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Susan odiaba la moto. Solía decirle a Nat que las motos eran letales, que montar en una de ellas era lo más peligroso del mundo. Una y otra vez. Nat le rebatía diciéndole que, en realidad, las estadísticas demostraban lo contrario, que, de hecho, lo más peligroso que hay es meterse en la cocina. Es el lugar donde hay más probabilidades de morir.

Él lo veía con sus propios ojos cada día de trabajo, desde su puesto de jefe de Ingresos del hospital. Claro que se producían accidentes de moto graves, pero nada comparado con lo que ocurría en las cocinas.

La gente se electrocutaba regularmente al meter tenedores en las tostadoras. O se rompía el cuello al caerse de una silla de la cocina. O se ahogaba. O se intoxicaba con algún alimento. A él le gustaba en particular contarle la historia de una víctima que había llegado a Urgencias del Royal Sussex County Hospital, donde trabajaba -o más bien, donde se dejaba la piel- después de meter la cabeza en el lavavajillas para desbloquear el aspersor y que se había clavado un cuchillo de trinchar en un ojo.

Solía decirle que las motos no eran peligrosas, ni siquiera las enormes como su Honda Fireblade roja (que podía ponerse a cien por hora en tres segundos). Y además, su Fireblade dejaba una huella de carbono infinitamente menor que el destartalado Audi TT de Susan.

Pero ella siempre pasaba eso por alto.

Del mismo modo que no hacía caso de las quejas de él por tener que pasar siempre el día de Navidad -para el que no faltaban más que cinco semanas- con los «fuera de la ley», como solía llamar él a sus suegros. Su difunta madre solía decirle que se pueden escoger los amigos, pero no los familiares. Cuánta razón tenía.

Había leído en algún sitio que, cuando un hombre se casa con una mujer, espera que ella no cambie, pero que cuando una mujer se casa con un hombre, tiene claro que va a cambiarlo.

Bueno, Susan Cooper lo estaba haciendo muy bien, usando el arma más devastadora en el arsenal de una mujer: estaba embarazada de seis meses. Y, por supuesto, él estaba orgullosísimo. Y consciente, a su pesar, de que en breve tendría que poner los pies en el suelo. La Fireblade tendría que desaparecer y dejar paso a algo más práctico. Algún tipo de coche familiar o un monovolumen. Y, para satisfacer la conciencia social y ecológica de Susan, sería un maldito híbrido diesel-eléctrico. ¡Por Dios bendito!

¿Qué tendría eso de divertido?

Había llegado a casa de madrugada, y estaba bostezando, sentado a la mesa de la cocina de su casita de Rodmell, a quince kilómetros de Brighton, con la vista fija en las noticias sobre un atentado suicida en Afganistán que daban en el programa Breakfast. Eran las 8.11 según la pantalla, las 8.09 según su reloj. Y a juzgar por su estado de aletargamiento, bien podía haber sido noche cerrada. Se metió una cucharada de Shreddies en la boca, se los tragó empujándolos con zumo de naranja y café solo y volvió corriendo escaleras arriba. Le dio un beso a Susan y una palmadita de despedida al Bultito.

– Conduce con cuidado -le advirtió ella.

«¿Qué crees que voy a hacer? ¿Conducir imprudentemente?», pensó él, pero no lo dijo.

– Te quiero -respondió.

– Yo también. Llámame.

Nat volvió a besarla y luego bajó, se puso el casco y los guantes de piel y salió, sumiéndose en el ambiente glacial de la mañana. Apenas había amanecido cuando sacó la pesada máquina roja del garaje y cerró la puerta de un sonoro portazo. Aunque había escarcha en el suelo, no había llovido desde hacía varios días, así que no había peligro de encontrar hielo en la carretera. Levantó la vista hacia la ventana de arriba, que aún tenía las cortinas echadas y apretó el botón de arranque de su adorada moto por última vez en su vida.