177687.fb2 Un Cad?ver Para La Boda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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6

El niño que le abrió la puerta era el mismo que había visto en el campo paseando con su padre. De unos siete años, grande para su edad, tenía un aspecto agresivo y la cara salpicada de churretones de comida rojos y marrones.

– ¿Quién es, Dominic? -dijo una voz surgida de las profundidades sórdidas de aquella pequeña vivienda de protección oficial.

– Un hombre -respondió Dominic.

– ¿Y qué quiere?

Deseoso de poner fin a tan absurdo coloquio, Wexford cruzó el vestíbulo y entró en la sala. Tres niños veían un programa de deportes en la televisión. Los restos del almuerzo todavía cubrían el mantel sucio y repleto de migas. Sentada a la mesa, una mujer daba el biberón a un bebé. Podía tener entre treinta y sesenta años, y Wexford había apurado el límite inferior únicamente a causa de la corta edad de las criaturas. Tenía el cabello largo, fino y rubio, recogido en la nuca con una goma, y una cara igualmente fina y alargada, marchita y chupada. El desgaste derivado del tedio cotidiano y el cansancio físico parecía el rasgo dominante de esa mujer. Sufría el sórdido agotamiento de la pobreza, del exceso de trabajo, del enclaustramiento casi perpetuo, de las continuas exigencias. El único deseo que le quedaba era que la dejaran sola cinco minutos para sentarse y sumirse en una apatía irreflexiva. Con tal objeto, no derrochaba palabras ni gestos, y cuando vio a Wexford ni siquiera se dignó a saludarle o levantarla cabeza. Simplemente dijo:

– Ve a buscar a papá, Samantha.

Samantha se sacudió del regazo un gato negro y atravesó lánguidamente la cocina en dirección al jardín trasero. Una mujer de clase media, una mujer con más dinero y menos hijos se habría disculpado por la suciedad y el olor a cien comidas rancias. La señora Cullam ni siquiera miró al inspector jefe y cuando éste le preguntó a qué hora había llegado su marido a casa el viernes por la noche, respondió sucintamente:

– A las once y cuarto.

– ¿Cómo puede estar tan segura?

– Eran las once y cuarto. -La señora Cullam dejó al pequeño sobre la mesa, entre las migajas. Le quitó el pañal, lo tiró al suelo y con igual parsimonia, dijo-: Tráeme un pañal limpio, Georgina. -Un fuerte olor a amoniaco competía con la col. El bebé, una niña, empezó a llorar. La señora Cullam encendió un cigarrillo y se apoyó contra la mesa, las manos suspendidas en los costados y el cigarrillo pendiéndole de los labios. Georgina regresó con un trapo gris, recuperó su asiento y observó como su hermano introducía los dedos en las orejas del gato-. Deja en paz al gato, Barnabás -ordenó la señora Cullam.

El marido entró secándose las manos con un paño de cocina, en tanto el gato negro se refugiaba en sus talones. Saludó a Wexford con un movimiento de la cabeza y apagó el televisor.

– Levántate de ahí, Samantha, y deja sentar al caballero. -La niña no hizo caso, y tampoco abrió la boca cuando su padre le propinó un cachete con una mano mientras tiraba de su cuerpo con la otra. El hombre contempló la habitación con resignación, deteniéndose por un instante en el pañal sucio, pero su cara no denotaba aversión, tan sólo una aceptación vagamente teñida de resentimiento.

Wexford renunció al asiento y algo en su expresión debió de indicar a Cullam que deseaba hablarle a solas, porque éste dijo a su mujer:

– ¿Te importaría llevar a los niños?

La mujer se encogió de hombros y la ceniza del cigarrillo cayó en un plato de salsa coagulada. Se cargó el bebé a la cadera y tras arrastrar una silla hasta el televisor, se sentó y clavó la mirada en la pantalla vacía.

– Te he dicho que dejes en paz al gato -insistió con indiferencia.

– ¿Qué quiere? -preguntó Cullam.

– Vayamos a la cocina, si no le importa.

– Está hecha un desastre.

– No importa.

La señora Cullam no dijo nada. Encendió el televisor sin levantar la vista. Dos de sus hijos emprendieron una pelea en un sillón. Wexford siguió al padre hasta la cocina. Como no había dónde sentarse, apartó cuatro cacerolas llenas de comida incrustada y se apoyo contra la estufa de gas.

– Sólo quiero saber quién es McCloy -dijo.

Cullam le miró con una astucia ligeramente inquieta.

– ¿Quién le ha hablado de McCloy?

– Vamos hombre, sabe perfectamente que no puedo decírselo.

Los niños empezaron a gritar, superando los entusiastas comentarios del locutor de atletismo. Wexford cerró la puerta y oyó a la señora Cullam decir:

– Deja en paz al maldito gato, Barnabás. -Había empleado una palabra de más.

– Usted le conoce -dijo Wexford-. Hábleme de él.

– Yo no lo conozco, de veras que no.

– No sabe quién es pero la otra noche preguntó al señor Hatton si había visto últimamente a McCloy. No quiere hablarme de McCloy porque le gusta dormir tranquilo.

– Ya se lo he dicho, no sé quién es, nunca le he visto.

Wexford retiró el codo de la peligrosa proximidad de un plato de patatas fritas.

– El señor Hatton no era santo de su devoción, ¿verdad? No quiso volver a casa con él a pesar de que iban en la misma dirección. De modo que se adelantó y hasta es posible que se demorara un rato bajo los árboles. -Sin abandonar su actitud, Wexford advirtió que el rostro fornido de Cullam palidecía-. Creo que eso es lo que hizo, Cullam Un tipo fuerte como usted no puede tardar treinta y cinco minutos en llegar hasta aquí desde el puente de Kingsbrook.

Con voz queda y resentida, Cullam repuso:

– Estaba mareado. Antes de llegar a casa me encontré indispuesto. No estoy acostumbrado al whisky y entré en los lavabos de la estación para vomitar.

– Permítame que le felicite por su capacidad de recuperación. Esta mañana, a las siete y media, se encontraba lo bastante bien para dar un paseo por el campo. ¿O acaso volvió para asegurarse de que había dejado a Hatton bien rematado? Muéstreme ropas que llevaba anoche.

– Están tendidas en el jardín.

Wexford miró al hombre con ceño, y las implicaciones de su mirada fueron inequívocas. Cullam se agitó nervioso, caminó hasta el fregadero repleto de cacharros y se inclinó sobre el mismo apretando los labios.

– Las lavé -explicó-. El jersey, los pantalones y la camisa. No tenían… bueno, no tenían muy buen aspecto. Cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.

– Enternecedor -dijo cruelmente Wexford-. Las lavó. ¿Para qué tiene una mujer? -Fue entonces cuando reparó en un enorme y lustroso electrodoméstico, la lavadora, el único objeto de la cocina que no estaba manchado o desportillado o cubierto de restos de comida. Abrió la puerta del jardín y divisó la cuerda del tendedero de la que pendían, entre una hilera de pañales, las tres prendas mencionadas por Cullam-. Las ventajas de los avances tecnológicos -dijo-. Y me parece muy bien. Últimamente siempre hablo de cómo están invirtiéndose los papeles entre los sexos. Su voz devino engañosamente amable y Cullam se humedeció los gruesos labios. Ahora un hombre puede llegar agotado a casa después de toda una semana de trabajo y echar una mano a su mujer. Con sólo apretar un botón la colada de la familia sale más blanca que la nieve. De hecho, podría decirse que estos chismes convierten las tareas domésticas en un placer. Los hombres, en el fondo, son como niños, y al igual que las mujeres les gusta rodearse de juguetes como éste para romper con la rutina diaria. Además, con lo caros que son lo menos que puede pedirse es que resulten divertidos. Apuesto a que este juguetito le ha costado más de ciento veinte libras.

– Ciento veinticinco puntualizó Cullam con modesto orgullo. Desarmado, avanzó hasta la máquina y abrió la lustrosa portezuela-. Eliges el programa… -una última mirada nerviosa al inspector jefe le confirmó que su interlocutor estaba interesado en el tema y sólo se trataba de una visita de rutina-, pones el detergente y listo.

– Yo conocía a un tipo -mintió Wexford con aire pensativo-, camionero como usted y con una familia numerosa como la suya. Todos sabemos el gasto que eso supone. Lamentablemente, comenzó a frecuentar malas compañías. Su mujer no paraba de pedirle cacharros para la casa. Había hecho la vista gorda en dos ocasiones mientras le robaban el camión. Pero mirar hacia otro lado en un café mientras alguien te birla el camión no puede considerarse un delito, ¿o sí? -Cullam cerró la portezuela sin volver la cabeza-. Esas mala compañías pagaban bien. Cuando le ofrecieron doscientas libras por cargarse a otro tipo que no quería seguirles el juego, él se negó a hacerlo, pero no por mucho tiempo. Creía que tenía tanto derecho como esas malas compañías a disfrutar de las cosas agradables de la vida. ¿Y por qué no? Hoy día todos somos iguales. A partes iguales, dijo. Así que una noche esperó en un lugar solitario por donde tenía que pasar el otro tipo y, como usted dijo, listo. Por cierto, le cayeron doce años.

Cullam miró al inspector con una decepción agresiva.

– Trabajé horas extras para comprar la lavadora dijo.

– ¿Seguro que no lo hizo con la propina que McCloy le dio por los servicios prestados? ¿Acaso la vida de un hombre no vale ciento veinte libras, Cullam? Esa máquina tiene un sumidero y no dejo de preguntarme si no habrá sangre, pelo y sesos en él. Oh, no ponga esa cara. Es fácil averiguarlo, sólo tenemos que desmontar el aparato y el desaguadero. Un Consejo extraño el de Sewingbury. Conocía a una familia, en este caso de seis hijos, a la que pusieron de patitas en la calle por romper un tubo de desagüe. Vandalismo, lo llamó el Consejo. Le levantaremos el sumidero, Cullam, pero ahora estamos demasiado ocupados y no encontraríamos a nadie que pudiera montarlo de nuevo.

– Cabrón -dijo Cullam:

– ¿Cómo dice? Mi oído ya no es lo que era, pero todavía no tengo un pie en la tumba. Me gustaría sentarme. ¿Le importaría limpiar esa silla?

Cullam se sentó encima de la lavadora con las piernas colgando. Al otro lado de la puerta el programa de televisión había pasado del atletismo a la lucha libre y el bebé lloraba de nuevo.

– Le repito que no conozco a ningún McCloy -dijo el padre-. Sólo lo dije para picar a Charlie. Siempre está fanfarroneando. Me sacó de mis casillas.

Wexford no necesitaba absorber más miseria para comprender las palabras de Cullam. La casa era la viva imagen de la incomodidad puerca y ruidosa. Una incomodidad que sólo descansaba cuando los habitantes de la casa dormían y que iba del mayor al menor de los niveles. Cullam y su esposa estaban abrumados por casi todas las cargas que el artesano, el filoprogenitor mal pagado, podía imaginar. Sus hijos eran desdichados, estaban malcriados y puede que incluso fueran maltratados. La casa estaba congestionada. Hasta los animales sufrían horriblemente. Los padres carecían del carácter o el amor necesario para salir adelante. Recordó el apartamento nuevo de Charlie Hatton, su joven y bonita esposa con su elegante vestido. Esos dos hombres trabajaban en lo mismo. ¿O no?

– Si le cuento lo que pasó -dijo Cullam- no me creerá.

– Puede. Póngame a prueba.

Cullam apoya los codos en las rodillas y se inclinó.

– Ocurrió en uno de esos cafés que tienen habitaciones para camioneros de la A-I, entre Stamford y Grantham. Llevaba casi once horas conduciendo y como no debemos conducir más de once, entré en el café y me encontré a Charlie Hatton. Había visto su camión en el área de descanso. Cominos algo y empezamos a hablar.

– ¿Qué cosas transporta usted?

– Neumáticos. Mientras comíamos, miré por la ventana y vi a un tipo dentro de un coche negro en el área de descanso. Se lo comenté a Charlie y éste me dijo que parecía una vieja chismosa. Siempre decía cosas así a los colegas. Luego nos invitó a mí y otros dos compañeros a su habitación para jugar al veintiuno. Dijo que estaríamos más tranquilos allí, pero desde su ventana no se veía el área de descanso y al cabo de un rato me fui. El tipo del coche seguía allí.

– ¿Anotó el número de la matrícula? ¿Puede describir al hombre?

– No. -Cullam miró fugazmente a Wexford-. Tampoco anoté la matricula. Estuve sentado en el camión durante media hora hasta que el tipo se fue. Charlie dijo que quería telefonear a Lilian y cuando fui a retomar la carretera vi que estaba en una cabina de teléfonos. Quería encenderme un cigarrillo pero me había quedado sin cerillas, así que abrí la puerta de la cabina y le pedí fuego. Creo que no me oyó acercarme. «Dile al señor McCloy que de eso nada», le oí decir, y fue entonces cuando le pregunté si tenía cerillas. Se llevó un susto de muerte «¿Qué demonios quieres?», me gritó. «¿Escuchar mis conversaciones privadas?» Estaba blanco como la leche.

– ¿Relacionó la llamada con el hombre del coche?

– Sí -respondió Cullam-. Bueno, la relacioné después, cuando medité sobre el asunto. Entonces recordé que dos meses antes Charlie me había preguntado si quería ganarme un dinero bajo cuerda. Le dije que no estaba interesado y ahí quedó la cosa. Pero nunca olvidé el nombre de McCloy y cuando Charlie se puso tan gallito en el bar decidí pincharle un poco. Eso es todo.

– ¿Cuándo se produjo el incidente del café?

– ¿Cómo dice?

– ¿Cuándo oyó la conversación telefónica de Hatton?

– Ocurrió en enero, creo, poco después de que a Charlie le birlaran el camión y le golpearan en la cabeza.

– Bien, eso es todo de momento. Pero probablemente querré hablar de nuevo con usted.

Wexford regresó a la sala de estar. Los niños habían desaparecido. La señora Cullam seguía sentada frente al televisor, el bebé dormía sobre su regazo y el gato yacía a lo largo de sus zapatillas. Cuando Wexford cruzó la habitación en dirección al recibidor, la mujer movió la cabeza y por un momento le pareció que iba a decir algo. Luego comprendió que el movimiento no era más estiramiento de cuello porque el inspector se había interpuesto durante un instante entre ella y la pantalla.

Dominic, Barnabás, Samantha y Georgina estaban sentados en el bordillo de la acera, introduciendo palitos en los agujeros de la alcantarilla. Wexford no sentía compasión por los Cullam, pero le conmovió el hecho de que a pesar de su pobreza, hubiesen sido tan extravagantes e imaginativos al menos en un aspecto. Aunque nunca fueran a dar otra cosa a sus hijos, por lo menos los habían dotado de nombres generalmente reservados a las clases altas.

Al pasar frente a ellos, Dominic, que todavía llevaba la cara manchada de comida, le miró belicosamente y Wexford no pudo evitar preguntarle:

– ¿Cómo se llama el bebé?

– Jane -respondió con indiferencia el muchacho.

Cuando Wexford regresó a casa a la hora del té, Clitemnestra agitó su lanuda cola pero no se movió de la butaca. Wexford la miró arrugando la frente.

– ¿Dónde está Sheila? -preguntó a su esposa.

– En el dentista.

– Ignoraba que le dolieran las muelas.

– Hoy en día la gente no va al dentista por un dolor de muelas, sino para hacerse un reconocimiento. Le están haciendo una corona.

– Y supongo que mañana por la mañana no estará de humor para sacar de paseo a ese bicho. Pues que no se le ocurra pedírmelo. Como si no tuviera otra cosa que hacer.

Pero Sheila entró bailando alegremente por la puerta y sonrió a su padre para mostrarle los triunfos de la ortodoncia.

– ¿No es fantástico? -Wexford escudriñó la perfecta boca para satisfacer a su hija-. Estaba empezando a hartarme del empaste. Una inconveniencia para los primeros planos. Las actrices han de tener en cuenta esas cosas.

– Apuesto a que la Bernhardt jamás se preocupó de sus dientes -dijo Wexford para irritarla.

Sheila abrió los ojos de par en par y obsequió a su padre con una mirada de nostálgica adoración perfectamente estudiada.

– ¿Veías mucho a la Bernhardt cuando eras joven, papá? -preguntó.

Wexford respondió con un bufido. Empujó una taza de té hacia su hija, pero ésta prefirió un vaso de leche fría. Sheila bebió lentamente, consciente del efecto que desprendía con su vestido de lino color crema, el cabello claro atractivamente desordenado y las correas de las sandalias romanas ceñidas a las piernas hasta las rodillas. Wexford se preguntó sobre el futuro de su hija. ¿Triunfaría y conseguiría una serie de éxitos, de papeles principales, de giras mundiales y de creciente miedo a envejecer? ¿O se casaría con algún idiota como Sebastián y olvidaría todas sus aspiraciones con dos hijos en los brazos y otro en camino? Porque era su padre y viejo ya, reconoció que prefería lo segundo. Quería que su hija estuviera a salvo. Pero por nada del mundo se lo habría dicho.

Tales asuntos no preocupaban a Sheila, pensó Wexford. Siempre viviendo el momento, la joven se bebió la leche y comenzó a hablar de su cita con el dentista.

– Si alguna vez siento cabeza… -dijo con la misma incredulidad que si hubiera dicho «Si alguna vez me muero»-. Si alguna vez siento cabeza, no me importaría tener una casa como ésa. No en Kingsmarkham, desde luego, pero sí en Stratford, o cerca, en Cotswolds.

– ¿Cerca de la oficina? -preguntó con malicia Wexford.

Su hija ignoró el comentario.

– Es una de esas casas blancas y negras, terriblemente viejas pero llenas de encanto. Naturalmente, la zona de la consulta la han modernizado. Incluso tenía números recientes de Nova y Elle. Me pareció progresista.

– Y todo un detalle opinó Wexford, teniendo en cuenta que la mayoría de los habitantes de Kingsmarkham son bilingües.

– Tu generación recibió una educación pobre, papá pero te aseguro que apenas tengo conocidos que no sepan francés. En cualquier caso, los carcamales siempre pueden contemplar las antigüedades. -Sheila dejó el vaso sobre la mesa y sacudió la cabeza-. Tienen unas esculturas de vidrio y unos cuadros muy bonitos.

Como la comisaría, pensó Wexford.

– ¿Y dónde cae ese santuario de la cultura? -preguntó.

– En la calle Ploughman.

– ¿Tu dentista no se llamará Vigo por casualidad?

– Pues sí. -Sheila se sentó en el sofá y procedió a pintarse los párpados con líneas de un negro intenso. Ya es hora de que mamá y tú de dejen de ir a esa momia de Richardson y se pasen al doctor Vigo. -Finalizó en último retoque, se golpeó las pestañas con el bastoncillo del rímel-. Vigo es un sueño, uno de esos hombres rubios con las facciones muy marcadas. Terriblemente sexy. -Wexford hizo una mueca de dolor y confió en que su hija no hubiese reparado en ella. Para él, sus hijas seguían siendo unas niñas. ¿Quién demonios se creía que era ese rubiales para imponer su maravilloso atractivo sexual sobre su pequeña?-. Desde luego, no puede decirse que sea joven -prosiguió tranquilamente Sheila.

– Seguro que los treinta y cinco los tiene. Un pie en la tumba y el otro sobre una piel de plátano.

– Alrededor de treinta y cinco -corrigió Sheila con seriedad, y se apretó las pestañas con dos dedos para rizarlas-. Tiene un hijo de seis meses y el otro… en fin, un caso trágico. Su hijo mayor es mongólico. Horrible, ¿no te parece? Tiene ocho años y el señor Vigo hace siglos que no lo ve. Él y su esposa lucharon por tener otro hijo, y después de todos estos años lo consiguieron. Como es lógico, el señor Vigo adora al pequeño.

– ¿Cómo has averiguado todo eso? -preguntó Wexford. Indudablemente, era la hija de un detective-. ¿Pensaba que habías ido a que te arreglaran la muela, no a obtener información?

– Oh, tuvimos una larga conversación -replicó Sheila con aire satisfecho. Aunque te cueste entenderlo, a mí me interesa el género humano. Para ser una auténtica actriz necesito saber qué cosas mueven a la gente. Cada vez soy más receptiva.

– Me alegro por ti -repuso su padre con amargura-. Yo llevo cuarenta años intentándolo y mi margen de error sigue siendo del ochenta por ciento.

Sheila se miró en su espejo de mano.

– El doctor Vigo posee unos modales muy sofisticados y distinguidos. A veces pienso que los dentistas mantienen una relación muy interesante con sus pacientes. Han de ser agradables, poseer la psicología adecuada para que sus pacientes vuelvan. Es algo muy íntimo. ¿Puedes imaginar otra situación en la que un hombre esté tan cerca de una mujer salvo cuando le hace el amor?

– Espero que semejante cosa no haya ocurrido.

– Oh, papi… sólo estaba comparando. -Sheila soltó una risita sofocada y su dedo jugueteó con un mechón de pelo-. No obstante, cuando me iba me dio una especie de abrazo y dijo que tenía la boca más bonita que había visto en su vida.

– ¡Dios santo! -exclamó Wexford, levantándose de la silla-. Vigila lo que le cuentas a tu padre, no olvides que es inspector de policía. -Hizo una pausa y luego añadió, sin reparar en el efecto de sus palabras-: Tendré que hacer una visita a ese Vigo.

– ¡Papá! -gimoteó Sheila.

– No por tu preciosa boca, cariño, sino por una investigación que estoy realizando.

– No te atreverás…

Durante todo ese rato la señora Wexford había estado comiendo plácidamente galletas de jengibre, pero ahora levantó la vista y dijo sin alterarse:

– Pero qué boba eres, hija. A veces pienso que es una suerte que el arte de la interpretación no requiera inteligencia. Si ya has terminado con tu cara, será mejor que saques a pasear a la perra.

Al oír la palabra perra, Clitemnestra se desovilló.

– De acuerdo -dijo sumisamente Sheila.