primero que hice fue acercarme a la madre de Alfonso para besarla. Algo muy fuerte y seguro nos estaba unificando, pese a ser completamente distintas.

La estoy viendo ahora sonriéndome como si un hilo invisible de satisfacción estuviera cosiendo mis sentimientos a los suyos.

Era hermoso notar el alma ligera, vaciada de sombras y preparada para afrontarlas sin el temor de volver a adentrarme en ellas.

María Cristina me besó con cariño. No fingía. Era un cariño nuevo que se añadía al de Alfonso y que parecía vencer cualquier retazo de desolación o futuros extravíos dolorosos.

Hasta entonces yo nunca había sabido lo que supone tener la certeza de que el alma está limpia y que esa limpieza es valedora de una estabilidad psicológica que ningún fármaco puede conceder.

Aquel mismo día mandé un telegrama al Santo Padre. Entre varias muestras de complacencia por haber abrazado la fe católica, decía: «Yo me ofrezco con todo mi corazón a Vuestra Santidad como su hija más fiel».

Al día siguiente recibí mi primera comunión. En aquella época, para comulgar había que estar en ayunas desde las doce de la noche. Por eso las comuniones solían recibirse en horas tempranas y al margen de la celebración de las misas.

Tenía yo dieciocho años. La edad de las seguridades. La edad de los que imaginan que la vida puede ser una constante e inamovible afirmación de nuestros propósitos. El engaño no cabe en los sentimientos que se experimentan.

Ni por asomo podía yo imaginar que aquella plenitud, tan llena de firmezas, podía descerrajarse y hacerse añicos. Tampoco cabía en mi mente que, algún día, cuando las nieblas se envenenan de soledad y hastío, puede surgir otro futuro inesperado que, de puro deslumbrante, también se nos antoja eterno.

Para mí en aquellos instantes el futuro era Alfonso, mi fe católica, la convicción de que la felicidad que experimentaba podía ser consecuente y dilatada. Todo resplandecía demasiado para dar cabida a suposiciones insertas en sombras.

Nada me hacía presagiar que trece años después ciertas fibras sensitivas que yo consideraba sumergidas en noches desangeladas iban a resucitar extraviadas en crepúsculos demasiado tardíos para que, lejos de liberarme de tantos y tantos vacíos, acabaran por aumentarlos.

Vivir debía de ser eso: fragmentar pasados que ya no servían y tratar de recomponer sentimientos que a fuerza de imaginarlos definitivos iban perdiendo lentamente protagonismo.

A veces la historia es implacable y con frecuencia nos obliga a cambiar rumbos sin que nuestras intenciones se presten a ello.

Cuando ahora pienso en aquella etapa de mi vida, tengo la impresión de que desde que comenzó mi exilio hasta que estalló la Guerra Civil fue sólo un sueño. Un sueño entre doloroso, feliz y un punto desesperado. Nada era posible. Sin embargo, se impuso. Renovó mis formas de vida. Se adentró en mi alma con la tenacidad de lo que, de tanto bordear lo imposible, se adueña de nuestro destino de una forma inevitable.

En ocasiones intento convencerme de que lo que yo experimenté en aquellos trece años fue un espejismo, un fuego fatuo que me permitió endilgar mi vida hacia una nueva felicidad.

Pero no puedo. Su recuerdo persiste como una insistente realidad. Sé que lo que rompe la simetría de nuestro verdadero camino nunca puede alcanzar la felicidad perdida. Sin embargo, noto como si una daga se me clavara en el pecho cuando evoco aquella especie de sueño.

Al principio no imaginaba que la amistad podía traspasar barreras distintas. Y que tener derechos implica siempre depender de unos deberes. Asimismo ignoraba que las esperanzas mal encauzadas también tienen su fecha de caducidad.

Por eso cuando Jaime, tras un prolongado silencio, me llamó por teléfono desde Madrid a Montecarlo para comunicarme que, como grande de España, había sido invitado al bautizo de mi bisnieto, le rogué que se abstuviera de asistir al acto que se iba a celebrar en Zarzuela.

Frente a mí tenía un espejo. Allí estaba yo con el auricular pegado al oído. La voz de Jaime, todavía joven, era la misma de siempre. Calculé su edad: debía de rondar los setenta y cuatro años.

Recordé su aspecto cuando, al estallar la Guerra Civil en España y yo aún instalada en Fontainebleau, nos separamos. Fue una separación impregnada de decisiones que podían ser definitivas. ¿Hasta cuándo? Era imposible saberlo. Las guerras no tienen respuestas, ni seguridades, ni pueden prometer continuidades; y las preguntas son únicamente metáforas que rellenan instantes vacíos de certezas.

Desde aquella separación que fue definitiva han transcurrido alrededor de treinta y seis años.

Tal vez él ya no sea aquel Jaime que dio estabilidad a mis inciertos caminos al salir de España. Los hombres a los setenta y cuatro años todavía conservan su capacidad de impactar, de ser hombres con un aspecto atractivo. Sin embargo, en el espejo donde me estaba mirando sólo veía a una vieja octogenaria que ya nada podía esperar como mujer, salvo respeto y, en cierto modo, como reina destronada, un punto de veneración.

Le pedí que no fuera al bautizo: «Es preferible que no volvamos a vernos», le dije.

Todavía intentó él cambiar mis puntos de vista. Pero le atajé: «Te llevo siete años, Jaime. La juventud no sabe de edades. Pero la vejez es implacable. No quiero que nuestro recuerdo se muera estrujado por las garras del tiempo».

Jaime cumplió mi deseo. No asistió al bautizo de Felipe. Fue mi forma de recuperar para siempre lo que quedó escondido en aquel espejo, acaso providencial, que me permitió observar mi propia decadencia.