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Oye: ¿tú crees en los genes? Digo, ya sé que ahí están, pero no sé si piensas que esas cosas se heredan y entonces una sale del útero con un cóctel de puros genes ajenos. Te transmiten los mismos putos monstruos que te enseñan a odiar, ¿ajá? Llegas a aborrecerte por lo que tu familia hizo de ti. Y tal vez ni siquiera lo hizo. Si el problema comienza por la sangre, yo tendría que estarme cortando las venas. Y hoy en la noche ya estaría tendida en una plancha con mi nombre en una etiqueta amarrada en un dedo del pie. ¿Cómo la reconoció, doctor? La occisa tenía un esqueleto de genuino dúrala, el novedoso material plástico que incluye el número de serie en cada pieza. De venta en Sears Roebuck.
Si de verdad mis genes son tan corrientes como sospecho, mi problema está en que soy una mercancía de Sears empeñada en llegar a un aparador de Saks. ¿Cómo haces para que una blusa de diez dólares parezca de quinientos? Eso era exactamente lo que yo traía en la cabeza cuando iba caminando como loca por la Séptima. Me preguntaba cuánto podían ganar esas viejas siniestras que salían en las etiquetas de las películas, encueradas entre quién sabe cuántos hijos de vecino. Y yo, que me había especializado en hijos de jardinero, como que regresaba de repente a mis telarañas. Ya no era virgen, claro, pero la relación con Eric era spiderweb-free. Por disposición de la gerencia, no se admiten ideas pirujonas. Cuando esa noche el hambre y la sed me sacaron a la calle, afuera había otros amiguitos esperando. Morbo. Ambición. Calentura. No te digo que entonces todavía soñara con ser piruja. Tenía intereses muy afines, por supuesto, pero una cosa es preguntarte qué se sentirá que te filmen haciendo circo, y otra ponerte a hacerlo por una lana. No me prendía pensar que les pagaran mucho, sino lo contrario: me ponía caliente imaginarme que les pagaban una mierda. Ni siquiera cien dólares. Digamos que cuarenta, por abrirle las piernas a diecisiete puercos. Y que la cosa sea tan humillante que te filmen a la hora en que cobras. Ése sería el orgasmo de la película: ver el par de billetes arrugados que le dan a la Primera Actriz. Tome usted sus cuarenta dolarotes y llévese estos dos bolillos para que se quite el hambre en el camino. Igual entonces no me daba cuenta, o no quería dármela, o me la daba y me importaba poco, ya no sé, pero lo que quería era caerme.
0 sea, mediomorirme. Elevator going down! Y esas luces horribles, como de hospital, con las películas y las revistas y todas esas mierdas, parecían todavía más spooky que la oscuridad. Danger. Dungeons and Dragons Area. Beware of innerfires! Soy una naca, ya sé. Una chicuela de dieciséis años que se la pasa súper paseándose entre putas y calientes damas será una señorita decente. Siempre Sears, nunca Saks. Qué le vamos a hacer, Woolworth no cabe en Tiffany.
¿Sabes qué no soporto? Estar en medio. Me gustan los principios, los finales, los sótanos, el penthouse, las pirujas, las monjas, pero lo que hay en medio es apestoso. Yo tenía dinero suficiente para vivir dos años en New York como la más conforme de las pránganas. Y mientras encontrar algún trabajo, y así extender mi vergonzosa situación por un equis número de años. Equis, como mis tíos y mis primos. Hasta que me encontrara a otro prángana dispuesto a mantenerme en la misma situación por el resto de mi vida. Luego pensaba: Sí, pero en New York. Y me sentía entonces tan mediocre que me decía: Violetta, tienes que saltar. De chiquita veía a los otros niños saltar de la resbaladilla y me daba horror. Además el metal estaba muy caliente y yo traía falda cortita. Mi mamá me gritaba: Salta, Rosalba, y yo nada, a berrear. Pero un día se me acercó al oído y dijo: Salta, Violetta. Sabía que yo siempre decía que sí cuando me pedían las cosas por ese nombre, o sea el que mi papá no podía ni oír, y que después ella tampoco quiso seguir diciendo. Pero ese día lo dijo y me pidió que saltara, y ni modo: salté. Desde entonces, cada que estoy realmente a punto de hacerle un berrinche a la vida, cierro los ojos y digo: Salta, Violetta. Y todo se arregla, ¿ajá? Porque saltar es lo más fácil del mundo, y una termina por saber hacerlo de cualquier manera. No sé si me entendiste. Yo estaba harta de ser una jodida hija de familia jodida, y salté. Primero sobre los dólares, luego sobre la frontera, y de repente estaba en New York sintiendo como que otra vez tenía que saltar, y te juro que no sabía para dónde. ¿No sabía, dije? Puro cuento, claro que sabía. Una siempre sabe para dónde tiene que saltar. Es como si me regalaras ahorita mismo un millón de dólares. ¿Tú crees que no sabría quemármelos de aquí a mañana?
Saltar es como apostar: nadie te obliga, pero lo haces como si no tuvieras otra opción. Lo que pasa es que cuando eres como yo nunca tienes más que una opción. No aceptas otra. Yo quería volver a Saks, era la única opción. No podía esperar, por más que me sacaran de onda los pendejos detectives. Sentía que si no lo hacía iba a acabar en Woolworth. Además, ya tenía pegada la costumbre de imaginarme la cara que pondría mi familia si un día me veía haciendo esto o aquello. Hasta la fecha lo hago, aunque no sé si todavía me divierte. Lo que me parecía muy poco divertido era tener que imaginármelos viéndome entrar a Woolworth. O viviendo en la calle. O jodida, ¿verdad? Buscando trabajillos para Coatlicues Only. Mojaditas gatonas, you know. Nadie se roba ciento quince mil dólares para ir a buscar chamba de lavaplatos. Si lo que me quedaba de esa lana iba a servirme de algo, tenía que devolverme el sabor a junior suite. Aunque fuera por pocos meses. Ese dinero estaba ahí para quitarme lo prángana. Si yo sabía disfrutarlo de verdad, seguro iba a encontrar el modo de conseguir más. No lo tenía tan claro, me imaginaba que la pinche necesidad iba a acabar por despertarme el ingenio. Que cuando me acabara el dinero iba a tener que echar un nuevo salto mágico. Si cuarenta mil dólares me daban para vivir como mediocre dos años, muy bien podían alcanzarme para una buena vida de seis meses. Sin demasiados lujos, nomás bien atendida. Si lo gastaba así, tenía para pasarla hasta mayo o junio. Mientras, se iba a ir el frío, y Violetta ya iba a tener la mente fresquecita.
Pero estábamos en las tiendas de la Séptima. Yo quería hacer algo indigno, cochino, como a la altura de todos esos mierdas que se pasan las horas encerrados en cabinas, calentándose todas las pinches noches con las mismas porquerías. Intenté cuatro o cinco tiendas y nada: era menor de edad. Había siempre un negrote en la puerta o en el mostrador que te sacaba a gritos de la tienda. Y yo sentía una vergüenza deliciosa cada vez que me gritoneaban. Pensaba: Soy lo peor, que me vieran mis papás. Hasta que me llegó un gordo en la calle a ofrecerme two pornos por fifty bucks. Le pagué y me solté corriendo, como loca. Tenía miedo de todo. De la gente en la Séptima, de los policías que me miraban, de las banquetas llenas, de las vacías. Chica de rancho descubre Manhattan. Bajé por la 47 hasta Las Américas y seguí sin parar. No quería ni voltear, tenía miedo de que atrás vinieran no sé cuántos policías, que apenas los mirara me dijeran: Ladrona, tramposa, pornógrafa, piruja. Puros insultos de lo más justificados. Según yo, mi radar fue el que me llevó al Waldorf. No me preguntes qué carajo estaba yo pensando hacer a medianoche a medio Waldorf Astoria, creo que me metí para sentirme más segura. Claro que sólo había estado cuatro días hospedada, pero igual podía esperar que alguien me reconociera. Un empleado, un botones, un gerente. No es que piense que tengo senos muy grandes. Nunca lo he pensado. Pero ya desde entonces eran ya sabes cómo, carnositos. Como que no les gusta pasar inadvertidos. Si yo quería arreglármelas en el Waldorf, no tenía más que tapar las películas y destaparme el pecho. Pero nadie se molestó en mirarme. Llegué, le di una vuelta al lobby, alcé otro poco el busto y me quedé parada junto a una columna. Pero nadie llegó. Y en ese instante dije: ¿Para qué quiero que me hablen? Lo único que realmente necesitaba era que alguien, cualquiera, me tratara otra vez como niña rica y decente. Todavía me estaba ardiendo la cara de la pena, sentía que por más que tapara las películas todos podían ver los títulos, las fotos, las escenas que yo pagué por ver, niña piruja. Entonces yo necesitaba que viniera un botones y me diera trato de huésped. Para eso me ponía la peluca, los kilos de pintura, el abrigo, para que no dijeran: Niña idiota.
A los cinco minutos de haber entrado al Waldorf ya me moría de ganas de ir a buscar un taxi, pero necesitaba probarme. Si una sola persona me trataba bien, yo podía regresarme al departamento con la tranquilidad de que todavía no era todo lo que me sentía. Y en esas paranoias andaba cuando se apareció el nuevo ángel de la historia. Era un señor bajito, decentísimo, vestido como rey. Llegó conmigo de lo más ceremonioso, diciéndome Young Lady para todo, rogándome que me sentara dos minutos a hablar con él. No acabé de entender el cuento, pero al final salió con que necesitaba setentaicuatro dólares. Si yo se los prestaba, él después me los iba a enviar a mi suite. Hablaba chistosísimo, no decía: Tengo un problema, sino algo así como: So víctima de un desafortunado contratiempo. Yo veía sus labios moverse, sin tratar de entender lo que me hablaba porque así ya me estaba sintiendo perfecto. Yo decía: Éste es el limosnero más elegante del mundo. Y si un menesteroso de esa categoría creía que yo era rica, decente, Young Lady, seguramente todos pensaban así. Por eso ni siquiera se acercaban a decir nada. Qué palurda, ¿verdad? Qué poyuela, más bien. Total que el Superlimosnero me hizo sentir tan bien que le di los setentaicuatro dólares. Y claro, me sentí riquísima. Otra vez millonaria, repartiendo billetes en el lobby del Waldorf ¿Sabes cómo me fui a dormir? Llamé a un botones y le pedí que me llamara una limo. Suena idiota, idiotísima, pero para que veas lo que hace la prosperidad, en esa limousine se arregló mi futuro.
El feliz poseedor de mis dólares se quedó en la banqueta, despidiéndose con las dos manitas. Igual de sorprendido que yo. Porque en esos momentos Violetta, estaba dando el salto: fue en aquel viajecito del hotel a mi casa que decidí quemarme mi dinero en seis meses. Y no creas que resolví el problema con la fuerza del puro caprichito; en realidad la bomba se desactivó sola. O sea, vino el ángel. Porque si ese señor superdecente me había sacado setentaicuatro dólares en dos minutos, seguro yo podía sacar más por menos. Sin tener que pedir limosna, ¿ajá? Una chicuela buena, rica, decente y momentáneamente desamparada nunca pide limosna; basta con que se sepa que es víctima de un desafortunado contratiempo. Sólo que para lograr eso yo necesitaba dos cosas: parecer decentísima y no tener ni un centavo. Y todo eso podía conseguirlo con la misma estrategia, que consistía en sobrevivir al crudo invierno quemándome doscientos dólares al día. O trescientos, o hasta más, de repente. Pero había que estirarlos de enero a junio. Y adiestrarme, ensayar, inventar lo que fuera. Tenía seis meses para enviciarme con la buena vida, y ese asunto sólo podía empezar como Dios manda en Saks. Ya en mi depto hice cuentas: me había gastado casi doscientos dólares en un taxi, dos películas, un mendigo y una limo, pero había regresado con un plan armado: Cómo saltar ahora mismo y no hundirse en los próximos seis meses. Salta, Violetta. Nunca, antes ni después, hice planes tan largos. Estoy acostumbrada a no saber ni madres de la semana que entra, pero al menos un día de mi vida me preparé para seis meses. Una noche, un ratito: lo que tomó llegar del Waldorf a West End y la 92: Residencia Invernal de la Dulce Violetta.
Nunca supe muy bien quiénes eran mis vecinos. Me escurría al entrar igual que al salir. Pensaba: Soy ilegal y menor de edad, see you later, pendejos. Lo que si nunca quise dejar de hacer fue impresionarlos. Por eso, aunque yo no los conociera, suponía que todos me tenían fichadísima. Yo era la pelirroja que una o dos veces por semana llegaba en limousine. ¿Dónde, si no en New York, consigues limousines por el doble de lo que cuesta un taxi? ¿Dónde más puedes pararlas en la calle? Aunque eso igual no debería decirlo. Seguro hay más ciudades llenas de taxis-limo y yo aquí presumiendo un mundo que no tengo. Es más, mejor ni pongas lo de las limos. Sí yo leyera una novela donde un personaje de dieciséis años se pasea en limousines para impresionar a sus vecinos, seguro esa pendeja me caería tan gorda que acabaría quemando el pinche libro. Como que suena de lo más ordinario. ¿Cuántos millones de papanatas habrá en el mundo decididos a demostrarles a sus vecinos que tienen algo más que ellos? ¿Cómo vas a engañar a un fulano que paga la misma renta que tú? Pero qué iba yo a hacerle, traía conmigo mañas de coatlicue; sólo una vida nice me las iba a quitar.
Bonito plan, ¿ajá? Lástima que en el fondo lo único que quisiera fuera quemarme la lana. Me hacía cosquillas todo el tiempo, sentía que no me iba a pasar nada interesante mientras no me gastara todo lo que tenía. No entendía por qué, sólo sabía que me urgía botarlo. Eric decía que era mi parte buena buscando penitencia. Supongo que porque Eric era todo una sola parte buena. Too bad he was too good, ¿ajá? Y yo ya no podía estar en la cama lloriqueando por Supermán. Tenía que matar a Luisa Lane, o Louise, o Lois, o como se llamara esa pendeja, y eso sólo podía lograrlo dando el salto, bajando, metiéndome en honduras que ninguna babosa de cómic se imagina. Tenía que poner en ridículo al Hombre de Acero. Y una cosa como ésas sólo la consigues cuando estrenas la ropa que jamás te compraría Clark Kent. ¿Te acuerdas del vestido de seda de bolitas? Uno entallado, negro, con escote en la espalda. Lo compré en mayo, ahí se fueron mis últimos dieciocho billetes de cien dólares. Me miraba en el espejo del baño y decía: Te apuesto los ochenta dólares que nos quedan a que nadie adivinaría que eres una muerta de hambre. Tampoco es que me hubiera comprado el gran ajuar. Tenía una pulsera, tres pares de zapatos, un abrigo. Cosas que además de ser caras se veían caras. Yo quería que se vieran, pero no sólo para impresionar a los vecinos, también a la ciudad. Estaba decidida a demostrarle a New York lo mismo que a mis papás, y para eso necesitaba mucho más presupuesto del que la Cruz Roja gentilmente me había cedido. Necesitaba casbflow. Un río de dinero pasando por la tina de mi baño. Y si no era dinero, que fuera por lo menos algo de lo que el dinero compra. Si yo no iba a poder pagar una sopa ramen de medio dólar, alguien tenía que invitarme a comer al Plaza.
O a cenar al Four Seasons. ¿Sabes para qué hace una bajar al elevador? ¿Por qué siempre me voy al agujero? Para saber que ya no hay más abajo. Para obligarme a mirar hacia arriba. Para salir huyendo en la primera limousine que se me ponga enfrente. Aunque siempre hay un más abajo, que ni qué.
Todos los días veía de menos una de las películas. Ponía pausa, me iba de cuadro en cuadro, me clavaba en las caras que iban poniendo las actrices y juraba que nunca iba a hacer esas cosas. Siempre me ha dado asco la gente que vive del porno. Claro que todo el mundo vive un poco del porno, pero en New York lo ves mucho más cerca. Ves sus fauces, sus garras, sus tentáculos. No te voy a decir que de repente no me llamara la atención la idea de hacer una locura inmensa. Pero siempre pensaba que eran eso, no sé, cosa de locos. Porque te mentiría si te contara que no me puse loca con esas dos películas. Eran muy malas, como todas las porno, pero también muy buenas. Como todas las porno. Por eso, así como me daba pavor la idea de que cualquiera me viera encuerada en el cine, coge y coge, me gustaba soñar que me filmaban. Veía las películas y en la noche soñaba que era Porno Queen. ¿Sabes cuál era el título de la que más me gustaba? Gang Bang 7. Snow White Does The Horny Seven. O sea Blanca Nieves oliendo a manada. Como que las películas porno te enseñan tus alcances. Parece que son límites, pero no, son alcances. Cuando veía a esos puercos manoseando y babeando los senos de las Porno Queens, me acordaba del limosnero del Waldorf ¿Qué no habría conseguido ese hombre tan decente con unos senos firmes y de buen tamaño?
En eso si tú y yo nos parecemos: tenemos sentimientos muy ambiguos sobre la prostitución. Sentimientos encontrados, y no porque sean distintos sino por el milagro de que se encontraran, después de tanto buscarse. Aunque no sé si esté muy bien llamar milagro a esta puta catástrofe que me tiene escondida en un hotel de mierda grabándote un mensaje en no sé cuántas cintas que luego a lo mejor ni vas a oír. Hay ratos en que apago la grabadora y me pregunto cosas sobre ti. Pero no me conviene. Me voy a los extremos todo el tiempo. A veces te maldigo tanto que hasta rezo para que te vaya mal. Virgen Santísima, que le amputen un brazo a ese Hijo de La Chingada. Y otras estoy rezando para que me llames y me saques de aquí y nos vayamos a cualquier pinche nowhere a volvernos una feliz pareja de nobodies. Pero el resto del tiempo trato de no pensar en nada más que en mí. Solo así se me da prender la grabadora y ponerme a contarte. Porque obviamente no te voy a llamar, ni estoy dispuesta a ir a ningún nowhere con ningún nobody. Pero no te enojes, que ni es tu problema. Es todo mío, ¿ajá? Me asfixia la miseria, y te lo digo ahorita que estoy adentro de ella. Tendría que mandarte unas fotos de este cuarto apestoso. No digo así que apeste de verdad, pero igual si: huele a pura miseria. Y es un olor horrible. Créeme que el hambre huele peor que la comida descompuesta. Pa que mejor me entiendas: la miseria es la mierda de la desgracia.
Total, que al día siguiente me fui a Bloomingdale’S. Lista la señorita para hacer sus compras de Navidad. Los regalos pensaba comprarlos en Saks, pero antes de intentar mi regreso triunfal tenía que ambientarme. Comprar algunas cosas, hacerme de nuevo a la idea de que era gente bien, ¿ajá? Calcúlale qué tanto me cambió el humor: con decirte que a la salida traía ya hasta ganas de comprarme un arbolito. ¿Sabes qué estaba haciendo? Vacunarme contra el Tradicional Shock Navideño, que me había perseguido toda mi puta vida. Cada año, mi mamá se encargaba de escribirle nuestras cartas a Santa Claus. Eran unas cartitas sencillísimas. Decían: Querido Santa Claus. Te pido que me traigas los juguetes y la ropa que yo merezca. Y ya, ¿ajá? Me levantaba el veinticinco para abrir los paquetes con ropa y juguetes usados. Hijos, no rompan la envoltura, que tenemos que regresársela a Santa Claus. Y al año siguiente Santa Claus nos traía nuevas porquerías recicladas. Envueltas en papel reciclado, para hacer juego. Muñecas medio calvas, mecanos sin tornillos, libros pintarrajeados y con hojas de menos. Me acuerdo de un vestido azul viejísimo, con no sé cuántos lamparones de grasa que nunca se pudieron quitar. Lo vi y me solté llorando, pero inconsolable. Tenía seis añitos. O cinco, o siete. De lo que sí me acuerdo muy bien es de la razón exacta por la que lloraba.
Pensaba que según Santa Claus yo era una niña pobre. Carajo, qué vergüenza. Y no creas que luego lo dejé de pensar. Al contrario, pero me consolaba con la idea, fíjate qué estúpida, de que de menos mis papás se iban cada año a Europa.
Cuando mis hermanitos andaban por esa misma edad yo les decía que éramos adoptados, y que por eso todo el mundo nos trataba como pránganas, pero tenía más razones para sospechar que ahí la única adoptada era yo. Entonces te decía que había decidido no pasar otra de esas navidades pestilentes, y la única manera de lograrlo era no sé, metiéndole entusiasmo y presupuesto. Cuando el departamento y el arbolito quedaron más o menos listos, me armé de mis mejores trapos y me dirigí a Saks. Chingue su madre, dije, ¿ajá? Pero igual con el susto no podía acordarme cuál era la peluca que traía puesta cuando agarraron a Eric. O sea que para no errarle fui primero a Macy’s y me compré una nueva, con el pelo asquerosamente rubio. Me sentía mi mamá, carajo. Pero igual decidí que a mi mamá nadie se la iba a llevar a la cárcel sólo por entrar a Saks. En todo caso le dirían: Sáquese para Sears, pinche vieja corriente. Finalmente llegué, me pasé el día adentro y ni quién fastidiara. Compré cinco regalos para mí: uno por cada miembro de mi renunciada familia y otro de parte de Eric, que todavía tenía sus acciones en Violetta, Inc. Ni modo de quitárselas, tan lindo él.
Llegué al departamento a las siete y todavía tuve pila para salirme a buscar una cinta. Ya sabes, de Iggy Pop. Here comes Johnny Yen again with the liquor and drugs and the sex machine. Tenía todavía el walkman que me había comprado en Houston. Carísimo, por cierto. Hice mis cuentas: dos mil trescientos bucks, con todo y árbol. Para ser Navidad, era yo un modelito de austeridad. Con el frío que hacía, esa moderación era una cosa heroica. Así pensaba, ¿ajá? Pero todos los días me gastaba kilos de dinero en pendejaditas. No sé cuántos cassettes, cuatro pares de guantes, unos patines de ruedas, un Bugs Bunny grandísimo, seis libras de chocolate, unos patines de hielo, clases de patinaje, tres bufandas, dieciocho películas… ¿Me creerías que fue el diciembre más lindo de mi vida? No hablaba más que con empleados. Gimme this. I’ll take that one. Cash, please. Hello, wrong number. No había quien me llamara, ¿quién me iba a buscar? Y a encontrar menos. Estaba solitita en las calles de New York, echando vaho todas las mañanas entre miles de güeyes ocupados y con prisas, con la cabeza llena de un vapor más caliente que todos esos vaporcitos juntos. Traía orejeras, abrigo, doble pantalón, botas, audífonos. Consumía cantidades vergonzosas de hamburguesas, cocacolas y pretzels. No conocía a nadie, ¿tú crees? Ni siquiera las cosas de mi casa las compraba en la misma tienda. Me la vivía a galope, como si nunca hubiera dejado de correr. Que si lo ves con calma es la verdad: siempre estoy escapándome de algo. Miro una cara conocida y mi primer impulso es correr a esconderme. De repente la vida es como un videojuego que no puedes apagar. Y tienes que correr, antes de que él te apague a ti. Así que yo corría, diario y a toda hora. Ésa era la idea que tenía yo de New York: un maratón que nunca se detiene. Igual que el videojuego de mi vida, ¿ajá? Pero todo eso se me iba a acabar, era de lo más obvio. Porque diciembre dura hasta el día veinticuatro, y después quedan sólo el frío y los monstruos, que luego en esas épocas les da por chambear juntos. Pero estarás de acuerdo en que La Navideña Violetta no iba a permitir que le pasara eso así porque sí. Ya ves que soy una egoísta diligente. Así que el veinticuatro me fui a FAO Schwartz a comprarme como mil dólares de juguetes. Con el par de calentadores de gas que había en el departamento, no iba a haber forma de que el frío o los monstruos llegaran a joder. Que esperaran hasta la primavera, la niña Violetta estaba muy ocupada con su osito y su Nintendo. Y sus cassettes, y sus abrigos, y sus demás muñecos, y también la autopista que les compré a mis hermanitos para usarla yo. Al final de diciembre me había gastado casi nueve mil bucks, pero igual en enero no pensaba salir más que por comida. Y cassettes. Y películas. Y el rollo es que no había forma de pararle a mis gastos, pero finalmente llegué a los primeros días de marzo y todavía me quedaban veinte mil vivos. Había estado viviendo desconectada de recuerdos, de emociones, de problemas, de todo lo que no fuera disfrutar solita de mi propio New York. Me compraba revistas, me pasaba mañanas en el Central Park, me metía a las escuelas nada más por el gusto de confundirme con los alumnos. Pero entonces todavía no me afectaba esto de no pertenecer a ningún club. No me afectaba nada. Veía televisión hasta las ocho de la mañana, dormía a cualquier hora, con trabajos me daba cuenta cuándo era domingo. Tampoco era una vida así que digas envidiable, pero yo había pasado demasiado tiempo soñando con tener todo eso para privarme del placer de atragantarme, ¿ajá? O sea que los monstruos seguían entrando. Sobre todo si me ponía a ver Gang Bang 7 Rodeada de muñecos y juguetes y adornitos de Navidad, oyendo Jingle-Bells en las cajas de música y repitiendo sola, como cotorra vieja, todo lo que decía la puta de la película. Y pensando, además: ¿Qué diría mi familia?
Por más que yo tratara de sentirme una buena hija de familia acomodada, los monstruos no paraban de avanzar.
Monstruos, fantasmas, diablos, lo que quieras. Cada día ganaban un cachito de terreno. Cuando la pantomima de la niña rica se pudriera, ellos iban a ser los que mandaran. Dentro de mí, ¿me entiendes? Hazte cuenta el Consejo de Administración de Violetta, Inc.: puros hijos de puta con aliento a azufre. Y yo creyendo que tenían alas. ¿Sabes para qué sirve el dinero? Para comprar a tus demonios. Aunque igual ya te has dado cuenta que los míos no son todo lo sobornables que yo quisiera. Debe haber una técnica para corromper a tus alimañas más dañinas. Una especie de opio para fantasmas, algo que no te traiga más problemas de los que te quita. Aunque claro, yo no quería pensar en el amor. Siempre me ha molestado esa palabra. De hecho, me abochorna. Y cuando su significado me agarra desprevenida y se me mete por las venas, ya sabes lo que pasa: todo lo rompo. Crash y crash y crash y crash. Ahora mismo te cuento cosas de mi vida tratando de que no me juzgues mal, pero también haciendo todo lo posible para que al fin me odies como Dios manda. ¿Captas la idea, darling? Imaginate el odio de Dios; ahora prueba sentirlo en contra mía. No negarás que es el efecto que consigo cada vez que me pongo en plan intransitable. Puede haber mucha gente que me desprecie, o que me menosprecie, pero si un día sientes que de verdad me odias, acuérdate de todo lo que te pinche amo: soy el amor apache de tu vida.
Como que el egoísmo y la inconsciencia se llevan bien. Y el ocio hace la tercia, ¿ajá? No recuerdo haber salido del departamento después del veinticuatro. Tenía hasta la madre el refrigerador, hacía mucho frío en la calle, había demasiadas escaleras, y aparte mi recámara era hazte cuenta un parque de diversiones. ¿Para qué iba a salir? Ni siquiera me enteré de la noche de Año Nuevo. A veces descorría las cortinas creyendo que era medianoche y resultaba que era media mañana. Entre los videojuegos y las películas se me perdía toda la idea del tiempo, pero igual yo sabía que eran días peligrosos: si salía a la calle y realmente asumía la época en que estaba, era capaz de hacer alguna pendejada de consideración. No sé, llamarle a mi mamá, buscarme algún problema, gastarme más dinero, ponerme a lloriquear diez días seguidos. Porque era como si estuviera viviendo dos vidas: la que yo quería ver y la que había debajo. Porque igual en el mundo los días seguían pasando, y en México era una desaparecida y en New York una ilegal y no tenía a nadie con quien hablar, o quejarme, o por lo menos presumir de mi mundo autopinchesuficiente donde podía pasarme tres semanas sin mover un dedo. Por eso de repente me quedaba quietecita y me decía: Ok, Violetta, ya tienes todo lo que alguna vez soñaste, ¿y luego?
No es que no me sintiera orgullosa de haber llegado así de lejos con dieciséis añitos recién cumplidos, pero el orgullo es como un caramelo que se acaba pronto. Aparte, dime tú de qué me iba a servir la presunción estando así de sola. Pero te digo que yo no me daba cuenta. Vivía en una nubecita cubierta de regalos, había envolturas tiradas por todas partes y la música estaba hasta arriba todo el tiempo. Las mismas cintas: Iggy, Siouxsie, Siouxsie, Iggy. Por más que igual me diera por comprar de otras, ésas eran las que tenía sonando sin parar. I was The Passenger, ¿ajá? Ni modo que no oyera mi canción. Mi, mi, mi, mi, mi, todo era mío ahí dentro, menos yo. Violetta era una burbujita de jabón que rebotaba entre las horas y se pasaba días flotando en el aire. Siempre caliente el aire. Hasta que por ahí del veintitantos de enero pesqué un gripón del otro pinche mundo. De repente me estaba sintiendo tan mal que no tenía fuerzas ni para ir a la puerta, menos para bajar a una farmacia. Y en todo el maldito edificio no había un alma buena que me diera una aspirina. Una noche tenía tanta fiebre que pensé: Voy a morirme. Y me puse a llorar, ¿ajá? Pero a llorar con ganas, porque la fiebre me había hecho el maldito favor de ubicarme en la otra vida. La fea, la de abajo, en la que yo era un moco solitario sin presente que tiraba el futuro a la basura y volaba camino de hacerse limosnera. Me miré con el filtro del catarro, cosa que debería estar prohibida por las leyes más severas porque lo que una ve la hace pensar en pinche suicidarse. A los dieciséis años parece fácil suicidarse. Por lo menos la idea te llama la atención. Saltar del pinche octavo piso y librarme para siempre del catarro: era lo que me despertaba pensando. No deseando, pensando. En realidad yo no deseaba nada, y ahí estaba lo malo. ¿Cómo puedes tener esa edad y no sentir deseos? Sólo con una gripa de ese pelo y en un mes como enero. Era como estarme muriendo dentro de la panza de mi mamá. Por eso no se me ha olvidado la fecha exacta de la resurrección: treintaiuno de enero de mil novecientos noventa.
Todavía tenía tos, pero con el bañito, las pinturas y mi peluca favorita, que era una pelirroja de lo más notoria, me miré en el espejo y dije: Guau. That’s my girl Eran como las cinco de la tarde y a mí me urgía un cambio de escenario. Saqué mi pasaporte alemán, le pegué una fotito que me había tomado en la calle y así, a mano, encimé las letras V-I-O-L-E-T-T-A sobre el nombre U-L-R-I-C-H. Se veía muy mal, sucio, cheesy. Pero qué más me daba: era Yo, con el nombre que me gustaba y un apellido que no me iba tan mal: Schmidt. Good morning, Sir, this is Violetta Schmidt. Smith? S-c-h-m-i-d-t, my father was from Germany. Me? I’m from New York. Iba en la calle con el walkman puesto, ensayando mi nuevo papel. O sea que ya tenía yo un deseo: quería ser Violetta Schmidt, y era el mejor momento para no sé, intentarlo. Había estado nevando con ganas, la calle estaba tapizada de lodo y charcos y hielo, y eso me dio la idea. Aventé el pasaporte al pavimento, lo pisé, lo pateé y dejé que se hundiera en el charco más negro que vi. Cuando lo levanté, la tinta de mi nombre se había corrido para todas partes, tanto que ya no se leía ni Schmidt ni Violetta. Ya en el departamento lo recalqué un poquito y me quedó precioso: no podía viajar a Berlín con él, pero en New York me iba a servir de mucho. Si realmente quería conmover a la gente, lo mejor era comenzar por un triste pasaporte remojado.
No había ensayado nada de mi plan. Tenía algunas ideas sobre lo que pensaba hacer, pero era parecido a mis últimas semanas en México: sabía que me iba a largar a New York, aunque no había decidido cuándo, ni cómo, ni por dónde. Y ya ves: cuando vino la presión todo se fue en rezar e improvisar. No me digas que no lo has hecho igual. Cada quien reza como puede y a quien puede. Yo les rezo a los ángeles, aunque a veces no sean ellos los que vienen. Pero ni modo que me diera por persignarme cuando todavía me quedaban treinta mil dólares. O veinte, o diez. Las semanas pasaban y yo me iba volviendo pobre, pero todavía no lo suficiente para echar a andar el plan. ¿Sabes qué hacen los pobres? Rezan y trabajan. Quieren dinero, ¿aja? Si no, no harían ni una cosa ni la otra. Y ni modo que fuera yo la excepción. Sólo que yo en lugar de trabajar improvisaba. Cómo aprender a vivir al chilazo, en 4 prácticas lecciones, por la eminente doctora Violetta R. Schmidt. Lección número uno: Róbese muchos dólares. Lección número dos: Pélese pa New York. Lección número tres: Quémeselos. Lección número cuatro: Arrégleselas. Lo ideal sería que el cuarto capitulo fuera el más largo, pero aquí va a salir al revés. Finalmente prefiero que me conozcas con dinero a que te enteres de la clase de monstruo que me vuelvo cuando estoy jodida. Ya lo sabes, aparte. Y en realidad no sé si tenga tiempo o ganas de platicarte cómo me las arreglé. Tendrías que escribir los siguientes seis libros de la doctora Schmidt. Y después añadirle los tuyos, que en eso de la improvisación tienes unas mañas que me quito el sombrero: hijo de puta.
¿Tú qué piensas? ¿Que te odio? ¿Que soy una cajita de rencores? ¿Que a Ferreiro yo lo trataba como mi amo y a ti como mi gato? Si yo tuviera un gato lo querría muchísimo, pero te seguiría queriendo más a ti. No sé si deberías tomarlo como declaración de amor, ya ves cómo me enferma esa palabra. Qué lástima que mis mejores sentimientos me hagan vomitar. La gente se enamora y no vomita, por eso se envenena. Una vez un imbécil me besó a fuerza en la boca y me le vomité. Muy feo el episodio, no lo pongas. Besar a una persona en los labios es algo mucho más íntimo que hacer el amor. Hay miles de calientes que en este momento están haciendo el amor sin besarse en la boca, ni mirarse a los ojos. No mires a los ojos, no beses en la boca: la receta de la doctora Schmidt para evitar contagios ulteriores. Así decía mi médico: ulteriores, y yo de bruta un día le pregunto si era cosa del útero. Pero no estábamos en el útero. Te hablaba de los besos en la boca. No te quería contar para qué me metía en las escuelas, casi siempre a la hora de la salida. ¿Ya lo adivinaste? Claro. Andaba buscando algún buen reemplazo para Eric. Un Batman un Spíderman, un Silver Surfer. Pero esas cosas sólo pasan en el cine, y eso a veces. Creo que andaba en busca de una nueva película, pero en New York era otra cosa. Llegaba, me agarraba de algún alumno solo y le preguntaba por la oficina de becas. O sea que me ponía por debajo de él, ¿ ajá? Necesito una beca, soy pobre y sufro mucho. Sólo que los newyorkos no tienen vocación de cowboy. Los miraba a los ojos, me quedaba callada y zas, les besaba el hociquito. Luego me hacía un poquito para atrás y les decía: I’ll be back some other áay. Y corría, como loca. De hecho la idea era que pensaran: That gírl is fuckín’nuts, ¿ajá? Y que por pinche loca corrieran tras de mi. Pero no sucedía. De repente me daban ganas de inscribirme, aunque fuera a unas clases de guitarra. Pero yo no quería tocar guitarra, y tampoco era nadie para inscribirme en una escuela de verdad. ¿Tú crees que iba a estudiar? Pensaba que sólo había dos cosas en el mundo que podían servir para quitarme lo naca: un montón de libritos o un montón de dinero. En mi caso la decisión estaba tomadísima: el dinero es más rápido. Y más fácil, también. Aparte, sin dinero no tienes para libros. Tú mismo no podrías ni escribir mi vida sin algún presupuesto para cocacolas. 0 sea que la escuela y el amor podían esperar, yo quería el dinero. El dinero o la vida, ¿ajá? Y hasta entonces la vida me parecía ingrata como puta manadera. No porque yo no fuera igual de malagradecida, pero tampoco había tantas opciones. Mis papás todavía no sabían que yo era la ratera de los dólares, aunque eso no cambiaba nada: si regresaba me iban a encerrar. Tampoco me podía ir a otra parte. No tenía papeles, mi nombre era inventado, en ningún lado me iban a tratar mejor que en New York. A ver si me captaste: para mí ser así que dijeras bien tratada era igual a que me ignoraran totalmente. No podía esperar a otro Eric, y si llegaba yo no iba a lograr que se quedara. Sirvo para espantar a la gente, no para retenerla. Cuando retienes algo necesitas cargarlo, o guardarlo, o esconderlo, y yo para las dos primeras cosas no sirvo. ¿Quieres que algo se pierda? Dámelo a guardar. ¿Que se caiga? Pídeme que lo cargue. Aunque eso si, para esconder soy buena. Cualquiera pensaría que odio a mi mamá, pero tampoco es cierto. Me odio yo, de repente, y entonces la odio a ella por parecerse a mí. Los egoístas nos odiamos para destantear al enemigo, y después regresamos a la cama donde espera nuestro cochino ego. ¿Ya te fijaste que a mi ego lo trato igual de mal que a ti? ¿No te dice algo, eso? Por más que trato de contarte todo tal como me pasó, hay como una segunda Violetta que se oculta detrás de lo que digo. Y se esconde tan bien que tengo que decir que es la segunda, cuando es obvio que siempre ha sido la primera en todo, que yo no estoy aquí más que para cumplirle sus caprichos. 0 sea que a lo mejor no soy yo ni eres tú quien va a escribir la historia. Es ella, nada más. Nos escogió a nosotros porque ninguno de los dos sabemos controlarla. Entre el dinero y la vida Violetta no escoge nada, pero lo agarra todo. Una jamás escoge las cosas que se roba, son ellas las que eligen: Ven a mis brazos, ratera de mi vida.
Siempre creí que era muy buena para la ratería. Digo, ahí estaban las pruebas, ¿ajá? Pero igual luego no paraba de reprocharme que por andar de uñas largas me había quedado sin Eric. Claro que él se iba a ir de cualquier forma, pero eso no acababa de constarme. Menos desde que habló: me llamó ya en abril, el diecinueve. ¿Sabes por qué se fijó? Porque mientras lo tenían agarrado en Saks se le ocurrió hablar a su casa. El papá les rogó a los de Seguridad que lo dejaran ir, por eso lo soltaron. Creo que habían filmado a Eric pasándome el abrigo, no sé si sería cierto. Hablamos mucho tiempo. Dos horas, dos y media. Estaba preocupado, según esto. Quería saber qué había pasado con Lois Lane. She’s dead le contesté. Y él callado, de esos putos silencios que aturden como gritos. Yo le había dicho que Luisa estaba muerta porque quería saber si le afectaba, si tenía por ahí alguna voluntad de regresar. That too bad, me decía, pero no hablaba nada de vernos otra vez. How much money you got left? Estúpido pendejo. Tenía cuatro meses sin saber de mi vida y se ponía a hablar de pinche dinero. Ya sé que igual se estaba preocupando por mí, pero ni modo de decirle: Fíjate que me quedan tres mil dólares. Además qué iba a hacer. ¿Rescatarme otra vez? Eso era lo que más me molestaba, que se pusiera en el lugar de mi papá. Que supiera tan bien cuál era el pie del que cojeo..Qué quería? ¿Dormir un poco más tranquilo? El pobrecito ya no hallaba cómo disculparse, porque igual no pensaba rescatarme, pero estaba sinceramente worried por Violetta. Desde la pura voz se le notaba. Pero eso no me iba a quitar el gusto de martirizarlo un rato, hasta que me dijera lo que yo quería oír. Checa que con seis meses en New York seguía sin conocer a nadie. Desde que Eric se fue no había tenido un pinche poste con quien platicar. Y si Eric no decía que me quería, o que me extrañaba, o que a veces le daban ganas de llorar, yo iba a quedarme como idiota con el teléfono en la mano, diciéndome: No sirves para nada, Violetta R. Schmidt. Total que Eric terminó chillando, pidiéndome que lo esperara y bueno: todo lo qué Violetta necesitaba oír. Aunque no me creyó un demonio cuando al fin le conté que me quedaba casi todo el dinero, tenía trabajo y estaba yendo a la escuela. O sería que yo tampoco me empeñé en ser así que digas convincente. Como esas veces en las que les juras: Estoy bien, y pones cara de panteón para que sigan preguntándote.
¿Sabes por qué te digo que Eric estaba honestamente preocupado por mi? Me siento pésimo nomás de pensarlo: ese día en el teléfono soportó una por una mis rabietas sin decir nada, y al día siguiente en la mañana me llegó por correo un sobre con un cheque por mil dólares. O sea que cuando me llamó ya me lo había enviado, ¿ajá? Siempre que quieras que alguien sepa que te importa, no lo dudes: envíale mil bucks y va a tenerlo claro. 0 quinientos, o cinco mil, los que puedas mandarle. Yo veía los mil dólares de Eric y me parecían muchísimo dinero, más que todo lo que me había robado. Porque éste era dinero con el que yo podía encariñarme. Una cosa es que te gusten los billetes y otra que les agarres cariñito. Decidí no gastarlos: iban a ser mis únicos ahorros. Cobré el cheque, sin tener que identificarme porque ya ves que Supermán pensaba en todo, y guardé los billetes en el mismo sobre donde mi primer novio había escrito las dos mejores frases de su vida:
Just becauseyou’re lovely? No. Just because I love you.
Nunca entendí muy bien la primera. ¿Quería decir que yo no le parecía suficientemente adorable? ¿Me quería por eso, o a pesar de eso? Afortunadamente los billetes son mucho más explícitos que las palabras. ¿De dónde iba a sacar Eric mil dólares? Seguramente tuvo que vender su scooter, o alguna estupidez así. Porque hay que ser un bestia para quedarte sin tu scooter por ayudar a quien ya ni siquiera vas a ver. Que fue lo que pasó: no volví a verlo. No volvió a llamarme. ¿Será por esa causa que ni siquiera ahora he dejado de quererlo? ¿0 será por los otros dos cheques de mil dólares que me llegaron luego? Otra más material o menos sola que yo habría hecho cuentas y ya estaría diciéndome: Violetta, eres pendeja Porque claro que yo me había gastado mucho más en él, pero eso igual no cuenta porque entonces yo lo necesitaba, y él me mandó los tres mil dólares sin pedir nada a cambio. No tenía que mandarlos, ¿ajá? Nunca me contó mucho de su vida, pero yo ya sabía que no era millonario. O sea, no tenía en qué caerse muerto. Su papá trabajaba de achichinde en un banco, nada muy importante, hazte cuenta un agente de seguros. Qué horrible profesión: alimentar a tu familia de la paranoia ajena. Te decía que la familia de Eric era como la mía: equis. Pero debían de ser más decentes que mis queridos padres, si no su hijito jamás me habría enviado esos cheques. Mr Kent. Mrs. Kent. Así hablábamos Eric y yo de sus papás. Los míos por supuesto se apellidaban Lane. ¿Cómo te explico la podrida depre que agarré cuando cambié el dinero y guardé el sobre? No sé si Eric se quedó siendo mi novio, mi amigo o mi papá, pero de cualquier forma era la única persona en el mundo, punto. No había nadie más. Y lo peor era que no podía llamarle. Nunca me dio su número. Creo que los señores Kent tenían un problema con la señorita Lane. O sea la ratera mexicana que se llevó a su hijito y por poco lo deja en la New York State Prison. El sobre no tenía dirección y yo había perdido las de Dick y Jane. O sea que cero: Eric estaba completamente fuera de mi alcance, y ni modo de irlo a buscar a Laredo. Tampoco era para tanto, ¿ajá? Por mucho que lo extrañara, no se me había olvidado lo insoportable que me puse cuando empezó a estorbarme. Una puede pasar que un hombre la maltrate, pero no que la estorbe. Por no hablar del estorbo que también era yo en su vida de sano beisbolista. Let’s say we did notfit into each othersplans.
¿Cuáles eran mis planes? Tenía que atacar. Desde abril se me había pegado la costumbre de tomar cafecitos en hoteles. No creas que no me acordaba del ángel del Waldorf. Sólo que yo quería ser más profesional, dominar todo el territorio. Por eso si la cuenta era de siete dólares, yo le daba al mesero diez de propina. Ya casi no tenía para esos chistecitos, creo que al fin de mayo me quedaban menos de quinientos. Pero era una inversión, tanto por convencerme sola de que era gente bien como para hacer fama entre los lacayos. No te imaginas todo lo que un lacayo puede hacer por ti cuando sabe que tú eres el único espécimen que lo trata como gente. Porque además de darles las superpropinas me preocupaba por mirarlos, sonreírles, hacerlos sentir alguien. Claro que mis escotes también hacían lo suyo, ¿ajá? Cartera generosa, sonrisa generosa, escote generoso, ¿quién no se iba a acordar de tantas atenciones? En cambio las mujeres no me funcionaban. Nunca he podido ser amiga de mujeres, ni cómplice, ni nada. Por eso me buscaba hombres trabajando. Lo de menos es que unos sean mariconcitos; igual te ayudan más que las mujeres. ¿Tienes alguna idea de por qué me odian tanto? ¿Se me ve desde lejos lo tramposa?
Me tuve que inventar toda una historia. Estudiaba business administration en Columbia, vivía en 244 Claremont Avenue y mis padres viajaban muy seguido a New York. No se quedaban en mi depto porque estaban mejor en el hotel. Mi papá tenía citas con socios, clientes, business people, you know. ¿Qué hacía mi papá? Tenía una agencia de Mercedes Benz. Claro que en México no había ni Mercedes Benz, pero eso no tenían por qué saberlo en la cafetería del Plaza. Además, yo no me ponía a platicarles. Más bien me daba por preguntar cosas, pedirles que me guiaran, you know Im’ not from town. A los hombres los tranquiliza enormidades verte desprotegida. Todos quisieran ser The Amazing Spider-Man. Les pedía que me dijeran cómo llegar a un banco, cómo cobrar un cheque, dónde estaban las oficinas de American Express. Y como de todo ese dinero que iba y les embarraba en la jeta siempre les salpicaba algún billete, ya supondrás que me hice popular. Sin perder la distancia, ¿ajá?, porque yo era una niña rica y los amigos de las niñas ricas no trabajan de gatos en el Plaza. En algunos lugares el mozo de la puerta me reconocía. Good afternoon, Miss Schmidt. Luego también a ellos les daba su tributo. Son básicos, te juro. ¿Sabes de cuánto fue la última propina? Cien dólares. No me quedaba otro billete grande. Claro que cuando tuve más dinero regresé a las propinas, ni modo de pararle a la inversión. Digo que era la última propina porque creo que el capítulo tendría que acabarse junto con la lana de la Cruz Roja. Me quedaban cuarentaicuatro dólares con treintaisiete centavos. Podía comerme unas cuantas hamburguesas, ver un par de películas y quedarme sin nada. Fuera del sobre de Eric ya no había ni un centavo. Era un lunes el día que tronaron las finanzas de Violetta. Lunes cuatro de junio del noventa, nearly five, p.m.