177687.fb2 Un Cad?ver Para La Boda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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9

La llamada de Scotland Yard llegó media hora después de que Wexford regresara a la comisaría. Únicamente dos camiones habían sido robados en todo el país durante la segunda mitad de mayo y ninguno de ellos había seguido la ruta habitual de Hatton. Uno de los robos tuvo lugar en Cornualles y el otro en Monmouthshire. Los camiones transportaban margarina y melocotones en lata respectivamente.

Wexford leyó la nota que Burden le había dejado antes de salir hacia Deptford: «Stamford dice que no tiene expedientes de robos de camiones perpetrados en su área durante abril o mayo.»

Parecía improbable que Hatton hubiese tenido algo que ver con el asunto de Cornualles o Monmouthshire. ¡Margarina y melocotones en lata! Aun transportando toneladas de ellos, era imposible que una cuarta o quinta parte del botín ascendiese a quinientas libras. Por otro lado, ¿no estaría subestimando las ganancias de Hatton? El hombre había ingresado quinientas libras el 22 de mayo y extraído veinticinco para la lámpara. Otras sesenta se fueron con el vestido y el tocadiscos. Y todo, imaginó Wexford, mientras Hatton vivía a cuerpo de rey. El primer pago del chantaje, y puede que también el segundo, tuvo lugar a principios de junio, antes de que Hatton tuviera que pagar la dentadura, mas cuando llegó el momento el hombre abonó alegremente las doscientas cincuenta libras.

Eso significaba que aunque Hatton sólo ingresó quinientas libras el 22 de mayo, de hecho había recibido más, puede que incluso el doble. Se le había visto con la cartera llena de billetes, los cuales ascendían, como mínimo, a cien libras.

Supongamos que no se produjo ningún robo de importancia a finales de mayo. Eso significaba que Hatton había obtenido todo su dinero mediante chantaje, y el chantaje no parecía la consecuencia de un robo sino de algo más.

El asunto tenía su miga, pensó con frustración Wexford.

– El asunto tiene su miga -dijo indignado el sargento Camb-. La hermana de la señora Fanshawe identificó a la joven muerta como la señorita Nora Fanshawe.

– No obstante -dijo la muchacha-, yo soy Nora Fanshawe. -Tomó asiento en una de las sillas rojas con forma de cuchara del vestíbulo de la comisaría y juntó pulcramente los pies sobre las baldosas negras y blancas del suelo, mirándose los zapatos que la enfermera Rose tan efusivamente había alabado-. Probablemente mi tía estuviera aturdida, e imagino que la muchacha estaba carbonizada y muy desfigurada.

– Mucho -convino Camb con tristeza. Su superior inmediato y el superintendente habían partido diez minutos antes hacia Lewes para asistir a una conferencia y se sentía perdido. No quería ni pensar en lo que el juez tendría que decir de todo aquel asunto.

La hermana de la señora Fanshawe parecía bastante convencida. -Pero ¿lo estaba realmente? Rememoró la escena, el momento en que condujo a la mujer hasta el depósito de cadáveres y descubrió los rostros, primero el de Jerome Fanshawe, luego el de la muchacha. En el accidente, Fanshawe había quedado boca abajo y el fuego apenas le afectó. Además, la mujer había reconocido el bolígrafo de plata que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta, el reloj de pulsera y la pequeña cicatriz en la muñeca, reliquia de algún ritual escolar. La identificación de la muchacha había resultado de lo más desagradable. El pelo estaba consumido por el fuego, salvo por las negras raíces, y tenía la cara terriblemente carbonizada. Camb, hombre curtido, se estremecía sólo de recordarlo.

«Sí, es mi sobrina», había dicho la señora Browne, retrocediendo y cubriéndose la cara. Él, evidentemente, le preguntó si estaba segura y ella respondió que sí, que lo estaba, pero ahora Camb se preguntaba si su afirmación no había estado determinada por la mera asociación, la asociación y la impresión. La mujer había asegurado que se trataba de su sobrina porque la muchacha era joven y morena, y porque ¿quién sino Nora podía estar en ese coche con sus padres? No obstante, era otra persona la que estaba… ¿Y qué demonios iba a decir el juez?

Con la imagen de la cara chamuscada todavía presente en su mente, el sargento se volvió hacia el rostro joven, ileso y duro de la muchacha y dijo:

– ¿Puede demostrar que es usted Nora Fanshawe, señorita?

Ella abrió el bolso de cuero y extrajo un pasaporte que tendió a Camb. El retrato de la fotografía no se parecía demasiado a la muchacha que estaba sentada al otro lado del mostrador, pero las fotografías de los pasaportes raras veces hacían justicia al original. Incómodo, Camb alzó los ojos hacia la joven y regresó al documento, donde leyó que Nora Fanshawe, de profesión maestra, había nacido en Londres en 1945, tenía el pelo moreno, ojos marrones, medía un metro setenta y cinco y no tenía marcas en el cuerpo. La muchacha del depósito no medía ni de lejos un metro setenta y cinco, pero era prácticamente imposible que una tía pudiera percibir la estatura de un cadáver postrado.

– ¿Por qué no regresó antes? -preguntó Camb.

– ¿Cómo iba a hacerlo? Ignoraba que mi padre había muerto y que mi madre estaba en el hospital.

– ¿No se escribían? ¿No esperaba que le escribieran?

– Nos llevábamos muy mal -repuso con calma la chica-. Además, mi madre me escribió. Recibí su carta ayer y tomé el primer avión. Mire, mi madre me conoce y eso debería bastarle.

– Su madre… la señora Fanshawe -rectificó Camb- está muy enferma…

– No está loca, si es eso lo que insinúa. Será mejor que telefonee a mi tía. Quizá entonces me deje salir a comer algo. Puede que no lo sepa, pero no he probado bocado desde las ocho de la mañana y ya son las dos y media.

– Oh, yo mismo telefonearé a la señora Browne -se ofreció Camb-. No estaría bien que oyera su voz así, de sopetón. No, no estaría bien -añadió sin excesiva convicción.

– ¿Por qué yo? -preguntó Wexford-. ¿Por qué tengo que verla? No es mi caso.

– Verá, señor, el superintendente y el inspector Letts están en Lewes…

– ¿Reconoció la tía la voz de la muchacha?

– Eso parece. Está algo aturdida, de eso no hay duda. Para serle franco, no tengo demasiada fe en la tía.

– Oh, tráigame a la chica -gruñó Wexford con impaciencia-. Por lo menos, me olvidaré durante un rato de los camiones. Ah, Camb… utilice el ascensor.

Jamás había visto a la madre o a la tía, de modo que no podía buscar semejanzas familiares. Mas la muchacha era, sin duda, la hija de un hombre rico. Wexford contempló el bolso, los zapatos y el reloj de platino y, sobre todo, percibió en la mujer una arrogancia casi repelente. No llevaba perfume. Sin decir una palabra, recibió de sus manos el pasaporte, el permiso de conducir internacional y la carta de la señora Fanshawe. Mientras le devolvía los documentos, se le ocurrió que Nora Fanshawe -si era Nora Fanshawe- probablemente esperaba heredar una vasta fortuna. Jerome Fanshawe había sido en vida un acaudalado corredor de bolsa. Tal vez la mujer fuera una farsante y él y Camb las primeras víctimas de un colosal engaño.

– Creo que debería darnos una explicación -dijo lentamente Wexford.

– Me parece muy bien. Pero ignoro qué desea saber exactamente.

– Un momento. -Wexford se llevó a Camb a un rincón-. Aparte de la palabra de la señora Browne, ¿hubo algo más que identificara a la muchacha muerta?

Camb parecía abatido.

– En el coche había una maleta llena de ropa -explicó-. Examinamos el contenido de dos bolsos que encontramos en la carretera. Uno pertenecía a la señora Fanshawe y en el otro -añadió a la defensiva- sólo encontramos un juego de maquillaje, un monedero con dos libras y calderilla y un paquete de cigarrillos. Era un bolso caro de Mappin & Webb.

– Dios mío -se lamentó Wexford-. Sólo espero que no nos haya traído a una pretendiente de Tichborne. -Regresó con la muchacha, se sentó al otro lado del escritorio y asintió con la cabeza-. ¿Fue de vacaciones a Eastover con el señor y la señora Fanshawe? ¿Cuándo?

– El diecisiete de mayo -respondió la joven-. Trabajaba de profesora de inglés en una escuela de Colonia, pero a finales de marzo dejé el puesto y regresé a Inglaterra.

– ¿Cuándo se fue a vivir con el señor y la señora Fanshawe?

Si la muchacha advirtió que Wexford no se había referido a la pareja como a «sus padres», no dio muestras de ello. Muy al contrario, permaneció rígida y tensa, con la elegante cabeza bien alta.

– Tardé un tiempo -dijo, y el inspector percibió en su voz una pérdida de confianza-. Mis padres y yo no nos llevábamos bien desde hacía tiempo. Me fui a vivir con ellos, o mejor dicho me alojé con ellos, a mediados de mayo. Mi madre quería que les acompañara a Eastover y yo acepté porque deseaba que nuestras relaciones mejoraran. -Wexford asintió y la chica prosiguió-: Salimos el viernes diecisiete de mayo… -Tensó los hombros y se miró las manos entrelazadas-. Por la noche discutí con mis padres. ¿Realmente tengo que hablar de ello? -Sin esperar el consentimiento de Wexford, se saltó la pelea y prosiguió-: Intuí que era inútil intentar arreglar las cosas. Llevábamos vidas diferentes… El caso es que el sábado por la mañana dije a mi madre que nada me retenía en Inglaterra y que regresaba a Alemania para intentar recuperar mi antiguo trabajo. Cogí una de las maletas que había traído y fui a Newhaven para tomar el barco hacia Dieppe.

– ¿Recuperó su antiguo trabajo?

– Por fortuna, sí. En Alemania, como aquí, escasean los profesores y me recibieron con los brazos abiertos. Hasta me dieron mi antigua habitación en la Goethestrasse.

– Comprendo. Ahora me gustaría saber el nombre y la dirección de la persona que la contrató, el nombre de su casera y el de la escuela donde enseña.

Mientras la chica anotaba la información, Wexford inquirió:

– ¿No le extrañó no tener noticias del señor o la señora Fanshawe durante las últimas seis semanas?

La joven levantó la vista y enarcó sus espesas y rectas cejas.

– Le repito que habíamos discutido. Mi padre, no le quepa duda, esperaba que yo me disculpara humildemente antes de dignarse a escribirme. -Era la primera expresión de emotividad que había mostrado hasta ahora, la cual hizo más por convencer a Wexford de la historia que todas las pruebas documentales juntas-. Entre nosotros los largos silencios eran normales, sobre todo después de una bronca como la que tuvimos aquella noche. Podrían haber pasado seis meses. ¿Cómo iba a imaginar que les había ocurrido algo? No soy vidente.

– Pero vino en cuanto recibió la carta de la señora Fanshawe.

– Después de todo es mi madre. ¿Cree que puedo irme ya y tratar de comer algo?

– Sólo un minuto más -dijo Wexford-. ¿Dónde tiene pensado alojarse?

– Esperaba que usted me recomendara algún hotel -dijo la muchacha con cierto sarcasmo.

– El Olive & Dove es el mejor de la zona. Le aconsejo que se ponga en contacto con los abogados de su difunto padre lo antes posible.

La muchacha se incorporó sin que una sola arruga asomara en la falda de su traje. Su seguridad en sí misma era abrumadora. Camb le abrió la puerta y, con un resuelto «buenas tardes», se marchó. Mientras sus pasos se alejaban, el sargento estalló desesperado:

– Si ella es Nora Fanshawe, señor, ¿quién demonios era la chica que iba en el coche?

– Ése es su problema, sargento -replicó duramente Wexford.

– También podría ser suyo, señor.

– Eso me temo. ¿No cree que ya tengo bastante con un asesinato?

Lilian Hatton fue un hueso más fácil que la muchacha que se hacía llamar Nora Fanshawe. Cuando Wexford le comunicó que los ingresos extraordinarios de su marido procedían de una fuente delictiva, se derrumbó y rompió a llorar. Wexford tuvo la certeza de que la noticia había sido una novedad para la mujer, y guardando un triste silencio la observó cubrirse el rostro y sollozar entrecortadamente.

El señor Bardsley me ha entregado el diario de su marido, señora Hatton -dijo con dulzura al tiempo que ella se tranquilizaba-. Me gustaría saber si usted guarda algún otro diario o agenda.

– Sólo una agenda al lado del teléfono, donde anoto las cosas -respondió ella tragando saliva.

– ¿Le importaría prestármelo?

– ¿Cree… -comenzó ella, frotándose los ojos mientras regresaba con la agenda- cree que alguien mató a mi Charlie porque se negó a seguir trabajando para ellos?

– Algo así. -No era momento de insinuarle que su marido, además de ladrón, era un chantajista-. ¿Quién sabía que el señor Hatton había de pasar aquella noche por el camino que bordea el Kingsbrook?

La señora Hatton retorció el pañuelo empapado de lagrimas. Todavía llevaba las uñas pintadas de un lamentable rojo chillón, al gusto de Charlie Hatton.

– Todos los del club de dardos y yo… Mamá también lo sabía, y mi hermano Jim. Charlie siempre volvía a casa por ese camino.

– Señora Hatton, ¿alguna vez su marido recibió en este piso a gente que usted no conocía? ¿Gente con quien deseara hablar a solas?

– No, nunca.

– ¿Y cuando usted no estaba en casa? ¿Recuerda si alguna vez su marido le pidió que saliera a dar un paseo para dejarle a solas con alguien?

El pañuelo había quedado desgarrado, encharcado e inservible como absorbente. No obstante, ella se lo llevó a los ojos y lo apartó cubierto de vetas negras y verdes.

– Cuando Charlie estaba en casa yo nunca salía sola, siempre salíamos juntos. Éramos inseparables. Señor Wexford… -La mujer se aferró a los brazos de la butaca y sus mejillas se encendieron como dos rescoldos al rojo vivo-. Señor Wexford, he escuchado todo lo que ha dicho y no tengo más remedio que creerle. Pero todo lo hizo por mí. Era el mejor marido del mundo, un buen hombre y un gran amigo de sus amigos. Pregunte a cualquiera, pregunte a Jack… Era un gran hombre.

– ¡Oh, ajándose está la corona de la guerra! La cabeza del soldado cae… Qué extraño, pensó Wexford, que cada vez que meditaba sobre Charlie Hatton pensara en guerras, soldados y batallas. ¿Se debía a que la vida misma era una batalla y Hatton la había librado con armas desaprensivas, obteniendo grandes trofeos para luego caer cuando regresaba a casa entonando una canción?

¡Se estaba volviendo un sentimental! El hombre era un chantajista y un ladrón. Si la vida era una batalla y Charlie Hatton un soldado de fortuna, él, Wexford, era un comisario de las Naciones Unidas cuyo trabajo consistía en frenar las incursiones en el territorio de los indefensos.

– Eso es todo de momento, señora Hatton -dijo, dejando a la viuda sollozando entre los laureles malhabidos del difunto.

En High Street se encontró con el doctor Crocker, que salía de Grover con un ejemplar del British Medical Journal.

– ¿Alguna detención interesante? -preguntó animado el doctor-. Debes vigilarte la tensión. ¿Quieres que te tome la presión? Tengo el aparato en el coche.

– Ya sabes lo que puedes hacer con tu aparato -dijo Wexford-. Sospecho que todos los habitantes de Kingsmarkham sabían que Charlie Hatton iba a tomar el camino que bordea el Kingsbrook para regresar a casa aquella noche.

– ¿Por qué crees que fue un hombre de la localidad?

– Puede que no sea brujo -repuso Wexford con tono burlón-, pero tampoco soy tonto. Quien mató a Charlie Hatton conocía perfectamente el terreno.

– ¿Por qué? Charlie sólo tenía que decirle que iba a coger el puente desde High Street y bordear el río.

– ¿Eso crees? ¿Crees que Hatton también le dijo que el fondo del río estaba lleno de piedras y que una de ellas sería un arma idónea para romperle la cabeza?

– Comprendo. Tal vez haya más de un cerebro detrás de este asesinato, pero quien propinó el golpe, aun cuando fuera un asesino a sueldo, nació y se crió en Kingsmarkham.

– Exacto, Watson, veo que lo vas entendiendo. Viejo amigo -añadió Wexford, sin dirigirse a nadie en particular-, aun cuando fuera un matasanos. – De repente, su semblante se agravó y tocando el brazo del doctor dijo con voz queda-: ¿Ves lo que ven mis ojos? Allí, en la Compañía Eléctrica.

Crocker siguió la mirada del inspector. De la calle Tabard emergió una mujer empujando un cochecito de niño y se detuvo en High Street, frente al escaparate de la Compañía Eléctrica del Sur. Acto seguido, se sumaron a ella dos niños y un hombre que llevaba a un tercer chiquillo de la mano y a otro en los brazos. El grupo hizo un corrillo sobre la acera, mirando en perfecta formación, como hipnotizados, los electrodomésticos.

– El señor y la señora Cullam con su prole -anunció Wexford.

La familia estaba demasiado lejos para que Wexford pudiera escuchar su conversación. Mas era evidente que ambos adultos estaban enzarzados en una discusión acalorada que probablemente versaba sobre si la necesidad de un frigorífico era mayor que el deseo de una estufa gigante. Los niños tomaban partido a gritos. Cullam zarandeó a una de las hijas, abofeteó a su primogénito en la cabeza y todos juntos hicieron su entrada en la sala de exposición.

– ¿Te importaría hacerme un favor? -preguntó Wexford al doctor-. Entra en la tienda y compra una bombilla. Quiero saber qué se traen entre manos.

– ¿Quieres que haga de espía?

– Si prefieres llamarlo así. Yo me paso la vida haciendo de espía. Te esperaré en tu automóvil. ¿Tienes las llaves?

– Está abierto -replicó Crocker.

– ¿De veras? Bien, luego no me vengas a llorar que los hippies te han hecho una limpieza. Adelante, compra una bombilla de cuarenta vatios. Te la pagaré más tarde. La añadiré a la cuenta de gastos.

El doctor partió de mala gana mientras Wexford se subía al coche sonriendo entre dientes. La cauta aproximación de Crocker, sus raudas miradas a un lado y otro, trajo a la memoria de Wexford los días en que él, entonces un muchacho de sexto curso, había visto a ese mismo hombre, que entonces tenía diez años, llamar a las casas para luego salir corriendo. El pequeño Crocker se acercaba ágil y alegre hasta la puerta para golpear la aldaba o pulsar el timbre. Luego, eufórico y lleno de picardía, se ocultaba detrás de un seto para observar cómo el encolerizado dueño emergía de la casa echando chispas. Aquí no había setos y Crocker tenía cincuenta años. Pero ¿había experimentado él también un destello de recuerdo, una punzada de nostalgia cuando entró en la tienda?

Vaya, vaya, pensó Wexford, evocando una vez más a Justice Shallow, qué locos días aquéllos. Y para ver cómo muchos de mis viejos compañeros han muerto… Ya basta. De repente se acordó de Stamford y se preguntó cómo le habría ido a Burden. En cierto modo, un pequeño negocio en Deptford no cuadraba con la idea que se había hecho acerca de los orígenes de McCloy.

Samantha Cullam salió corriendo a la calle. Su madre la seguía, arrastrando el cochecito. Cuando toda la camada de críos estuvo reunida, el padre los organizó con una serie de golpes, por fortuna desacertados y juntos echaron a andar por donde habían venido. Luego apareció Crocker. Era la duplicidad en persona.

– ¿Y bien?

– Sin avasallar, maldito bribón -espetó el doctor, satisfecho de sí mismo-. Yo tiendo trampas, como dice el salmista, cazo hombres.

– ¿Qué compró Cullam?

– Nada, pero está interesado en un frigorífico.

– ¿Piensa comprarlo a plazos?

– No hablaron de dinero. La señora y el señor tuvieron una ligera riña y uno de los niños derribó una bandeja de Pyrex que había sobre un fogón. Ese bruto de Cullam propinó un coscorrón al pobre diablillo. No hay duda de que están deseando comprarse ese frigorífico.

– ¿Y qué hay de esas trampas que tendiste?

– Sólo era un tropo -dijo el doctor-. ¿Acaso no lo he hecho bien? Compré la bombilla, tal como me ordenaste. Una libra, si no te importa. No me metí en esto por amor al arte.