177694.fb2 Un jam?n calibre 45 - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Un jam?n calibre 45 - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

VIERNES

«La verdad es una mentira abortada.»

NICOLÁS SOTANOVSKY, Horas bajas

«La verdad es un coño.»

GUILLERMINA LARRALDE, Filosofía Práctica

«La verdad, la verdad, ¿la verdad?: No me acuerdo.»

J. SERRANO, Poeta del ring

43

Técnicamente aún no era de día. Faltaba el requisito formal de un pájaro cantando la mañana o, en su defecto, el desafinado estribillo de algún borracho despidiendo la noche.

Esperé.

Por la calle abajo pasó un borracho destrozando Asturias patria querida.

Ya era de día.

Silvestre no estaba y la primera lengua de luz todavía vacilante me demostró que la silueta sobre el camastro no era nada más que una manta arrugada. Intenté desatarme las manos, pero lo que Serrano llamaba atar «flojo» era un concepto ajustado a su tamaño. De cualquier manera, las ataduras empezaron a ceder, pero todo era muy lento. La mañana me había devuelto las ganas de vivir, de burlar a El Muerto y a la Muerte, para seguir equivocándome por mi cuenta, para elegir no ser un jodido gato de ministro.

El sol subía y subía, como si se hubiera quedado dormido y ahora recuperara el tiempo perdido. Oí la puerta y voces: la de Serrano y la de El Muerto, que estaba vergonzosamente excitado. Su voz se acercó y la de Jamón se alejó. Yo tiré y tiré, retorcí las manos tratando de soltar una, pero lo único que conseguí fue aumentar la separación entre ambas, algo más de movimiento. Y El Muerto estaba junto a la puerta. La abrió, pero en ese momento sonó su teléfono. Empezó a discutir con su interlocutor exigente, pero ahora sonaba más seguro. Me daba la espalda y de cuando en cuando miraba hacia mí. En la otra mano tenía abierta una navaja larga y brillante. Y gastada por el uso.

Con los ojos fijos en su espalda, a menos de cinco metros de distancia, redoblé el esfuerzo por liberar mis manos, a la vez que tiraba desesperado para acercar mi mochila. La conversación no iba a durar mucho más y yo tampoco, a menos que consiguiera soltarme. Pude poner la mochila a mi espalda y abrirla trabajosamente. Con las manos todavía sujetas, logré separarlas unos quince centímetros y rebusqué en la mochila la caja de puros y casi grito cuando El Muerto dijo al teléfono «Vale, le llamo en media hora» y pareció que iba a cortar para empezar a cortarme, pero entonces el otro lo amenazó con algo y él se ofendió por la duda y yo, que por fin toqué la caja de puros y pude soltarme una mano mientras las dos seguían detrás y me hacía el dormido, descubrí que no sabía cuál de las cajas era la de la pistola porque a las dos les había quitado el celofán y El Muerto ya cerraba el teléfono móvil a la vez que yo tiraba mentalmente una moneda al aire, la veía caer en mi mente, rodar entre recuerdos de la infancia, desviarse al topar con un hueso-recuerdo mal enterrado, «Laika, me cago en tu madre», y perderse de vista entre un amor de adolescencia y el nombre de Ella. Me decidí por una de las cajas, la abrí mientras él giraba y la navaja giraba, metí la mano libre en la caja y comprendí que era la de los puros.

– ¿Usted fuma? -pregunté solícito.

– No fumo -dijo-. Y muy pronto, usted tampoco.

No había advertido que tenía las manos libres detrás de la espalda. Y es que El Muerto estaba eufórico. No hay nada más ridículo que un muerto entusiasmado.

– No finja más, Sotanovsky. Lo sé todo. Y aléjese de esa mochila, que no me fío de Serrano: es un blando y ya que se han hecho tan amigos, pronto irá a hacerle compañía.

Me aparté con las manos atrás, como si siguiera atado. Pero había perdido mi ocasión y la pistola seguía en la otra caja perfumándose de tabaco cubano. No alcancé a reflexionar sobre eso, porque la risa de El Muerto me sorprendió. Era como un graznido.

– Jodido sudaca. Vamos, que hasta consiguieron engañarme por un tiempo. -Volvió a reír y casi le ruego que me mate en seguida para no seguir oyéndolo-. Mire lo que encontramos en casa de la puta morena. Debajo de la cama…

Me mostró el contenido de un bolso que no conocía.

– No entiendo un carajo -dije.

Pero entonces ya entendía casi todo.

– A mí nadie me engaña -decretó El Muerto.

– ¿Y el dinero?

– Ahora sé dónde puedo encontrarlo, o mejor dicho, dónde puedo encontrar a quién irá a buscarlo. Es más sencillo. Pero antes de matarlo, le confieso una cosa, Sotanovsky: más que recuperar la pasta, que veré pasar de largo como usted supondrá; más que salir del follón en que me metió la hijaputa pelirroja, que también podía haberme pegado el piro y adiós; más que todo eso, lo que me volvía loco era saber cómo y por qué.

Me asusté al comprobar que sus razones para seguir en esa historia eran iguales a las mías, con la sutil pero brutal diferencia de que yo moriría por esa curiosidad y él no. Pensé en ganar tiempo, en esperar un descuido para saltarle encima, pero solo pude pedir piedad.

– Yo también fui una víctima, Muerto. Para qué matarme.

– Usted nació para víctima, infeliz.

Dejó caer el bolso y levantó la navaja, calculando la trayectoria y el corte, que sería limpio, definitivo y seco.

– ¿Por qué Lidia? -pregunté.

– Porque se volvió ambiciosa y su amigo el pasma se pasó de listo. Era una puta rara, su amiga, ¿sabe? Pero follaba como los dioses. Y no me entretenga más, un poco de seriedad, Sotanovsky, que lo suyo ya es pasado y no tengo tiempo que perder.

– ¿Alguna vez ha visto un gato que hable? -pregunté.

– ¿Qué coño dice?

– Que si conoce a un gato filósofo, atorrante y flaco, negro como la noche y con manchas blancas en la barriga, las patas, y ahora que lo miro bien, en la punta de la cola; un gato amigo, Muerto, de esos que se quedan a pasar la última noche con uno, saben de la fatalidad de los caminos difíciles que a veces son los únicos, de las hembras peligrosas que a veces son las mejores aunque sean las peores, y de la lealtad, que no es lo mismo que la fidelidad, cosa de perros; el gato que le digo conoce la diferencia y la valora, como conoce la debilidad de las versiones oficiales y por eso aunque lo criaron diciendo que tenía siete vidas, él cuida mucho la primera pero sin avaricia, la vive, que para eso son las vidas, Muerto, para vivirlas como salga y si hace falta y hay que arriesgarla, pues se arriesga y punto. Cuídese de ese gato, Muerto, porque le va a saltar a los ojos cuando menos se lo espere, cuando me corte el cuello para cortar ese miedo que ya le veo en los ojos y aunque sepa que puede morir en el salto, el gato que le digo no dudará en saltar porque si no no sería ese gato, sino un gato de ministro…

– ¿Pero, qué coño…? -dijo El Muerto espantado y mirando hacia atrás con temor. Bajó la navaja y buscó en su cintura la pistola. Dio un paso atrás y saltó de espanto al oír el maullido espeluznante de un gato cuando lo pisan. Perdió un momento el equilibrio y entonces yo salté, con los pies atados y las manos sueltas, con ferocidad de último gesto e ignorancia de probabilidades estadísticas, salté.

– ¡No lo pisés, hijo de puta, a mi amigo no lo pisés! -grité mientras caía sobre su cuerpo escueto y sin pensar siquiera en desarmarlo empezaba a pegarle y pegarle, a pegarle como nunca había pegado a nadie, las dos manos agarrando su pelo y sacudiendo su cabeza contra el suelo una vez y otra, sin contar los rebotes secos que retumbaban en toda la casa vacía. No era yo el que pegaba: era el Otro, el pusilánime inquilino previsor «y te lo dije», que mataba a El Muerto porque conmigo no se atrevería. Y mi inquilino sabía, en su miedo supremo, que una sola pausa, un rasgo de duda, una salpicadura de piedad y estaríamos perdidos. Por eso había tomado el mando de ese enloquecido pegar y pegar de la cabeza de El Muerto contra el suelo, y no dejó de sacudirlo hasta que un calambre de cansancio me congeló los brazos y pude convencerlo para soltar los pelos ensangrentados y la cabeza que cayó con ruido blando. Me levanté con las piernas temblando y caí de costado, agotado. Las ataduras de los pies eran serpientes que mordían mis tobillos y de repente me sentía más indefenso que en toda la noche anterior. Tiré de la navaja de El Muerto, pero la tenía aferrada con tanta fuerza que tuve que cortar las cuerdas usando su mano muerta.

Fui tambaleando por toda la casa, rebotando contra los pasillos, hasta desembocar en otra habitación. Había dos sillas, una mesa y dos catres. Todo barato y provisional. Un bolso en cada cama. Yo estaba helado y el sudor en todo mi cuerpo era una escarcha repugnante. Sobre la mesa encontré media botella de whisky. Pude levantarla y dar un largo trago, chorreando de los costados de mi boca dos cascadas de alcohol barato. Me quemó la garganta, mi estómago dio un triple salto mortal y mi cabeza se rompió en diez pedazos desiguales. Pero eran todos perezosamente míos y sabría volver a unirlos. Dejé la botella en la mesa, las dos, tres, cuatro, ninguna mesa. Casi cae de costado, pero lo conseguí. Reconocí la etiqueta de la marca infame que usamos para sobornar guardias en la frontera de Marruecos. Me reí, sentado en un catre salpicado de zonas duras. «A ver el equilibrio de esa cabeza, hop, abajo y sin manos.» Eran hileras de ladrillos reforzando el catre para el peso descomunal de Serrano. Levantar la cabeza me costó más y saberme en cama amiga me llamó a descansar. No podía, yo olía mal, muy mal, con un hedor que me salía desde dentro. Fui hasta el baño y lo encontré. El abandono estaba pintado en las paredes de esa casona que hasta los okupas habían dejado. Pero el baño estaba acondicionado para una estancia de algunos días, un refugio para desaparecer si era necesario. Pensé que El Muerto debía estar en las últimas para esconderse ahí, y que una ducha era lo único que yo quería, para borrar el olor. Mi inquilino se quejó débilmente, no era lógico quedarse ni un segundo más. Lo hice callar y me desnudé. El agua caía helada y me despejó. No encontré jabón pero me froté con champú para bebés de un envase enorme.

Una vez seco me sorprendí sonámbulo, paseando desnudo por la casa, repitiendo pintadas de las paredes y el estribillo de una marcha patriótica de mi país que no creía recordar. «Cabral, soldado heroico», nunca me había caído bien Cabral, prócer que nos enseñaban a admirar en la escuela, «cubriéndose de gloria, cual precio a la victoria», por el solo mérito de haberse puesto en el camino de una lanza que, dicen, iba para el general San Martín, «¡Su vida rinde!, haciéndose inmortal» murió de puro obsecuente y, según la oficial historia, en lugar de lamentar su mala suerte, dijo morir contento porque habíamos «batido al enemigo y así, salvó su arrojo, la libertad naciente, de medio continente», antes de morir por eso, era cabo y como premio lo ascendieron a sargento. «¡Honor, honor al gran, Cabral!» Post mórtem, claro.

Una moto madrugadora atronó por una calle cercana y me puse en marcha. Mi camisa empapada de la sangre de El Muerto me provocó arcadas y la poca ropa que tenía en la mochila no estaba mucho mejor. Quería sentirme limpio, por lo menos por fuera. Volví al cuarto y sin mirar la silueta caída arrastré mi mochila y el bolso que él había traído. En el dormitorio busqué junto a la cama de Jamón una de sus enormes camisas hawaianas, primorosamente planchadas por la mano de su viuda. También encontré un manojo de folios que reconocí. Los guardé en el bolsillo de mi mochila, en la que busqué un vaquero y al sacarlo cayó al suelo la caja de puros, rodó y se abrió, mostrando la pistolita plateada.

En la camisa de Serrano cabíamos yo y por lo menos tres mujeres estupendas. Tres. Quise enterrar sus nombres pero Laika se había ido de vacaciones y no respondió a mis silbidos.

Antes de salir, me asomé otra vez al cuarto, porque tenía que mirarlo. Tendido en el suelo, aureolado de sangre y envuelto en su gruesa gabardina negra, El Muerto parecía un perro flaco enorme y hocicudo, definitivamente muerto.

Ya estaba junto a la puerta cuando me acordé y le dije a nadie:

– Gracias, Silvestre. Gracias por todo.

Esperé pero no hubo respuesta. Cargué la mochila a mi espalda y me coloqué el bolso en bandolera. Kung Fu con camisa hawaiana. En el momento en que cerraba la puerta detrás de mí, creí oír una voz felina y conocida que me decía:

– No hay de qué, Nicolás. Y cuidado con los callejones oscuros.

Mientras bajaba la escalera, dentro de la casa, el teléfono móvil de El Muerto empezó a sonar con prepotencia.

44

Estaba donde supe que estaría. De guardia desganada frente a la casa de Noelia. Y llevaba otra vez el traje de color helado de limón y chocolate a medio derretir. Planchado y limpio. «¿Y si me busco yo también una viuda?», pensé. «Todo a su tiempo.» Se alegró de verme pero tardó en entender.

– El Muerto ha muerto -dije.

– ¿Usted lo…?

– Digamos que lo hice a medias con un viejo enemigo y un amigo gruñón.

Se encogió de hombros, aliviado.

– Era un mal bicho, pero peligroso. No entiendo cómo usted…, sin ofender…

– Yo tampoco, Serrano, yo tampoco. -Busqué en la mochila y se sobresaltó cuando me vio sacar la caja de puros. La abrí y saqué dos. Nos sentamos a fumarlos en el mismo portal en el que supe de la pena pegajosa de Mar López, del desesperado amor-odio de Manolo por Lidia. Pero era de día, la mañana avanzaba y yo seguía vivo. Serrano miraba la caja de puros, pero no dijo nada-. ¿Por qué le dijo que las dos cajas eran de tabaco? -pregunté.

Miró hacia otro lado, mentía fatal.

– ¿Yo dije eso? Me habré confundido. Uno se hace mayor y con tanto golpe en el ring, la vista a veces falla.

– No me creo nada, pero no importa. Gracias, Serrano. No pude usar la pistola, pero gracias.

Me estudiaba.

– Bonita camisa, tengo una igual. Un poco grande pero le sienta bien el color.

– Es que con la compañía uno va mejorando el gusto -contesté-. ¿Y ahora qué, Serrano? Quedamos los dos…

Aspiró el humo del puro con deleite.

– Yo abandono, Nicolás. Nunca supe bien qué buscaba El Muerto, pero me prometió no matar a nadie y ya he visto demasiados muertos en una semana.

– Cuéntemelo a mí -pensaba en los que él desconocía, en Philip, en Lidia, en Manolo.

– Además -dijo sacudiendo la ceniza del puro con cuidado para no manchar el traje-, no me voy a meter en pleitos con un tipo capaz de matar a El Muerto… Creo que esto es suyo.

Del bolsillo sacó un manojo de billetes: los dólares que me había dejado Nina. Se puso de pie y estiró la raya del pantalón con dos dedos:

– Iré a recoger mis cosas y dejo todo el asunto.

– No vaya, Serrano. Habrá gente buscando a El Muerto y no tenía allí nada que valga la pena el riesgo.

Se revolvió turbado.

– Los… los poemas. Tengo que recuperarlos. -Busqué en mi mochila y le di los folios. Se le iluminó la cara al reconocerlos.

– No son tan buenos, Serrano. A ver si se atreve y le escribe uno propio, a ella le va a gustar. Espéreme aquí mientras lo piensa.

Tardé más de lo que esperaba, casi quince minutos, pero cuando bajé de la casa de Noelia con todas mis cosas, seguía en el portal, fumando otro puro y musitando rimas mientras las escribía en el costado de un folio.

– ¿Le gusta? -Me lo alcanzó-. Sea sincero.

Leí la estrofa y era tan simple y obvia, tan pura, que algo se aflojó en el nudo que tenía dentro desde la muerte del perro flaco negro enorme.

– ¿Está llorando, Sotanovsky?

– Me emocionó, Serrano, me emocionó.

Le alcancé el paquete que traía en la mano.

– Haga lo que quiera -dije-, pero yo en su lugar convencía a la viuda, me casaba con ella y me la llevaba lejos de Madrid. No creo que un estanco sea más caro en un pueblito de Málaga que en Vallecas…

Fue a decir algo pero vio el contenido del paquete y se quedó sin palabras.

– Creo que son doscientos mil euros, más o menos -dije-. Alcanzará para empezar en otro lugar en el que nadie se acuerde de que caminó junto a El Muerto. Hágala feliz, Serrano.

Me alejé andando despacio y me llamó.

– ¿Qué puedo hacer por usted, Nicolás?

– Ya lo hizo.

– Hablo en serio: supongo que él iba a matarme cuando tuviera la pasta, pero no sabía cómo dejarlo. Le debo mucho, Sotanovsky.

– No me debe nada, pero ya que insiste: cuando estén instalados, busque un gato callejero y peleón, un gato escuálido, de ser posible negro con manchas blancas pero eso tampoco importa mucho. Cuídelo un poco y dele de comer de vez en cuando. Pero no me lo amaricone ni lo encierre, déjelo a su aire y si ve que a fuerza de buena vida se le pone cara de ministro, péguele una patada. No muy fuerte, para que no olvide de dónde viene. Con que haga eso, estamos a mano.

Serrano no entendía un carajo, pero juró solemnemente cumplir mis instrucciones. Yo quería irme de una vez, porque tenía poco tiempo y no me gustan las despedidas. Pero él tenía una pregunta más y me la soltó cuando ya iba por la esquina:

– ¿Qué nombre quiere que le ponga? Al gato, digo.

No lo pensé:

– Póngale Philip, Serrano. Póngale Philip.

45

Busqué un taxi. Esta vez lo vi venir y lo reconocí. Él no.

Abrí la puerta trasera, tiré en el asiento la mochila y los bolsos y me senté. Miró el puro con desagrado y fue a decir algo.

– Hace unas noches -lo corté-, un tipo flaco le pegó una paliza y lo encerró en el maletero, ¿se acuerda?

La mirada en el espejo se le heló de miedo.

Se acordaba de El Muerto.

Siempre se acordaría.

– Hace un rato acabo de matar a mano limpia a ese mismo tipo, así que no me hinche las pelotas y ni se le ocurra buscar la pistola que tiene en la guantera, que con un muerto por día me alcanza. No voy a robarle, pero no me provoque.

Asintió obediente y puso el coche en marcha. Le di la dirección y cuando llegamos me ayudó a bajar los bultos y quiso preguntar algo, pero lo pensó mejor. No me quería cobrar, pero insistí. Le di uno de cien.

– Con lo que sobra, se compra sus propios tangas para olfatear -dije.

Creyó reconocerme, pero prefirió no decir nada y cuando dobló la esquina casi se traga un buzón por espiarme desde el retrovisor.

***

No era una zona exclusiva, desde luego, pero el bufete estaba en un edificio antiguo bien remodelado y desde la puerta se advertía que dentro había buen gusto y cierta prosperidad medida para no ofender a los clientes. La placa anunciaba el nombre de la abogada y la puerta obedeció cuando la abrí. Una sala de espera coqueta y al otro lado una puerta de cristal opaco que revelaba la silueta dentro del despacho. Hablaba con alguien en tono de reproche. Se interrumpió cuando empujé la puerta. Estaba borracha y hablaba sola. Su cara compuso una ebria expresión de dignidad final y sacó pecho. Luego vio que era yo, tardó en asimilar el dato y no supo si sonreír o seguir llorando.

– Hola, Nina -dije.

Boqueó, pero no pudo articular palabra. Dejé los bultos sobre la alfombra y tiré sobre la mesa el bolso que me mostrara El Muerto.

– Que salga -ordené.

Recogió el bolso y pasó tambaleante al despacho contiguo. Busqué un puro y lo encendí. Salió. Caminaba envarada y evitando mis ojos.

La peluca pelirroja estaba ladeada y le daba una pinta cómica.

– Hola, Noelia -dije-. El gusto es tuyo.

Se derrumbó en la silla y lloró lágrimas que venían desde lejos. No era teatro, ya no. Pero me debía una montaña de respuestas que ya conocía.

– ¿Por qué, Nina, por qué?

Lloró un poco más y empezó a hablar como para ella misma:

– Porque la hijaputa siempre me lo quitaba todo. Era la más lista, la que se llevaba los mejores, la más sucia por dentro. -Estalló en otro moqueo y siguió hablando-. ¡Y lo peor es que nadie conocía a la verdadera Noelia! Engañaba bien, la cabrona, y hasta yo tardé en darme cuenta de sus manejos. -Me miró a los ojos por primera vez-. ¿Sabes de qué murió? ¡De apendicitis! ¿Te parece serio?

No me parecía nada. El dibujo se completaba pero faltaba encajar varias piezas y ya no había tijera que valiera. Nina siguió destejiendo su historia:

– Murió en Marrakech, hace dos meses. Como no se hablaba con sus tías, me avisaron a mí. La enterraron allí. Y yo, idiota de mí, ya empezaba a perdonarle sus putadas, cuando descubrí los libros secretos de cuentas y el expediente de Menéndez, porque era muy meticulosa. No tardé en darme cuenta del lío. Y estabas en lo cierto: El Muerto robó en Financur y le confió el dinero a ella.

Quise preguntar, pero ella adivinó:

– ¿Que por qué monté toda esta historia? ¡Porque no tuve la pasta hasta la semana pasada! Ella lo había arreglado de manera que el paquete fuera enviado de un sitio a otro, todo programado y calculado. Así nadie podía quitarle el dinero. Después de recibir el paquete (sí, lo había remitido a mi nombre), supe que la casa ya no era suya: se la alquilaba a la misma inmobiliaria a la que se la vendió. El tipo me llamó para cobrar el alquiler y como yo ya estaba buscando un…

– … un pelotudo para distraer a El Muerto, pagaste el alquiler y seguiste la farsa -completé.

Bajó los ojos.

– Más o menos. Pero piensa en el panorama: descubro el follón y sé que tarde o temprano El Muerto se enterará de mi antigua sociedad con Noelia y vendrá a pedirme cuentas. Lo único que se me ocurrió fue mantenerla viva para que la siguieran mientras decidía qué hacer. Necesitaba a alguien que no fuera de aquí ni pudiera dar pistas. Me disfracé de Noelia y contraté a tres detectives…

– … para buscar entre los sudacas de Madrid. ¿Pero por qué yo y no otro?

Se sonrojó, sin dejar de moquear.

– Porque me gustaste. Y también le hubieras gustado a ella. No tenías amigos de verdad a los que acudir y fue fácil conducirte. ¿Recuerdas a José, el chico que te dejó las llaves de la casa? Es un actorzuelo conocido mío. Le pagué 500 euros por engañarte, le dije que tenía ganas de llevarte a la cama pero me ignorabas, y como me conoce… Y el nombre de Marisa Castro, ¿te dice algo?

– La gallega…

– Esa. Se ve que estaba enfadada contigo. Tuve que soltarle otros 500 para que te echara a la calle, pero creo que lo hubiera hecho gratis. Pensó que me estaba vengando por alguna putada que me habías hecho. Y yo confié en que cuando vieras el lío saldrías por pies, como cualquier persona sensata…

Me hablaba de sensatez. Ella me hablaba a mí de sensatez.

– Conocía todas tus costumbres, Nicolás, hasta tu cita semanal con el Correo, para no hallar ninguna carta…

– Ayer había dos. Una la devolví y daría la vida por no haber recibido la otra.

No comprendió y siguió hablando. Tenía mucho que contar:

– Mi plan original era esperar a que huyeras y después compensarte por el mal rato con un sobre con dinero a tu nombre en lista de Correos. Pero luego, cuando me llegó el paquete de Noelia con el botín, no supe qué hacer. Y seguí el juego. Total, tenía el dinero a mano y si había que pagar, podía pagar.

– Ya lo creo que lo tenías a mano -dije sacando de mi mochila la gran bolsa de El Corte Inglés, hecha un bulto. La dejé sobre la mesa-. ¿Por qué no pagaste cuando la cosa se puso fea?

– Por eso mismo -dijo con lógica implacable-. Supe que conocías al detective porque hablas dormido. Yo no le había pagado y temí que hablara de más y te pusiera sobre mi pista. La noche en que lo mataron, cuando fuiste a verlo, lo llamé por teléfono y me hice pasar por Noelia con la idea de alejarte con una pista falsa. Me dijo que había policías corruptos metidos en el asunto, me pidió más dinero y me habló de Lidia. Yo nunca me fie de ella y lo sabes.

Estuve a punto de pedirle un respeto para mi amiga muerta, pero la que se había metido en ese sucio negocio no era mi Lidia. Además, me sorprendió la agudeza de Philip que, al fin y al cabo, sabía su oficio. Brindé mentalmente por él, pero ella me interrumpió antes de la segunda copa:

– Me asusté, por los dos, cuando supe de la muerte de Mar López. Por eso monté lo de Marruecos y traté de convencerte para huir juntos. Pero no: el señor Sotanovsky quería saber. -Empezó a llorar despacio-. Pues ahora sabes.

No habló más y me descubrí contándole mi parte de la historia, todos los pequeños detalles que le había ocultado. Le hablé de la muerte de Lidia y Manolo, del cedé con las voces de ellas esperando en Correos, de mi desconfianza tras la emboscada en el zoco (juró que no tuvo nada que ver con eso y cambié de tema, porque sabía que había sido la otra Lidia quien me traicionó), del día anterior con su demencial secuencia de equívocos y falsos secuestros.

– Fuiste a entregarte por mí… -murmuró con ternura-. Eres gilipollas, Nicolás.

Tenía razón. No le conté del final de El Muerto y cuando el ruido de un coche al pasar la asustó, me limité a decir que él ya no podría hacernos daño.

– ¿Cuándo descubriste que suplantaba a Noelia?

– Esta mañana. Ya tenía pistas, pero me parecía tan absurdo… La postal de Marruecos fue una exageración, aunque te agradezco el intento de alejarme del peligro. Ya era raro que la colorada apareciera tan seguido si estaba huyendo, pero es que además aparecía cuando no estabas a la vista… y ya sabés que soy un experto en la biografía de Superman y en dobles personalidades.

Ya no quedaban más flashbacks pendientes, o si quedaban, eran menores.

Pero faltaba una respuesta, acaso la más importante.

– ¿Me querés decir por qué, después de armar todo este lío para ponerte a salvo de las sospechas de El Muerto, te apareciste por la casa de Noelia y te colocaste en el centro de la escena? La verdad, Nina…

– La verdad es como un coño, ya te lo dije una vez. ¿Me creerás si te digo que lo hice porque me arrepentí de haberte puesto en peligro?

– Te creo. Pero a medias. Hay algo más.

La miré a los ojos. Bajó la cabeza y habló con rabia:

– Sí. Todo ese plan perfecto, toda esa frialdad para calcular y medir riesgos, toda esa mierda que inventé, no eran típicos de mí. Cuando comprendí que había estado pensando como Noelia, que tal vez yo también admiraba su mentira, me rebelé y decidí aparecer. -Sonrió como una nena-. Además, te tenía ganas…

Llegaba el momento que los dos veníamos esquivando. Nina habló primero:

– ¿Y ahora qué, Nicolás? Porque el caballero ofendido querrá cobrarse el engaño, y en lugar de escaparnos con el dinero y vivir de puta madre, dar diez vueltas al mundo, qué sé yo, seguro que te metes en líos. ¡Hay hasta policías muertos! -Cambió de táctica-. Es mucho dinero, piensa lo que nos podríamos divertir con casi un millón de euros…

– Casi ochocientos mil -corregí-. Le di doscientos a Serrano: está enamorado.

Sacudió la cabeza con amargura.

– Lo dicho: el señor Sotanovsky tiene que hacer las cosas a su modo, a su jodido modo de perdedor…

– Ha muerto gente, Nina, mucha gente.

– Yo no los maté, se metieron solos en esto. Y mal que te pese, Lidia se lo buscó. Como el policía, como los matones, como el detective, aunque ese menos.

– ¿Ya está? ¿No hay nadie más a quién culpar del juego inmundo que queriendo o sin querer pusiste en marcha?

Busqué por la oficina hasta encontrar la guía telefónica. Empecé a pasar páginas bajo la mirada de Nina.

Me detuve, saqué la pistolita plateada de la mochila y la dejé en la mesa, junto a su mano. Seguí buscando en la guía, como si no viera de reojo que lentamente se acercaba al arma y la sostenía con mano firme:

– No necesitas buscar ahí para llamar a la policía -dijo muy seria-. Basta con marcar el 091…

No contesté, porque había encontrado el número y me estiré sobre ella para acercar el teléfono de su mesa. Marqué, conteniendo la respiración porque el reflejo de su imagen en la ventana me demostraba que la pistola estaba junto a mi riñón. Desde el auricular me llegó el tono de la llamada, como una explosión. Una vez, dos, tres, cuatro, Nina moviendo una pequeña palanca en la parte de atrás de la pistola, cinco, sacando el cargador, seis, empujando las balitas fuera con un pulgar triste y vencido, siete, ocho, dejándola sobre la mesa, vacía y bella como un adorno mortal, nueve. Nina se quitó la peluca pelirroja y la tiró al suelo. Alguien al otro lado de la línea descolgó el teléfono.

– ¿Viajes Argensitur? -pregunté-. Póngame con Julio. -Tapé el auricular con una mano y miré a Nina-. En esta agencia trabaja un amigo mío que nos puede asesorar. Porque tengamos un montón de pasta no la vamos a despilfarrar, ¿no? ¿O vos te creés que a la guita la cagan los perros?

***

No fueron diez vueltas al mundo, pero no estuvo mal del todo.

Y nos reímos mucho.

Dos años después casi no quedaba dinero: como viene se va. En una escala en Madrid comprobamos que todo se había calmado. Los peces gordos relacionados con el dinero robado formaban una cadena tan compleja que cuando empezaron a matarse entre ellos, cayeron uno tras otro. De la muerte de El Muerto no había salido nada en los diarios y en lista de Correos me encontré una postal de Serrano, desde Canarias. Estaba escrita en verso.

Le propuse a Nina que lo dejáramos y no insistió ni pidió explicaciones, porque prefería no saber la verdad.

Y la verdad era que Nina era una mujer explosiva, divertida y menos superficial de lo que yo creía. Era genial y me hubiera gustado enamorarme de ella.

Pero la verdad, como Nina me enseñó, es un coño; la verdad la conocíamos los dos y por eso no la dijimos: de quien yo me había enamorado sin remedio era de Noelia.

Lavapiés, Casa Tirso, 2011.