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Imaginemos una clase de adolescentes, de unos treinta y cinco. ¡Oh!, no de esos alumnos cuidadosamente clasificados para salvar a toda prisa los elevados pórticos de las grandes escuelas, no, los otros, los que se han hecho expulsar de los institutos del centro de la ciudad porque su boletín escolar no prometía nota en la selectividad, por no decir ni selectividad.
Es el comienzo del curso. Han caído aquí.
En esta escuela.
Delante de este profesor.
«Caído» es la palabra. Abandonados en la orilla, cuando sus compañeros de ayer embarcaron a bordo de los institutos-paquebotes con rumbo a las grandes carreras. Pecios abandonados por la marea escolar. Así es como se describen a sí mismos en la tradicional ficha de comienzo de curso.
«Siempre he sido una nulidad en mates»… «Los idiomas no me interesan»… «No consigo concentrarme»… «No soy bueno para escribir»… «En los libros hay demasiado vocabulario» (¡sic! ¡Pues sí! ¡sic!)… «No entiendo nada de física»… «Siempre he sido una nulidad en ortografía»… «En historia no iría mal, pero no retengo las fechas»… «Creo que no trabajo bastante»… «No consigo entender»… «He fallado muchas cosas»… «Me gustaría mucho dibujar pero no estoy demasiado dotado para ello»… «Era demasiado duro para mí»… «No tengo memoria»… «Me falla la base»… «No tengo ideas»… «No tengo vocabulario»…
Acabados…
Así es como se presentan.
Acabados antes de haber comenzado.
Claro está que exageran un poco la nota. El género lo quiere así. La ficha individual, al igual que el diario íntimo, prefiere la autocrítica: uno se ensombrece instintivamente. Y después, acusándose desde todos los ángulos, uno se pone al amparo de muchas exigencias. Por lo menos, la escuela les habrá enseñado eso: la comodidad de la fatalidad. Nada tan tranquilizador como un cero perpetuo en mates o en ortografía: al excluir la eventualidad de un progreso, suprime los inconvenientes del esfuerzo. Y la confesión de que los libros contienen «demasiado vocabulario», ¿quién sabe?, tal vez os ponga al amparo de la lectura…
Sin embargo, el retrato que esos adolescentes hacen de sí mismos no es correcto: no tienen la cara del mal estudiante de frente estrecha y barbilla cúbica que un mal cineasta imaginaría al leer sus telegramas autobiográficos.
No, tienen la cabeza múltiple de su época: tupé y camperas para el rockero de turno, Burlington [4] y Chevignon [5] para el enamorado de la moda, chupa de cuero para el motorista sin moto, pelo largo o a cepillo según las tendencias familiares… Esa chica, allí, flota dentro de la camisa de su padre que golpea las rodilleras rotas de sus tejanos, la otra se ha inventado la silueta negra de una viuda siciliana («yo no tengo nada que ver con el mundo»), cuando su rubia vecina, por el contrario, se lo juega todo a la estética: cuerpo de anuncio y rostro de portada cuidadosamente glacial.
Acaban de salir de las paperas y el sarampión, y ya están en edad de fagocitar las modas.
¡Y altos, en su mayoría! ¡Como para tomar la sopa encima de la cabeza del profe! ¡Y fuertes, los chicos! ¡Y las chicas, ya unas bellezas!
Al profesor le parece que su adolescencia era más imprecisa…, él, más bien canijo…, la bazofia de la posguerra… leche en polvo del plan Marshall…, en aquella época el profesor estaba en reconstrucción, como el resto de Europa…
Ellos tienen las cabezas del resultado.
La salud y la fidelidad a las modas les da un aire de madurez que podría intimidar. Sus peinados, sus ropas, sus walkmans, sus calculadoras, su léxico, su actitud de reserva, hacen pensar, incluso, que podrían estar más «adaptados» a su tiempo que el profesor. Saber mucho más que él…
¿Mucho más sobre qué?
Es el enigma de su rostro, precisamente… Nada más enigmático que un aire de madurez.
Si no fuera un veterano, el profesor podría sentirse desposeído del presente de indicativo, un poco inútil… Sólo que… la de mocosos y adolescentes que ha visto en veinte años de clases…, más de tres mil…, la de modas que ha visto pasar…, ¡hasta el punto, incluso, de vedas regresar!
Lo único que permanece inmutable es el contenido de la ficha individual. La estética «cutre», en toda su ostentación: yo soy perezoso, yo soy burro, yo soy nada, lo he probado todo, no os esforzéis, mi pasado carece de futuro…
En pocas palabras, no se quieren. Y ponen en proclamarlo una convicción todavía infantil.
En suma, están entre dos mundos. Y han perdido el contacto con los dos. «Estamos al loro», sí, «enrollados» (¡y cómo!), pero la escuela nos «toca los cojones», sus exigencias nos «comen el tarro», ya no somos unos chiquillos, pero «las pasamos puta» en la eterna espera de ser adultos…
Quisieran ser libres y se sienten abandonados.
Y, evidentemente, no les gusta leer. Demasiado vocabulario en los libros. Demasiadas páginas, también. Para decirlo todo, demasiados libros.
No, decididamente, no les gusta leer.
Eso es, por lo menos, lo que indica el bosque de dedos levantados cuando el profe hace la pregunta:
– ¿A quién no le gusta leer?
Hay cierta provocación, incluso, en esta cuasiunanimidad. Porque los escasos dedos que no se levantan (entre otros el de la viuda siciliana), es por decidida indiferencia a la pregunta planteada.
– Bien -dice el profe-, como no os gusta leer… soy yo quien os leerá los libros.
Sin transición, abre su cartera y saca de ella un libro enorme, una cosa cúbica, realmente inmensa, con una portada brillante. Lo más impresionante que se pueda imaginar en materia de libro.
– ¿Preparados?
No dan crédito ni a sus ojos ni a sus oídos. ¿Ese tipo les va a leer todo eso? ¡Pero le llevará el año entero! Perplejidad… Cierta tensión, incluso… No existe un solo profe que se proponga pasar el año leyendo. O es un jodido vago o hay gato encerrado. Nos acecha una trampa. Vamos de cabeza a la lista diaria de vocabulario, a la redacción de lectura permanente…
Se miran. Algunos, por si acaso, colocan una hoja delante de ellos y ponen sus plumas en batería.
– No, no, es inútil tomar notas. Intentad escuchar, eso es todo.
Se plantea entonces el problema de la actitud. ¿En qué se convierte un cuerpo en un aula si ya no tiene la coartada del boli y de la hoja en blanco? ¿Qué hacer con uno mismo en una circunstancia semejante?
– Instalaos cómodamente, relajaos…
(Ésa sí que es buena…, relajaos…)
Como la curiosidad le puede, Tupé y Camperas acaba de todos modos por preguntar:
– ¿Nos leerá todo ese libro… en voz alta?
– No acabo de ver cómo podrías oírme si lo leyera en voz baja…
Discreta carcajada. Pero la joven viuda siciliana no está dispuesta a tragárselo. En un murmullo suficientemente sonoro como para ser oído por todos, suelta:
– Ya no tenemos edad.
Prejuicio comúnmente extendido…, especialmente entre aquellos que jamás han recibido el auténtico regalo de una lectura. Los otros saben que no hay edad para ese tipo de regalo.
– Si en diez minutos sigues considerando que ya no tienes edad, levantas el dedo y pasamos a otra cosa, ¿de acuerdo?
– ¿Qué tipo de libro es? -pregunta Burlington, en el tono de quien está de vuelta.
– Una novela.
– ¿Qué cuenta?
– Es difícil de decir antes de haberlo leído. Bien, ¿preparados? Final de las negociaciones. Adelante. Preparados.
Escépticos pero preparados.
– Capítulo Primero:
«En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escaseaban los hombres abominables y geniales".»
(…) «En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno…» <strong>[6]</strong>!
¡Querido señor Süskind, gracias! Sus páginas despiden un aroma que dilata las narices y provoca carcajadas. Jamás su Perfume tuvo lectores más entusiastas que esos treinta y cinco, tan poco dispuestos a leerle. Le ruego crea que, pasados los diez primeros minutos, la joven viuda siciliana le encontraba de su edad. Todas aquellas pequeñas muecas para no dejar que su risa sofocara su prosa resultaban incluso conmovedoras. Burlington abría unos ojos como orejas, y «¡psst!, ¡joder, calla!» como algún compañero dejara escapar su hilaridad. Hacia la página treinta y dos, en aquellas líneas en las que compara a su Jean-Baptiste Grenouille, entonces pensionista en casa de Madame Gaillard, a una garrapata perpetuamente emboscada (¿se acuerda?, «la solitaria garrapata que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes…»), ¡pues bien!, en medio de esas páginas, donde descendemos por primera vez a las húmedas profundidades de Jean-Baptiste Grenouille, Tupé y Camperas se ha dormido, con la cabeza entre los brazos cruzados. Un profundo sueño con una respiración regular. No, no, no lo despierte, nada mejor que una buena cabezada después de una nana, sigue siendo el primerísimo de los placeres en el orden de la lectura. Tupé y Camperas se ha vuelto de nuevo muy pequeño, muy confiado… y no es mucho mayor cuando, al sonar la hora, exclama:
– ¡Mierda, me he dormido! ¿Qué ha ocurrido en casa de la Gaillard?
Y gracias también a ustedes, señores García Márquez, Calvino, Stevenson, Dostoievski, Saki, Amado, Gary, Fante, Dahl, Roché, ¡estén vivos o muertos! Ni uno solo, de esos treinta y cinco refractarios a la lectura, ha esperado a que el profe llegara al final de uno de sus libros para terminarlo antes que él. ¿Por qué dejar para la semana próxima un placer que podemos ofrecernos en una noche?
– ¿Quién es ese Süskind?
– ¿Vive?
– ¿Qué otras cosas ha escrito?
-¿El perfume está escrito en francés? Parece que esté escrito en francés. (¡Gracias, gracias, señor Lortholary [7], señoras y señores de la traducción, lenguas de Pentecostés, gracias!)! y con el transcurso de las semanas… -¡Formidable, Crónica de una muerte anunciada! ¿Y Cien años de soledad, señor, de qué va?
– ¡Oh! ¡Fante, señor, Fante! ¡Mi perro Estúpido! ¡La verdad es que es superdivertido!
– La vida ante sí, Ajar… en fin, Gary… ¡Súper!
– ¡Ese Roald Dahl es realmente demasiado! ¡La historia de la mujer que mata a su compa de un golpe de pata de cordero congelada y que hace comer a los polis la prueba del crimen me ha hecho morir de risa!
De acuerdo, de acuerdo…, los juicios críticos no son todavía muy afinados…, pero ya llegará…, dejemos que lean…, ya llegará…
– En el fondo, señor, todos esos libros, El vizconde demediado, Doctor Jekyll y Mister Hyde, El retrato de Dorian Gray, tratan un poco del mismo tema: el bien, el mal, el doble, la conciencia, la tentación, la moral social, todo eso, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Puede decirse que Raskolnikov es un personaje «romántico»?
¿Ven?…, ya llega.
Sin embargo, no ha ocurrido nada milagroso. El mérito del profesor es prácticamente nulo en esta historia.
El placer de leer estaba muy cercano, secuestrado en esos graneros adolescentes por un miedo secreto: el miedo (muy, muy antiguo) a no entender.
Habían olvidado pura y simplemente lo que era un libro, lo que tenía que ofrecer. Habían olvidado, por ejemplo, que una novela cuenta fundamentalmente una historia. No sabían que una novela debe ser leída como una novela: aplacar fundamentalmente nuestra sed de narración.
Para satisfacer esta gazuza, se habían entregado desde hacía mucho tiempo a la tele, que trabajaba en cadena, empalmando dibujos animados, series, culebrones y thrillers en un rosario sin fin de estereotipos intercambiables: nuestra ración de ficción. Algo que llena la cabeza de la misma manera que hincha la barriga, sacia, pero no aprovecha al cuerpo. Digestión inmediata. Uno se siente tan solo después como antes.
Con la lectura pública de El perfume, se encontraron con Süskind: una historia, sin duda, un buen relato, divertido y barroco, pero una voz también, la de Süskind (más adelante, en una redacción, se le llamará un «estilo»). Una historia, sí, pero contada por alguien.
– Increíble, ese principio, señor: «Los aposentos apestaban… los hombres y las mujeres apestaban… apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias… el rey apestaba…», ¡a nosotros, que se nos prohíben las repeticiones! Es bonito, sin embargo, ¿no? Es divertido, pero también es bonito, ¿no?
Sí, el encanto del estilo se suma a la gracia de la narración. Vuelta la última página, nos sigue acompañando el eco de esa voz. Y además, la voz de Süskind, incluso a través del doble filtro de la traducción y de la voz del profe, no es la de García Márquez, «¡eso se ve enseguida!», o la de Calvino. De ahí esta extraña impresión de que, allí donde el estereotipo habla la misma lengua a todo el mundo, Süskind, García Márquez y Calvino, hablando cada uno de ellos su propio idioma, se dirigen sólo a mí, sólo cuentan su historia a mí, joven viuda siciliana, Chupa de cuero sin moto, Tupé y Camperas, a mí, Burlington, que ya no confundo sus voces y me permito tener preferencias.
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.»
– Me la sé de memoria la primera frase de Cien años de soledad! Con estas piedras, enormes como huevos prehistóricos…
(Gracias, señor García Márquez, usted es el causante de un juego que durará todo el año: captar y retener las primeras frases o los fragmentos predilectos de una novela que nos ha gustado.)
– Para mí, es el comienzo de Adolphe, sobre la timidez, ya sabes: «Yo no sabía que, incluso con su hijo, mi padre era tímido, y que muchas veces, después de haber esperado largo tiempo de mí unas muestras de afecto que su aparente frialdad parecía prohibirme, me abandonaba con los ojos bañados en lágrimas, y se quejaba a los demás de que yo no lo quería.»
– ¡Exactamente igual que mi padre y yo!
Estábamos callados, delante del libro cerrado. Ahora nos movíamos en el presente desplegado en sus páginas.
Es verdad que la voz del profesor ha intervenido en esta reconciliación: evitándonos el esfuerzo de desciframiento, dibujando claramente las situaciones, plantando los decorados, encarnando los personajes, subrayando los temas, acentuando los matices, efectuando, lo más limpiamente posible, su trabajo de revelador fotográfico. Pero, muy pronto, la voz del profe se interpone…, placer parásito de una alegría más sutil.
– Nos ayuda que usted nos lea, señor, pero me gusta, después, encontrarme a solas con el libro.
Es que la voz del profesor -relato ofrecido- me ha reconciliado con la escritura, y, con ello, me ha devuelto el gusto de mi secreta y silenciosa voz de alquimista, la misma que, unos diez años antes, se maravillaba de que mamá en el papel correspondiera a mamá en la vida.
El auténtico placer de la novela reside en el descubrimiento de esta intimidad paradójica: el autor y yo… La soledad de esta escritura reclama la resurrección del texto por mi propia voz muda y solitaria.
El profesor sólo es aquí una celestina. Ya es hora de que se largue de puntillas.
Además de la obsesión de no entender, otra fobia que hay que vencer para reconciliar a este pequeño mundo con la lectura solitaria es la de la duración.
El tiempo de la lectura: ¡el libro visto como una amenaza de eternidad!
¡Cuando vieron salir El perfume de la cartera del profe, creyeron de pronto que había aparecido un iceberg! (Precisemos que el profesor en cuestión había -voluntariamente- elegido la edición normal de Fayard, tipos grandes, paginación espaciada, márgenes amplios, un libro enorme a los ojos de aquellos refractarios a la lectura, y que prometía un suplicio interminable.)
¡Ahora bien, he aquí que comienza a leer y ven que el iceberg se funde en sus manos!
El tiempo ya no es el tiempo, los minutos se deshacen en segundos y se han leído cuarenta páginas antes de que haya pasado la hora.
El profe va a cuarenta por hora.
O sea 400 páginas en diez horas. ¡A razón de cinco horas de lengua por semana, podría leer 2.400 páginas en un trimestre! ¡7.200 por año escolar! ¡Siete novelas de 1.000 páginas! ¡En cinco horitas de lectura semanal únicamente!
¡Prodigioso descubrimiento que cambia todo! Un libro, a fin de cuentas, se lee rápido: ¡en una sola hora de lectura diaria durante una semana termino una novela de 280 páginas! ¡Que puedo leer sólo en tres días si le dedico algo más de dos horas! ¡280 páginas en tres días! O sea 560 en seis días laborables. Por poco que el libro sea realmente «enrollado» -«¡Lo que el viento se llevó señor, es realmente "enrollado"!»- y regalemos con un plus de cuatro horas en la jornada del domingo (es muy posible, el domingo el barrio de Tupé y Campera's ronca y los padres de Burlington le llevan a aburrirse al campo) ya contamos con 160 páginas más: ¡total 720 páginas! O 540, si vaya treinta por hora, media muy razonable. y 360, si me paseo a veinte por hora.
– ¡360 páginas a la semana! ¿Y tú?
Contad vuestras páginas, chavales, contadlas…, los novelistas hacen otro tanto. ¡Hay que verlos cuando alcanzan la página 100! ¡La página cien es el Cabo de Hornos del novelista! Destapa una botellita interior, baila una discreta giga, resopla como un caballo de carga, y, adelante, se sumerge de nuevo en su tintero para comenzar la página 101. (¡Un caballo de carga sumiéndose en un tintero, poderosa imagen!)
Contad vuestras páginas… Uno comienza por sorprenderse de la cantidad de páginas leídas, y después viene el momento de asustarse por las pocas que quedan por leer. ¡Sólo 50 páginas! Ya veréis… Nada tan delicioso como esa tristeza: Guerra y paz, dos enormes volúmenes…, y sólo quedan 50 páginas por leer.
Vas despacio, vas despacio, nada que hacer… Natacha acaba casándose con Pedro Bezujov, y es el final.
Sí, pero ¿a qué parte de mi distribución del tiempo quitar esa hora de lectura diaria? ¿A los amigos? ¿A la tele? ¿A los desplazamientos? ¿A las veladas familiares? ¿A los deberes?
¿De dónde sacar tiempo para leer? Grave problema.
Que no lo es.
Desde el momento en que se plantea el problema del tiempo para leer, es que no se tienen ganas. Pues, visto con detenimiento, nadie tiene jamás tiempo para leer. Ni los pequeños ni los mayores. La vida es un obstáculo permanente para la lectura.
– ¿Leer? Ya me gustaría, pero el curro, los niños, la casa, no tengo tiempo…
– ¡Cómo le envidio que tenga tiempo para leer!
¿Y por qué ella, que trabaja, hace la compra, educa a los niños, conduce su coche, ama a tres hombres, visita al dentista, se muda la semana próxima, encuentra tiempo para leer, y ese casto rentista soltero no?
El tiempo para leer siempre es tiempo robado. (Al igual que el tiempo para escribir, por otra parte, o el tiempo para amar.)
¿Robado a qué?
Digamos que al deber de vivir.
Ésta es, sin duda, la razón de que el metro -símbolo arraigado de dicho deber- resulte ser la mayor biblioteca del mundo.
El tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo de vivir.
Si tuviéramos que considerar el amor desde el punto de vista de nuestra distribución del tiempo, ¿qué arriesgaríamos? ¿Quién tiene tiempo de estar enamorado? ¿Se ha visto alguna vez, sin embargo, que un enamorado no encontrara tiempo para amar?
Yo jamás he tenido tiempo para leer, pero nada, jamás, ha podido impedirme que acabara una novela que amaba.
La lectura no depende de la organización del tiempo social, es, como el amor, una manera de ser.
El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nadie, además, me dará), sino en si me regalo o no la dicha de ser lector.
Discusión que Tupé y Camperas resume en un eslogan arrasador:
– ¿El tiempo para leer? ¡Lo tengo en el bolsillo!
A la vista del libro que saca de él (Leyendas de otoño de Jim Harrison, 1918, edición de bolsillo), Burlington aprueba, reflexivo:
– Sí…, cuando te compras una chaqueta, ¡lo importante es que los bolsillos tengan un formato adecuado!
En argot, leer se dice ligoter (= atar).
En lenguaje figurado, un libro grueso es un pavé (= adoquín).
Soltad las ataduras, el adoquín se convierte en una nube.
Basta una condición para esta reconciliación con la lectura: no pedir nada a cambio. Absolutamente nada. No alzar ninguna muralla de conocimientos preliminares alrededor del libro. No plantear la más mínima pregunta. No encargar el más mínimo trabajo. No añadir ni una palabra a las de las páginas leídas. Ni juicio de valor, ni explicación de vocabulario, ni análisis de texto, ni indicación biográfica… Prohibirse por completo «hablar de».
Lectura-regalo.
Leer y esperar.
Una curiosidad no se fuerza, se despierta.
Leer, leer, y confiar en los ojos que se abren, en las caras que se alegran, en la pregunta que nacerá, y que arrastrará otra pregunta.
Si el pedagogo que llevo dentro se ofusca por no «presentar la obra en su contexto», persuadir a dicho pedagogo de que el único contexto que interesa, de momento, es el de esta clase.
Los caminos del conocimiento no confluyen en esta clase: ¡deben partir de ella!
De momento, leo unas novelas a un auditorio que cree que no le gusta leer. No podré enseñar nada serio mientras que no haya disipado esta ilusión, realizado mi trabajo de celestina.
En cuanto estos adolescentes se hayan reconciliado con los libros, recorrerán gustosamente el camino que va de la novela a su autor, y del autor a su época, y de la historia leída a sus múltiples sentidos.
El secreto consiste en estar preparado.
Esperar a pie firme la avalancha de las preguntas.
– ¿Stevenson es inglés?
– Escocés.
– ¿De qué época?
– Siglo XIX, en la época de la reina Victoria.
– Parece que reinó mucho tiempo, la tía…
– 64 años: de 1837 a 1901.
– ¡64 años!
– Llevaba 13 años reinando cuando nació Stevenson, y él murió 7 años antes que ella. Tú ahora tienes quince años, ella sube al trono, ¡y tendrás 79 al final de su reinado! (En una época en que el promedio de edad era de unos treinta años.) Y no era la más graciosa de las reinas.
– ¡Por eso Hyde nació de una pesadilla!
La observación procede de la viuda siciliana. Estupefacción de Burlington.
– ¿Cómo sabes tú eso?
La viuda, enigmática:
– Una, que se informa…
Después, con una discreta sonrisa:
– Puedo decirte incluso que era una pesadilla divertida. Cuando Stevenson se despertó, fue a encerrarse en su despacho y escribió en dos días una primera versión del libro. ¡Su mujer se la hizo quemar inmediatamente por lo metido que estaba en la piel de Hyde, robando, violando y degollando todo lo que se le ponía por delante! A la gran reina no le habría gustado esto. Entonces, inventó a Jekyll.
Pero no basta con leer en voz alta, también hay que contar, ofrecer nuestros tesoros, soltarlos sobre la ignorante playa. ¡Oíd, oíd, y ved lo bonita que es una historia!
No hay mejor manera para abrir el apetito del lector que darle a oler una orgía de lectura.
De Georges Perros, la estudiante maravillada decía también:
– No se contentaba con leer. ¡Nos contaba! ¡Nos contaba Don Quijote! ¡Madame Bovary! Enormes fragmentos de inteligencia crítica, pero que nos presentaba de entrada como simples historias. ¡Sancho, en su boca, se convertía en un odre de vida, y el Caballero de la Triste Figura en un gran haz de huesos armado de certidumbres atrozmente dolorosas! ¡Emma, tal como él nos la contaba, no era únicamente una idiota corroída por «el polvo de las viejas salas de lectura», sino un saco de energía fenomenal, y, en la voz de Perros, escuchábamos a Flaubert reírse de aquel desastre enorme!
Queridas bibliotecarias, guardianas del templo, qué suerte que todos los títulos del mundo hayan encontrado su alveolo en la perfecta organización de vuestras memorias (¿qué haría yo sin vosotras, yo, cuya memoria es un solar sin edificar?), es prodigioso que estéis al corriente de todas las materias ordenadas en las estanterías que os asedian…, pero sería bueno, también, oíros contar vuestras novelas favoritas a los visitantes perdidos en el bosque de las lecturas posibles…, ¡qué bonito sería que les regalarais vuestros mejores recuerdos de lectura! Narradoras, sed mágicas y los libros saltarán directamente de sus estantes a las manos del lector.
Es tan sencillo contar una novela… A veces basta con tres palabras.
Recuerdo veraniego de la infancia. La hora de la siesta. El hermano mayor de bruces sobre su cama, la barbilla en las palmas de la mano, sumido en un enorme Libro de Bolsillo. El pequeño, pululando alrededor: «¿Qué lees?»
EL MAYOR: Vinieron las lluvias.
EL PEQUEÑO: ¿Está bien?
EL MAYOR: ¡Formidable!
EL PEQUEÑO: ¿Qué cuenta.,?
EL MAYOR: Es la historia de un tipo: al principio, bebe mucho whisky, ¡y al final bebe mucha agua!
No necesité más para pasar el final de aquel verano calado hasta los huesos por Vinieron las lluvias del señor Louis Bromfield, robado a mi hermano, que jamás lo terminó.
Todo eso es muy bonito, Süskind, Stevenson, García Márquez, Dostoievski, Fante, Chester Himes, Lagerlof, Calvino, todas esas novelas leídas en desorden y sin contrapartida, todas esas historias contadas, ese anárquico festín de lectura por el placer de la lectura… ¡pero el programa, Dios mío, el Programa! Las semanas corren y todavía no hemos tocado el programa. Terror del año que corre, espectro del programa inacabado…
Nada de pánico, el programa se tratará, como se dice de esos árboles que dan frutos clasificados.
Contrariamente a lo que imaginaba Tupé y Camperas, el profesor no pasará todo el año leyendo. ¡Ay, ay! ¿Por qué ha tenido que despertarse tan pronto el placer de la lectura muda y solitaria? Tan pronto como comienza una novela en voz alta se precipita a las librerías para conseguir «el resto» antes del curso siguiente. Tan pronto como cuenta dos o tres historias -«…el final no, señor, ¡no cuente el final!»-, devoran los libros de los que las ha sacado.
(Unanimidad que, por otra parte, no debe confundirse. No, no, el profesor no acaba de metamorfosear con un golpe de varita mágica en lectores al ciento por ciento, a unos refractarios al libro. En ese comienzo de curso todo el mundo lee; claro, vencido el miedo, se lee bajo el impulso del entusiasmo, de la emulación. Es posible incluso, quiérase o no, que se lea un poco para complacer al profe…, que, por otra parte, no debe dormirse en los laureles…, nada se enfría más rápidamente que un ardor, ¡lo ha comprobado muchas veces! Pero por el momento se lee unánimemente, bajo la influencia de ese cóctel cada vez especial que hace que una clase confiada se comporte como un individuo sin dejar de mantener su treintena de individualidades diferenciadas. Eso no significa que, cuando sean mayores, a todos esos alumnos les «gustará leen». Otros placeres predominarán tal vez sobre el placer del texto. Pero el caso es que en estas primeras semanas del curso, el acto de leer -¡el famoso «acto de leer»!- ya no aterroriza a nadie, leen, y a veces muy deprisa.)
Así pues, ¿qué tienen, además, estas novelas para ser leídas tan deprisa? ¿Fáciles de leer? ¿Qué quiere decir "fácil de leen›? ¿Es fácil de leer La leyenda de Gasta Berling? ¿Fácil de leer Crimen y castigo? ¿Más fáciles que El extranjero, que Rojo y Negro? No, lo que tienen de entrada es que no están en el programa, cualidad inestimable para los jóvenes compañeros de la viuda siciliana, dispuestos a calificar de «muermo» cualquier obra elegida por el magisterio para el incremento razonado de su cultura. Pobre «programa». Está claro que el programa no tiene nada que ver. (¿Rabelais, Montaigne, La Bruyère, Montesquieu, Verlaine, Flaubert, Camus, «muermos»? No, por favor…) Sólo el miedo puede convertir en «muermos» los textos del programa. Miedo de no entender, miedo de contestar mal, miedo del que se alza por encima del texto, miedo de la lengua entendida como materia opaca; nada más adecuado para confundir las líneas, para ahogar el sentido en el lecho de la frase.
Burlington y Chupa de cuero sin moto son los primeros sorprendidos cuando el profe les anuncia que El guardián entre el centeno de Salinger, del que acaban de disfrutar, está en la lista negra de sus condiscípulos americanos por la exclusiva razón de que lo tienen en su programa. ¡De manera que es posible que exista un Chupa de cuero tejano tragándose a escondidas Madame Bovary mientras su profe se agota en colocarle Salinger!
Aquí (pequeño paréntesis) intervención de la viuda siciliana:
– Señor, no existe un tejano que lea.
– ¿Ah, no? ¿De dónde has sacado eso?
– De Dallas. ¿Ha visto alguna vez a un solo personaje de Dallas con un libro en la mano?
(Cerremos el paréntesis.)
En suma, planeando en todas las lecturas, viajando sin pasaporte por las obras extranjeras (sobre todo extranjeras: estos ingleses, estos italianos, estos rusos, estos americanos, tienen la clase suficiente para mantenerse lejos del «programa»), los alumnos, reconciliados con lo que se lee, se acercan en círculos concéntricos a las obras que hay que leer, y no tardan en caer en ellas, como quien no quiere la cosa, por la mera razón de que La princesa de Clèves se ha convertido en una novela «más», tan buena como otra… (Mejor que las demás, incluso, esta historia de un amor protegido del amor, tan curiosamente familiar a la adolescencia de hoy en día, que con excesiva rapidez imaginamos dominada por las fatalidades consumidoras.)
Querida Señora de Lafayette,
En el caso de que la noticia pueda interesaros, sé de una clase de segundo considerada poco «literaria» y pasablemente «disipada», donde su Princesa de Clèves ha conseguido el «hit-parade» de todo lo que se leyó en ella aquel año.
Así pues, el programa será tratado, las técnicas de redacción, de análisis de texto (bonitas parrillas, oh, cuán metódicas), de comentario, de resumen y de discusión, debidamente transmitidas, y toda esta mecánica perfectamente rodada para dar a entender a las instancias competentes, el día de los exámenes, que no nos hemos limitado a leer para distraernos, sino que también hemos entendido, que hemos realizado el famoso esfuerzo de comprensión.
La cuestión de saber lo que hemos «entendido» (cuestión final) no carece de interés. ¿Entendido el texto?, sí, sí, evidentemente, pero entendido sobre todo que una vez reconciliados con la lectura, habiendo perdido el texto su estatuto de enigma paralizante, nuestro esfuerzo por alcanzar su sentido se vuelve un placer, que, una vez vencido el temor de no entender, las nociones de esfuerzo y de placer actúan poderosamente la una en favor de la otra, porque, en este caso, mi esfuerzo me asegura el incremento de mi placer, y el placer de comprender me sume hasta la ebriedad en la ardiente soledad del esfuerzo.
Y también hemos entendido otra cosa. No sin cierta dosis de diversión, hemos entendido «cómo funcionan las cosas», incluido el arte y la manera de «hablar de», de hacerse valer en el mercado de los exámenes y de las oposiciones. Inútil ocultar que era uno de los objetivos de la operación. En cuestión de examen y de empleo, «entender» significa entender qué se espera de nosotros. Un texto «bien entendido» es un texto inteligentemente negociado. Los dividendos de este regateo es lo que el joven candidato busca en la cara del examinador cuando le dirige una mirada a hurtadillas después de haberle servido una interpretación astuta -pero en absoluto demasiado audaz- de un alejandrino de reputación enigmática. «Parece satisfecho, sigamos por este camino, lleva de cabeza a la nota.»)
Desde este punto de vista, una escolaridad literaria bien llevada depende tanto de la estrategia como de la buena comprensión del texto. Y, con mayor frecuencia de lo que se cree, un «mal alumno» es un chaval trágicamente desprovisto de aptitudes tácticas. Sólo que, en su pánico de no ofrecer lo que esperamos de él, no tarda en confundir escolaridad con cultura. Dejado a un lado por la escuela, se cree inmediatamente un paria de la lectura. Se imagina que «leer» es en sí un acto elitista, y se priva de libros durante toda su vida por no haber sabido hablar de ellos cuando se le pedía.
Así pues, queda todavía otra cosa por «entender».
Queda por «entender» que los libros no han sido escritos para que mi hijo, mi hija, la juventud, los comente, sino para que, si el corazón se lo dice, los lean.
Nuestro saber, nuestra escolaridad, nuestra carrera, nuestra vida social son una cosa. Nuestra intimidad de lector y nuestra cultura otra. Hay que fabricar bachilleres, licenciados, catedráticos y enmarcas [8], la sociedad lo pide, y es algo que no se discute…, pero es mucho más esencial abrir todas las páginas de todos los libros.
A lo largo de su aprendizaje, se impone a los escolares y a los estudiantes el deber de la glosa y del comentario, y las modalidades de este deber les asustan hasta el punto de privar a la gran mayoría de la compañía de los libros. Por otra parte, nuestro final de siglo no arregla las cosas; el comentario domina en él como señor absoluto, hasta el punto, muchas veces, de apartamos de la vista el objeto comentado. Este zumbido cegador lleva un nombre eufemístico: la comunicación…
Hablar de una obra a unos adolescentes, y exigirles que hablen de ella, puede revelarse muy útil, pero no es un fin en sí. El fin es la obra. La obra en las manos de ellos. Y el primero de sus derechos, en materia de lectura, es el derecho a callarse.
En los primeros días del año escolar, suelo pedir a mis alumnos que me describan una biblioteca. No una biblioteca municipal, no, sino el mueble, una librería. Aquella donde coloco mis libros. Y me describen un muro. Un acantilado del saber, rigurosamente ordenado, absolutamente impenetrable, una pared contra la que sólo se puede rebotar…
– ¿Y un lector? Descríbeme un lector.
– ¿Un auténtico lector?
– Si te parece, aunque no acabo de saber a qué llamas tú “un auténtico lector”
Los más «respetuosos» me describen al mismo Dios Padre, una especie de eremita antediluviano, sentado desde la noche de los tiempos sobre una montaña de libros cuyo sentido habría absorbido hasta entender el porqué de cualquier cosa. Otros me bosquejan el retrato de un autista profundo tan absorto en los libros que se golpea contra todas las puertas de la vida. Otros me trazan un retrato en negativo, dedicándose a enumerar todo lo que un lector no es: no es deportista, no está vivo, no es gracioso, y no le gusta ni el «papeo», ni los «trapos», ni los «bugas», ni la tele, ni la música, ni los amigos… y otros, finalmente, más «estrategas», levantan ante su profesor la estatua académica del lector consciente de los medios puestos a su disposición por los libros para incrementar su saber y afinar su lucidez. Los hay que mezclan estos diferentes registros, pero ni uno, ni uno entre todos ellos, se describe a sí mismo, ni describe a un miembro de su familia o a uno de esos innumerables lectores con los que se cruzan todos los días en el metro.
Y cuando les pido que me describan «un libro», lo que se posa en la clase es un OVNI: un objeto tremendamente misterioso y prácticamente indescriptible dada la inquietante simplicidad de sus formas y la proliferante multiplicidad de sus funciones, un «cuerpo extraño», provisto de todos los poderes así como de todos los peligros, objeto sagrado, infinitamente mimado y respetado, depositado con gestos de oficiante en los estantes de una librería impecable, para ser venerado en ella por una secta de adoradores de mirada enigmática.
El Santo Grial. Bien.
Procuremos desacralizar un poco esta visión del libro que les hemos metido en la cabeza mediante una descripción más «realista» de la manera como tratamos nuestros libros aquellos a quienes nos gusta leer.
Pocos objetos como el libro despiertan tal sentimiento de absoluta propiedad. Una vez han caído en nuestras manos, los libros se convierten en nuestros esclavos…, esclavos, sí, por ser de materia viva, pero esclavos que nadie pensaría en liberar, por ser hojas muertas. Como tales, padecen los peores tratos, fruto de los más locos amores o espantosos furores. Y te doblo las páginas (¡oh, qué herida, cada vez, la visión de la página doblada!, «¡pero es para saber dónde estooooooy!») y poso mi taza de café sobre la tapa, esas aureolas, esos relieves de tostadas, esas manchas de aceite solar…, y te dejo un poco en todas partes la huella de mi pulgar, el dedo con el que aprieto mi pipa mientras te leo… y esa Pléiade [9] secándose miserablemente sobre el radiador después de haber caído en tu baño «tu baño, cariño, pero mi Swift! [10]»)… y esos márgenes garrapateados de comentarios afortunadamente ilegibles, esos párrafos nimbados por rotuladores fluorescentes…, ese libro definitivamente inválido por haber pasado una semana entera abierto por el lomo, ese otro supuestamente protegido por una inmunda funda de plástico transparente con reflejos petrolíferos…, esa cama que desaparece debajo de un témpano de libros esparcidos como pájaros muertos…, ese montón de Folios [11] abandonados al moho del granero… esos desdichados libros infantiles que ya nadie lee, exiliados en una casa de campo adonde ya nadie va…, y todos esos otros en los muelles liquidados a los revendedores de esclavos…
Todo, a los libros se lo hacemos sufrir todo. Pero la manera como los maltratan los demás es la única que nos apena…
No hace mucho tiempo vi con mis propios ojos cómo una lectora arrojaba una enorme novela por la ventanilla de un coche que corría a toda marcha: era por haberla pagado tan cara, convencida por competentes críticos, y sentirse tan decepcionada. ¡El padre del novelista Tonina Benacquista llegó al extremo de fumarse a Platón! Prisionero de guerra en algún lugar de Albania, con un resto de tabaco en el fondo de su bolsillo, un ejemplar del Cratilo (¿qué diablos hacía allí?), una cerilla… ¡y crac!, una nueva manera de dialogar con Sócrates…, por señales de humo.
Otro efecto de la misma guerra, más trágico todavía: Alberto Moravia y Elsa Morante, obligados a refugiarse durante varios meses en una cabaña de pastor, sólo habían podido salvar dos libros, La Biblia y Los hermanos Karamazov. De ahí un terrible dilema: ¿cuál de los dos monumentos utilizar como papel higiénico? Por cruel que sea, una elección es una elección. Con gran dolor de corazón, eligieron.
No, por sagrado que sea el discurso trenzado en torno a los libros, no ha nacido quien impida a Pepe Carvalho, el personaje favorito de Manuel Vázquez Montalbán, prender cada noche un buen fuego con las páginas de sus lecturas predilectas.
Es el precio del amor, la contrapartida de la intimidad.
En cuanto un libro acaba en nuestras manos, es nuestro, exactamente como dicen los niños: «Es mi libro»…, parte integrante de mí mismo. Ésta es sin duda la razón de que devolvamos con tanta dificultad los libros que nos prestan. No es exactamente un robo… (no, no, no somos unos ladrones, no…), digamos un deslizamiento de propiedad, o, mejor dicho, una transferencia de sustancia: lo que era de otro bajo su mirada, se vuelve mío cuando se lo come mi ojo; y, caramba, si me ha gustado lo que he leído, siento cierta dificultad en «devolverlo».
Sólo me estoy refiriendo a la manera como nosotros, los particulares, tratamos los libros. Pero los profesionales no lo hacen mejor. Y yo te guillotino el papel a ras de las palabras para que mi colección de bolsillo sea más rentable (texto sin márgenes con las letras desmedradas de puro apretujadas), y yo te hincho como un globo esta novelita para hacer creer al lector que vale el dinero que paga por ella (texto ahogado, con las frases asustadas por tanta blancura), y te coloco unas «fajas» cuyos colores y cuyos títulos enormes cantan hasta ciento cincuenta metros de distancia: «¿Me has leído? ¿Me has leído?» y yo te fabrico ejemplares «club» en papel esponjoso y portada monumentos utilizar como papel higiénico? Por cruel que sea, una elección es una elección. Con gran dolor de corazón, eligieron.
No, por sagrado que sea el discurso trenzado en torno a los libros, no ha nacido quien impida a Pepe Carvalho, el personaje favorito de Manuel Vázquez Montalbán, prender cada noche un buen fuego con las páginas de sus lecturas predilectas.
Es el precio del amor, la contrapartida de la intimidad.
En cuanto un libro acaba en nuestras manos, es nuestro, exactamente como dicen los niños: «Es mi libro»…, parte integrante de mí mismo. Ésta es sin duda la razón de que devolvamos con tanta dificultad los libros que nos prestan. No es exactamente un robo… (no, no, no somos unos ladrones, no…), digamos un deslizamiento de propiedad, o, mejor dicho, una transferencia de sustancia: lo que era de otro bajo su mirada, se vuelve mío cuando se lo come mi ojo; y, caramba, si me ha gustado lo que he leído, siento cierta dificultad en «devolverlo».
Sólo me estoy refiriendo a la manera como nosotros, los particulares, tratamos los libros. Pero los profesionales no lo hacen mejor. Y yo te guillotino el papel a Fas de las palabras para que mi colección de bolsillo sea más rentable (texto sin márgenes con las letras desmedradas de puro apretujadas), y yo te hincho como un globo esta novelita para hacer creer al lector que vale el dinero que paga por ella (texto ahogado, con las frases asustadas por tanta blancura), y te coloco unas «fajas» cuyos colores y cuyos títulos enormes cantan hasta ciento cincuenta metros de distancia: «¿Me has leído? ¿Me has leído?» y yo te fabrico ejemplares «club» en papel esponjoso y portada acartonada adornada con ilustraciones deprimentes, y yo pretendo fabricarte unas ediciones «de lujo» con el pretexto de que adorno una falsa piel con una orgía de dorados…
Producto de una sociedad hiperconsumista, el libro está casi tan mimado como un pollo alimentado con hormonas y mucho menos que un misil nuclear. El pollo con hormonas de crecimiento instantáneo no es, por otra parte, una comparación gratuita si se aplica a los millones de libros «de circunstancias» que se escriben en una semana bajo el pretexto de que, esa semana, la reina la ha dañado o el presidente ha perdido su empleo.
Así pues, visto bajo esta perspectiva, el libro no es, ni más ni menos, que un objeto de consumo, y tan efímero como cualquier otro: inmediatamente destruido si no funciona, muere con mucha frecuencia sin haber sido leído.
En cuanto a la manera como la misma universidad trata los libros, sería bueno preguntar su opinión a los autores. He aquí lo que escribió al respecto Flannery O'Connor el día en que descubrió que hacían a los estudiantes estudiar su obra:
"Si los profesores tienen hoy por principio abordar una obra como si se tratara de un problema de investigación para el que sirve cualquier respuesta, con tal que no sea evidente, mucho me temo que los estudiantes no descubran jamás el placer de leer una novela…»
Hasta aquí el «libro».
Pasemos al lector.
Porque, más instructiva aún que nuestra manera de tratar nuestros libros, es nuestra manera de leerlos.
En materia de lectura, nosotros, «lectores», nos permitimos todos los derechos, comenzando por aquellos que negamos a los jóvenes a los que pretendemos iniciar en la lectura.
1) El derecho a no leer.
2) El derecho a saltamos las páginas.
3) El derecho a no terminar un libro.
4) El derecho a releer.
5) El derecho a leer cualquier cosa.
6) El derecho al bovarismo.
7) El derecho a leer en cualquier sitio.
8) El derecho a hojear.
9) El derecho a leer en voz alta.
10) El derecho a callamos.
Me limitaré arbitrariamente al número 10, en primer lugar porque es un número redondo, y después porque es el número sagrado de los famosos Mandamientos y es divertido verlo utilizado por una vez para una lista de autorizaciones, o porque si queremos que mi hijo, que mi hija, que la juventud lea, es urgente que les concedamos los derechos que nosotros nos permitimos.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Marca de calcetines muy de moda entre los jóvenes en Francia. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref4">[5]</a> Marca de ropa también muy de moda entre los jóvenes. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Patrick Süskind, El perfume (Seix Barral). Traducido por Pilar Giralt Gorina. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Lortholary tradujo al francés El perfume. De igual manera cabe felicitar a la traductora española, Pilar Giralt Gorina. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Se refiere a los alumnos de la E.N.A. (École National d'Administration), de la que sale buena parte de la clase dirigente francesa. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref9">[9]</a> La Pléiade, prestigiosa colección de obras completas de autores clásicos, o consagrados como tales por el hecho de ser editados así. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref9">[10]</a> Colección de libros de bolsillo. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref9">[11]</a> Se refiere a los bouquinistes, libreros de lance instalados en las orillas del Sena. (N. del T.)