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Frente a la Gara de Nord de Bucarest, el chófer cerró la puerta del Mercedes con un suave golpe. Y por un momento, arropada por el repentino silencio del interior del coche, sentada en aquel asiento grande y mullido, respirando el rico aroma del cuero, Simona se sintió a salvo. El hombre que la había rescatado se había subido por el otro lado y había cerrado su puerta con el mismo golpe suave.
Su corazón también latía con suavidad.
El chófer ocupó su sitio y encendió el motor. Las luces del interior se atenuaron y luego se apagaron del todo. Al emprender la marcha, se oyó un clac a su lado, como el sonido del cierre de una puerta, y ella se preguntó qué sería. De pronto le entró el pánico. ¿Quién era ese hombre?
Sentado del otro lado del gran apoyabrazos, él le sonrió y, con una voz dulce y tranquilizadora, le preguntó:
– ¿Estás bien?
Ella aún desconfiaba un poco de él, y veía aquella expresión de suficiencia que seguía sin gustarle, pero no parecía un mal hombre. Había extraños, extraños ricos, que a veces se acercaban y les daban dinero o comida. No pasaba a menudo, pero se daba el caso, igual que parecía que estaba ocurriendo ahora. Asintió. -¿Cómo te llamas?
– Simona -respondió ella.
– ¿Cuál es tu plato preferido?
Ella se encogió de hombros. No sabía cuál era su plato preferido. Nunca se lo había preguntado nadie.
– ¿Te gusta la carne? ¿El cerdo?
Ella dudó.
– Sí.
– ¿Las patatas?
Asintió.
– ¿Las salchichas?
Volvió a asentir.
El hombre se inclinó hacia delante, cogió un vaso de un armarito que tenía delante, echó un poco de whisky y se lo dio. Ella cogió el vaso con la mano y le dio un buen trago. Se quedó rígida de la sorpresa, cuando notó aquella sensación ardiente y profunda que le bajaba por la garganta. Luego, unos momentos después, observó que le invadía una agradable sensación de calor. Estirando las piernas hacia delante, volvió a beber, hasta que apuró el vaso.
Sólo había bebido whisky una vez hasta entonces, de una botella que Romeo había robado de una tienda, pero éste tenía un sabor mucho mejor y más suave. El móvil del hombre sonó. Él respondió, al tiempo que volvía a llenarle el vaso de whisky, y luego empezó a hablar de negocios con alguien que estaba en América. Simona sabía que era América porque le preguntó qué tiempo hacía en Nueva York. Estaba negociando algún trato y parecía importante. Pero de vez en cuando se giraba hacia ella y le sonreía y, cada vez, a cada trago de whisky que tomaba, confiaba más en él.
El conductor, que no decía nada, pilotaba el coche en silencio. Tenía el pelo rapado, reducido a una leve sombra, y de pronto, a la luz de los faros de los coches, Simona distinguió un tatuaje. Era una serpiente que sacaba la lengua bífida, como si estuviera a punto de atacar; asomaba por el lado derecho del cuello de la camisa, retorciéndose por el cuello y subiendo en dirección a la barbilla. En el exterior, las luces de Bucarest pasaban en silencio y la lluvia repiqueteaba suavemente contra las ventanillas.
Simona nunca había estado en un avión, pero se preguntaba si la sensación de volar sería parecida. Había música procedente de un altavoz situado en algún punto detrás de su cabeza, un hombre que cantaba. Parecía inglés o norteamericano, ella no podía distinguirlo, y tenía una voz suave y llena. I've got you under my skin, cantaba, pero ella no hablaba suficiente inglés como para entender lo que significaba.
Miró por la ventanilla, intentando situarse. Estaban pasando por la gran plaza que Romeo le había dicho que había construido el antiguo presidente. Dijo que se llamaba Palacio del Pueblo, pero ella nunca había entrado. Pertenecía a otro mundo, a otro tipo de pueblo, como aquel coche, el hombre en el asiento trasero y la música, que pertenecían a un mundo lejos de su alcance y de su comprensión.
Pero el whisky lo arreglaba todo. Cada vez le gustaba más aquel hombre, le gustaba el coche, le gustaba la ciudad que pateaba sin cesar. Quizá, con un poco de suerte, pudiera ayudarla a cambiar de vida.
Al cabo de un rato, el coche giró por una calle que no reconoció y luego redujo la marcha. Enfrente, unas puertas eléctricas se abrieron y las atravesaron, para detenerse frente a una casa alta con la entrada iluminada.
El conductor abrió la puerta de Simona y le cogió el vaso vacío de las manos. Embriagada por el alcohol, salió tambaleándose entre la lluvia y el viento. El hombre también salió, le rodeó los hombros con un brazo y con delicadeza la ayudó a subir los escalones de piedra hasta la puerta principal, en la que esperaba una mujer de mediana edad vestida de uniforme, quizás una criada.
La casa olía a cera para muebles, como un museo.
– Se llama Simona -dijo el hombre-. Necesita comida y luego un baño caliente.
La mujer le sonrió. Con una sonrisa amable.
– Sígueme -dijo-. ¿Tienes mucha hambre?
Simona asintió.
Caminaron sobre un suelo de mármol, por un vestíbulo flanqueado de bonitas pinturas, estatuas y muebles elegantes, y entraron en una cocina enorme y moderna. En la pared había un televisor de pantalla panorámica apagado. Simona miró a su alrededor, maravillada. En toda su vida nunca había estado en un lugar tan elegante. Era como las fotos que había visto en las revistas y en la televisión, en el orfanato.
La mujer le dijo que se sentara a la mesa, y unos momentos más tarde le presentó el mejor plato de comida que había visto nunca Simona. Estaba lleno de cerdo asado, salchichas, tocino, queso, encurtidos, tomates y patatas, y venía acompañado de otro plato con grandes y crujientes panecillos y un vaso de Coca-Cola.
Ella comió con ambas manos, metiéndose la comida en la boca todo lo rápido que pudo, temerosa de que fueran a quitársela antes de acabar. La mujer se sentó frente a ella y la miró en silencio, asintiendo de vez en cuando.
– ¿Vives en la calle? -le preguntó en un momento dado.
Simona asintió.
– ¿Y cómo es?
Sin dejar de masticar, respondió:
– Tenemos un lugar bajo una tubería de calefacción. Está bien.
– Pero no comes lo suficiente, ¿eh?
Simona sacudió la cabeza.
– ¿Cuándo fue la última vez que te diste un baño?
Simona se encogió de hombros, mientras mascaba un grueso chicharrón. ¿Un baño? No recordaba ninguno, al menos desde que se escapó del orfanato. Hacía años. Se lavaba con botellas de agua de las tuberías de la calle, cuando no hacía demasiado frío.
– Tengo un bonito baño esperándote -anunció la mujer.
Cuando Simona acabó su plato, la mujer le trajo otro, esta vez con un enorme bollo con un hueco central relleno de helado de vainilla fundido. Simona se lo comió de un bocado, haciendo caso omiso de la cuchara que había al lado, en el plato. Lo rompió en pedazos con los dedos y se lo metió en la boca; comía cada vez más rápido, y luego apuró hasta la última gota del helado del plato con la mano y se la chupó. Le dolía el estómago, estaba llenísima, y tenía la cabeza embotada por efecto del whisky. Empezaba a sentirse algo mareada.
La mujer se puso en pie y le hizo señas para que la siguiera. Limpiándose las manos en el chándal, Simona la siguió por una gran escalera curvada de mármol y luego por un ancho pasillo, con más cuadros a los lados hasta llegar a un baño que la dejó de piedra. Se quedó mirando a su alrededor, impresionada.
Era de una belleza y una opulencia casi increíbles. Y enorme. E igualmente increíble era que ella estuviera allí.
En el techo había pintados ángeles y nubes. Las paredes y el suelo eran de azulejos de mármol blancos y negros, y en el centro destacaba una enorme bañera a nivel de suelo en el que cabrían varias personas, rebosante de burbujas, rodeadas de estatuas de mármol de hombres y mujeres sobre unos pedestales.
– Qué bonito -murmuró.
– Eres una chica con suerte -dijo la mujer, sonriendo-. El señor Lazarovici es un buen hombre. Le gusta ayudar a la gente. Es un hombre muy bueno.
Se puso a ayudar a Simona a quitarse la ropa, hasta que estuvo desnuda. Entonces le tomó la mano para ayudarla a mantener el equilibrio mientras se metía en el agua caliente -deliciosamente caliente, casi demasiado- y se hundía en ella. La mujer le echó la cabeza atrás, hasta que el cabello le quedó bajo el agua, se la subió un poco y le frotó el pelo con un champú de perfume delicioso. Se lo aclaró, le puso más champú y volvió a aclarárselo. Simona estaba allí, disfrutando del momento, contemplando los ángeles sobre su cabeza, preguntándose si ser un ángel sería así, relajándose a pesar del mareo y dejándose llevar por el efecto del whisky y la comida. Mientras la mujer enjabonaba y aclaraba cada centímetro de su cuerpo, ella estaba a punto de dejarse vencer por el sueño. Luego la ayudó a salir de la bañera y la envolvió en una enorme y suave toalla blanca, la secó completamente con sumo cuidado y la llevó a una suite aún más imponente.
El elemento más destacado era una enorme cama con dosel. Simona se quedó mirando las pinturas eróticas de desnudos, con marcos dorados, que cubrían las paredes. Algunas eran imágenes de mujeres, otras de hombres y otras de parejas. Distinguió un hombre y una mujer haciendo el amor. Dos mujeres practicando el sexo oral. Un hombre sodomizando a otro. Había altos ventanales, hasta el techo, con ricas cortinas drapeadas, un diván y otros muebles de calidad.
– ¿Te gusta la habitación? -preguntó la mujer.
Simona sonrió y asintió.
La mujer le quitó la toalla y ayudó a Simona, que estaba cada vez más adormilada, a meterse entre las sábanas blancas y sedosas de la cama. Luego salió de la habitación.
Simona se quedó allí, envuelta en la suave luz de dos enormes lámparas de mesa, cada vez más dormida. Al cabo de unos minutos -no estaba segura de cuántos-, se abrió la puerta. Abrió los ojos al instante.
El hombre que la había traído, el señor Lazarovici, entró en la habitación. Estaba desnudo, salvo por una bata de seda negra abierta por delante, y presentaba una enorme erección bajo una gran barriga.
Al ir acercándose hacia la cama, le dijo:
– ¿Cómo estás, mi bello ángel de la Gara de Nord?
Pese a su aletargamiento, Simona se angustió.
– Estoy muy bien -murmuró-. Muchísimas gracias por todo. Estoy cansadísima.
Él ya había colocado el miembro erecto en contacto con su mejilla izquierda.
– Chúpamela -le dijo. De pronto su voz era fría y dura.
Ella lo miró, de pronto despierta y asustada. Tenía oscuras ojeras alrededor de los ojos y el negro profundo de sus pupilas resultaba amenazante.
– Chúpamela -repitió-. ¿No me estás agradecida? ¿No quieres mostrarme tu gratitud?
Se subió a la cama y se colocó de modo que su miembro y sus genitales quedaran justo por encima de la cara de ella. Asustada, Simona levantó la mano derecha, le agarró el miembro y se lo llevó a la boca, insegura de qué hacer. Sabía a sudor rancio.
Entonces sintió una dolorosa bofetada en la mejilla.
– ¡Chúpamela, zorra!
Ella se la metió más adentro, envolviéndola con la boca, subiendo y bajando.
– ¡Ayyyy! Imbécil de mierda, ¿quieres que te arranque los dientes o qué?
Ella se lo quedó mirando, aterrada y de pronto completamente despejada.
De pronto él le apartó la cara y se separó.
– ¡Dios, menuda zorra ingrata!
Luego, agarrándola bruscamente de los hombros y haciéndola soltar un grito de dolor, le dio la vuelta y la puso boca abajo, con la cara enterrada en la almohada, y por un momento ella pensó que quería ahogarla.
Entonces sintió que él le tanteaba la vagina con los dedos y, por un momento, pensó que iba a vomitar. Hizo un esfuerzo por contener la bilis que le subía por la garganta. Entonces los dedos pasaron de la vagina al ano. Un momento más tarde notó que intentaba penetrar en él. Entonces, aullando de dolor, sintió cómo entraba. Más y más adentro.
– ¡No! ¡Gogu! -chilló, casi ahogándose con su propia bilis.
Más adentro.
Sintió como si se fuera a romper en dos.
Más adentro.
Sacudió la cabeza, todo el cuerpo, desesperada, intentando liberarse. Él le agarró un mechón de pelo húmedo y le golpeó la cabeza con fuerza contra la almohada, tan fuerte que no podía respirar. Entonces la penetró aún más. Y más.
Ella sollozaba. Lloraba. Llamaba a gritos:
– ¡Gogu, Gogu, Gogu!
Forcejeaba. Forcejeaba para librarse del dolor. Por respirar.
– ¡Jódete, jódete, puta ingrata! -le susurró al oído. Ella giró la cara de lado, en busca de aire, llorando en su agonía-. ¡Jódete, zorra! -le susurró él.
La erección era cada vez mayor. La estaba partiendo por la mitad.
– ¡Jódete, jódete, jódete, puta! -repitió, soltándole un puñetazo en la mejilla-. ¡Jódete, ingrata zorra de cloaca!
Empujó y la penetró aún más hondo.
Ella volvió a gritar y él le apretó la cara con rabia contra la almohada, inmovilizándola, impidiéndole respirar. Ella se debatía, intentaba levantar la cabeza, pero él no le dejaba. El pánico se apoderó de ella, por encima incluso del dolor. Se sacudió, intentando moverse, pero estaba inmovilizada, como si la hubieran empalado. Empezó a agitarse, en los estertores previos a la asfixia; el pecho le dolía tanto que pensó que iba a desmayarse. Entonces él le tiró de la cabeza hacia atrás y la besó con rabia. Ella aspiró aire, de su boca, de sus pulmones, hasta que él le retiró la boca.
– Dime que te gusta. Dime que me estás agradecida. -Tenía su rostro apretado contra la mejilla de ella-. Dime que me estás agradecida por haberte salvado. Dilo. ¡Di que estás agradecida! ¡Di «gracias»!
– ¡Te odio! -respondió ella, jadeando.
Él le estrujó las mejillas. Luego le asestó un puñetazo en el ojo. Se detuvo un segundo, antes de agarrarle el cabello con ambas manos, con tanta fuerza que Simona estaba convencida de que se lo iba a arrancar. Siguió agarrado a su cabello, mientras ella sentía cómo eyaculaba en su interior. Entonces Simona vomitó.
Algo más tarde, en algún momento indeterminado -Simona había perdido la noción del tiempo-, volvía a estar en el asiento trasero del gran coche negro. Sonaba la misma música de antes, la misma voz suave que cantaba las palabras de una canción que no significaba nada para ella: I've got you under my skin.
La misma noche de Bucarest pasaba, silenciosa, por la ventanilla. Tenía dolores por todas partes. Terribles dolores. Sentía la cara hinchada. Le dolía la cabeza. Al llegar a la Gara de Nord se había sentido sucia de la cabeza a los pies. Ahora se sentía limpia por fuera, pero sucia por dentro. Inmunda.
Quería llorar, pero le dolía demasiado. Y no quería darle ninguna satisfacción a aquel hombre del tatuaje de la serpiente, que estaba al volante y que no había dicho ni una palabra, pero que no dejaba de mirarla al espejo y sonreírle, con una mirada nauseabunda.
Sólo quería volver a casa. A su casa. Con Romeo, con el perro, con los llantos del bebé. Con la gente que sentía algo por ella. Con su familia.
El coche se estaba parando. La calle estaba oscura, y no tenía ni idea de dónde estaba. El chófer abrió la puerta de atrás y se colocó a su lado. Llevaba unos billetes en la mano.
– ¡Dinero! -dijo, con una mueca. Se los puso en una mano y se bajó la cremallera.
Ella se quedó mirándolo, mientras él se sacaba el miembro erecto de los pantalones. Se quedó mirando el curioso tatuaje de la serpiente que le salía por el cuello de la camisa.
– ¡Buen dinero! -repitió él. Entonces le agarró del cabello, como había hecho el otro hombre, y tiró de ella hacia su erección.
Ella envolvió el glande con la boca y luego mordió con todas sus fuerzas, hasta que sintió el sabor de la sangre, hasta que sólo oyó los gritos de aquel tipo. Entonces agarró la manilla de la puerta, tiró de ella, empujó con todas sus fuerzas, salió tambaleándose y corrió hacia la oscuridad.
Corrió sin parar, perdida y desorientada, atravesando un laberinto interminable de calles oscuras y tiendas cerradas, sabiendo que si seguía corriendo sin parar, sin parar, sin parar, al final encontraría algún lugar conocido, algo que la ayudara a situarse y a volver a su casa bajo la carretera.
Cegada por el pánico y rodeada de oscuridad, no podía ver que, a una distancia prudencial y dando bandazos, el coche negro la perseguía.