177573.fb2 Traficantes de muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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5

La consulta del doctor Hunter era una sala larga de techos altos, con ventanas de guillotina en el extremo, desde donde se veía un pequeño jardín vallado y, apenas cercada por unos árboles despoblados y unos arbustos helados, la austera salida de incendios del edificio de detrás. Lynn había pensado muchas veces que, en tiempos mejores, cuando todo aquello era una vivienda, la consulta probablemente debía de ser el comedor.

Le gustaban los edificios, en particular los interiores. Uno de sus mayores placeres era visitar casas de campo y mansiones abiertas al público; había habido un tiempo en que a Caitlin aquello también le había gustado bastante. Durante mucho tiempo había pensado que, cuando Caitlin se independizara y la necesidad de ganar dinero no fuera tan acuciante, podía hacer un curso de interiorismo. A lo mejor entonces se ofrecería a hacerle un lavado de cara a la consulta de Ross Hunter. Al igual que la sala de espera, a la consulta le iría bien un repaso. El papel de las paredes y la pintura no habían envejecido tan bien como el propio doctor. Aunque tenía que admitir que había algo reconfortante en el hecho de que aquella sala apenas hubiera cambiado en todos los años que llevaba viniendo. Tenía un aspecto familiar que siempre -por lo menos hasta aquel momento- le hacía sentir cómoda.

Lo único que cambiaba es que tras cada visita parecía más cargada. El número de archivadores grises de cuatro cajones colocados contra una de las paredes parecía ir en aumento constante, al igual que los clasificadores en los que guardaba las notas de sus pacientes junto a un dispensador de agua que parecía fuera de lugar. Había una gráfica de agudeza visual dentro de una caja de luz en una pared, un busto de mármol blanco de algún sabio antiguo que ella no reconocía -quizás Hipócrates, pensó-, y varias fotografías familiares sobre una serie de estantes antiguos abarrotados de libros.

En un lado de la habitación, tapado por un biombo, estaban la camilla, algunos instrumentos eléctricos de exploración, una amplia gama de aparatos médicos y varias lámparas. El suelo de aquella parte era un rectángulo de linóleo encajado en la moqueta, lo que le confería a la zona el aspecto de un quirófano en miniatura.

Ross Hunter acompañó a Lynn a una de las dos sillas de cuero que había frente a su escritorio. Ella se sentó y dejó el bolso en el suelo a su lado, pero no se quitó el abrigo. Él aún tenía una expresión tensa, más seria que nunca, y aquello la estaba poniendo de los nervios. Entonces sonó el teléfono. Él levantó una mano en señal de disculpa y respondió, indicándole con un gesto de los ojos que no tardaría. Mientras hablaba, echó un vistazo a la pantalla de su ordenador portátil.

Paseó la mirada por la habitación, mientras le escuchaba hablar con el pariente de alguien que evidentemente estaba muy enfermo y que estaban a punto de trasladar a Marletts, una residencia para pacientes desahuciados. Aquella llamada la puso aún más incómoda. Se quedó mirando un perchero que sostenía un abrigo solitario -el del doctor Hunter, supuso- y se asombró al ver un aparato eléctrico que no había visto nunca, o en el que no había caído antes; se preguntó para qué serviría.

Él acabó con la llamada, escribió un recordatorio, echó una nueva mirada a la pantalla y a continuación se centró en Lynn. Hablaba con una voz suave, de preocupación:

– Gracias por venir. Pensé que sería mejor verte a solas antes de ver a Caitlin. -Parecía nervioso.

«Bueno», quiso decir ella. Articuló la palabra, pero no emitió ningún sonido. Era como si alguien le acabara de emborronar el interior de la boca y de la garganta con un papel secante.

El doctor cogió un dosier de lo alto de un montón a su derecha, lo puso sobre su escritorio y lo abrió, se ajustó las gafas de media luna y, a continuación, leyó unos momentos, como para ganar tiempo.

– Me han llegado los resultados de los últimos análisis del doctor Granger y me temo que no son buenas noticias, Lynn. Muestran una función hepática muy anormal.

El doctor Neil Granger era el gastroenterólogo que había estado visitando a Caitlin los últimos seis años.

– Los niveles enzimáticos, en particular, son muy altos -prosiguió-. Especialmente los de los enzimas gamma-GT. Y el recuento plaquetario es muy bajo; se ha deteriorado a gran velocidad. ¿Le salen muchos cardenales?

Lynn asintió:

– Sí, además, cuando se hace una herida tarda mucho en cortarse la hemorragia. -Ella sabía que las plaquetas las hacía el hígado, y que un hígado sano enseguida enviaría plaquetas a cerrar las heridas y detener la hemorragia-. ¿A qué nivel están los enzimas? -Tras tantos años estudiando lo que le decían los médicos sobre Caitlin, en Internet, Lynn había acumulado un conocimiento considerable sobre la materia. Suficiente para saber cuándo preocuparse, pero no para saber qué hacer al respecto.

– Bueno, en un hígado sano normal, el nivel de enzimas debería de ser de unos 45. Los análisis que hicimos hace un mes daban 1.050. Pero estos últimos dan un nivel de 3.000. Al doctor Granger esto le preocupa mucho.

– ¿Qué significa, Ross? -preguntó con una voz ahogada y débil-. El aumento, quiero decir.

Él la miró fijamente con una mirada compasiva.

– Granger dice que la ictericia está empeorando. Al igual que la encefalopatía. Para que lo entiendas, las toxinas la están intoxicando. Cada vez sufre más alucinaciones, ¿verdad?

Lynn asintió. -¿Visión borrosa?

– Sí, a veces.

– ¿Los picores?

– La están volviendo loca.

– La verdad es que Caitlin ya no responde a los tratamientos. Tiene una cirrosis irreversible.

Con una sensación de profunda pesadez en su interior, Lynn se giró un momento y miró a través de la ventana, con la mirada perdida. La salida de incendios. Un árbol esquelético y congelado que parecía estar muerto. Ella se sentía muerta por dentro.

– ¿Cómo se encuentra hoy? -preguntó el doctor.

– Está bien, algo apagada. Se queja de que le pica mucho. Se ha pasado la mayor parte de la noche despierta, rascándose las manos y los pies. Dice que ha orinado muy oscuro. Y tiene el abdomen hinchado, que es lo que más le molesta de todo.

– Le puedo dar algún diurético para eliminar el líquido -dijo. Introdujo una nota en la ficha de Caitlin y, de pronto, Lynn se sintió indignada. ¿La cosa se quedaba en una nota en una ficha? ¿Y por qué no usaba para esas cosas un ordenador?

– Ross, cuando… Cuando dices que se ha «deteriorado a gran velocidad»… ¿Cómo…? ¿Qué…? Quiero decir… ¿Cómo se para eso? Ya sabes, ¿cómo se revierte el proceso? ¿Qué tiene que suceder?

Él se puso en pie, se dirigió a una estantería que iba del suelo al techo y volvió con un objeto marrón de forma de cuña en las manos, hizo sitio en su escritorio y lo colocó encima.

– Éste es el aspecto que tiene un hígado humano adulto. El de Caitlin sería sólo un poco más pequeño.

Lynn se lo quedó mirando, del mismo modo que lo había mirado mil veces antes. En un cuaderno en blanco él empezó a dibujar lo que parecía unos ramilletes de brécol. Ella le escuchó pacientemente mientras le explicaba cómo funcionaban los conductos biliares, pero cuando acabó su diagrama, Lynn no sabía más de lo que ya sabía antes sobre el funcionamiento de los conductos biliares. Y además, sólo le importaba una cosa.

– Tiene que haber algún modo para hacer que vuelvan a funcionar -dijo. Pero su voz no mostraba ninguna convicción. Como si supiera, como si ambos supieran, que después de seis años de esperar contra toda esperanza, estaban llegando por fin a lo inevitable.

– Me temo que lo que está pasando no es reversible. El doctor Granger cree que se nos está acabando el tiempo.

– ¿Qué quieres decir?

– No ha respondido a ninguna medicación y no existen más medicamentos que podamos darle.

– Tiene que haber algo que se pueda hacer. ¿Diálisis?

– Para el fallo renal sí, pero no para el hepático. No hay un equivalente.

El doctor se quedó callado unos momentos.

– ¿Por qué no, Ross? -insistió ella.

– Porque las funciones del hígado son demasiado complejas. Te puedo hacer un esquema y verás…

– ¡No quiero más dibujitos de mierda! -le gritó. Entonces se echó a llorar-. Sólo quiero que cures a mi niña. Tiene que haber algo que puedas hacer -sollozó-. ¿Qué ocurrirá si no, Ross?

Él se mordió el labio.

– Va a tener que someterse a un trasplante.

– ¿Un trasplante? ¡Pero si tan sólo tiene quince años! ¡Quince!

Él asintió, pero no dijo nada.

– No quería gritarte… Lo siento, yo… -se disculpó, rebuscando en el bolso un pañuelo. Luego se enjugó las lágrimas-. Ya ha pasado por muchas cosas, pobrecita. ¿Un trasplante? -volvió a preguntar-. ¿Realmente es la única opción?

– Me temo que sí.

– ¿O…?

– En pocas palabras, no sobrevivirá.

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

– Eso no te lo puedo decir -respondió él, levantando las manos en señal de impotencia.

– ¿Semanas? ¿Meses?

– Unos meses, como mucho. Pero podría ser mucho menos si el hígado sigue fallando a este ritmo.

Hubo un largo silencio. Lynn bajó la vista. Por último, en voz muy baja, preguntó:

– Ross, ¿tiene riesgos el trasplante?

– Te mentiría si te dijera que no. El mayor problema va a ser encontrar un hígado. No es fácil, porque se hacen pocas donaciones.

– Además tiene un grupo sanguíneo raro, ¿no?

Él comprobó sus notas.

– AB negativo. Sí, es poco común: un dos por ciento de la población, más o menos.

– ¿Es importante el grupo sanguíneo?

– Es importante, pero no estoy seguro de los criterios exactos. Creo que existen algunas combinaciones posibles.

– ¿Y yo? ¿No le puedo dar mi hígado?

– Es posible hacer un trasplante parcial de hígado, usando uno de los lóbulos, sí. Pero tendrías que tener un grupo sanguíneo compatible, y no creo que tu hígado sea lo suficientemente grande.

Rebuscó entre unas cuantas fichas, y se quedó leyendo un momento.

– Tú eres A positivo -dijo-. No sé. -El doctor esbozó una sonrisa que denotaba empatía, pero también impotencia-. Eso es algo que el doctor Granger podrá decirte con más seguridad. Tu diabetes también influirá.

Le asustó que aquel hombre en quien tanto confiaba de pronto pareciera perdido y sin recursos.

– Estupendo -se lamentó.

La diabetes era otro de los desagradables recuerdos que le había dejado su ruptura matrimonial. De aparición tardía, tipo 2, según el doctor Hunter probablemente desencadenada por el estrés. Así que ni siquiera se había podido refugiar en los caprichos del paladar para consolarse.

– ¿Caitlin va a tener que esperar que muera alguien con el grupo sanguíneo correcto? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

– Probablemente, sí. A menos que haya un miembro de la familia o un amigo próximo de ese grupo y que esté dispuesto a donar parte de su hígado.

Las esperanzas de Lynn se reavivaron un poco.

– ¿Es eso posible?

– El tamaño es importante: tendría que ser una persona grande.

La única persona de gran tamaño en la que podía pensar y a la que pudiera recurrir era Mal. Pero desechó la idea, al recordar que él había tenido la hepatitis B tiempo atrás, lo que le eliminaba como donante, algo que había descubierto hacía unos años, en una época en que se habían propuesto ser ciudadanos responsables y habían donado sangre periódicamente.

Lynn hizo un cálculo rápido. Había 65 millones de personas en el Reino Unido. Quizás unos 45 millones serían adolescentes o adultos. Así que el dos por ciento serían unas 900.000 personas. Eso era mucha gente. Seguramente cada día debía de morir alguien del grupo AB negativo.

– ¿Vamos a tener que ponernos a la cola, verdad? Como buitres, esperando que alguien muera. ¿Y si Caitlin se agobia sólo de pensarlo? -dijo-. Ya sabes cómo es. No aprueba la muerte de «nada». ¡Se enfada hasta cuando mato una mosca!

– Creo que tendrías que traérmela. Si quieres, puedo hablar con ella hoy mismo. Muchas familias consideran que donar los órganos de alguien que muere da cierto sentido y valor a su muerte. ¿Quieres que intente explicárselo a ella?

Lynn se agarró a los brazos de la silla, intentando ahuyentar sus propios miedos.

– No puedo creerme que esté pensando en esto, Ross. No soy una persona violenta: ni siquiera antes de que Caitlin influyera en mí, me «gustaba» matar las moscas de la cocina. Y ahora estoy aquí, sentada, hablando de «desear» que se muera un extraño.

El tráfico de Coldean Lane, en plena hora punta, se había quedado detenido a causa del accidente y ya llegaba casi a los pies de la colina. A la izquierda se veía parte de las amplias dependencias de la finca de Moulescomb, de la posguerra; a la derecha, tras un muro de pedernal, se levantaban los árboles que marcaban el límite oriental de Stanmer Park, uno de los espacios verdes más grandes de la ciudad.

El agente Ian Upperton acercó lentamente el morro del coche patrulla al autobús parado que se encontraba al final de la cola y se asomó para ver la situación de la carretera más adelante. Luego, con la sirena rompiendo el frío silencio del invierno, se lanzó por el carril contrario.

El agente Tony Omotoso estaba sentado a su lado, en silencio, escrutando los vehículos de delante por si alguno, vencido por la impaciencia, intentaba hacer algo estúpido como salirse de la fila o dar media vuelta. «La mitad de los conductores no ven nada o llevan la música demasiado alta como para oír una sirena, y no miran al espejo más que para peinarse», pensó. Estaba tenso, agarrotado por la ansiedad, como siempre que se encontraba con una «colisión en carretera», tal cómo denominaban oficialmente a los accidentes de coche en el siempre cambiante léxico policial. Nunca sabías lo que te podías encontrar.

Si el accidente era grave, en muchos casos el coche pasaba de ser un amigo del conductor a un enemigo mortal que podía atravesarlo, rebanarlo, aplastarlo o, en algunos casos especialmente horribles, hasta cocerlo. En una fracción de segundo, de un tranquilo paseo escuchando música o charlando distendidamente, podías pasar a estar agonizando entre una maraña de metal con bordes afilados como cuchillas, perplejo e indefenso. Detestaba a los idiotas al volante, gente que conducía mal o temerariamente, y a los capullos que no se ponían el cinturón.

Ya estaban llegando a lo alto de la loma, donde había una intersección con una curva pronunciada, donde Ditchling Road se cruzaba con Coldean Lane, que discurría de oeste a este. Vio un Range Rover azul al principio de la cola, con las luces de avería puestas. Algo más allá había un BMW Serie 3 cabriolet atravesado en la carretera, con la puerta del conductor abierta y vacío. Tenía una hendidura enorme en forma de V detrás de la puerta. La rueda de atrás estaba hundida; la ventanilla, hecha añicos. Justo detrás se había concentrado un grupo de personas. Muchos se giraron al llegar el coche de Policía. Algunos se apartaron.

Por el hueco que se habían hecho, Omotoso pudo ver, en el otro lado de la rasante, una pequeña furgoneta Ford blanca parada de cara a ellos. En el suelo, cerca de la furgoneta, yacía inmóvil un motorista con las piernas abiertas y un rastro de sangre de color púrpura que le salía del interior del casco, negro, y que iba formando un charco en la carretera. A su lado había dos hombres y una mujer arrodillados. Uno de los hombres parecía estar hablándole. A unos metros se encontraba tirada una moto roja.

– Otra Fireblade -dijo Upperton, con expresión sombría, entre dientes, mientras detenía el coche.

La Honda Fireblade era la típica máquina del motociclista nostálgico, una de las preferidas de los cuarentones que habían llevado moto en su adolescencia y que, ahora que tenían algo de dinero, deseaban volver a tener una. Y naturalmente querían la máquina más rápida de la carretera, aunque no sabían realmente lo rápidas -y lo difíciles de manejar- que se habían vuelto las motocicletas modernas en los últimos años. Era una triste estadística, evidenciada por lo que Omotoso y Upperton -y como ellos decenas de agentes de la Policía de Tráfico- veían a diario: que el grupo de mayor riesgo no era el de los adolescentes gamberros, sino el de los ejecutivos de mediana edad.

Mientras paraban, Omotoso comunicó por radio que estaban en la escena y le dijeron que venían de camino una ambulancia y un equipo de bomberos.

– Más vale que venga el inspector, Hotel Tango Tres Nueve Nueve -le dijo al operador, dándole el indicativo del inspector de la Policía de Tráfico de servicio.

Aquello tenía mala pinta. Incluso desde allí se veía que la sangre no tenía el color claro y brillante de una herida superficial en el cráneo, sino el de una hemorragia interna, lo cual no presagiaba nada bueno.

Ambos hombres salieron del coche y analizaron la escena lo mejor y más rápidamente que pudieron. Algo que Tony Omotoso había aprendido en su trabajo era que no debía sacar conclusiones precipitadas sobre cómo se había producido un accidente. Pero por las marcas de derrape y la posición del coche y de la moto, parecía que el coche había cortado el paso a la moto, que debía de ir a gran velocidad a juzgar por los daños que le había provocado al coche, al que hizo girar sobre sí mismo.

Lo primero en su lista mental de prioridades era eliminar el riesgo para otros usuarios de la vía. Pero parecía que todo el tráfico estaba detenido en ambas direcciones. A lo lejos oyó el aullido de una sirena que se acercaba.

– Se echó a un lado, la muy estúpida. ¡Se echó a un lado, sin más! -le gritó una voz de hombre-. ¡Él no pudo hacer nada!

Haciendo caso omiso de la voz, los agentes se acercaron corriendo al motorista. Omotoso se colocó entre las personas que ya estaban a su lado y se arrodilló.

– Está inconsciente -dijo la mujer.

La pantalla tintada del casco de la víctima estaba bajada. El agente sabía que era importante no moverlo lo más mínimo. Con toda la delicadeza que pudo, levantó la pantalla y tocó el rostro del hombre, le abrió los labios y buscó la lengua en su interior.

– ¿Puede oírme, señor? ¿Me oye?

A sus espaldas, Ian Upperton preguntó:

– ¿Quién es el conductor del BMW?

Una mujer se le acercó, con un teléfono móvil apretado en la mano y blanca como el papel. Tenía unos cuarenta años y aspecto chabacano. Llevaba el pelo teñido de rubio y vestía una chaqueta vaquera con ribetes de piel, vaqueros y botas de ante.

Hablaba bajito, con la voz grave de una fumadora empedernida.

– Yo -dijo-. Mierda, mierda… No lo he visto. Se me acercó como una exhalación. No lo vi. La carretera estaba vacía -dijo. Estaba temblando, sobrecogida.

El agente, muy bregado, acercó la cara a la suya, mucho más de lo necesario para oírla. Quería olería o, más exactamente, olerle el aliento. Tenía buen olfato y en muchos casos lograba incluso detectar el alcohol de la noche anterior en alguien que se hubiera ido de juerga. Podía haber un mínimo rastro en ella, pero era difícil de decir, ya que estaba muy enmascarado en chicle de menta y el tufo a cigarrillo.

– ¿Le importa pasar a mi coche, al asiento del acompañante? Estaré con usted dentro de unos minutos -dijo Upperton.

– ¡Ella giró sin más! -le dijo un hombre vestido con un anorak que parecía no creerse lo que estaba viendo-. Yo estaba justo detrás de él.

– Me gustaría que me diera su nombre y dirección, señor -dijo el agente.

– Por supuesto. Ella giró sin más. Eso sí, él iba como una bala -admitió-. Yo iba en mi Range Rover -dijo, señalándolo con el pulgar-. Me pasó volando.

Upperton vio que llegaba la ambulancia.

– Volveré enseguida, señor -se disculpó, y salió corriendo al encuentro de los paramédicos.

El modo de tratar el caso desde aquel momento dependería mucho de su evaluación inicial. Si a los médicos les parecía que estaba muerto, habría que cerrar la carretera hasta que llegara el Equipo de Investigación de Accidentes e hiciera su examen. Mientras tanto, llamó a la central y pidió dos unidades más.