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Estaban bajo los sauces, contemplando el río. Quienes no los conocían los habrían tomado por dos hombres de negocios disfrutando de su paseo vespertino de los domingos.
Pero casi todos los habitantes de Kingsmarkham conocían a la pareja y para entonces ya sabían que ése era el lugar donde Charlie Hatton había sido asesinado.
– Dije que tendríamos que hablar con todos los miembros del club de dardos -comentó Burden, deteniéndose en el margen del río-, y eso hemos hecho. ¿No te parece extraño? Pertwee era el único que soportaba a Hatton más de un minuto, pero ninguno de ellos está dispuesto a admitirlo. Siempre son los otros los qué odiaban a muerte a la víctima. El interrogado es todo tolerancia y paciencia. Como mucho, admitirá cierto resentimiento. ¿Puede un hombre matar a un compañero porque le sulfure en un bar o tenga más dinero que él?
– Puede, si tiene intención de quedarse con ese dinero -respondió Wexford-. Cien libras son muchas libras para un hombre como Cullam. Tendremos que vigilarle, comprobar si efectúa alguna compra importante durante los próximos días, No me hace ninguna gracia que haya lavado la ropa que vestía el viernes por la noche.
En ese momento Burden estaba cruzando el río con tiento, tratando de no mojarse los pies mientras pisaba las piedras saledizas que el agua lamía sin llegar a cubrir. De repente se inclinó y dijo:
– He aquí el arma que buscabas.
Desde la orilla, Wexford siguió la dirección del dedo de Burden. Todas las piedras salvo una aparecían cubiertas con una capa de moho en el perímetro y parte de la superficie. Burden apuntaba a la única que estaba pelada, como si recientemente hubiese estado reposando con la zona expuesta empotrada en el fondo areno del río. Burden se agachó precariamente y alzó la piedra con ambas manos. Luego se incorporó y llegó a trompicones hasta donde estaba Wexford.
Era una piedra grande, alargada y con forma de mandolina. La parte que había reposado en contacto con el lecho del río estaba verde y cubierta de musgo, y nada en ella, salvo su forma y lo anómalo de su posición en el agua, indicaba que hubiese sido utilizada como arma mortal. Wexford la cogió y, tras elevarla al cielo, la bajó con fuerza cortando el aire. Aquella noche, Hatton había caminado en medio de la penumbra mientras alguien le esperaba entre los sauces y las zarzas empuñando piedra. Obnubilado de whisky, la mente espesa y distante, Hatton había avisado de su proximidad. Estaba silbando y probablemente no se molestó en caminar con cautela. La piedra se elevó del mismo modo que Wexford la elevaba ahora, pero en aquella ocasión se desplomó sobre el cráneo de Hatton. ¿Una, dos, tres veces? Tantas como hizo falta para matarlo. Luego Hatton rodó hasta el agua. Su asesino le cogió la cartera antes de lanzarla piedra al agua.
Wexford pensaba todas esas cosas sabiendo que Burden seguía sus pensamientos, de modo que no se molestó en hablar. Tiró la piedra y ésta rodó ligeramente antes de caer en el agua con un suave chasquido.
Al otro lado de los prados se divisaban las viviendas de protección oficial. El sol encendía el vidrio cilindrado de las ventanas, haciéndolas refulgir como si todo, el lugar estuviera en llamas.
– Ya que hemos llegado hasta aquí propuso el inspector jefe, podríamos tener otra charla con la señora Hatton.
Le acompañaban la madre y tres personas más. Jack Pertwee estaba sentado en el elegante sofá de cuadros, sosteniendo la mano de una muchacha que lucía una impresionante mata de pelo negro y gruesas pestañas. La señora Hatton y su madre vestían de negro; un negro distinguido impropio de la estación, pero aligerado con una selección de joyas vistosas. El traje de la viuda parecía nuevo y Wexford se preguntó si la mujer había salido a la calle el día antes para comprarlo. Debajo de la chaqueta asomaba una blusa blanca de ostentosas chorreras y en la solapa lucia un colosal ramaje de cristal. Las medias eran oscuras y los zapatos, aunque también parecían nuevos, eran un modelo anticuado de charol negro, con tacón de aguja y acabado en punta. A juzgar por el aspecto de la mujer, se diría que se disponía a acudir a una fiesta de provincias para mujeres ejecutivas.
Al principio Wexford sintió una extraña aversión, pero luego pensó en el difunto y en lo que sabía de él. Así era cómo a Charlie le hubiera gustado que se mostrara su viuda, valiente, desafiante, emperejilada. Lo último que un gallito engreído como Hatton hubiese deseado era una viuda hindú.
Examinó a los demás invitados. Era evidente que habían interrumpido una merienda de luto. La muchacha del sofá debía de ser la novia cuya boda había sido postergada a causa de la muerte de Hatton. ¿Y el otro hombre?
– Mi hermano, el señor Bardsley dijo la señora Hatton. Ha venido con mamá para hacerme compañía. Este caballero es el señor Pertwee.
– Nos conocemos dijo Wexford.
– Y ésta es la señorita Thompson -prosiguió la señora Hatton con voz queda y sumisa. Bajo la gruesa capa de maquillaje verde y negro se adivinaban unos ojos hinchados-. Todos querían mucho a Charlie. ¿Les apetece una taza de té? Son ustedes bienvenidos.
– No, gracias, señora Hatton.
– Entonces siéntense, hay sitio de sobras. -Le dijo con orgullo, señalando las sillas vacías.
Eran sillas buenas, tapizadas y bien cuidadas, nada que ver con las incómodas sillas de respaldo duro que una anfitriona menos acaudalada se habría visto obligada a ofrecer a los invitados rezagados. Mientras observaba la lámpara de brazos que colgaba del techo, de madera de teca y cristal ahumado, las cortinas de terciopelo y el enorme televisor en color, Wexford decidió que Hatton había tenido a su mujer a cuerpo de reina. Cullam y él eran camioneros, ambos vivían en pisos de protección oficial, mas eso era cuanto tenían en común. Miró a Bardsley, el hermano, un hombre de pelo rubio y cara de conejo como su hermana, aunque menos agraciado, y reparó en su traje. Probablemente su mejor traje no hallaría un día más adecuado para vestirlo, pero de confección barata.
– Lo lamento, señora Hatton, pero debo hacerles algunas preguntas de rutina -comenzó Wexford. La mujer asintió con un movimiento de la cabeza-. Señor Bardsley, si no me equivoco el señor Hatton y usted tenían un negocio en común.
– Así es.
– ¿Eran socios?
Bardsley dejó su taza sobre la mesa y con voz melancólica dijo:
– Quería hacerle mi socio, pero últimamente el negocio no iba demasiado bien. En realidad, trabajaba para mí.
– ¿Le importaría decirme a cuánto ascendía su sueldo?
– Pues no sé… Preferiría no hacerlo.
– Claro que no -espetó belicosamente Jack Pertwee-. ¿Qué tiene eso que ver con lo ocurrido el viernes?
– Muy bien, Jack -murmuró la muchacha, y le apretó la mano.
– Está claro que a Charlie le iban bien las cosas. No hay más que mirar alrededor.
– No armes cizaña, Jack -dijo la señora Hatton con su peculiar dominio de sí misma-. Los agentes están haciendo su trabajo. -Se acarició el broche de cristal con inquietud-. Charlie solía traer a casa algo más de veinte libras a la semana. ¿No es así, Jim?
A Jim Bardsley le disgustó la respuesta y esta vez su voz fue agresiva:
– Últimamente apenas he podido ganar esa cantidad yo mismo. Charlie era de los que saben sacar provecho de su dinero. Creo que era muy prudente.
Marilyn Thompson sacudió la cabeza y un mechón escapó de su elaborado peinado.
– Pero no era malo -dijo-, si a eso te refieres con lo de prudente. Nadie que no perteneciera a la familia de los novios regalaría un tocadiscos como obsequio de bodas.
– Nunca he dicho que fuera malo, Marilyn.
– Es indignante. Lo que tienen que hacer es averiguar quién le mató -espetó la muchacha con manos temblorosas. Finalmente las cerró-. Dame un cigarrillo, Jack. -Sus dedos rodearon la muñeca de Pertwee, que sostenía el mechero y temblaba tanto como su novia. Ustedes tienen muy mala opinión de un hombre trabajador -murmuró-. Si el obrero no tiene una casa bonita, lo llaman vago -la mujer miró a Wexford echándose el cabello hacia atrás-, pero si tiene las mismas cosas que los de su clase, seguro que piensan que las ha robado. Clase, clase, clase -dijo con lágrimas temblorosas sobre sus pestañas rizadas-. No piensan otras cosas.
– Pronto estallará la revolución -dijo con sarcasmo Bardsley.
– Callaos los dos -ordenó la señora Hatton. Se volvió hacia Wexford-. Mi marido hacía horas extras y tenía otros trabajos.
Otros trabajos, pensó Wexford. Hacía horas extras y sabía sacarles provecho. El hombre tenía televisor en color, una dentadura postiza de doscientas libras y había comprado un tocadiscos como regalo de bodas para su amigo. Wexford había visto esa lámpara de teca y cristal en una tienda de Kingsmarkham y sabía que cine costaba veinticinco libra un cuarto más de lo que Hatton ganaba en una semana. El día que fue asesinado llevaba consigo cien libras.
«Si tiene las mismas cosas que los de su clase había dicho la muchacha, seguro que piensan que las ha robado.» Realmente curioso, pensó Wexford, mientras advertía que Marilyn se aferraba al codo de Pertwee. Pero la muchacha era muy joven, probablemente hija de una boda sindical comunista, y era evidente que despreciaba a las personas mejor educadas que ella. Formaba parte de esa clase de gente agresiva que había alcanzado incluso a Kingsmarkham, gente que hablaba de paz, de derechos y amor fraternal, pero que carecía de la energía o el valor necesario para hacer algo que convirtiera en realidad tan deseables reivindicaciones.
Sin embargo, Wexford no había dicho nada para provocar su arranque. Y tampoco pudo provocarlo el comentario de Bardsley sobre la prudencia de Hatton. ¿Había saltado de ese modo porque sabía que el dinero de Hatton procedía de una fuente ilícita? Si ella lo sabía, inmadura e inculta como era, también debía de saberlo Pertwee. Puede que todos los presentes, salvo Burden y él, lo supieran. Wexford meditó una vez más sobre el poder de la aflicción. Un baluarte perfecto, inabordable. Pertwee ya había recurrido a él el día anterior para interrumpir el interrogatorio. La señora Hatton, con mayor pericia todavía, mantenía controlada la pena con tal desconsuelo que sólo un animal habría osado abrumarla. La mujer se paseaba ahora por la habitación, manteniendo el equilibrio sobre sus tacones con doloroso estoicismo, recogiendo las tazas y platos de sus invitados con un amable murmullo para cada uno. Wexford escudriñó las miradas que la mujer recibía de cada una de sus visitas, la de su madre simplemente solícita, la de Pertwee indicadora de un afecto profundo, la de Bardsley furtiva, mientras que la novia frustrada se inclinó, alzó el mentón y afirmó con un movimiento de la cabeza su lealtad incondicional.
– ¿Tenía su marido una cuenta bancaria, señora Hatton? -preguntó Burden cuando la mujer pasó frente a su silla.
El sol iluminaba de lleno el rostro de la viuda, desvelando cada pincelada y cada grano de maquillaje, pero privándolo, al mismo tiempo, de expresión. Ella asintió.
– En el Midland.
– Me gustaría ver su relación de ingresos.
– ¿Para qué? -La voz, agresiva y áspera, pertenecía a Pertwee.
Wexford lo ignoró y siguió a la viuda hasta el aparador, de cuyo cajón extrajo una libreta color crema. Wexford la entregó a Burden y dijo:
– ¿Cuándo encargó su marido la dentadura postiza, señora Hatton?
El «maldito fisgón» mascullado por Pertwee acobardó a la mujer, que proyectó una mirada de angustia por encima de su hombro.
– Llevaba dentadura postiza desde los veinte años -respondió.
– ¿Siempre la misma?
– Oh, no. Esta última era nueva. Se la hizo el doctor Vigo, hará aproximadamente un mes.
Asintiendo con la cabeza, Wexford hojeó la libreta por encima del hombro de Burden y lo que vio le sorprendió más que cualquiera de los dispendios de Hatton. Cerca de las tres cuartas partes de las hojas habían sido arrancadas, y lo mismo ocurría con los resguardos, de los que sólo quedaban tres.
El resguardo más reciente tenía fecha de abril, y en esa ocasión Hatton había ingresado en su cuenta la modesta suma de cinco libras con cuatro peniques.
– El cuarto dividendo del fondo -explicó la señora Hatton, tragando saliva.
Los otros dos resguardos correspondían a ingresos de doscientas libras cada uno.
– Señora Hatton -dijo Wexford, llevándola hacia un rincón-, los resguardos de los ingresos sirven para que el titular de la cuenta posea un comprobante del dinero que ha depositado en el banco. ¿Sabe por qué el señor Hatton los arrancó? El señor Hatton o bien el cajero que lo atendía tuvo que rellenarlo en el banco.
– Lo ignoro. Charlie nunca hablaba de dinero conmigo. Siempre decía… -Tragó saliva de nuevo y una lágrima le surcó el maquillaje-. Siempre decía: «No te preocupes. Cuando nos casemos te prometo que tendrás todo lo que desees. Sólo tendrás que nombrarlo y será tuyo.» -Inclinó la cabeza y rompió a llorar-. Era una joya, mi Charlie. Me habría conseguido la luna si se la hubiese pedido. -Marilyn se levantó y abrazó a su amiga-. Oh, Charlie, Charlie…!
El cajón estaba abierto y el talonario de Hatton a la vista. Wexford lo hojeó y descubrió que Hatton había pagado veinticinco libras por la lámpara el 22 de mayo, y a la siguiente semana, la última de mayo, treinta libras a Lucrece Ltd., High Street, Kingsmarkham (¿el vestido de su esposa?) y otras treinta a Excelsior Electrics, Stowerton (¿el tocadiscos de Pertwee?).
Luego aparecían tres resguardos en blanco y, por último, uno correspondiente a la extracción de cincuenta libras en efectivo. Ni un solo resguardo mostraba el nombre de Vigo. Hatton debió de pagar la dentadura al contado.
Devolvió la libreta al cajón y esperó a que la señora Hatton se tranquilizara. Su madre y su hermano se habían retirado a la cocina, desde donde llegaban sordos cuchicheos y un tintineo de tazas.
El maquillaje de la viuda se había trasladado al pañuelo de Marilyn Thompson.
– No paro de llorar. No puedo evitarlo.
– Es lógico, cariño, teniendo en cuenta todo lo que has pasado.
– No sé qué haría sin vosotros dos.
Pertwee no dijo nada, pero su mirada ceñuda y belicosa era absurdamente intensa y estuvo a punto de violentar a Wexford.
– ¿Le dice algo el nombre de McCloy, señora Pertwee? -preguntó suavemente.
Wexford tuvo la certeza de que ese nombre no significaba nada, absolutamente nada, para la señora Hatton. En cuanto a Pertwee y la chica, no estaba tan seguro. Marilyn asomó el labio inferior y sus ojos parpadearon. Por un instante adquirió el aspecto de una criatura salvaje en busca de un agujero donde refugiarse. Pertwee había enrojecido, probablemente por la irritación que le provocaba la insistencia de Wexford.
– Parece irlandés -dijo Pertwee.
– ¿No le resulta familiar?
– No, no conozco a ningún McCloy. Nunca he oído hablar de él.
– Es extraño, porque juraría que el viernes habló de ese tal McCloy con sus amigos en el Dragón. ¿Es un hombre de por aquí?
– Repito que no lo conozco. -Pertwee se mordió el labio y se miró las rodillas. Wexford observó que buscaba la mano de la muchacha, pero ésta estaba ocupada con la señora Hatton, acariciándole la cara y alisándole el cabello. Desamparada, la mano se alzó hasta la frente y mesó los mechones negros y grasientos-. ¿Le importaría dejarnos en paz? -suplicó, y Wexford advirtió, impotente, que el hombre se había escudado de nuevo en el impenetrable baluarte de la aflicción-. Nunca he sabido qué ocurre en el negocio de los camiones -dijo-. Yo no era el único amigo de Charlie. Tenía cientos de amigos. Pregunte a Jim Bardsley o a Cullam. -Pertwee tenía los ojos vidriosos y sombríos-. Búsquese a otro que ensucie su memoria.
Jim Bardsley llevaba un delantal atado a la cintura. Se movía con tiento por la cocina mientras guardaba la vajilla, como si temiera que sus manos dañaran o contaminaran su esplendor prístino. El piso de Hatton y la casa de Cullam tenían una cosa en común: la lavadora. La señora Hatton poseía muchos electrodomésticos, como licuadoras, abrelatas, una plancha de vapor, además de un enorme frigorífico escarlata y una cocina con parrilla.
– Usted transporta este tipo de aparatos, ¿verdad, señor Bardsley? -preguntó Burden-. Imagino que el señor Hatton los conseguía a precio de coste.
– Así es -respondió con prudencia Bardsley.
– Planchas, estufas… ¿Fue ésa la mercancía que perdió cuando el camión de Hatton fue robado? -Bardsley asintió con expresión de desdicha-. Supongo que estaba asegurada, ¿verdad?
– No lo estaba la segunda vez, en marzo, cuando le robaron en Stamford. Tuve que pagar la mercancía de mi bolsillo. -Bardsley se desató el delantal y colgó el paño de cocina que, acorde con el piso, era una imitación de un billete de una libra-. Una ruina, se lo aseguro. Creo que el pobre Charlie se alegró de que no le hubiese hecho socio. En ambas ocasiones encontraron el camión intacto, sólo faltaba el cargamento. La segunda vez Charlie se había detenido en un área de descanso para echar una cabeza sobre el volante. Por fortuna, los ladrones no le hicieron daño, únicamente lo ataron.
– Pero la primera vez sí le hirieron.
– Sufrió una ligera conmoción cerebral -explicó Bardsley-. Pero no le dejaron marcas, sólo una pequeña magulladura.
– ¿Le dice algo el nombre de McCloy?
– No, en absoluto -aseguró Bardsley, y Burden le creyó-. He visto con mis propios ojos cómo vendían mi mercancía en el mercado. Sabía que era mía pero no podía probarlo. Los dueños de esos puestos se conocen todos los trucos. -Se rascó la cabeza-. En aquella ocasión metí demasiado las narices y no he vuelto a ver ese puesto.
– Si lo ve, señor Bardsley, acuda a nosotros de inmediato. No discuta con ellos, venga directamente a nosotros.
– Así lo haré -dijo Bardsley sin un ápice de esperanza.
Burden lo dejó contemplando el paño de cocina, como si sólo necesitara transformarlo en papel, reducir su tamaño y multiplicarlo para ser un hombre feliz.
– En primer lugar -dijo Wexford-, me gustaría saber cuánto dinero hay en la cuenta.
El director del banco adoptó una actitud envarada.
– Exactamente seiscientas nueve libras con cuarenta y siete peniques.
– ¿Se trata de una cuenta corriente? ¿No tenía cuenta de ahorros?
– Desafortunadamente no. Cuando el señor Hatton comenzó a ingresar grandes sumas traté de convencerle de que abriera una cuenta con un interés nada despreciable del cinco por ciento, como usted bien sabrá. Pero el señor Hatton se negó. «Me gusta tener el dinero a mano, señor Cinco Por Ciento», me contestó. -El director suspiró-. Un hombre sumamente simpático y divertido, el señor Hatton.
Cuestión de opiniones, pensó Wexford.
– ¿A cuánto ascendían esas grandes sumas?
– Me parece poco ortodoxo revelar esa información, la verdad, pero si insiste. -El director abrió un libro mayor y colocó sobre su nariz unas gafas con montura de concha-. El señor Hatton abrió esta cuenta el pasado noviembre con cien libras. -La retribución por el primer robo de la mercancía, pensó Wexford, un buen pico para compensar el golpe en la cabeza-. En enero hizo dos ingresos de cincuenta libras cada uno. -¿Otros dos robos planeados por Hatton, consistentes en distraer a los camioneros con el juego del veintiuno en un café de carretera? Wexford estaba satisfecho. Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar-. El quince de marzo hubo otro ingreso de cien libras, pero eso fue todo hasta el veintidós de mayo.
El director hizo una pausa y Wexford trató de recordar si durante la penúltima semana de mayo se había producido el robo de algún camión en la autopista A-I. Saltaba a la vista que Hatton recibía cien libras cuando intervenía personalmente y cincuenta cuando era otro quien recibía el golpe en la cabeza y era abandonado en la cuneta. ¡Qué hombre tan simpático y divertido!
– ¿A cuánto ascendía ese último ingreso? -preguntó Wexford.
El director se ajustó las gafas.
– Déjeme ver… ¡Dios santo! No, no se trata de ningún error. No tenía ni idea, en serio… El veintidós de mayo el señor Hatton ingresó en su cuenta corriente quinientas libras.
¿Y qué demonios, pensó estupefacto Wexford, tenía el poder de hacer Hatton que valiera quinientas libras? ¿Qué carga tan preciada podía transportar un camión para recompensar a Hatton de ese modo? Varios hombres tuvieron que participar en la estafa, el propio McCloy y un par o tres más para asaltar el camión y reducir al conductor y a Hatton. Sin duda, McCloy exigió la parte del león de lo que les dieran por la carga, y si Hatton, un simple señuelo, obtuvo quinientas libras, los tres secuaces valdrían otras tantas cada uno. Cuatro por quinientas… ¿Y para McCloy? ¿Mil, dos mil? Eso representaba una mercancía valorada en cuatro o cinco mil libras. Por lo menos, porque McCloy no obtendría ni por asomo su verdadero valor en el mercado negro.
En fin, averiguarlo había de ser tarea fácil. Seguro que la policía del distrito donde se produjo tan importante robo no había olvidado el suceso. Wexford no alcanzaba a comprender que él mismo lo hubiese olvidado. La noticia tuvo que aparecer en primera página. La penúltima semana de mayo, se dijo. Presumiblemente no habían arrestado a nadie. Por lo menos, era seguro que no habían arrestado a Hatton.
– ¿Y después de eso? -preguntó con calma.
– Ingresos regulares de cincuenta libras semanales durante las últimas seis semanas.
Wexford ocultó su sorpresa.
– ¿Nada de grandes sumas?
– Nada de grandes sumas -respondió el director del banco.
Estaba claro lo que había pasado. Hatton había hecho varios trabajos para McCloy, pero el último había sido espectacular. Tan espectacular que quizá incluyó una lesión de importancia o una muerte. ¿Cómo era posible que no lo recordara? Este Hatton, tras hallar un punto flaco en la armadura de McCloy, comenzó a hacerle chantaje. Una cantidad inicial el 22 de mayo y luego, cada semana, cincuenta libras.
Debió de estar bien mientras duró, pensó Wexford. ¿Qué podía resultar más estimulante para un hombre pobre que la súbita entrada de un dinero fácil que manaba de una fuente aparentemente inagotable? ¿Cómo podía alguien como Hatton resistirse a dar un gran golpe? Wexford recordó que las metáforas sobre dinero siempre están relacionadas con el agua, con torrentes o manantiales, y que los hombres de negocios hablan de liquidez y flujo de dinero.
Alcanzó el puente de Kingsbrook y se detuvo un instante en el parapeto para escuchar el suave discurrir de la corriente. Eterno, el Kingsbrook traqueteaba sobre sus piedras, entorpecido aquí y allá por ramas de árboles o masas de hierbajos, pero siempre vencedor, siempre en movimiento, fulgurante bajo el sol como si pepitas de oro yacieran bajo sus rizos.
En el margen de estas aguas Hatton había encontrado la muerte. ¿Porque una fuente menos copiosa y generosa que este río se había secado?