177687.fb2 Un Cad?ver Para La Boda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

Un Cad?ver Para La Boda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

2

Al inspector jefe Wexford no le gustaban los perros. Nunca había tenido perro y ahora que una de sus hijas estaba casada y la otra estudiaba en la escuela de arte dramático, no veía por qué había de admitir uno en casa. Muchos hombres que detestan a los perros devienen amantes de los perros porque son demasiado débiles para oponerse a las exigencias de sus amados hijos, pero en casa de Wexford las exigencias habían sido poco entusiastas, por lo que siempre había logrado eludirlas y salir ileso.

De modo que cuando llegó a casa el viernes por la noche y encontró una cosa gris con orejas como bayetas de punto en su sillón favorito, se disgustó.

– ¿No es una monada? -dijo Sheila, la estudiante de arte dramático-. Se llama Clitemnestra Supuse que no te importaría que pasara con nosotros un par de semanas. -Y abandonó la sala para contestar el teléfono.

– ¿De dónde la ha sacado? -preguntó lóbregamente Wexford.

La señora Wexford era mujer de pocas palabras.

– Sebastián.

– ¿Quién demonios es Sebastián?

– Un muchacho. Acaba de irse.

Su marido estudió la posibilidad de echar a la perra del sillón, pero, tras meditarlo brevemente, se encaminó malhumorado hacia su cuarto. La belleza de su hija nunca había dejado de sorprenderle. Silvia, la primogénita que estaba casada, era una muchacha fornida y saludable, mas eso era lo mejor que podía decirse de ella. La señora Wexford poseía una figura magnífica y un hermoso perfil, aunque nunca perteneció a esa clase de chicas que ganan concursos de belleza. Y en cuanto a él… A veces pensaba que sólo le faltaba una trompa para parecerse enteramente a un elefante: Poseía un cuerpo enorme y pesado, una piel gruesa, arrugada y gris, y sus orejas de tres puntas sobresalían absurdamente por debajo del ralo mechón de pelo descolorido. Cada vez que visita el zoo pasaba por delante de la morada de los elefantes a toda velocidad, temeroso de que a algún mirón le diera por hacer comparaciones.

Su madre y su hermana eran mujeres atractivas, pero, curiosamente, la belleza de Sheila no constituía una prolongación ni un realce de ese atractivo. Sheila se parecía a su padre. La primera vez que Wexford reparó en este detalle -su hija tenía entonces seis años-, casi estalló en una carcajada, tan grotesca era la semejanza entre aquella exquisita pieza de carne de muñeca y su tosco progenitor. Y, con todo, aquella frente amplia era suya, la naricilla respingona era suya, suyas las orejas puntiagudas -aunque planas en acaso de Sheila-, y en aquellos enormes ojos grises veía sus propios ojillos. Cuando era joven también él tenía un cabello intensamente rubio, igualmente fino y suave. Ojalá no acabe pareciéndose a su padre, pensaba a veces Wexford con una risita ahogada.

Pero a la mañana siguiente los sentimientos de Wexford hacia su hija menor no eran ni tiernos ni divertidos. La perra le había despertado a las siete menos diez -con interminables aullidos- y ahora, un cuarto de hora más tarde, Wexford se hallaba en el umbral del dormitorio de Sheila con el entrecejo fruncido.

– Esto no es una residencia canina -espetó el inspector jefe-. ¿Es que no la oyes?

– ¿Te refieres a la podenca acrílica, papi? Pobrecilla, sólo quiere que la saquen a pasear.

– ¿Cómo la has llamado?

– Podenca acrílica. En realidad es una perra callejera, pero Sebastián la llama así. Parece hecha de fibras sintéticas. ¿No lo encuentras gracioso?

– Pues, no. ¿Por qué no puede ese Sebastián cuidar de su perra?

– Se ha ido a Suiza -respondió Sheila-. Probablemente su avión ya ha despegado. -La muchacha asomó de debajo de las sábanas y el padre advirtió que en el pelo llevaba unos enormes rulos-. Ayer por la noche el pobre Sebastián tuvo que ir a la estación a pie -añadió con tono acusador-, porque tú tenías el coche.

– Es mi coche -casi vociferó Wexford. Sabía que semejante discusión nunca llevaba a ningún lado y, horrorizado, comprobó que su propia voz adquiría un tono suplicante-: Si la perra quiere salir, ¿por qué no te levantas y la sacas?

– No puedo, acabo de ponerme los rulos. -Clitemnestra, que estaba en la planta baja, dejó escapar un aullido que derivó en una retahíla de gañidos. Sheila tiró de las sábanas y se sentó. Parecía un fantasma con un pijama rosa de muñecas.

– ¡Por todos los santos! -estalló Wexford, ¿No puedes pasear a la perra de tu amigo pero puedes levantarte al alba para llenarte la cabeza de rulos?

– Papaíto… -El tono mimoso y el diminutivo paternal últimamente en desuso indicó a Wexford que iba a ser objeto de una petición. Adoptando una mirada fiera, unió las cejas de la forma que hacía temblar a los pequeños delincuentes de Kingsmarkham-. Papaíto, bonito, hace un día precioso y ya sabes lo que el doctor Crocker dijo sobre tu exceso de peso. Además, acabo de ponerme los rulos…

– Me voy a la ducha -dijo fríamente -Wexford.

Y se duchó. Cuando salió del cuarto de baño la perra seguía aullando y en el dormitorio de Sheila sonaba música pop. Una desagradable voz masculina exhortaba a sus oyentes a que le dieran amor o lo dejaran morir en paz.

– Hay mucho ruido en la casa, cariño, ¿no te parece? -dijo soñolienta la señora Wexford.

– ¿Bromeas?

Wexford abrió la puerta del dormitorio de Sheila. La muchacha estaba aplicándose una mascarilla facial.

– Sólo esta vez -advirtió el inspector jefe-, y lo hago porque quiero que tu madre siga durmiendo, así que empieza por apagar ese aparato.

– Eres un ángel, papá -dijo Sheila, y con tono distraído añadió-: Espero que Clitemnestra ya haya descargado.

Clitemnestra. De todos los nombres de perro estúpidos y pretenciosos… Pero ¿qué otra cosa podía esperar de un muchacho llamado Sebastián? Clitemnestra, sin embargo, todavía no había descargado. Se abalanzó sobre Wexford, brincando frenéticamente, y cuando el inspector la apartó con la mano comenzó a dar vueltas alrededor, meneando salvajemente la cola y batiendo sus orejas de punto.

Wexford encontró la correa, que Sheila había tenido la amabilidad de colocar en lugar visible sobre el frigorífico. Se perfilaba, sin duda, un hermoso día, un día de verano como no lo hay en ningún lugar del mundo salvo en el sur de Inglaterra, un día que comienza con neblina, prospera hasta el esplendor tropical y muere en azul, oro y estrellas.

– Muchas mañanas gloriosas -citó Wexford a Clitemnestra -he visto embellecer las cimas de las montañas con su ojo soberano.

Clitemnestra aplaudió ruidosamente la cita saltando sobre un taburete y emitiendo histéricos alaridos mientras contemplaba su correa.

– Mantén la compostura -prosiguió fríamente Wexford, pasando del soneto a la comedia sin variar el autor.

Miró por la ventana. El ojo soberano estaba allí, radiante, fundido, blanquecino. En lugar de cumbres embellecía los prados del Kingsbrook; transformando el pequeño río en una cinta de metal reluciente. No podía hacerle ningún daño pasear a esta criatura indomable por el campo. Además, la experiencia le proporcionaría un espléndido dominio sobre el inspector Burden cuando a las nueve y media hiciese su entrada en la comisaría.

– Una mañana espléndida, señor.

– Así es, Mike. Pero lo mejor ya ha pasado. Cuando estaba en el río a las siete y media…

Sonrió entre dientes. Clitemnestra gimió. Wexford se acercó a la puerta y la perra aulló de júbilo. El inspector le ató la correa al collar y se adentró en la dulce paz de un sábado de verano en Sussex.

Una cosa era alardear de un paseo antes del desayuno y otra ser visto con aquel engendro de la naturaleza por las calles de Kingsmarkham. Bajo la luz inflexible del verano Clitemnestra parecía un trapo que, enterrado durante largo tiempo en el fondo de una cesta de punto, su dueña ha decidido rescatar y zurcir.

Para colmo, Clitemnestra, una vez cumplido deseo por el que había dado tan vergonzoso y neurótico espectáculo, se había desanimado y ahora caminaba mansamente, lánguida la cabeza y la cola. Igual que una mujer, pensó Wexford. Sheila era justamente así. Seguro que ahora, con el cabello libre de rulos y la cara limpia, se hallaba en la cocina preparando tranquilamente una taza de té para su madre. Una vez has conseguido lo que quieres, no quieres lo que has conseguido… On a fait le monde ainsi.

Evitaría, con todo, las calles de Kingsmarkham.

A este lado de la ciudad el sendero atravesaba los campos hasta alcanzar el río, donde se bifurcaba. Un brazo conducía a las nuevas viviendas de protección oficial y a Sewingbury, y el otro al centro de High Street de Kingsmarkham, que salía del puente de Kingsbrook. Wexford, naturalmente, no tenía intención de embarcarse en un viaje sabático a Sewingbury, y ahora que habían arruinado la avenida Kingsbrook con esos pisos ya no tenía sentido acercarse hasta allí. Andaría hasta el río, tomaría el camino que conduce al puente y de regreso a casa recogería su Police Review en Braddan’s. Siempre olvidaban enviárselo con los periódicos.

En los distritos agrícolas los pastos generalmente están cercados. Estas praderas estaban separadas por setos y alambradas y en ellas pacía el ganado. Retazos de bruma flotaban sobre las hondonadas y en los campos en barbecho el heno aparecía casi listo para la siega. Wexford, un hombre fundamentalmente de campo, se sorprendía de que para los habitantes urbanos la hierba fuera verde, cuando en realidad desprendía tantos colores como el arco iris. Las testuces del forraje rebosaban de simientes ocres, castañas y grises, y el espeso tapiz de los pastos aparecía bordado con el hilo carmesí de la acedera, el ácido brillante de los ranúnculos y el cadarzo cremoso de la reina de los prados. Y sobre todo ello las simientes susurrantes y la tenue neblina proyectaban un fulgor plateado.

Los robles todavía conservan el intenso verde amarillento de su primavera tardía, un color tan brillante, tan fresco, sin parangón en la naturaleza o el arte, que nadie ha sido capaz de imitarla y jamás se ve en cuadros o en vestidos de mujer. En tales objetos el color parecería tosco, pero contra ese cielo azul pálido y sin embargo enteramente despejado no era tosco. Era exquisito. Wexford llenó sus pulmones del aire perfumado inundado de polen. No padecía la fiebre del heno y se sintió divinamente.

La perra, que probablemente había temido un paseo por el asfalto, también aspiró el aire y comenzó a retozar, olisqueando las zarzas y agitando la cola. Wexford le quitó la correa para que corriera libremente.

Con una suerte de tranquilidad imperturbable, procedió a meditar sobre la jornada que tenía por delante. El doloroso asunto de los castigos corporales había de llegar a los tribunales esa misma mañana, pero en media hora quedaría saldado. Después estaba la posibilidad de la venta en el mercadillo de los sábados de objetos de plata robados. Alguien tendría que ir y tener unas palabras… No dudaba de que en la noche del viernes se había producido la habitual avalancha de saqueos.

La señora Fanshawe había recobrado el conocimiento en el hospital Stowerton tras seis largas semanas de coma. Era preciso hablar con ella hoy mismo. Con todo, el asunto no era cosa suya, sino de los uniformados. Por fortuna, no sería él quien comunicara a la mujer que su marido y su hija habían muerto en un accidente de coche.

Presumiblemente, reanudarían la encuesta sobre tan desafortunada pareja. Burden creía que la señora Fanshawe recordaría por qué el Jaguar de su esposo había patinado y volcado en el carril rápido de la autopista, pero Wexford tenía sus dudas. Semejantes estados de coma acostumbraban a ir acompañados de una amnesia piadosa, ¿y quién se atrevía a negar que se trataba de una bendición? Le parecía del todo inmoral atormentar a la pobre mujer con preguntas sólo para demostrar que los frenos del Jaguar fallaron o que Fanshawe sobrepasó el límite de velocidad de cien kilómetros por hora. Claro que también estaba la cuestión del seguro. Pero en cualquier caso no era su problema.

El sol se reflejaba en el rizado río y las largas hojas de los sauces rozaban su superficie de doradas burbujas. Una trucha dio un salto irisado. Clitemnestra descendió hasta la orilla y bebió ávidamente. En aquel mundo de aguas diáfanas y raudas, robles inimitables y prados que convertían el tapiz de Bayeux en un cubrebandejas, no había lugar para coches volcados, carnicerías o cuerpos heridos sobre el alquitrán húmedo y ensangrentado.

La perra chapoteó en el agua y echó a nadar. Envuelta por la luz del sol, hasta la gris Clitemnestra era hermosa. Bajo su estómago peludo las piedras planas adquirían el jaspeado marmoláceo de un ágata. La bruma flotaba sobre el agua como un velo dorado salpicado por el baile de una miríada de moscas minúsculas. Y Wexford, que era un agnóstico, un profano, pensó: Señor, cuán diversa es tu obra sobre la tierra.

Había un hombre al otro lado del río. Caminaba con lentitud, a unos cincuenta metros de la orilla, paralelo a las aguas del río. Caminaba en dirección a Kingsmarkham desde Sewingbury. Le acompañaban un niño, que llevaba cogido de la mano, y un enorme perro negro de aspecto belicoso. Wexford sabía, en parte por la experiencia que adquiría mirando por la ventana de su despacho, que cuando dos perros se encuentran la lucha está garantizada. Clitemnestra saldría mal parada de una pelea con ese diablo negro. Wexford se vio incapaz de llamarla por su nombre y silbó.

Clitemnestra no le prestó atención. Había alcanzado la orilla opuesta y estaba olisqueando una masa de maleza y hierbajos atraídos por la corriente. Un poco más arriba, una pila de basura se aferraba a la orilla. Wexford, que había estado tan elocuente, se sintió profundamente heridos por semejante prueba de indiferencia humana hacia los esplendores de la naturaleza. Divisó un fardo de tela de cuadros, quizá una manta vieja, un bidón de aceite y, algo más lejos, un zapato flotando. Clitemnestra reafirmó el mal concepto que tenía en todo lo referente a lo canino al avanzar sobre esa masa de basura anegada meneando la cola y con las orejas erguidas. Criaturas inmundas, los perros, pensó Wexford, carroñeros y amantes de los cubos de basura. Silbó una vez más. La perra se detuvo y Wexford se disponía a felicitarse por el éxito de su método cuando Clitemnestra se lanzó al agua y atrapó el fardo de tela con la boca.

La presa se movía con un oleaje pesado y el animal, cada vez más encolerizado, la soltó. El erizamiento lento y primitivo de ese felpudo de pelo gris provocó a Wexford un extraño escalofrío. El sol pareció esconderse. El inspector jefe se olvidó del perro negro, cada vez más próximo, y su júbilo matutino se desvaneció. Clitemnestra emitió un aullido. Su cola era una prolongación rígida del espinazo.

El fardo que había perturbado rodó unos centímetros en el agua y mientras Wexford lo observaba una mano fina, pálida, inerte como las piedras jaspeadas de ágata, surgió lentamente del fardo de tela empapada, con los dedos lánguidos pero apuntando hacia él.

Wexford se descalzó, se quitó los calcetines y se recogió los pantalones hasta las rodillas. El hombre y el niño le observaban con curiosidad desde la otra orilla. El inspector jefe confió en que no hubiesen visto la mano. Con los zapatos en una mano, pisó las piedras y cruzó lentamente el río. Clitemnestra se le acercó raudamente y apretó el morro contra la pierna desnuda de Wexford. Éste apartó los sauces colgantes y llegó hasta la pila de basura, donde se arrodilló. Un zapato flotaba vacío, el otro conservaba el pie. El cuerpo yacía boca abajo y alguien le había golpeado la parte de atrás de la cabeza, con un objeto pesado. Con cualquiera de estas piedras, supuso Wexford.

Las zarzas temblaron y se oyó el crujido de una pisada.

– Quédese donde está -ordenó Wexford- y no deje que el chico se acerque.

Se volvió, ocultando el agua con su enorme cuerpo. Corriente abajo el muchacho jugaba con ambos perros lanzándoles piedras al río.

– ¡Dios mío! -susurró el hombre.

– Está muerto -le informó Wexford-. Soy inspector de policía y…

– Le conozco, inspector jefe Wexford. -El hombre se acercó sin que Wexford pudiese evitarlo. Miró el cadáver y tragó saliva-. ¡Santo Dios, yo…!

– Lo sé, no es una imagen agradable. -De repente, Wexford tuvo la sensación de que algo realmente inusual había sucedido No sólo el hecho de que allí, en una apacible mañana de junio, yaciese un hombre asesinado, sino que hubiese sido él, Wexford, quien lo había descubierto. Los policías no acostumbran encontrar cadáveres a menos, que reciban la orden de buscarlos o que alguien lo haya visto primero-. ¿Le importaría hacerme un favor? -preguntó. El recién llegado estaba pálido. Se diría que estaba a punto de vomitar-. Vaya a la ciudad, entre en la primera cabina que encuentre y llame a la policía. Limítese a explicarles lo que ha visto y ellos harán el resto. Venga, hombre, serénese.

– Entendido. Es sólo que…

– Será mejor que me diga su nombre.

– Cullam, Maurice Cullam. Ahora mismo voy. Es sólo que… ayer por la noche estuve tomando unas copas con este hombre en el Dragón.

– ¿Sabe quién es?

– Reconocería a Charlie Hatton en cualquier lugar.