177705.fb2 Una Cierta Angustia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Capítulo 6

1

Un hombre, X, llega a un hotel y coge una habitación.

Un segundo hombre, Y, está en una casa en las afueras de la misma ciudad. X desea encontrarse con Y, e Y desea encontrarse con X. Sin embargo, deben encontrarse sin exponer a X e Y (sobre todo a Y) a las intenciones hostiles de una tercera parte, Z.

Pregunta: Descríbase adecuada y convincentemente: 1) las circunstancias en que puede tener lugar el deseado encuentro sin correr riesgos ninguna de las dos partes, y 2) cómo disimular dichas circunstancias. Dense los detalles precisos. Si es necesario, ilústrese la respuesta con diagramas, croquis, etc. La buena fortuna no puede ser utilizada como factor determinante de la solución.

Me pasé la mayor parte del domingo tratando de resolver este intrincado problema.

Las respuestas a la primera parte de la pregunta eran casi evidentes. Suponiendo, como suponía yo, que el brigadier Farisi fuera conocido por los agentes del Comité y sometido a estrecha vigilancia, dicha vigilancia tenía que ser burlada con eficiencia antes de que el encuentro tuviera lugar. Era necesario que Farisi no pudiera servirles de pista que los condujera a mí. Es más, debido a las peculiares relaciones entre yo, la policía y los periódicos que surgirían durante el período en discusión, el encuentro debería llegar sin ser visto ni identificado. Idealmente, Farisi y yo deberíamos hacernos invisibles durante una hora o dos.

En cuanto a la segunda parte, no era capaz de encontrar respuestas satisfactorias en absoluto. Yo había visto películas en las que alguien burlaba la vigilancia de sus seguidores saltando de un tren en marcha o escabullándose a través de un edificio con varias salidas; pero tenía que suponer que los hombres enviados por el Comité para encontrar y destruir los documentos eran tipos decididos a todo y con mucha experiencia. Cualquier intento rudo y evidente de burlar la vigilancia sería tanto como notificarles que estábamos a la defensiva y, más peligroso todavía, que había un trato por medio. Lo que tenía que hacer yo era un plan sin fallos para el encuentro y que se le pudiera explicar a Farisi simple y concisamente por teléfono; además, dicho plan no debía exigir al brigadier un comportamiento extraño por su parte, que pudiera llamar la atención de los posibles vigilantes.

A última hora de la tarde, había llegado a la conclusión de que el problema era virtualmente insoluble, a no ser que aceptáramos un cierto elemento de riesgo. Era relativamente sencillo imaginar modos de apartar a Farisi de la vista directa de sus seguidores durante un cierto tiempo mientras se hallaba fuera del hotel. Podía desaparecer en la sala de espera de un médico, o en los lavabos de un café, o podía hacer una visita al burdel más próximo. La verdadera dificultad estaba en concertar una cita con él sin que, al hacerlo, yo no corriese ningún peligro.

Telefoneé a Lucía, que se mostró formalmente cortés.

– ¿Ha dormido usted bien? -me preguntó.

– Bastante bien, gracias.

– ¿Está caliente la casa? Debí haberle dicho que hay leña en el armario de la escalera.

– Ya la encontré. La llamo por lo siguiente. ¿Tiene usted un buen mapa de la zona? ¿O algún tipo de guía?

– Adela me dejó un mapa en el coche, creo, ¿por qué?

– Luego se lo explicaré. Pero es importante.

– Muy bien. Estaré ahí tan pronto pueda.

Cuando llegó, traía un paquete de provisiones, una cacerola con un pollo que había preparado ella misma y dos botellas de vino. Puso la cacerola en el horno y me rogó que abriera la botella de borgoña.

– Ayer teníamos demasiado alcohol -me dijo-. Yo dije algunas necedades.

– Dijo lo que pensaba.

– Lo cual a veces es una necedad.

– ¿Ha traído el mapa?

Lo tenía en el bolsillo del abrigo. Era una combinación de mapa y guía de calles de los alrededores de Niza, con varios pliegues y listas con los nombres de las calles. Sólo se podía usar con la ayuda de una lupa. Yo lo abrí sobre el suelo y lo examiné con expresión huraña.

– ¿Para qué necesita eso?

Le expliqué el problema en el que había estado enfrascado.

Pareció agradarle esta prueba de que yo estaba adoptando una actitud de negocios. Se sentó en el suelo junto a mí y escuchó con atención.

– Una cosa es segura -dijo cuando yo terminé mi explicación-. No tenemos que preocuparnos por Skurleti. Este ya está aquí. Con él podremos terminar el trato antes de que la gente del Comité tenga tiempo de ponernos dificultades.

– Creí que su idea era hacerle creer que tenía competidores para hacerle pagar más. No podemos acelerar las cosas demasiado sin debilitar nuestra posición. Puedo llamarle mañana y abrir el fuego de las buenas noticias para él. Incluso puedo concertar la primera entrevista con él para mañana por la noche. Pero hasta el martes por la noche, como mínimo, no podemos esperar cerrar la venta. Tendrá que consultar al grupo para el que trabaja. Tendrá que reunir el dinero en metálico. Porque supongo que lo queremos en metálico, ¿no?.

– Oh, sí. Francos franceses o suizos, o dólares. Eso no me importa demasiado. Pero debe ser en metálico.

– Puedo quedar de acuerdo con él respecto a ciertos detalles en la primera entrevista, lo cual hará que la segunda resulte completamente segura. Si abandonara Niza inmediatamente, por ejemplo, el Comité no tendría ninguna posibilidad de cogerle. Pero esto no valdrá con el brigadier Farisi. Le pueden estar esperando en el aeropuerto.

– Tal vez no sean tan rápidos ni tan listos.

– Yo prefiero suponer que lo serán. Si Farisi tiene que volar desde el Irak, tendrán doce horas de adelanto.

– Si está en la embajada de Ankara, no tardará tanto. De allí es de donde iba a venir la primera vez.

– No podemos correr ningún riesgo. No importa de donde venga -dije yo-. El World Reporter puede comprarse en Ginebra el lunes por la mañana. El Comité puede tener gente en Niza mañana por la noche. Debemos elaborar un plan para las entrevistas con Farisi que sea bastante seguro para todos nosotros. Tiene que haber algún edificio en Niza donde Farisi, pueda entrar sin levantar sospechas ni ser seguido, y donde yo pueda entrar sin que nadie me vea ni dentro ni fuera. Es así de sencillo, y así de difícil.

Lucía guardó silencio, pensativa. Al cabo de un minuto o dos, se levantó y entró en la cocina para ver si la cacerola estaba lista. Cuando salió, dijo:

– La clínica Prophylax.

– Eso ¿qué es?

– Recuerdo que mi padre solía ir allí a veces. Cuando tenía dificultades con el hígado, el médico solía enviarlo allí para que le hicieran irrigaciones de colon. Solía hacerle gracia.

– ¿Las irrigaciones?

Ella se rió.

– La clínica. Allí daban diversos tratamientos para hombres de cierta edad, usted ya me entiende, algunos de ellos se referían a dificultades de funcionamiento de ciertas glándulas. A un hombre no suele hacerle gracia que se sepa que va a esos sitios, ni le gusta encontrarse con nadie conocido allí si puede evitarlo. Por eso estaba dispuesto de tal modo que fuera lo más discreto posible. Se entraba a través de una farmacia y se subía a la clínica por unas escaleras. Al salir, se bajaba por una escalera diferente que daba a un patio situado en la parte trasera de una casa de pisos.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Unos nueve años quizás.

– ¿Aún está allí la clínica?

– Eso es fácil de saber.

Echó la mano de la guía telefónica y buscó el nombre de la clínica.

– Sí, aún está.

Miró la fecha de la guía y añadió:

– Por lo menos estaba hace dos años. Mañana por la mañana podemos telefonear.

– Dice usted que el patio estaba por la parte de atrás. ¿Era un patio cerrado o se podía entrar en coche?

– Se podía entrar en coche. Había una puerta cochera.

– ¿Hasta qué hora estaba abierta la clínica? ¿Se acuerda?

– No, pero la farmacia está abierta hasta las ocho y media. Supongo que la clínica también. Es bastante tarde.

Me quedé pensando un momento.

– Puede valer para la primera entrevista -dije al fin-. Si puedo aparcar en el patio, él podría entrar por la farmacia, bajar hasta el coche y luego volver por el mismo camino. Si es que no han cambiado las cosas.

– Podríamos darnos una vuelta por allí esta noche y verlo. No estará abierto, pero tal vez pueda hacerse usted una idea.

– Sí, será lo mejor que podemos hacer.

Me quedé pensando otra vez.

– Sólo hay una cosa que no me gusta mucho. Un iraquí llega a Niza. Y lo primero que hace es visitar una clínica que da irrigaciones de colon y trata a los viejos con problemas de próstata. ¿No le parecerá sospechoso?

– ¿Sospechoso que Farisi entre en una farmacia? Es una gran tienda que tiene droguería además de farmacia. ¿Y cuánto tarda en salir? Diez minutos como máximo.

– Puede que tenga razón. Pero la segunda entrevista tendremos que pensar en otra cosa.

De pronto arrugó el ceño.

– Me acabo de acordar de una cosa.

– ¿Qué cosa?

– Ahmed me dijo que el brigadier Farisi no habla francés. Unas cuantas palabras, todo lo más.

– ¿Y el inglés?

– Oh, sí. Es la segunda lengua del Irak.

– Bien yo también lo hablo.

– Estaba pensando en cuando entrara en la clínica. Tendrá que decir algo, concertar una visita para el día siguiente posiblemente.

– Yo puedo apuntarle lo que ha de decir, supongo.

– O quizá lleve con él alguien que hable francés.

– Yo no quiero tratar más que con un hombre. Por lo menos, uno cada vez. Sobre todo en la segunda entrevista. Pueden optar por hacerse con los documentos sin entregar el dinero a cambio.

– ¿Tiene revólver?

– No.

– Bien en el coche hay uno que yo uso. Es de Adela. Puede usarlo.

Llevar un revólver cargado en el coche es una vieja costumbre francesa. Siempre creí que era una costumbre absurda, pero no me pareció el momento más oportuno para mencionar esta opinión mía.

– Muy bien -le dije-, pero sigo pensando que es más prudente negociar con un solo hombre cada vez. No es sólo por cobardía -añadí con intención-. Es también por avaricia y sentido común.

Lucía se rió burlonamente; no reparaba en hablar de cobardía cuando podía adornarlo con una broma graciosa. Me puso un poco más de vino; volvía a encontrarse a gusto conmigo otra vez.

– Hay otra cosa de la que no hemos hablado -continué yo-; los documentos en sí. ¿Dónde están, y cómo vamos a elegir las muestras?

– Ah, sí. Tengo que hablarle de eso. No habrá dificultades. Ahmed había elegido ya ciertas páginas para enseñárselas a las personas que quisieran hacer compra. Pero dijo que era necesario ser cauto. Pueden ver y leer esas páginas una vez y sólo una vez. Y no deben tomar notas. Lo que pueden coger de memoria en una sola lectura no puede ser mucho, decía Ahmed.

– ¿Cuántas páginas son?

– Seis. Mañana por la noche las traeré.

– ¿Y el resto de los documentos? Supongo que aún están en la maleta.

– Sí.

Su cara se puso rígida y yo me sonreí tímidamente.

– Es horrible, ¿no, Lucía? Si todo sale de acuerdo con nuestros planes, el momento decisivo pronto llegará y entonces tendrá que dejarlo todo en mis manos: los documentos y el dinero.

Se ruborizó ligeramente y se puso en pie.

– Creo que será mejor que cenemos en la mesa, como dos señores -dijo, y se dirigió hacia la cocina.

Al pasar junto al sofá, se detuvo. Tenía el bolso allí. Lo cogió y sacó de él un tubito de pastillas que dejó con innecesaria firmeza sobre la mesita del café.

Me dirigió una mirada fugaz.

– El Luminal -dijo.

2

La clínica estaba en un barrio de la ciudad cruzada por calles con nombres de compositores: Gounod, Verdi, Berlioz, Glazounov. Estaba muy alejada de las zonas donde se hallaban los grandes hoteles del turismo. La farmacia era, tal como había dicho Lucía, un gran establecimiento. Es más, sus grandes escaparates estaban completamente llenos de anuncios o cubiertos con papel de plata y resultaba casi imposible ver el interior desde la calle.

Lucía dio la vuelta a la esquina y detuvo el coche justamente en la parte trasera de la entrada del bloque de pisos. Yo me bajé del coche y penetré en el patio a través de la puerta cochera. En las habitaciones del portero se veían los destellos de un aparato de televisión. Nadie me vio entrar.

En el patio había dos coches aparcados y espacio para otros dos con un letrero que decía que el sitio era privado. No tuve que buscar mucho por la puerta trasera de la clínica; estaba en el rincón de la izquierda. Pegada a la pared, junto a ella, una pequeña placa grabada con el nombre de la clínica y la información de que aquella entrada era únicamente para uso del personal profesional.

Regresé al coche y me senté junto a Lucía.

– Parece que todavía funciona -le dije-. Sólo hay una cosa que me preocupa. Ninguno de los hoteles en los que, según su idea, puede alojarse Farisi está cerca de aquí. ¿Por qué había de venir hasta aquí para encontrar una farmacia? Habría varias cerca de su hotel. ¿Para qué necesita venir a este barrio?

Lucía se quedó pensando por un momento.

– ¿Para ir a un cine?

– ¿Hay alguno cerca de aquí?

– Ahora se lo enseñaré.

Dio la vuelta al coche y pasó por delante de la farmacia otra vez hacia la calle principal, la Avenida Respighi. En la esquina había un cine.

Yo tomé nota de la dirección.

– Estuve pensando -dijo ella cuando volvíamos a Beaulieu- que sería mejor si tuviera una receta médica para presentar en la farmacia. Por si está realmente vigilado.

– ¿Qué quiere decir?

– Como señaló usted, este caballero iraquí llega del oriente medio. Muy bien. La hora es diferente. Quiere dormir. Pide un médico en el hotel que le dará una receta para que se compre unas pastillas. Si la vigilancia es eficiente, se enterarán de esto. Una vez que tenga la receta todo irá bien. Decide ir a un cine a pasar una hora o dos antes de cenar. Al salir del cine, se acuerda de la receta. La lleva a la farmacia más cercana y espera. A nadie le sorprenderá si espera veinte minutos o más. Nadie se preguntará qué hace dentro tanto tiempo. Es normal que tarde. ¿Qué le parece?

– Me parece que es usted mucho mejor que yo planeando estas cosas.

Ella sospechó ironía o sarcasmo en mis palabras y se enfadó.

– ¿Por qué es usted tan malo? Hablo en serio.

– Yo también. Creo que es una idea muy buena. La primera entrevista será la más importante, porque decidirá el precio. Cuanto más fácil y relajada sea, mejor.

Hubo un corto silencio. Luego Lucía dijo:

– Estuve pensando en mañana.

– Yo también.

– ¿En lo de la prensa y la radio?

– Sí. ¿Cómo consigue los periódicos?

– La mujer me trae el Nice Matin y, a veces, si se acuerda, uno de los periódicos de París.

– ¿De la tarde nada?

– No. Se va a mediodía. Tendremos que estar pendientes de las noticias de la radio y esperar a que se haga de noche por los periódicos. Me pararé en la estación al venir hacia aquí. No hay mucha luz en ella. De todos modos, es preciso correr el riesgo.

Bajó la vista hacia el panel del cuentakilómetros.

– Hay una cosa que debemos hacer esta noche.

– ¿Qué?

– Llenar el depósito del coche. Adela me dejó dos bidones para una emergencia, pero es mejor guardarlos. Esta noche no corre usted ningún peligro entrando en un garaje. Hay uno en el depósito de la Michelin en la calle Arson.

Se detuvo cerca de la intersección de la calle Bonaparte y la calle Arson y bajó del coche. Yo entré en el garaje y llené el depósito mientras ella se dirigía con paso rápido al cruce de carreteras que hay al pie de la colina que sube hacia la Corniche. Yo la recogí cinco minutos más tarde y regresamos a casa.

Al bajarme del coche, ella se colocó en el asiento del conductor y cogió de la guantera algo que parecía un trapo viejo para limpiar.

– Será mejor que se lleve esto ahora -me dijo.

– ¿Qué es?

– El revólver.

Yo lo cogí con el trapo grasiento en que estaba envuelto y cerré la puerta del coche.

– A dormir bien, Pierre -me dijo sonriendo.

– ¿Me telefoneará si hay algo en el Nice Matin?

– Por supuesto. Tan pronto como se vaya la mujer.

Observé cómo daba la vuelta a la calle, esperé hasta que el ruido del motor desapareció y entonces me dirigí a la casa vacía. El fuego casi se había apagado. Puse otro leño y utilicé el fuelle hasta que empezó a arder. A continuación, desenvolví el revólver. Estaba totalmente cargado.

Yo había hecho el servicio militar en Holanda. Como era licenciado universitario, me pasé la mayoría del tiempo enseñando idiomas en una unidad educativa. Durante la instrucción, me habían iniciado en los misterios de desmontar, limpiar y disparar el rifle Armalite A.R.10; pero allí terminaba mi conocimiento de las armas de fuego. Personalmente, tenía la idea de que las pistolas y los revólveres era cosa de los oficiales del ejército, policías y criminales.

Examiné el arma con curiosidad, buscando el seguro. Pero no lo tenía. Al cabo de un rato conseguí dar con el cerrojo que sujetaba el cilindro y lo descargué. Esto me permitió hacer sin peligro para mí y para los muebles, el importante descubrimiento de que, al apretar el gatillo, el cilindro daba vueltas y el percutor subía y bajaba.

Ahora, el fuego ardía animadamente otra vez; pero, cosa rara, yo seguía teniendo frío. Dejé de jugar con el revólver y lo metí, cargado, en un cajón. Había empezado a pensar en mañana.

El Luminal estaba donde Lucía lo había dejado, sobre la mesita del café. Había seis pastillas de 15 mg. en el tubito. Me tomé tres y me acosté.

3

Me desperté poco después del amanecer. Desde la ventana de la habitación podía verse la Pointe St. Hospice en Cap Ferrat. Soplaba una fuerte brisa del sur y la oscura superficie del mar de allende la bahía estaba salpicada de blanco. No había la típica niebla de madrugada; el cielo estaba ya brillante claro. Allá abajo, por una pequeña curva de la carretera de la costa que yo podía ver, pasaba una camioneta blanca de reparto. Casi podía leer las letras que llevaba en el costado. De pronto, tuve un absurdo sentimiento de incomodidad. Con un día así, pensé, no se podía ocultar nada. Si el cielo estuviera encapotado, también hubiera sido presa de ansiedad, por supuesto. Lloviera o hiciera sol, iba a ser un mal día de todos modos.

Bajé las escaleras, me hice café y puse la radio. Radio Mónaco estaba recomendando un agua mineral: "L'eau qui fait Pfshit!… Pfshit!… Pfshit!" Intenté, sin éxito, encontrar una emisora que estuviera dando un programa de noticias y al fin volví a Mónaco, que era la que se oía mejor.

Tosté lo que quedaba del pan que Lucía había traído la noche anterior y me lo tomé con el café. Después me bañé, me afeité y me vestí.

Las noticias las dieron a las nueve en punto. En la sesión de apertura de la conferencia internacional sobre tarifas, se esperaba que el delegado francés se opusiera a la elección de un presidente permanente. Se informaba que un avión de línea belga con sesenta personas a bordo llegaría con retraso a Brazzaville. Otro satélite de comunicaciones iba a ser lanzado aquella mañana desde cabo Kennedy. En el barrio St. Georges de Marsella había tenido lugar el segundo asesinato con hacha en el espacio de una semana. Según las averiguaciones de una comisión de seguros que había estado investigando las causas de los accidentes de tráfico, la carretera nacional 7 era la más peligrosa de las carreteras europeas. En Lyon iba a comenzar el proceso de un hombre y una mujer acusados de desfalco en el capital de su hija que ellos custodiaban.

El locutor continuó: Nos ha llegado también eco del misterioso caso Arbil. Los oyentes recordarán que una bella muchacha de Niza, Mademoiselle Lucía Bernardi, estaba buscada por la policía para interrogarla acerca del asesinato de su amante en Zürich. Hasta ahora, la policía no había podido descubrir su paradero. Pues bien, esta mañana una noticia de agencia procedente de los Estados Unidos informa que la semana pasada un periodista americano logró encontrar y entrevistar a Mademoiselle Bernardi en una casa situada en los alrededores de Niza. Se dice que ha dado una versión íntegra de las circunstancias que rodearon el asesinato. De momento, no se conocen más detalles, pero un funcionario de la policía perteneciente a la Comisaría Central ha declarado hace una hora que tienen el reportaje, que lo están investigando y que a última hora de la mañana tal vez hagan alguna declaración. Esperamos contar con dicha declaración en nuestro espacio de noticias del mediodía.

Y continuó dando los resultados deportivos del fin de semana.

Era más o menos lo que yo había esperado, con la excepción de la información de agencia. Había olvidado que había quioscos en Nueva York donde se podía comprar el World Reporter el domingo por la noche. Las alusiones a la policía no me hicieron ninguna gracia. La imagen de un periodista americano que tiene éxito donde había fracasado la policía francesa no iba a favorecer en nada al "americano" ante los ojos de los funcionarios de la Comisaría Central. Bueno, cuando llegaran los "futuros detalles" se aclararía la situación. Me preguntaba dónde estaría Sy Logan y cuánto tardaría la policía y los periodistas suizos y franceses en empezar a hacerle preguntas. Si había regresado a París, posiblemente habrían empezado ya.

Intenté localizar de nuevo otra emisión de noticias; pero sin éxito otra vez. No había nada que hacer sino esperar. Examiné los libros de la sala de estar. Había el típico surtido que era de esperar en una casa amueblada de cualquier parte del mundo: una enciclopedia vieja, incompleta, libros de reminiscencias coloniales, algunas novelas francesas e italianas ilegibles, los catorce volúmenes de una edición de Víctor Hugo, encuadernada en piel, y un curioso manual pensado para ayudar a los padres a elegir el nombre de sus hijos: Un nom pour le Bebé. Busqué en él el nombre de Lucía.

Me enteré que era, o bien el derivado femenino del latín Luctus que significa luz, o bien el diminutivo de Lucrecia. Este último, admitía cándidamente el manual, se usaba poco ahora, debido a "desafortunadas asociaciones históricas".

Durante un rato, para pasar el tiempo, estuve contando mis polluelos antes de incubarlos. Empecé por organizar la resurrección de Ethos como revista mensual. Como le había dicho a Lucía, había sido la concepción quincenal, demasiado ambiciosa, el origen de todos los males. Estando como estaban los gastos de producción, no había ni para empezar. Por otra parte, una publicación mensual sería económicamente viable. Sólo necesitaría una tercera parte del personal. Y el nuevo formato que tenía en la mente ofrecía las perspectivas más halagüeñas para unos considerables ingresos por propaganda. Y esta vez me aseguraría un contrato de distribución más efectivo y provechoso.

Tras diez minutos de esta especie de sueño despierto, comprobé que el retorno a la realidad sería más penoso si continuaba por el mismo camino. Encendí la radio de nuevo y escuché un programa de música ligera mezclada con anuncios comerciales.

El mediodía llegó a su debido tiempo, y pronto empecé a desear que ojalá no hubiera llegado.

El locutor empezó con un comunicado sobre la conferencia tarifaria de Ginebra y luego continuó:

En el sensacional asunto Arbil hubo hoy revelaciones sensacionales. En nuestra emisión informativa de las nueve horas, hemos informado que Lucía Bernardi, la bella muchacha de Niza buscada por la policía francesa y suiza durante meses, en relación con el asesinato de su amante iraquí, el coronel Arbil, en Zürich, había sido encontrada y entrevistada por un periodista que trabaja para un semanario americano en una casa situada en los alrededores de Niza. Esta información ha sido confirmada ahora. La entrevista fue publicada hoy por el semanario americano de noticias World Reporter. En él, Mademoiselle Bernardi, en unas extensas declaraciones, describe los hechos de la noche del asesinato, cuenta cómo hizo para no compartir el destino de su amante y para salvar los documentos secretos de éste, que fueron buscados por los asesinos en la noche del crimen.

Esta mañana, en algunos medios relacionados con el caso, había una tendencia a considerar la entrevista como un cuento policíaco ideado por alguien que se hizo pasar por Lucía Bernardi con la intención de ganar publicidad, y quizá también un poco de dinero. Pero informaciones procedentes de Suiza han eliminado esta posibilidad. Según el jefe de la policía criminal de Zürich, el comisario Mülder, la entrevista revela el conocimiento de detalles no publicados y hechos sobre el escenario y los modos del crimen que no dejan duda alguna de que la persona entrevistada era Lucía Bernardi.

Como era de esperar, las autoridades de la policía local desearon inmediatamente conocer más cosas acerca de esta entrevista y acerca de Mademoiselle Bernardi, el testigo desaparecido que han estado buscando infructuosamente. La persona que evidentemente podía informarles acerca de todo esto era el periodista que hizo la entrevista.

Pero aquí, un misterio se añade a otro misterio. En la oficina de París del World Reporter, un portavoz autorizado dijo esta mañana que no tenían de momento ninguna información sobre dónde pudiera encontrarse dicho periodista. Este les comunicó por teléfono la entrevista el jueves por la noche y luego dijo que iba a tomarse unos días de vacaciones. Todos los intentos de establecer contacto con él han resultado un fracaso hasta el momento.

Según la policía, el nombre del periodista es Piet Maas, de nacionalidad holandesa y residente en Francia, que también utiliza el nombre de Pierre Mathis. Tiene treinta y cuatro años de edad y mide un metro ochenta y un centímetros. Tiene el pelo rubio, ojos de color azul-gris, frente ancha y piel clara. Se dice que es delgado y de aspecto elegante. La policía está ansiosa de asegurarse su colaboración en sus investigaciones, y ruega a cualquier persona que tenga conocimiento de su paradero informe de ello inmediatamente. Se cree que Monsieur Maas se halla en la zona de Niza.

El locutor concluyó con una nota de ironía:

Un colega americano de Monsieur Maas que se halla actualmente en Niza le ha descrito hoy con la palabra "screwball", expresión del argot americano que significa que es una persona excéntrica e imprevisible. Teniendo en cuenta, además, la elegancia de Monsieur Maas y los indudables encantos de Mademoiselle Bernardi, no es de extrañar esa súbita decisión de tomarse unas vacaciones. Al misterio se añade ahora, en la mejor tradición de Hollywood, un elemento cómico. Esperamos poder ofrecer una mayor información al respecto en nuestra emisión de las seis.

En Lyon, esta mañana…

Apagué la radio.

Casi inmediatamente, sonó el teléfono. Era Luda. Se moría de risa.

– ¿Ha oído radio Mónaco?

– Sí.

– ¿Y no se ríe?

– Pues no estoy reventado precisamente, no. ¿Había algo en el Nice Matin?

– Nada. Pero vendrá, seguro, en los periódicos de la noche y en la televisión, con su foto quizá.

– No me cabe duda.

– Ah, ya comprendo. A usted no le gusta la publicidad.

– Pues no.

– Ahora podrá comprender lo que significa para mí.

– No del todo. En mi fotografía no aparezco en bikini.

– Pero tiene una cierta elegancia. Eso dicen.

– No en la foto que van a utilizar.

Cambié de tema con firmeza.

– ¿Hay otras emisoras de radio locales que den boletines de noticias?

– Oh, sí. Espere que tengo aquí el periódico.

Anoté las horas y las frecuencias que ella me leyó. Acordamos que me telefonearía de nuevo después de la emisión de noticias de las cinco de radio Niza.

A las dos, la policía hizo una detallada descripción mía y repitió la de Lucía conocida ya tras el asesinato de Arbil. En un comunicado añadían que a Lucía se la buscaba sólo con el objeto de pedirle que hiciera una declaración. No decían exactamente para qué me buscaban a mí, pero mencionaban, con intención, que un extranjero residente en Francia, sobre todo un extranjero con credenciales de prensa, tenía obligaciones especiales respecto a las autoridades legales francesas… obligaciones que sería incorrecto e imprudente ignorar.

A las tres, una emisora tenía información acerca de mi carrera incluida mi relación con Ethos. Tenían una pequeña confusión en cuanto a esto, sin embargo, y hablaban de un semanario dedicado al estudio científico de la conducta animal.

A las cuatro, el World Reporter había creído necesario hacer pública otra declaración subrayando el hecho de que ellos estaban cooperando con las autoridades con todas sus fuerzas, que mi desaparición de ningún modo había sido provocada por ellos para estorbar el trabajo de otros medios informativos, que ellos del paradero de Lucía Bernardi sólo sabían lo que decía la versión publicada en la entrevista, y que voluntariamente habían entregado la cinta de la entrevista a un representante de la Prefectura de Policía de París.

Evidentemente, Sy había sido cuidadosamente interrogado por la Prefectura. Me preguntaba cómo habría explicado el hecho de que hubiera sido yo el enviado en primer lugar para descubrir el paradero de Lucía y si había contado a la policía la confidencia acerca de Sanger-Chase. Probablemente habría recibido instrucciones de Nueva York al respecto. Dadas las circunstancias, supuse que probablemente habrían decidido que sería demasiado peligroso contar toda la verdad. Así lo esperaba. Sabría más cosas al ver cómo habían arreglado el artículo para publicar en la revista.

A las cinco, una agencia de noticias había sacado a relucir el hecho de que yo era huérfano de guerra. Entonces comprendí que no tardarían en saber lo del hospital mental y el tratamiento.

Cuando volvió a llamar, Lucía estaba bastante más calmada.

– No son muy agradables esas cosas que están diciendo sobre usted.

– De momento, no han dicho nada que sea mentira.

– Es lo mismo…

– Tienen que decir algo. Es su cometido -hice una pausa-. ¿A qué hora puede venir por aquí esta noche?

– No podrá ser muy temprano. Tengo que pasar por la estación primero. A eso de las ocho.

– Creo que ya es hora de llamar a Skurleti. Cuanto antes concierte la entrevista con él, más segura resultará. Ya hemos hablado de esto.

– Sí.

– Si trae usted las muestras consigo, podría concertar la entrevista para las nueve.

– Muy bien. ¿Dónde piensa verle?

– El sitio donde le vi a usted por primera vez puede ser bueno, creo.

– Está cerca, sí, -dijo ella lentamente.

Mentalmente vi la indecisión reflejada en su cara. Tenía que aceptar el hecho de que, en cuanto a las cuestiones prácticas, había llegado el momento en que no le quedaba otro remedio que delegar su autoridad de principal y confiar en mi juicio.

– ¿Qué le dirá? -me preguntó.

– Eso depende de lo que él me diga primero.

– ¿Me lo contará tan pronto como le haya hablado?

– Naturalmente. Ahora mismo le voy a llamar.

– Buena suerte para los dos, Pierre.

Un ligero temblor empañó su voz al decir esta última frase. Colgó antes de que yo contestara.

Me fumé un cigarrillo y pensé cuidadosamente las cosas que no debía decir, antes de coger el teléfono de nuevo y marcar el número del hotel de Skurleti.

Contestó en el momento mismo en que el operador llamó a su habitación; pero había una nota de recelo en su voz al principio.

– ¿Diga?

– Le prometí que le telefonearía hoy, Monsieur.

– Ah, sí -el alivio era evidente-. Estuve esperando su llamada. ¿Es correcta la información de que habla usted inglés?

– Sí.

– Entonces, por conveniencia, hablemos este idioma.

Su acento en inglés era tan horrible como en francés, pero la sintaxis era mejor.

– No hay ningún inconveniente.

– Me ha interesado mucho lo que ha escrito usted en una revista.

– Me imaginaba que así sería.

– Es una pena que no hubiéramos hablado del asunto el viernes. Hubiéramos ahorrado tiempo y habría sido más fácil y menos peligroso para los dos.

– Me alegro que sea usted consciente del peligro.

– Oh, sí. Supongo que no se habrá molestado en ir a Séte, después de todo.

– Ya había estado allí.

– Comprendo. Entonces la razón del retraso fue una simple táctica. A la chica sólo le interesa el mejor postor.

– Exacto.

– ¿Y cuánto me pedirá usted por la presentación?

– No hay ninguna presentación, Mr. Skurleti. Yo soy el agente exclusivo en este asunto.

– Con plenos poderes, supongo.

– Sí.

– ¿Y con credenciales que demuestren que así es?

– Ciertamente.

– ¿Cuál es su plan?

– Antes de nada, que adopte usted las medidas necesarias para evitar los posibles peligros que antes mencionaba.

– Ah -la sugerencia pareció agradarle-. Creo que nuestros pensamientos siguen caminos paralelos.

– Sugiero que se traslade usted fuera de Niza, a Villefranche quizás, o a St. Jean.

– Para su satisfacción, le diré que ya me había anticipado a esa sugerencia. Mi maleta ya está preparada. Sólo estaba esperando su llamada. Pero creo que un poco más lejos será más seguro. Antibes posiblemente.

– ¿Qué hotel?

– Tengo una habitación reservada a nombre de Kostas en el Motel Cote D'Azur. Pero creo que no necesitamos esperar a que yo esté allí para concertar una entrevista en privado.

– ¿Tiene coche?

– Sí.

– ¿Qué marca?

– Un Ford Taunus.

– En la Moyenne Corniche, encima de Villefranche, hay un café llamado Relais Fleuri. Si me espera allí, solo, a las nueve de la noche, en el aparcamiento, me reuniré con usted.

– ¿Con las credenciales?

– Con las credenciales. Y otra cosa, Mr. Skurleti.

Hice una pausa.

– ¿Diga?

– Es absolutamente inútil nuestra entrevista si no estamos seriamente dispuestos a hablar de negocios.

– Naturalmente.

– Y a hablar en el mismo idioma.

La metáfora le despistó por un momento. Comenzó a decir que no entendía, pero de pronto se detuvo.

– Ah, se refiere usted al aspecto financiero.

– Sí. El precio andará por los doscientos mil nuevos francos.

Hubo un silencio antes de que me contestara.

– Hasta que no esté seguro de lo que se me ofrece, es inútil discutir la cuestión del precio. Pero le diré ya ahora que no estoy autorizado a negociar con una suma tan elevada.

– Entonces creo que sería mejor que pidiese autorización para hacerlo. Si es necesario podemos retrasar la entrevista. Ahora que hemos reestablecido el contacto ya no hay urgencia inmediata. ¿Quiere que le vuelva a telefonear mañana?

– Preferiría no cambiar los planes de esta noche. ¿Hay algún número de teléfono donde pueda encontrarle?

– No, me temo que no. Si nos reunimos esta noche, espero que usted haya decidido si a sus representantes les interesa comprar o no y si acceden a pagar ese precio. Puesto que es usted el primer interesado, tiene de momento una ventaja. Si está dispuesto a perderla, es asunto suyo. De una cosa estoy seguro. El precio no bajará, sino que muy bien puede aumentar.

Skurleti dejó escapar un gruñido.

– Y también el peligro… el peligro para usted.

– Por eso es por lo que se le ofrece a usted esta temprana oportunidad. Tanto la chica como yo somos perfectamente conscientes del peligro. Sin embargo, en caso de necesidad, estamos dispuestos a afrontarlos para obtener el precio deseado. De esto no le quepa la menor duda, Mr. Skurleti.

Hubo una pausa.

– Muy bien -dijo al fin-. Le veré esta noche. Dadas las circunstancias, sin embargo, tengo que pedirle que retrase un poco la hora. Si he de consultar a mis representados, tengo que hacer varias llamadas telefónicas.

– ¿Cuánto tiempo necesitará?

– Creo que con media hora más será suficiente.

– Muy bien. A las nueve y media.

Colgué. A continuación me acerqué al mueble bar y me puse una buena copa de coñac. Luego telefoneé a Lucía y le conté brevemente la conversación.

Su reacción fue característica.

– ¿No puso objeciones al precio?

– No, pero las pondrá. De esto puede estar segura.

– Pero ¿no pareció sorprendido?

– No dijo que le sorprendiera, tampoco dijo que no. No hizo ningún comentario. Quiere verme.

– Tal vez hayamos pedido demasiado poco.

– O tal vez hayamos pedido demasiado mucho. Luego lo sabremos.

– Estaré con usted tan pronto pueda.

Acaricié la copa de coñac y me dispuse a escuchar otra información de noticias. Esta vez se trataba de un resumen de los boletines anteriores; pero la lectura de las noticias fue seguida por un comentario. El comentarista era un tipo agrio, cuya función parecía ser la de desacreditar las noticias de las que acababa de informar. Tras sus reticencias sobre las "absurdas" pretensiones de la gestión francesa en la conferencia de Ginebra, se detuvo en los últimos acontecimientos del caso Arbil.

En Suiza, torturan y asesinan a un exiliado kurdo -dijo con tono molesto-; en Francia, la joven francesa que escapó de su casa espera agazapada con el terror a que los mismos asesinos la encuentren para torturarla y asesinarla también. Aquí en Niza, un periodista responsable y respetado tiene el valor de escribir el relato de su apurada situación y luego desaparece.

La voz destilaba desprecio al continuar.

¿Y qué hace nuestra valiente policía? Anuncia que tiene que hacer algunas preguntas. ¿Qué hacen nuestros colegas de la prensa? Hacen algunas bromitas. Nosotros no encontramos divertidas esas bromas. Monsieur Maas encontró a Mademoiselle Bernardi, cosa que la policía no fue capaz de hacer. Monsieur Maas ha demostrado ser más astuto que sus desdeñosos colegas. Esperamos sinceramente que él y la mujer, a quien sin duda protege, sean encontrados y puestos a salvo antes de que los asesinos los torturen y maten. Tal vez la policía se deje convencer de que olvide su orgullo herido de momento y cumpla con su deber… si es que saben cuál es.

Sus sentimientos eran estimables, ciertamente; pero sus palabras me preocuparon, y en muchos sentidos.

Lucía llegó un tanto aturdida, poco después de las ocho. Había tenido problemas para comprar el World Reporter. En la estación se había agotado. Había habido una avalancha sobre el semanario. Y no se había atrevido a comprarlo en un kiosco iluminado. Al cabo de un rato, logró encontrar un ejemplar en un kiosco de la Avenida de la Victoria.

Me lo dejó leer mientras ella preparaba la cena.

Sy Logan, o alguien de la oficina de Nueva York, o los dos, habían arreglado el reportaje de un modo ingenioso. Tras una breve recapitulación de los hechos de Zürich y la infructuosa búsqueda de Lucía, continuaban:

La semana pasada, un empleado de nuestra oficina de París, destacado al Sur de Francia con otra misión, nos llamó para decirnos que había tropezado por casualidad con una posible pista sobre el paradero de Lucía Bernardi. ¿Debía seguirla?

Sospechando una broma, el World Reporter se mostró cauto, pero dio instrucciones al reportero de que investigase más. El jueves por la noche, en una casa cerca de Niza, nuestro enviado grabó una entrevista con una mujer que decía llamarse Lucía Bernardi, pero que se negó a dejarse fotografiar o a que un testigo imparcial estuviese presente. Esta es la entrevista.

A continuación venía la versión de la entrevista, resumida con la habitual maestría del World Reporter para que sólo ocupara dos columnas. También había una foto de Lucía con su bikini. El pie decía: LUCIA BERNARDI. ¿Es ella o no?

El trabajo concluía con una nota juguetona:

Si la Dama de la Entrevista es realmente Lucía Bernardi, la policía suiza ya tiene material para analizar; si no lo es, entonces Francia tiene un nuevo escritor de relatos de misterio.

En otras palabras, el World Reporter había sido frívolo y discreto aconsejado sin duda por las circunstancias.

Nice Soir citaba ampliamente el reportaje y subrayaba especialmente aquellas partes que la policía suiza había apuntado como circunstanciales. Aparecía la esperada fotografía mía. Y con un pie redactado en estos términos: "MAINTENANT C'EST: CHERCHEZ L'HOMME".

No me molesté en leer lo que decían sobre mí.

Lucía había vuelto de la cocina y se sirvió algo de beber.

– ¿Lo ha leído? -le pregunté.

Ella afirmó con la cabeza.

– Me detuve en la Corniche y lo hice a la luz de un farol. Lo siento pero no podía esperar, me interesaba saber lo que decían sobre los documentos.

– Creo que han dicho bastante al respecto.

– Oh, sí. Farisi comprenderá.

– Y el Comité.

– Sí, el Comité también.

Me dirigí al cajón en el que había guardado el revólver y lo cogí.

– Supongo que es conveniente que lleve esto conmigo esta noche.

– Si usted cree, sí. Pero antes me dijo que Skurleti se había ido a Niza. El Comité no le habrá encontrado tan pronto.

– No pensaba en el Comité. Pensaba en el propio Skurleti que puede que haya pensado en que hay un modo más barato de obtener lo que desea. Yo estaré solo. ¿Quién puede evitar que envíe una banda de matones por delante? Hay montones de lugares tranquilos en que pueden atacarme. Pronto me ablandarían.

Lucía me miraba de un modo curioso ahora.

– ¿Cree usted realmente que puede ocurrir una cosa así?

– Si lo pienso fríamente, no. No creo que ese sea el modo de hacer las cosas de Skurleti. Tiene demasiado aspecto de hombre de relaciones públicas, de negociador.

– Pues entonces…

– Puedo equivocarme. Sus ideas de lo razonable pueden ser diferentes a las mías.

Intenté poner el revólver en el bolsillo de atrás del pantalón, pero abultaba demasiado.

Lucía se rió. Sin saber por qué, yo también me reí, aunque no tenía ganas ni mucho menos. Lucía se dirigió a su abrigo, sacó de él un sobre grande doblado en dos y me lo dio.

– Esto le hará entrar en razón -me dijo.

Yo dejé el arma y abrí el sobre.

Dentro había dos carpetas archivadoras de tamaño legal, de papel manila, cada una con unas cuantas hojas de papel dentro. Por fuera de cada una de las carpetas había tres líneas en árabe. Parecían idénticas.

Las hojas que había dentro estaban completamente escritas en árabe también, con letra muy pequeña y muy clara, y con tinta verde. En las esquinas había varios números a lápiz. Era lo único que yo podía leer. Le pregunté qué significaban aquellos números.

– Son los números de la hoja y de la sección a donde pertenece la página -me dijo.

– ¿Sabe lo que dice el texto?

– No pero Skurleti sí que lo sabrá, y lo que lea le gustará. Las páginas fueron escogidas cuidadosamente para suscitar su interés. Son los dos ejemplares de que le hablé.

– Comprendo.

Dejé una carpeta en un cajón y metí la otra en el sobre.

Lucía dio un sorbito a su bebida y me observó.

Aunque había dejado el revólver, seguía pendiente de él. Había sido limpiado cuidadosamente antes de envolverlo en el trapo, y el aceite de máquinas utilizado dejaba un olor agrio, penetrante, parecido al de un desinfectante. Mi mano derecha olía también. Volví a cogerlo y lo puse en uno de los bolsillos de mi impermeable de plástico. El sobre lo metí en el otro bolsillo. Después, me fui a lavar las manos.

Cuando volví, Lucía estaba en la cocina revolviendo una olla de sopa.

– Mi padre decía -comentó ella- que, en la guerra, algunos tenían mucha hambre cuando estaban nerviosos o asustados, en cambio otros no tenían ninguna. Yo soy del tipo de los que no la tienen. Sólo voy a tomar una taza de sopa. ¿Y usted?

– Lo mismo, por favor.

Lucía me dirigió una significativa mirada.

– También decía que se podía adivinar quiénes serían los primeros en escapar cuando las cosas se ponían feas. Los que no comían absolutamente nada.

4

Salí de casa a las nueve en punto. El Relais Fleuri estaba sólo a unos cuantos minutos en coche, pero yo quería estar allí bastante antes de la hora de la entrevista, por si Skurleti llegaba temprano.

Lucía me había explicado dónde podía dejar el coche; había un espacio detrás de la gasolinera que no se veía desde el aparcamiento del Relais. Allí es donde ella había dejado el coche la noche de la entrevista.

La luna estaba en cuarto menguante, pero proyectaba grandes sombras; no me sentía inseguro allí. Me sentía solo. Oía voces y los ocasionales estallidos de risa procedentes del Relais. También había un individuo con una tos tremenda; pero el sitio resultaba cálido y agradable. Mientras esperaba, tuve ganas de entrar y pedir un café, y que me lo sirviera la misma amable camarera que me había atendido hacía cinco noches.

En el Relais había más gente que cuando yo había estado la otra noche, supongo que debido a ser comienzos de la semana. Había tres enormes camiones con remolque aparcados delante. Uno, el que veía mejor desde donde estaba, tenía la palabra "RHONE" pintada en los lados con letras enormes. Los otros dos no tenían nada. Empecé a preguntarme qué serían. Podían ser los caballos de Troya, grandes espacios llenos de hombres que saldrían de las puertas traseras en el momento en que yo asomase la cabeza.

A las nueve y veinte, cuatro hombres salieron del Relais y se dijeron buenas noches por encima del hombro. Se subieron a las cabinas de los dos camiones. Zumbido de motores, silbido de los frenos de aire, y los caballos de Troya se fueron.

Cuatro minutos más tarde, un camión cisterna de la Esso entró en el aparcamiento. Esto me intranquilizó un poco. No creía que las compañías petrolíferas hiciesen servicios de llenado por la noche, pero no estaba seguro. Si las luces de la gasolinera se encendían, yo tendría que salir corriendo. Sólo cuando el conductor hubo bajado, se estiró, bostezó y se dirigió hacia el Relais, vi que, mientras había estado pendiente del camión cisterna, había llegado el Taunus. Ya había apagado las luces.

Esperé unos segundos y escuché para asegurarme que no se acercaban otros coches por la carretera; luego, me bajé del Citroën, cerré la puerta sin hacer ruido y atravesé el patio de la gasolinera en dirección al Taunus. Me pareció que estaba muy lejos y no aparté la mano del bolsillo del impermeable donde tenía el revólver, pero me contuve y no corrí.

Me acerqué al Taunus por detrás para asegurarme de que el conductor era Skurleti y que no tenía a nadie con él. Skurleti oyó mis pasos y volvió la cabeza. Yo abrí la puerta de atrás y entré en el asiento trasero.

Skurleti me obsequió con una de sus sonrisas y me dijo:

– Buenas noches.

– Buenas noches, Mr. Skurleti.

– Es un gran placer volver a verle.

– El placer es mutuo. ¿Le importa que hablemos de negocios?

– ¿Aquí?

– No. Aquí sólo vamos a discutir el modo de llevar el asunto. Dadas las circunstancias, supongo que no le importará que sea yo quien determine el procedimiento.

– Estoy seguro que no me pedirá cosas absurdas.

– Ni mucho menos. Primero, tengo que decirle que estoy armado.

– ¿Viene usted armado a una reunión amistosa de negocios?

Se había retorcido en el asiento delantero para mirarme a la cara. La luz del letrero del Relais le daba un aspecto deforme.

– ¿Usted no va armado, Mr. Skurleti?

– Ciertamente que no -la sugerencia pareció irritarle-. He tenido que hacer un gran viaje, y las armas suelen ser un gran problema con las autoridades de aduanas. De todos modos, la Agencia Transmonde sólo acepta asuntos serios. Es costumbre nuestra evitar la violencia.

– Encantado de oírle eso. Lo que propongo es que se dirija a Niza. Al cabo de medio kilómetro encontraremos un sitio donde podrá detenerse. Entonces podrá examinar las credenciales de que hemos hablado. Después hablaremos. ¿De acuerdo?

Era un conductor meticuloso pero torpe; yo me alegraba de no tener que ir lejos con él. El sitio que yo había elegido para detenernos era un pequeño entrante en la falda de la colina, utilizado por las cuadrillas de mantenimiento de la carretera como depósito para dejar el cemento roto y la grava. Me había fijado en el sitio dos noches antes. Skurleti lo examinó con ademán de aprobación, y apagó las luces.

– Si algún policía curioso quisiera saber por qué nos habíamos parado aquí -dijo él-, siempre se le puede decir que fue para satisfacer una necesidad de la naturaleza. Se retirará usted detrás de ese montón de piedras. ¿De acuerdo?

– Lo tendré en cuenta -dije yo-, pero espero que no estemos mucho tiempo. El próximo paso del plan consiste en que yo le dé a usted unos documentos para que los lea.

– Eso es lo que yo espero, naturalmente.

Sacó una pesada linterna de la guantera y una pequeña lupa del bolsillo.

– Para leer estos documentos, ha de someterse a ciertas condiciones.

– ¿Condiciones?

Los labios cayeron rápidamente sobre los dientes.

– Sólo puede leerlos una vez, sin tomar notas, y devolverlos a continuación.

Se quedó pensando un momento antes de contestar.

– Eso no es enteramente aceptable. Tengo que hacer un examen detallado, como mínimo, de uno de ellos.

– ¿Para qué?

– ¿Me equivoco suponiendo que se pretende sobre estos documentos que son los que pertenecieron al coronel Arbil y están escritos por su propia mano?

– Exacto.

– ¿Y son los documentos originales?

– Ciertamente.

– Bien. Mis representados, naturalmente, estarían interesados en esto. Por lo tanto, es mi misión asegurarme de que no reciban otra cosa -levantó una mano en señal de protesta-. No dudo de su buena fe, Mr. Maas. Me parece que es usted un hombre formal. Pero usted, al fin y al cabo, no es el principal interesado. Los dos somos intermediarios que defendemos los intereses de nuestros representados. ¿No es así?

– Supongo que sí.

– Yo tengo aquí -dijo dándose un golpecito en el pecho- una muestra de la escritura del coronel Arbil. Lo que le pido, lo que insisto en pedir, me temo, es la oportunidad de hacer una comparación entre la muestra y los documentos.

Fingí pensármelo un poco antes de asentir.

– Muy bien. No es una petición descabellada.

Skurleti se sonrió.

– ¿Ve? Nuestra negociación progresa.

– Con una concesión por mi parte, si. Pero por este camino no continuará progresando.

Sus dientes volvieron a brillar.

– Es usted un chico muy interesante, Mr. Maas -dijo-; muy interesante. Es un placer trabajar con usted.

– Muy amable por su parte. Espero que nos entendamos. Puede examinar los documentos y compararlos con la muestra que obra en su poder. Y luego leerlos otra vez. Pero sin tomar notas. Me los devolverá inmediatamente que los haya leído.

– De acuerdo.

Le di el sobre y le observé mientras trabajaba. Sacó la muestra de su cartera de cocodrilo, la dejó en el asiento a su lado y encendió la linterna.

La muestra parecía una carta. Estaba escrita en papel timbrado de un hotel, pensé, aunque no podía leer el nombre del hotel. La tinta era verde como la de las páginas que yo había dado. Sacó la carpeta del sobre, echó un vistazo a lo que tenía escrito por fuera, luego la abrió con cuidado y colocó la carta frente a la primera página.

Había dejado la linterna sobre el respaldo del asiento. Ahora, al inclinarse hacia adelante, la linterna se cayó.

– Tal vez le sería más fácil si yo sostengo la linterna.

– Sí, sí. Se lo agradezco.

Me dejó la linterna y yo la enfoqué hacia abajo con el brazo apoyado en el respaldo del asiento.

Skurleti continuó su trabajo con la lupa. Durante un minuto o así, los dos guardamos silencio. La primera página pareció satisfacerle. Al ir examinando las demás, comenzó a hablar.

– Magnífico. Sí, magnífico. Con la letra árabe queda mucha menos posibilidad de error en la autentificación de documentos que cuando están en letra occidental, ¿sabe, Mr. Maas? Como dice Scheneickert, el viejo método caligráfico de comparar los rasgos externos de la letra es totalmente inseguro. Pero con la escritura árabe nunca se le ocurriría a uno emplearlo. En cada símbolo está la firma personal del que escribe. Esto ha sido indudablemente escrito por el coronel Arbil.

– Entonces, puesto que la prueba ha resultado satisfactoria, quizá pueda empezar con la lectura.

Y aparté la linterna para subrayar la afirmación.

– Ah, sí.

Metió la carta y la lupa otra vez en el bolsillo, cogió los papeles y empezó a leer.

Yo había decidido no darle más de dos minutos por página, pero no hizo el menor intento de detenerse demasiado. Le llevaría unos cinco minutos leerlo todo. Luego, volvió a poner las páginas dentro de la carpeta y la cerró.

Se quedó en silencio durante otro medio minuto aproximadamente. Estaba pensando.

Al fin yo le dije:

– ¿Y bien Mr. Skurleti?

Se giró hacia mí.

– ¿Sabe usted lo que hay en esos documentos, Mr. Maas?

– No. Sé, naturalmente, que son páginas tomadas al azar de una serie de informes escritos por el coronel Arbil. También sé, en general, de qué se tratan dichos informes. Pero nada más. No leo árabe.

– ¿Ha traducido alguien dichos informes?

– Que yo sepa, no.

– ¿Y hecho fotocopias?

– Creo que no. Como usted sabe, me imagino, esos informes fueron escritos por el coronel Arbil para entregar al Gobierno iraquí. Pero dicha entrega no llegó a realizarse. Desde la muerte del coronel, han estado en poder de Miss Bernardi, que siempre estuvo oculta. Puede asegurarle que no ha podido fotocopiar ningún documento.

– Pudo hacerlo Phillip Sanger.

– Phillip Sanger no conoce siquiera su existencia.

– ¿No se lo dijo la chica?

El tono de la pregunta parecía de incredulidad.

– Si se lo hubiera dicho, sería Phillip Sanger quien estuviera hablando con usted en este momento y no yo. Miss Bernardi tenía miedo de que los servicios de Sanger resultasen demasiado caros. Le conoce bien y no confía en él.

– Ah, comprendo.

Se cogió una de las cejas y la retorció como si estuviera manejando un interruptor eléctrico.

– Muy bien, Mr. Maas, creo que podemos continuar nuestras negociaciones.

– ¿Sí?

Volvió a meter la carpeta en el sobre y me devolvió éste.

– Le devuelvo los documentos como habíamos acordado.

– Gracias.

Me mostró los dientes por un momento.

– Es costumbre de muchas personas cuando quieren hacer un trato rebajar el valor de la cosa que desea comprar. En Transmonde no creemos en esos métodos trasnochados. Si esos informes están completos y son tal como usted dice, tendrían un incuestionable interés para mis representados y estarían dispuestos a pagar una fuerte suma por ellos. Todo esto se puede admitir. La cuestión consiste ahora en saber cuál es esa fuerte suma.

– Ya se lo dije por teléfono.

– Sí, me lo dijo. Sin embargo, nuestros clientes piensan que la suma que usted mencionó está totalmente desorbitada.

– Entonces, me temo que…

Su mano se elevó en el aire hacia mí.

– No, por favor. Aguarde. Examinemos estas cuestiones. Primero, la cuestión de otras posibles partes interesadas a las que usted se refirió. Una de ellas sería el Gobierno del Irak.

– Evidentemente.

– No le pagarían la mitad de lo que usted pide.

– Me parece que se equivoca. Estoy casi seguro que pagarían más. Si dependiera de mí, yo esperaría y veríamos. Pero Miss Bernardi opina de modo diferente. Está cansada de tanta inseguridad. Quiere coger el dinero y olvidarse del asunto lo antes posible. Pero tampoco lo está tanto como para dejarlos por nada. Si usted no quiere pagar y los iraquíes tampoco, entonces quizá los turcos lo hagan..

Skurleti se sonrió burlonamente y yo comprendí que había cometido un error.

– Ahora, Mr. Maas, el que se equivoca es usted -dijo-. Los turcos no harán ninguna oferta contra los iraquíes. ¿Para qué lo iban a hacer? El petróleo está en el Irak. El problema está en el Irak. Los turcos recibirían gratis toda la información que necesitasen de los iraquíes. Si hubiera mencionado el Comité, puede que yo le hubiera dicho "quizás". Estos podían ser compradores, si tuvieran dinero, o si pudieran convencer a sus amigos rusos para que se lo prestasen. Pero creo que tiene usted demasiado sentido común para negociar con ellos desde una posición tan débil como la suya. Tiene que guardar el secreto. Por lo tanto, es usted vulnerable. Le hablarán de dinero, pero usted no lo recibirá nunca. Su método de pago será una cuchillada en el vientre. Conmigo, por otra parte, todo se hace de un modo civilizado. Nosotros somos hombres honrados.

– El brigadier Farisi, representante del Gobierno iraquí, también es un hombre honrado.

El nombre de Farisi le borró la sonrisa de los labios. Sus dedos agarraron el volante.

– Comprendo. Está usted bien informado. Pero Farisi no puede haber llegado.

– Pero lo hará.

– ¿Entonces aún no está en contacto con él?

– Todavía no.

Volvió a cogerse la ceja.

– No veo ninguna razón por la que no podamos seguir negociando.

– Yo tampoco… siempre y cuando esté usted dispuesto a hacer una oferta ahora.

– Antes dijo que el precio andaría por los doscientos mil, Mr. Maas. ¿Qué significaba "andar por"? Que la suma es una cantidad negociable, supongo.

Súbitamente sentí gran confianza en mí mismo. Meneé la cabeza y le dije:

– Oh, no. Lo que quise decir fue simplemente esto. Si el precio se ha de pagar en francos franceses, entonces es esa cantidad. Si el pago se efectúa en monedas fuertes (dólares americanos o francos suizos, pongamos por caso), entonces podría aceptar el equivalente de ciento setenta y cinco mil francos. La moneda se ha de entregar en metálico, naturalmente, y toda la transacción debe ser efectuada mañana por la noche.

Skurleti suspiró y luego levantó las manos.

– No estoy autorizado para hacer una elección de ese tipo -dijo-; puede que no sea posible conseguir una transferencia de semejante cantidad de francos suizos para mañana por la noche. Hay que seguir ciertos trámites para estas transferencias. Tengo que consultar con mis clientes.

– ¿Puede hacerlo esta noche?

– Sí.

– Cuando llegue a Antibes serán las diez cuarenta y cinco. Si yo le telefoneo a las once y media, ¿Tendrá usted la respuesta?

– Creo que podré saber algo.

Puso en marcha el coche y encendió las luces.

– Un momento -dije yo abriendo la puerta-. Yo tengo el coche en el café. Puedo regresar a pie. Es poca distancia.

Skurleti no dijo nada al bajarme del coche.

Yo le observé mientras se dirigía a Niza y, una vez que se perdió de vista, me di la vuelta y comencé a caminar hacia el café.

5

Lucía había oído el coche al detenerse al pie de la rampa y me estaba esperando en la oscuridad del patio.

– ¿Pierre?

– Sí.

– ¿Está usted bien?

– Sí.

Extendió sus brazos en un movimiento espontáneo y nos abrazamos por un momento. Luego entramos en la casa. No me preguntó nada sobre el dinero ni sobre otra cosa. Al contrario, me sirvió una copa y se quedó de pie observándome.

Yo me tomé casi toda la copa de un trago y me desembaracé del sombrero, el impermeable, el revólver y el sobre. Luego me acerqué al fuego. La situación debió resultar muy tensa para ella, pero yo era presa de una especie de reacción y no sabía por dónde empezar.

Al fin dije:

– Dentro de una hora lo sabremos.

– ¿Si compran o no?

– Cuánto han de pagar. Doscientos mil francos franceses o el equivalente a ciento sesenta y cinco mil en dólares o en francos suizos. Lo uno o lo otro. El pago, mañana por la noche.

Se me quedó mirando fijamente por un segundo y luego se dejó caer en una silla de golpe. Yo me acerqué, volví a llenar la copa y le serví una a ella. Luego le conté cómo había sido la entrevista.

Cuando terminé, todavía parecía confundida.

– Deben tener muchas… -empezó.

Pero no terminó la frase.

Yo la terminé por ella.

– Sí deben tener muchas ganas de esos informes. Aunque se trate de un consorcio petrolífero, es una suma muy fuerte a cambio de una simple información. Hay una cosa que me llamó la atención, sin embargo. Insistió mucho en que debía ser la única copia, que no debía haber ninguna fotocopia. Yo le aseguré que así era.

– ¿Y le creyó?

– Creo que sí. Puesto que le decía la verdad en que no había ninguna fotocopia, probablemente mis palabras resultaron convincentes. En cualquier caso, no le queda otro remedio que creerme, más o menos. Aun cuando no tenga la absoluta seguridad de que lo que le digo es cierto, no puede hacer nada.

Pero en esto me equivocaba.

El número de teléfono del Motel Cote d'Azur de Antibes venía en la guía. Hice la llamada exactamente a las once y media. El conserje nocturno me dijo que Monsieur Kostas estaba hablando por teléfono en aquel momento. Esperé cinco minutos y volví a llamar. Esta vez me pusieron con él.

– ¿Monsieur Kostas?

– Ah, sí -reconoció mi voz inmediatamente-. La decisión es efectuar el pago en moneda francesa. El otro sistema no sería conveniente.

– Serán doscientos mil, entonces.

– Sí. ¿Qué planes tiene para cerrar el negocio?

– Mañana se lo diré. ¿Qué le parece si le telefoneo a las seis?

– ¿De la tarde?

– Sí.

– Es una hora prudente. Hay una cosa importante que debe conocer.

Hubo una pausa.

– ¿Sí?

– Me han autorizado a decirle que, según información de mis superiores, tres representantes del Comité han salido de Ginebra por avión esta tarde con destino a Niza.

– Comprendo. Gracias.

– No crea que se trata sólo de un gesto de buena voluntad. A mis clientes les interesa que nosotros (usted y yo) tomemos todo tipo de precauciones para conseguir que nuestro trato se cierre sin novedad. ¿Quiere que le dé un consejo?

– Adelante.

– El plan utilizado para nuestra entrevista de esta noche era sencillo pero funcionó perfectamente. Gracias. Le llamaré mañana a las seis.

Habíamos estado hablando en inglés, lengua que Lucía no entendía muy bien. Aun así, había mantenido su cabeza pegada a la mía tratando de entender el sentido de la conversación.

– ¿Qué dice? ¿Pagará?

– Sí. Los doscientos mil.

Me echó los brazos al cuello y me besó.

Yo también la besé.

Al cabo de un rato, me dijo:

– ¿Qué más decía?

– Oh, era acerca de la entrevista de mañana. Tengo que llamarle a las seis.

No me hizo más preguntas. Súbitamente, los dos habíamos perdido el interés por Mr. Skurleti e incluso, creo, por los doscientos mil francos. Nuestros cuerpos empezaban a descubrir un interés más inmediato.

Al cabo de una hora aproximadamente, en la gran cama de matrimonio, sentí que Lucía se iba. Al abrir los ojos, vi que se estaba vistiendo.

Empecé a levantarme, pero ella me detuvo.

– No. No tienes nada que ponerte. Vas a coger un resfriado. Me arreglaré sola. Te telefonearé mañana, cuando se haya ido la mujer.

A pesar de sus protestas, me enrollé una manta por los hombros y bajé las escaleras con ella. No me hacía gracia que volviera sola a Cagnes, pero no podía hacer nada.

Pareció haberme adivinado el pensamiento. Me puso las manos en la cara y me dijo:

– Ya has hecho bastante por una noche, Chéri.