37250.fb2 Actos De Amor - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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1

En agosto, en la costa del golfo de Florida, el calor no disminuye cuando el sol se ha puesto. Se hace más intenso; no hay sombra. La gente se va a la cama dejando las ventanas cerradas.

Costa y Noola Avaliotis dormían en sus habitaciones separadas cuando su hijo, Teddy, llamó desde San Diego.

Costa, de sueño ligero, llegó el primero a la cocina, en donde estaba el teléfono.

– ¿Qué le sucedió a la otra? -preguntó, después de oír la razón por la que su hijo había llamado.

Mientras escuchaba, alcanzó un paño de la cocina y se enjugó la frente y la nuca.

– ¿Cómo llegaré hasta ahí? -preguntó Costa-. ¿De dónde saco el dinero?

Escuchó nuevamente, dirigiendo la mirada hacia el vestíbulo en donde la lámpara que su esposa había encendido proyectaba una línea de luz por debajo de la puerta de su habitación.

– Avión y todo lo demás, Teddy, eso va a ser una cuenta gorda. ¿Dónde lo conseguirás?

La respuesta de su hijo le hizo reír por lo bajo.

– De acuerdo -dijo-, eso es cuenta tuya. De acuerdo, lo pensaré.

Cuando dejó el auricular en el soporte ya estaba completamente despierto. Cruzó el vestíbulo por delante de la puerta del dormitorio de su mujer hasta la puerta frontal de la casa, descorrió el cerrojo «Segal» y abrió la puerta.

El impacto del calor fue como estrellarse contra una pared.

Más arriba, las extremidades plumosas de los pinos de Australia no se movían. El menor indicio de brisa las hubiera agitado. Costa había plantado esos árboles hacía más de veinte años, cuando compró aquel lugar. A través de sus ramas ligeramente cubiertas podía percibir el reflejo del golfo de México al otro lado de la carretera de la costa, podía oír el suave oleaje que desplazaba gentilmente el desperdicio de conchas, las arrastraba de nuevo y las dejaba caer.

Oyó entonces el ruido de las zapatillas que su esposa arrastraba por el vestíbulo.

– ¿Quién ha llamado por teléfono? -preguntó Noola.

– Teddy -respondió Costa.

– ¿Sí? ¿Qué va mal?

– Nada. Ven a la cama. Quiere casarse.

– Bien.

– No es aquélla. Es una nueva. Esta es americana. Quiere que yo vaya a conocerla.

– ¡Oh, Dios mío!

– Me envía dinero.

– ¿Qué pasó con la otra?

Costa se encogió de hombros.

– ¿Cuándo te vas? -preguntó la mujer.

– Aún no me he decidido a ir -respondió Costa.

– Si Teddy manda el dinero -dijo ella-, esto quiere decir que…

– Dzidzidzidzidzi… -dijo Costa.

– Yo cuidaré del almacén, no te preocupes.

– ¿Las oyes? Cigarras. Las mismas de las noches de Kalymnos. Dzidzikia.

Cuando Costa Avaliotis era un muchacho de diez años, su padre lo había traído a Florida desde Kalymnos, una isla del mar Egeo. Ahora, a sus sesenta y dos años, Costa continuaba refiriéndose a Kalymnos como a su hogar.

– Si envía el dinero -insistió Noola-, él ya lo tiene decidido.

– Ha dicho que todo estaba arreglado. -Se volvió, encarando a la mujer.- ¿Por qué no te vas a la cama? -le preguntó.

– Me imagino -comentó Noola- que él cree saber mejor que tú lo que necesita.

– Escogió la primera sin presentárnosla antes. ¿Has visto lo que sucedió?

– Oh, Costa, ahora ya es un hombre crecido, tiene veintitrés años. ¿Qué quieres? Esta vez te pide que vayas a verla. Teddy es un buen chico. Y listo también.

– Listo para otras cosas. No para esto.

Costa volvió la cabeza, mirando a lo lejos, dando por terminada su conversación. Oyó las zapatillas de la mujer arrastrándose por el vestíbulo.

Después de un momento caminó despacio cruzando una abertura en uno de los setos laterales de la entrada de su casa y se acercó al roble gigante pisando por encima de la hierba quemada. Al pie de este viejo árbol, Costa había construido una especie de yacija para el día; se tendió en ella mirando las estrellas perfiladas como diamantes. Las ramas del roble, redondas y pesadas como brazos de robustas matronas, estaban revestidas con musgo de tallo largo.

Volvió la cabeza en dirección de la casa; la luz del dormitorio de Noola se había apagado. Costa recordó que había dejado abierta la puerta de entrada y que los ratones del campo aceptarían la invitación para entrar y procurarse comida. Se levantó, y como si se acercara a un enemigo, entró en la casa con las rodillas rígidas, como las de un perro al acecho.

Un rincón de la habitación al frente de la casa estaba iluminado por una luz suave. En un estante alto había dos iconos de madera y delante de ellos dos lamparillas idénticas de aceite que quemaban día y noche, sus pequeñas lenguas rojas inmóviles sin ningún estremecimiento. Las figuras sagradas eran de san Nicolás que protege a los marineros, si son griegos y de la fe ortodoxa, y María, sosteniendo el cuerpo de su hijo crucificado. Las pinturas se habían oscurecido por los años y el humo del aceite, pero brillaban, y las pequeñas luces reflejaban la sangre de las vestiduras sagradas y el oro de la divinidad que rodeaba a los ángeles asistentes.

Debajo de los iconos estaba el gran aparato de televisión de Avaliotis. Aquel verano, La ley del revólver y Kung Fu estaban en boga. Costa lo conectó. Únicamente noticias, todas de Washington. Costa desconectó el aparato, pasó frente a los santos y se acercó al rincón opuesto de la habitación en donde había dos fotografías tomadas en un mismo paisaje. La primera era de su padre, un capitán, a juzgar por su traje y su postura, al timón de un pesquero de esponjas: el Eleni. A su lado se hallaba su hijo, el propio Costa, en pleno apogeo a sus veinticuatro años. Todo el cuerpo de Costa, con excepción de la cabeza, estaba cubierto por un traje de buceo. En el ángulo formado por su brazo derecho doblado, sostenía, como un antiguo guerrero, el casco que suelen utilizar los buceadores. El interés mutuo, la interdependencia de padre e hijo, era completa. Detrás de ellos, tendidas para el secado, había largas ristras de esponjas; una pesca extraordinaria. Costa recordaba aquel día.

Junto a esta fotografía, otra representaba la misma escena veinticinco años después. El viejo capitán Theo había desaparecido, y Costa estaba de pie junto al timón en su lugar. A su lado había un chico de doce años, Teddy. El brazo de Costa rodeaba los hombros del muchacho, pero la historia era diferente, el espíritu no era el mismo. Dos semanas después de haber sido hecha esta fotografía, Costa vendió el Eleni. La marea roja no le dio ninguna alternativa.

Para algunos hombres el pedir ayuda es una indignidad, aunque sea a los muertos. Costa, de pie frente a esas fotografías, se parecía más a un combatiente que a un suplicante. Con los pies bien plantados como los de un boxeador, encogía los hombros y hundía la cabeza. Pero el hecho real era que Costa escudriñaba en el rostro de su padre. Y lo que recordaba era lo que él mismo había repetido con tanta frecuencia:

– Mi padre siempre sabe lo que está bien.

Sumergido en una especie de ensueño, siguió de pie frente a esos monumentos de su pasado, esperando una señal.

Costa no era un hombre alto, pero tenía amplios y musculosos hombros, desarrollados a causa de su oficio. Ahora, aunque más redondos y más suaves, conservaban todavía bastante de su antigua potencia. Sus caderas estaban precisamente en la mitad de su altura, reduciéndose en esa parte a la mitad la anchura de su cuerpo. Costa llevaba los pantalones muy bajos.

A sus sesenta y dos años, poseía una bella cabellera negra. Su bigote era semejante al del viejo guerrero, dando sombra a unos labios gruesos y alargándose más allá de las comisuras para terminar en un rizo. Sus cejas, igualmente pobladas, se precipitaban al encuentro por encima de su nariz, confiriendo a su rostro una singular expresión, que a menudo era como un aviso de que su paciencia estaba siendo puesta peligrosamente a prueba.

Sus ojos, que habían escudriñado la superficie del mar durante tantas horas y durante tantísimos largos años, eran negros como la tinta negra, y no de ese color suave castaño. También ellos parecían hablar de suspicacia o advertir que se estaban aproximando a un juicio que en caso de ser desfavorable podía desatar una gran reserva de ira. Costa no era un hombre amigable. Cuando ofrecía su amistad, eso constituía un honor.

Hubiera podido ser un bandido o un revolucionario, llevando la vida del exiliado en lo alto de una montaña. Pero lo que había sido, en sus mejores tiempos, fue uno de los componentes de un escogido grupo de pescadores de esponjas que buceaban en el río Anclote. Cuando la marea roja mató la esponja, se convirtió en comerciante. Su tienda, «Las 3 Bes» (Anzuelo, Botes y Cerveza) [1] estaba lejos del lugar en donde la flota pesquera de esponjas se había refugiado en las buenas épocas, al otro lado del río y al oeste hacia el extremo del golfo.

Sin embargo, nunca perdió la autoridad que los capitanes del mar adquieren: en su compañía, uno se sentía completamente seguro. Costa sólo reconocía una fuerza con la que no podía competir: la misteriosa voluntad del Señor.

– La única cosa que pido a ese chico -Costa decía a su esposa a la mañana siguiente- es que se casara con una de los nuestros, una chica limpia.

– Se te están enfriando los huevos -dijo Noola.

Aun en el desayuno, la cocina desprendía olor a aceite de oliva y ajo.

Noola no comía hasta que su marido había terminado. Sentada al borde de la otra silla de la cocina, como una gallinita griega, mantenía la mirada fija en su marido para asegurarse de que él tenía lo que necesitaba en el momento en que lo necesitaba. Noola había crecido en un ghetto griego de la clase media en Astoria, Queens, un distrito de la ciudad de Nueva York, y éste era el ejemplo que había recibido de su madre.

– Será conveniente que vayas -dijo.

– Aún no he decidido si voy a ir -respondió Costa, dando golpecitos con el índice en su taza vacía, ordenando-. Hazme un favor, no trates de decidir por mí.

– Después de todos estos años -dijo Noola-. ¡Bobo!

Dejando el tema, se acercó al fogón, con sus zapatillas de dormitorio que utilizaba igualmente durante el día y la noche.

– Cuál será el problema, eso es lo que estoy pensando -dijo Costa-. De acuerdo, eres un hombre joven y necesitas una mujer. Así que te vas, como nosotros solíamos hacer, a Tampa, a Ybor City, encuentras una mujer, solucionas el asunto y vuelves a casa. ¿Cuál es el problema?

– Si envía dinero -dijo Noola- es que debe de estar enamorado.

– El amor sólo está en las películas.

– Estoy pensando todavía qué ocurriría entre ellos, con la otra -dijo Noola mientras llenaba de café la taza de Costa.

Teddy les había enviado la fotografía de la chica rechazada hacia algunos meses. Estaba en el aparador junto al bote del azúcar. Ambos se volvieron y miraron la chica, una princesa griega con cabello hasta la cintura. No la habían conocido, pero Costa le había dado instrucciones en conferencia telefónica sobre algunos puntos esenciales.

– Teddy es un chico tranquilo -le había dicho-. Le gusta la vida familiar, la buena cocina, etcétera. ¿Me oyes bien? La vida familiar -había gritado Costa-. Tú ya sabes lo que quiero decir. Nada de clubs ni vida nocturna.

Costa no podía recordar cuál fue la respuesta de ella, pero, al parecer, su consejo no había sido efectivo. Al cabo de poco tiempo Teddy hablaba de ella como de «esa bruja griega de la sociedad» y algunas veces como de «esa viciosa de la hierba».

– Sé lo que sucedió -dijo Costa-. ¡Demasiadas fiestas! Hijas de Penélope, Philophtocos, Ahepa, tú, tú heppa me, bailando al estilo americano, bingo, Dios sabe qué tipo de asuntos de sociedad. Con una mirada yo le habría dicho: ¡vigila! Tanto peor. Su padre, creo, es un hombre rico.

– Supongo que Teddy no la amaría de verdad -dijo Noola.

– No, no, no -dijo Costa-. Mucha gente se casa sin eso. Como yo contigo. Cuando nos casamos no nos amábamos. ¿Te acuerdas?

– Seguro -dijo Noola-, no nos queríamos uno al otro. No es como ahora.

– Eso sucede despacio, de una manera conveniente. Tú me diste un hijo y yo vi lo que tú eras, una buena mujer, así que aprendí a amarte.

– Bueno, de todos modos -dijo Noola- me satisface que vayas.

– Te he dicho que aún no me he decidido -dijo Costa-. ¿Qué es lo que te pasa hoy?

Se levantó y se alejó de la mesa.

– Yo sólo he dicho algo -Noola le gritó mientras él se iba-, porque si él manda dinero, esto quiere decir que él realmente…

Al fondo del vestíbulo, Costa había cerrado una puerta.

Pocos minutos después, mientras Noola tomaba su café, sola en la cocina, ella le oyó decir:

– Noola, plánchame el traje.

Noola lo encontró en el cuarto de baño, afeitándose.

– Ya que te preocupas tanto -dijo Costa-, será mejor que vaya. Haz mi equipaje. ¿Tienes una camisa limpia?

Cuando llamaron desde «Western Union» para informar a Costa de que el dinero había llegado, Costa ya estaba dispuesto, vestido con su traje de pelo de camello negro, una camisa blanca, de cuello y puños almidonados, y una corbata color castaño. Caminó, llevando su maleta y sudando copiosamente, desde su casa en Mangrove Still, un grupo esparcido de tiendas y casas, hasta cerca de Tarpon Spring, el centro de la comunidad griega de Florida, en donde hizo efectiva la orden monetaria.

No había mirado el horario de vuelos al Oeste, suponiendo que un avión estaría esperándolo cuando su autobús llegara al aeropuerto de Tampa. Costa creía en el destino. El avión estaba allí, tal como Costa había confiado y telegrafió a su hijo para que fuese a esperarlo.

Pidió un asiento de pasillo, se sentó erguido con rigidez, mirando hacia delante, como si él tuviera a su cargo la seguridad de los pasajeros del avión. Cuando le ofrecieron el almuerzo, rechazó la interrupción con la mano. Más tarde, el hombre que estaba en el asiento de la ventanilla, junto a Costa, inició un largo debate con otro hombre al otro lado del pasillo, respecto a si el presidente debía o no dimitir. No se ponían de acuerdo, distanciados. Costa no mostró ningún interés. Por simple curiosidad, su vecino le preguntó:

– ¿Y qué piensa usted de todo esto, señor?

– Yo tengo mis propios problemas -respondió Costa.

Teddy Avaliotis era suboficial en el Centro de Entrenamiento Naval de San Diego. Cuando hubo completado su entrenamiento en el centro decidió seguir en él aceptando la tarea de mantener y operar el mecanismo de vídeo que se utilizaba en la instrucción de los reclutas. Era muy respetado.

Teddy se reunió con su padre en el aeropuerto de San Diego, de estilo misional, esperándolo en la puerta central. Le quitó la maleta y le besó.

– He hecho preparar tu cuarto, papá -le dijo- en la posada al otro lado de la calle frente a la base, ¿de acuerdo?

– ¿Es un lugar limpio? -preguntó Costa.

– Espera a verlo. Te gustará.

Teddy observó que su padre había envejecido, o ¿sería a causa del largo viaje?

– Tienes un aspecto fantástico, papá -le dijo-. ¿Te encuentras bien?

– Así lo espero -respondió Costa.

– La conocerás a la hora de comer. Hay un restaurante llamado el «Fish Factory», que sirve caracoles marinos; ella adora esos caracoles. Y tú vas a quererla a ella. -Pasó el brazo alrededor de los hombros de su padre y apretó. – Estoy deseando veros juntos.

– Estoy seguro -dijo Costa-. Pero no será hoy. Nada de cena, etcétera, esta noche.

– Ella está ansiosa por conocerte, papá. Está esperando el momento.

– Esta noche hablaremos tú y yo. Mañana, quizá.

– Muy bien, papá -dijo Teddy-. Así que ella tendrá que esperar un poco más, ¿no es verdad?

El camino requería unos diez minutos de recorrido en auto hasta la base, a lo largo del borde de la península. El agua de la bahía centelleaba como agua gaseosa.

– Papá, ¿ves ese enorme portaaviones ahí fuera? El Coral Sea. ¿Lo ves? San Diego es la ciudad más bonita del país; todo el mundo lo dice.

– Muy bonito, muy bonito -dijo Costa-. ¿De dónde has sacado este auto?

– La Marina me lo ha dado. Ellos me lo regalan todo. -Teddy se echó a reír.- ¿Cómo está mamá? Dile que aprecio de verdad esos brownies <strong>[2]</strong> y ese halvah que me envía. ¡Qué mujer! ¿De dónde la sacaste?

– Es una buena mujer.

– Yo también he encontrado una buena mujer. Ya verás cuando la conozcas. Ya verás papá, voy a convertirla en una buena griega.

– ¿Te escucha cuando hablas, muchacho? Respóndeme esto únicamente. Porque las chicas norteamericanas a veces… Esta chica, ¿escucha lo que le dices?

– Como si se tratara de la ley. Que es lo que soy para ella. ¡Mira! Esa es la entrada a la base. Y allí está tu posada. Mañana te enseñaré el lugar.

Por los pasillos de la posada se respiraba un fuerte perfume.

– Esto huele como un burdel cubano – comentó Costa cuando Teddy le acompañaba a su habitación; abrieron todas las ventanas. Mientras su padre se acomodaba, Teddy llamó a su novia y le dijo que la cena se había suprimido-. Mañana -añadió.

Cuando ella dijo que se sentía muy desilusionada, Teddy le explicó que su padre estaba cansado y estaría de mejor humor a la noche siguiente.

– Tal como te dije -añadió- esto va a requerir algún tiempo.

– ¿El conocerlo?

– No, el llegar realmente hasta él. Es muy… sabes… al estilo viejo mundo. No podrás creer que aún exista ese tipo de persona.

– Bueno, estoy segura que voy a gustarle.

– Si me gustas a mí, le gustarás a él. No te preocupes. Me he pasado la vida estudiando el manual de instrucciones que me llegó con ese viejo bribón. Puedo decirte lo que va a hacer mucho antes de que ni él mismo lo sepa. Duerme bien para que mañana estés realmente linda. Le gustan las chicas con buen aspecto.

Después que Teddy y su padre hubieron cenado con vituallas de la base, Costa anunció:

– Hablaremos mañana. Ahora voy a ir a casa, a rogar a Dios que me ayude a comprender esta situación. Después a dormir. Necesitaré de toda mi fuerza.

Teddy le acompañó hasta su cuarto, y después llamó nuevamente a su novia.

– Sólo estoy haciendo una comprobación -dijo-. Compruebo que no hayas salido con algún otro. -Se echó a reír.

– ¿Es que algo va mal? -preguntó ella-. Estoy preocupada.

– No, ya se ha ido a la cama. El cansancio del avión. Se está haciendo viejo. Ahora está rezando. No solía hacerlo, al menos yo no lo sabía. Todos los griegos comienzan como ateos y a medida que se hacen viejos se vuelven religiosos y rezan para que Dios los ayude a salir de cada condenada crisis. Y no es que esto sea una crisis.

– Me ha puesto nerviosa, Teddy.

– Tranquilízate. Si se presenta gruñón, recuerda que estás conmigo. No voy a dejar que te suceda nada malo. Ahora, ve… a la cama.

Le envió un beso de buenas noches por teléfono y regresó a la base, sentándose a jugar al Dearler's Choice, que dejó al cabo de una hora, con excusas, con una ganancia de noventa y un dólares.

Por la mañana Teddy rechazó el equipo habitual para atender la clase y estuvo corno espectador durante la instrucción. Después se encontró con su padre, al que acompañó por toda la base para enseñarle las instalaciones. Ninguno de los dos mencionó el asunto que se agitaba en sus mentes. Estuvieron contemplando una clase de manejo del pasador náutico. El viejo dijo que deseaba ver la flota pesquera de atún -la había visto en la televisión- y así lo hicieron. Volvieron después a la base para un lunch en «La Cantina», servicio de rancho con decoración latina.

A Teddy no le pasaba inadvertido que su padre estaba orgulloso de él; y se mostraba de acuerdo. Cada vez que pasaban al lado de gente conocida de Teddy, éste les hablaba con voz de mando y cuando habían pasado, seguía dirigiéndose a su padre en el tono deferente adecuado.

¿Por qué no había de estar Costa orgulloso de su hijo? Físicamente, Teddy era perfecto; combinaba de un modo inexplicable la reciedumbre y fortaleza de su padre con la delicadeza de su madre. No daba la impresión de ser alto, fuerte y musculoso, aunque era esas tres cosas. Teddy se mantenía en perfecta forma con el ejercicio diario. Y tenía un aspecto formidable con su uniforme de la Marina azul.

Pero su atractivo auténtico no residía en su apariencia, o su nariz fina, o sus ojos profundos o la curva de su frente bajo los rizos mediterráneos. Estaba en la impresión que daba de ser un hombre capaz de manejar cualquier situación. Esto era lo que lo hacía irresistible ante cualquier mujer que se decidiera a cortejar.

Esto era también lo que Costa tenía, esa misma seguridad. Teddy recordaba un incidente de su infancia. Había salido en la embarcación de su padre y una tempestad repentina levantó una mar gruesa. Los marineros de la tripulación griega, algunos de los cuales no sabían nadar, se inquietaron. Costa dijo:

– Recordad que estáis conmigo.

Hasta el mar se había calmado. Teddy tenía solamente diez años, pero nunca olvidó ese día ni las palabras de Costa:

– Recordad que estáis conmigo.

– Esta noche, papá -preguntó cuando habían pasado otra hora observando ejercicios- ¿podremos…?

– Esta noche yo te invito a cenar.

– Entonces es mejor que la llame en seguida -dijo Teddy-. Está esperando que le dé las instrucciones para hoy. Es una buena chica, papá.

– Esta noche, sólo tú y yo, hemos de hablar.

– Pero, papá, ella está tan ansiosa por conocerte.

– Ya llegará el momento -dijo Costa-. La noche pasada rogué a Dios para que me ayudara a entender la situación. Hoy rezaré otra vez. Pero primero quiero hablar contigo. Todavía no hemos hablado.

– Muy bien -dijo Teddy. Señaló una cabina telefónica-. Dispénsame.

Ella no estaba en casa.

– Me ha encargado te dijera que regresaría dentro de veinte minutos -le dijo a Teddy la compañera de su cuarto. Y añadió-: Parece un poco preocupada.

– Está muy preocupada -dijo Teddy a su padre-. Se ha puesto a llorar al teléfono.

– ¿Por qué?, hijo mío… ¿Cuál es el problema?

– Ella no comprende por qué no quieres conocerla. «¿Es que algo no está bien?», me preguntaba una y otra vez. Significa tanto para ella tu opinión…

– Bueno, en este caso, qué demonios, la llevamos con nosotros esta noche.

– Démosle oportunidad de que se tranquilice un poco, y la llamaré otra vez por teléfono. ¿Tomamos una taza de café?

– Café no. Te invito a un trago. En alguna parte por aquí cerca debe de haber un bar.

– ¿Qué es lo que quieres decir, en alguna parte? ¡Esta es una Marina moderna, papá! Iremos al «Ship's Bell», aquí mismo en la base.

Estaba lleno de marineros que habían comenzado temprano a ingerir su cerveza. Su comandante en jefe había dejado el servicio aquella mañana, pero a sus hombres no parecía importarles y los pocos que comentaban el acontecimiento lo hacían sin ningún sentido de pérdida, incluso con cieña frivolidad.

– ¡Lo que este país necesita es un rey judío! -oyeron que alguien decía cuando Teddy encontró una mesa en un rincón.

– Bien, papá -dijo Teddy después de haber pedido las bebidas-. Quieres hablar, pues hablemos.

– ¿Es una chica limpia? -fue la primera pregunta que Costa le hizo.

– Con una simple mirada tendrás tu respuesta -dijo Teddy.

Costa se sintió mejor cuando Teddy le contó que ella era estudiante de enfermería y su padre médico. Creyendo que causaría buena impresión, Teddy elogió la inteligencia de su enamorada.

– ¿Sabe cocinar? -preguntó Costa.

– Va a aprender más que de prisa -dijo Teddy-. La hago llevar un librito de notas con recetas étnicas. Las recorta de las revistas.

– Yo no soy un tipo de griego anticuado -dijo Costa-. Si estuviera mi padre en mi lugar tú ya no presentarías ningún problema. El te diría directamente: «Una chica norteamericana, para el placer; una chica griega, para formar familia.» Tu abuelo, vino a este país totalmente solo. Cuando tuvo dinero y una embarcación propia, supo que había llegado el momento de buscar esposa.

– Lo sé, papá, lo sé.

– Regresó a Kalymnos, escogió a tu abuela. Creía en la sangre. Y yo también. Pero menos. Para tu madre yo sólo fui hasta Asteria, Queens. Por ello la noche pasada rogué a Dios que me ayudara a comprender tu problema. Sin plegaria, y mi creencia en ella, no hubiera venido aquí. En conferencia telefónica es fácil decir que no. Y ahora, cuando te pregunto ¿sabe cocinar?, tú tendrás una idea, espero, de que yo soy un padre con el que puedes hablar, ¿verdad?

– Sé todo eso, papá. Mira, quizás es mejor que te afeites antes de que vayamos a buscarla.

– Otra cosa más, Teddy, y después nos vamos. Ve, que te den la cuenta.

– ¿Qué cosa más?

– Quiero que mi nieto tenga mi nombre. ¿Es posible eso?

– Sólo dime cuándo quieres la entrega -dijo Teddy.

– Eres mi único hijo. Yo nunca lo olvido. Espero que tú tampoco.

– ¿Cómo podría olvidarlo, papá, mientras tú estés por ahí? ¿Te parece bien que ahora la llame y le diga que la recogeremos para ir a cenar?

– ¿Por qué no? -aprobó Costa-. ¿Por qué crees que he venido hasta aquí? No tengo mucho tiempo. Tu madre, pobrecilla, está totalmente sola en la tienda.

Teddy tuvo que esperar que su novia viniera al teléfono. En el muro, junto a la cabina, había un antiguo póster de una bonita joven. Junto a ella la frase: «Eh… quisiera ser un hombre. Me enrolaría en la Marina.»

– Lo he puesto de muy buen humor -dijo Teddy a su novia-. ¿Sabes? También él está un poco nervioso… ¿Por qué? Por conocerte… ¡De verdad! Dime qué vas a ponerte.

Ella le comunicó las posibilidades.

– Lleva el azul -dijo Teddy- con manga larga.

A la caída de la tarde, los dos Avaliotis se dirigieron en auto hacia el distrito suburbano en donde ella vivía en una gran casa con seis chicas más. El salón, de viejo estilo, casi no tenía mobiliario. Por el piso había esparcidos grandes cojines y almohadones y las chicas y sus amigos estaban recostados en ellos.

A Costa no le gustó el aspecto de ese lugar, ni los que en él estaban. Ninguna de las chicas se levantó para ofrecerle un café o un vaso de agua fría. El tocadiscos de alta fidelidad dejó caer otro disco en el eje, tan estruendoso como el anterior.

– La mayoría son enfermeras -dijo Teddy.

Costa, a pesar de ello, no se impresionó.

Ella apareció entonces, bajando la escalera, vestida de azul y llevando sus mejores pendientes de turquesa que hacían juego con sus ojos. Su cabello, recién lavado, era de una belleza poco común, y de tono dorado.

Un tanto a favor de ella. A Costa el azul le inspiraba confianza. Era el color celestial, el color de la Hélade, el color de la pureza femenina, el color que usan los bebés del sexo masculino.

Ella besó a Teddy, y después, ruborizándose, le estrechó la mano a Costa. La mano de ella era frágil, de pequeña estructura ósea.

Un punto en contra de la chica: algo de su figura inquietó a Costa. Sus piernas eran demasiado delgadas del principio al final. Una griega conveniente candidata para esposa debería ser ancha de caderas incluso antes de quedar embarazada, pero su pecho debería ser abundante -como era el de esta chica, sin duda- sólo después.

Costa miró entonces el rostro de ella. Le recordó… no sabría qué: quizás algunas pequeñas criaturas del mar que había visto, seres transparentes y sin protección, cuyo modo de vida era navegar con la corriente, cualquiera que fuese su dirección.

– Papá -dijo Teddy- ésta es Kitten. <strong>[3]</strong>

– Ethel -dijo ella.

– No le gusta su apodo -rió Teddy-. Únicamente lo ha tenido durante… ¿cuántos años? ¿Diez?

– Estoy muy contenta por conocerlo -dijo ella al anciano-. Finalmente.

Se ruborizó de nuevo, como si se hubiese mostrado demasiado atrevida, o quizá porque Costa estaba observándola con tanta gravedad. En su sonrojo se volvió hacia Teddy, y de nuevo hacia Costa.

– También yo estoy contento, señorita -le dijo Costa-. ¿Cómo puedo llamarla?

– Me llamo Ethel. Ethel Laffey.

– Pues Ethel.

– Tampoco me gusta Ethel. Fue idea de mi madre. Nunca supe el porqué.

– Bueno -dijo Costa-, ¿cuál de ellos…?

– ¿Te disgusta menos? -preguntó Teddy riéndose.

– Kit, creo -dijo Ethel-. Así me llaman todos, Kit. Desde el instituto. O Ethel. Me da lo mismo -concluyó sacudiendo la cabeza y haciendo unos ruiditos de autodesaprobación-. ¡Qué tontería! -añadió-. ¡Qué tonta! Lo que quiero decir es que me llame usted como quiera porque estoy muy contenta de conocerlo, míster Avaliotis.

Costa sonrió a su hijo.

– ¡La has enseñado muy bien a pronunciar mi nombre!

– Ha estado practicando -dijo Teddy.

– ¿Lo pronuncio bien? -preguntó Ethel-. ¿Avaliotis?

– Muy bien -la premió el viejo.

La música alcanzó un tono tan alto que hizo la conversación imposible y Costa tuvo tiempo para advertirse que no debía desviarse del cuidadoso juicio que había venido aquí a formular. Podía constatar que Teddy estaba embobado con la chica, pero quedaban algunas preguntas que él tenía que hacer y algunas respuestas que debía oír.

Indicó el ruidoso tocadiscos con un gesto perentorio, avisando a Ethel que si ella no hacía algo al respecto lo haría él.

Rápidamente Ethel acompañó a los dos hombres hasta el rincón más alejado del tocadiscos que la habitación permitía. Había una butaca para Costa. Ella y Teddy se sentaron en el suelo. Costa tenía las preguntas preparadas y no estaba dispuesto a perder el tiempo.

– Cómo conociste a Ethel, cuéntamelo -preguntó con una sonrisa para demostrar su tolerancia.

– Nos conocimos en un baile -Ethel cogió la mano de Teddy.

– Qué clase… ¡Cierre esa condenada música! -exclamó Costa.

Ethel se levantó de un salto y se apresuró hasta el otro extremo de la habitación.

– ¿Por qué camina de ese modo? -susurró Costa a su hijo.

– ¿De qué modo? -preguntó Teddy.

– Como de puntillas y de esta manera -demostró Costa balanceando los hombros.

Teddy nunca se había fijado en el modo de caminar de Ethel.

– ¿Te gusta, papá? -murmuró.

Mientras hablaba con las chicas que estaban alrededor del tocadiscos, erguida e inmóvil, Ethel parecía balancearse. Sus pies y tobillos, delicadamente torneados, sus largas piernas delgadas que se unían en las rodillas -un beso antes de partir- parecían un soporte inadecuado para el torso de una mujer madura, hasta voluptuosa. También su cabeza, por su largo cuello, parecía en desequilibrio. Toda su persona sugería un tulipán doblándose por la brisa.

– ¿Qué color tiene su cabello? -estaba preguntando el padre.

– Algunas veces me parece que es rojo -dijo Teddy-. Y después, bajo otra luz es dorado. Sinceramente no lo sé. Pero es bonito, ¿no lo crees?

El tono de la música se redujo a un nivel de compromiso y Ethel se reunió con sus hombres. Estaba ansiosa y tensa, pero sus ojos eran firmes, fragmentos de suave terciopelo azul, en contraste con su cabello y con sus mejillas enrojecidas.

– ¿Qué estabais diciendo sobre mí? -preguntó al regresar.

– Le gusta tu pelo -dijo Teddy.

– Muy bonito, muy bonito. Ahora, dígame -dijo Costa-. ¿Qué clase de baile? ¿Dónde os conocisteis?

– ¡Oh! -Ethel ofreció su mejor sonrisa de gatita-. ¿Dónde fue, Teddy? -preguntó, sentándose en el suelo junto a él y colocando su mano en la de Teddy como antes.

Las venas de la mano de Ethel eran visibles como los nervios de una hoja.

– Ya sabes en dónde, cariño -respondió Teddy-. Fue en el baile de los reclutas, papá. Donde cenamos la noche pasada. La noche del diezmo… nos conocimos la noche del diezmo.

– Muy bonito -dijo Costa. Se volvió de nuevo hacia la muchacha en tela de juicio -. ¿Por qué no vive con sus padres? -preguntó-. ¿Dónde viven sus padres?

Ethel no respondió inmediatamente. Comenzaba a preguntarse qué era lo que el viejo estaba intentando descubrir realmente. Fue Teddy el que respondió:

– Viven en Tucson, Arizona, papá.

– ¿Y por qué no vive también ella en Arizona? -preguntó Costa a su hijo-. Es un bello lugar. Vi una revista en el avión. -Se volvió hacia Ethel.- ¿Quizá se peleó con su padre o con su madre?

– Nada de eso -dijo Ethel-. Vivo aquí adiestrándome para ser una enfermera.

– Y su padre, ¿qué dice? -Costa indicó a su hijo.

– Todavía no ha conocido a Teddy. Dice que soy yo quien debo decidir.

– ¿Es que no se preocupa de con quién usted…?

– Naturalmente que se preocupa, míster Ava… -Ethel titubeó en la pronunciación y se detuvo:- Avaliotis.

– Después de todo, papá – dijo Teddy-, yo voy a casarme con Ethel, no con su padre.

– Primeramente todos hemos de conocernos -dijo Costa a su hijo-. Esto es un asunto familiar.

– Por este motivo he estado tan ansiosa por conocerlo -dijo Ethel.

– La familia es importante para los griegos – Costa parecía que estaba riñendo a Teddy en este momento-. La sangre, ¿lo entiendes, hijo? Continuar la tradición de la familia. Sangre limpia, ¿entiendes? -Miró intencionadamente a la chica.

– Teddy y yo deseamos más que nada una familia -dijo ella.

Costa vio que le relucían los ojos al decirlo, y la creyó. Prosiguió con la siguiente consideración.

– ¿Ha tenido un novio antes? ¿Otros novios?

Ethel dejó caer la cabeza como si de repente estuviera muy cansada. La levantó después mirando a Teddy y sonrió levemente.

– Cuéntale lo que me contaste a mí -dijo Teddy-. No tengas miedo.

– Sí, lo tuve -dijo Ethel haciendo un visible esfuerzo-. Antes de conocer a Teddy yo tenía una especie de compromiso.

– ¿Qué quiere decir con eso de «una especie de…»? -preguntó Costa.

– Bueno, quiero decir… -Ethel se volvió hacia Teddy.- No sé cómo explicarlo.

– Dile la verdad -le dijo Teddy.

Costa esperaba.

– Excusadme -dijo Ethel levantándose-. Tengo un ligero dolor de cabeza. He estado tan nerviosa todo el día por conocerlo, míster Avaliotis. Subiré en un momento y me tomaré un par de «Bufferins».

Cuando Ethel hubo desaparecido escalera arriba, Costa dijo:

– Está nerviosa.

– Quizás es mejor que lo dejes correr, papá -dijo Teddy-. Ya basta por ahora.

– Muy bien muchacho -dijo Costa-. Vamos a comer. -Miró al otro lado de la habitación.- Esa condenada música pone nervioso a todo el mundo.

Ethel regresaba en aquel momento y Teddy se dio cuenta de lo que su padre había querido decir: ella andaba un poco de puntillas, alzando los talones, la expresión corporal de su esperanza de pasar inadvertida.

– ¿Se encuentra mejor, miss Ethel? -preguntó Costa.

– Lo estaré dentro de unos minutos -respondió ella.

– Demasiadas preguntas, lo sé. Vamos, iremos a comer. Tengo apetito.

– No; quiero responder a su pregunta. -Ethel se arrodilló en el suelo, frente al viejo, y colocó las manos en las rodillas de Costa. Su rostro era como el de una niña confesando algo difícil.- Ya que me lo ha preguntado, ese otro muchacho y yo casi habíamos decidido llegar a un compromiso. Sucedió en Tucson. Entonces conocí a Teddy. Afortunadamente.

– ¿Eso es todo? -preguntó Costa.

– Sí, quiero decir… ¿Qué es lo que desea saber, míster Avaliotis?

– Casi comprometidos… ¿Qué significa?

– Teddy también estaba comprometido antes de que nos conociéramos. Usted ya sabe eso -dijo Ethel-. Y por lo que Teddy me cuenta, antes de eso Teddy tuvo sus experiencias.

– Mi padre ya sabe eso, Kit -dijo Teddy.

– Teddy es un hombre -dijo Costa a Ethel-. ¿Qué esperaba usted?

– Supongo que lo que estoy intentando contarle es que ninguno de los dos tiene lo que usted llamaría la pureza del lirio. ¿Es eso lo que usted quería saber?

Costa bajó los ojos. Todos permanecieron silenciosos un momento. Ethel se sentó sobre los talones y miró a Teddy. El chico observaba a su padre mientras éste digería la información que acababa de obtener.

Costa habló a continuación.

– Con el hombre, ¿comprende?, esto es diferente. No se puede contener. Si lo hace, se pone enfermo.

Ethel miró a Teddy, con expresión de franca inocencia en el rostro.

– No lo sabía -dijo-. ¿Es verdad eso, Teddy? ¿Te pones enfermo si…?

– Acabo de decírselo, miss Ethel -interpuso Costa-. ¡Sí!

– Vayamos a cenar -dijo Teddy.

Pero nadie se levantó. Hubo un silencio mientras cada uno de los tres intentaba comprender qué había sucedido.

Costa rompió la tensión.

– ¿Conoce usted el nombre de mi chico? -preguntó.

– ¿Quiere decir… Teddy?

– Su auténtico nombre. ¿Nombre griego?

– Theophilactos.

– ¿Qué significa?

– Guarda de Dios. ¿No es eso lo que me dijiste, Teddy?

– ¡Error! ¿Qué clase de protección necesita Dios? Significa Siguiendo a Dios. Yo crié a este chico como era conveniente; él siempre ha seguido el camino de Dios… ¿no es así, Teddy?

– No siempre, papá -dijo Teddy.

– No quiero oír hablar de la otra -dijo Costa.

Todos sonrieron. Costa lo había soltado como un chiste.

– Vamos, vamos a comer. -Costa se levantó.- Hay un lugar aquí, me ha dicho un pajarito, donde tienen caracoles marinos frescos. Me gustan los caracoles. ¿Y a usted, miss Ethel?

– Sí me gustan. Pero, con toda franqueza, no me siento demasiado bien. Creo que sería mejor que me tomara una sopa y me fuera a la cama.

– No, no, no -dijo Costa-. No habrá más preguntas, ¡palabra! Vamos, jovencita. No soy tan malo. Anticuado, seguro, algunas veces condenadamente estúpido, pero hay algo seguro… mi familia lo es todo para mí, ¿comprende? Sólo tengo un hijo, este muchacho de aquí.

– Ya basta, papá -interrumpió Teddy.

– Y quiero un nieto con mi nombre antes de morir.

– Papá, quieres callar un poco, por favor.

Súbitamente. Costa dio un golpe en mitad de la espalda de Teddy con la mano abierta, y sus brazos fuertes siguieron la dirección del antebrazo con la fuerza adquirida por la mucha experiencia.

Teddy, perdiendo el equilibrio, lo aceptó con una sonrisa.

– Un tipo fuerte -dijo a Ethel.

Ethel pensó, ¿estaría Costa enojado con Teddy, o con ella?

Cuando entraron en el auto de Teddy, Costa ya se había tranquilizado.

– El chico tiene razón -dijo mientras la ayudaba a instalarse en el asiento frontal y se deslizaba junto a ella-. Se acabaron hoy las preguntas. Desde ahora, hoy sólo habrá diversión.

Antes de cenar, Costa tomó un par de tragos, y con el plato principal se tomó un doble, y en lugar de tarta de lima pidió coñac que comparó desfavorablemente con el «Metaxa». Pero lo mantuvo excitado y pronto comenzó a envanecerse.

– En aquellos días -dijo a Ethel que había permanecido silenciosa durante toda la cena- eran griegos contra conks. ¿Adivináis quién ganó?

– Los griegos naturalmente -dijo Teddy a Ethel.

– Exacto -dijo Costa-. ¿Qué sucede jovencita? No dice palabra.

– Ella es así algunas veces, papá.

Costa cogió la mejilla de Ethel entre los nudillos de sus dedos índice y del medio, y la zarandeó.

– Una chica condenadamente bonita -dijo -, sobre todo después de un par de tragos.

Ethel retiró su mejilla.

– Tiene dolor de cabeza, papá -dijo Teddy.

– No importa, no importa, no es nada. ¿Qué estaba diciendo? Ah, los conks… a lo mejor los conocéis por crackers. La gente de allí, en Key West, al sur de Florida. Enfadados porque nosotros trabajábamos en sus aguas, conseguíamos más esponjas que ellos. Ellos son vlax. ¿Sabe usted lo que significa vlax, jovencita?

– ¿Cómo podría ella saber eso, papá?

– Patanes. Estúpidos. Como asnos.

– Papá, los de la mesa de al lado están escuchando.

– Muy bien, hablaré bajito -murmuró-. Pues, una noche en Port Everglade… Ethel, ¿me oye bien?

– Oh, sí.

– Teddy era un bebé todavía, tres años. Nunca ha oído esta historia.

– La he oído diez veces, papá.

– Pues la escuchas diez veces más -dijo Costa-. Y estáte quieto cuando habla tu padre. También el maldito camarero melenudo que traiga aquí otro infame coñac.

Teddy buscó al camarero.

– Nosotros sentados, Ethel, ¡escucha!, en ese bar conk. Yo siempre encuentro un bar enemigo en donde beber. Y sus mujeres. Hice mis esclavas de esas perras cracker. Ellas esperan que llegue mi bote, y que yo… ya sabe. No te preocupes, Teddy, no digo nada malsonante. Teddy es un buen muchacho, señorita. Es lo que me preocupa. A veces demasiado bueno. La gente lo engaña. ¿Qué cree usted?

Ethel desvió su mirada.

– Teddy, tu padre quiere otro coñac -dijo.

Costa terminó el que tenía.

– Escuchad, pues -dijo-. Estábamos en ese bar conk y yo estaba cantando; ahora he perdido la voz, y muchas otras cosas. Usted es una chica moderna, y además enfermera, así que puedo contarle que en aquellos tiempos yo podía grabar mi nombre en un bloque de hielo a cinco metros de distancia orinando encima. Ahora, como una vaca, perdóneme, querida niña.

Ethel sonrió. Entonces, como si hubiera entendido justamente en aquel momento lo que había contado Costa, rió un largo rato con vehemencia, como un niño.

Animado, Costa inició ruidosamente una canción griega.

– ¿Qué le ha parecido Ethel? -preguntó al terminarla.

La pareja de media edad de la mesa de al lado se levantó y abandonó el lugar.

– ¡Papá! -le indicó Teddy.

– No será demasiado atrevida, creo. ¿No es así, Ethel?

– Bueno, no entiendo las palabras, de modo que…

– Mal traducido -explicó Teddy- dice: «Yo soy un tipo formidable y mi fuerza probaré. Tomaré un trago más de lo que debiera. No me importa lo que diga mi mujer.»

– Es mejor en griego -dijo Costa.

– También la he oído cantar mucho mejor -respondió Teddy.

– No seas insolente frente a tu padre, chico -dijo Costa. Le habían traído ya su coñac y agarró al camarero por el brazo, reteniéndolo-. Tome un trago, jovencita. Vamos. Le doy permiso.

– Papá, le duele la cabeza.

– Deja que ella hable, Teddy, por el amor de Dios. De repente, no habla.

Ethel sonrió débilmente.

– Papá, cuando se tiene dolor de cabeza, duele si se habla. Además estás…

– Hablo suficientemente por todos, ¿verdad?

– Así es. Deja que el camarero se vaya, papá. Estás sujetándolo.

– Muy bien, señor camarero, vayase. -El camarero se alejó.- Cabello largo, Ethel, ¿lo vio usted? No me gusta el camarero de cabello largo; tampoco la mujer camarero. No es bueno. Cuando se inclinan, quién sabe qué clase de microbios, etcétera, etcétera, caen sobre la comida. Me gusta el camarero negro. Cabello corto, ¿verdad? Sí. A ver qué contaba. Los conks, quemaron nuestros botes. Aquella noche nosotros fuimos a la limai, playa en griego, jovencita, y quemamos ocho de los suyos, uno encima del otro. Entonces, rápido, salimos al mar. Había una fuerte tempestad y esos malditos conk… -Costa no podía continuar de tanto reír.- Sus botes no servían, no avanzaban ni en un pie de agua; no bajaban a coger la esponja, está claro. Tenían una pértiga larga con un gancho en el extremo. No tienen coraje para bajar. Se quedan cerca de la costa y nosotros trabajamos mar adentro, en mar agitado, en cualquier tiempo. No pueden seguirnos. ¿Por qué estoy contando todo esto? ¿Se acordará, miss Ethel? ¿Una chica bonita? ¿Eh? ¿Cuál es la diferencia? Me acuerdo de aquel viaje que cogimos una gran pesca de esponja. Cuando volvimos a Tarpon Spring, un viaje de tres días hasta allí, la gente viene al puerto, se asombra con tanta esponja que traemos, como cuentas en cada cabo que podemos atar al bote. ¡Y el olor! La esponja es como usted y como yo: cuando muere, huele mal. Mi tripulación sacaba las tripas de esas esponjas, bum, bum, bum, en cubierta. Pero yo no. El buceador número uno saca las esponjas, pero la limpieza, eso es para la tripulación. Yo me meto en mi auto… en esos días tenía un bonito auto, «Oldsmobile Ochenta y Ocho». Voy a casa de mi amiga; irlandesa, pero muy simpática. Ella me espera. «¿Cómo sabía que yo había regresado?», le pregunté. «Te he olido – me respondió -. ¡Nadie apesta toda la ciudad como tú, Avaliotis! Vamos, primero toma un baño.»

– ¿Qué hicisteis entonces, papá, tú y tu amiga irlandesa?

– De esas cosas no se habla frente a una jovencita. Pero sí te diré algo, chico: cuando llegó el momento del matrimonio, fui a procurarme una chica griega adecuada. Encontré a tu madre en el distrito de Astoria, en Nueva York.

– Pero, papá, tú has dicho que todo esto sucedió con la chica irlandesa cuando yo tenía tres años.

– Error -dijo Costa. Y de pronto pareció formidable-. Cuando me casé con tu madre, muchacho, no hubo más negocios sucios con otra mujer. Jovencita, llevo treinta años de casado. Nunca he tocado otra mujer.

Costa miraba a Ethel fijamente a los ojos, como desafiándola.

– Le creo -dijo ella-. Ahora, ¿puedo hacerle una pregunta?

– Lo que quiera, jovencita.

– ¿No se hubiera sentido usted más feliz si Teddy se hubiera casado con una chica de su propia gente?

– ¿Usted me pregunta eso a mí?

– Es una pregunta natural.

Ethel miró a Teddy. El le tomó la mano.

– Sí -respondió Costa-, sería más feliz.

– Bueno, pues yo no -replicó Teddy-. ¿Qué te parece eso, papá?

– No pude evitarlo -dijo Costa-. Ella me ha hecho la pregunta.

– Gracias por decir eso -dijo Ethel a Costa-. Tengo dolor de cabeza de verdad. Me gustaría ir a casa.

Acompañaron al viejo hasta la posada y Costa subió a su habitación y rezó.

– Veo que ella no bebe -dijo a Aquél que él esperaba estuviera escuchándolo-. Quizá porque yo estoy vigilando, ¿verdad? No es una chica limpia, ella misma lo ha dicho. Pero encontrar una tilica norteamericana limpia… ¿viviré lo suficiente para encontrarla? Lo que veo es esto: Teddy la ama. Cuando ella habla, que no es mucho, él sonríe como un hombre embobado. No obstante, creo que ella es más lista de lo que parece. Pero ahora ya no entiendo a las mujeres jóvenes. Ese es mi problema. No me queda mucho tiempo para vivir, y Teddy tiene veintitrés años, así que si ahora digo no, es cosa de meditarlo muy cuidadosamente, ¿verdad?

Para remachar su argumentación, rezó en griego, en frases más formales.

Después, habiendo hecho cuanto podía hacer para solucionar el problema, se quedó dormido.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> En inglés Bait, Boats and Beer. (Nota del Traductor.)

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Pastelito de chocolate con nueces. (Nota del Traductor.)

  3. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Gatita. (Nota del Traductor.)