177537.fb2 Todo ir? bien - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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4

Aquella mañana de sábado, Kincaid se despertó despacio, algo soñoliento pero satisfecho, hasta que recordó de pronto. La sensación de desamparo cayó sobre él pesadamente, oprimiendo su pecho. Intentó darse ánimos, sacudió la cabeza como un nadador que emerge de aguas profundas.

Si había soñado, no tenía conciencia de ello, pero tenía la mente despejada, y sintió que había tomado una decisión durante el sueño. Si el patólogo le informaba de que Jasmine había muerto por causas naturales, sus sospechas quedarían apartadas. Pero si no, sentía que debía estar mejor preparado. El suicidio era la explicación más obvia; no tenía ninguna razón concreta para sentirse incómodo con ella, pero lo estaba. Tal vez estaba sintiéndose culpable de llevarse el trabajo a casa, o de ver violencia en la muerte natural y pacífica de una amiga. O tal vez se resistía a la idea del suicidio porque lo hacía sentirse culpable, como si le hubiera fallado. Pero cualquiera que fuera el origen de su desasosiego, Kincaid había aprendido de la experiencia a confiar en su instinto, y había algo en la muerte de Jasmine que no le cuadraba.

El fin de semana le daría un periodo de gracia. Estaba de permiso, y el piso de Jasmine era el lugar más lógico por donde empezar. Sin embargo, le pareció que la idea de hurgar entre los efectos personales de Jasmine lo deprimiría. Aunque Theo le había dado carta blanca, tenía la desagradable sensación de invadir su intimidad.

En su mente apareció el rostro abierto y pecoso de su sargento. Ella también estaba de permiso ese fin de semana. La llamaría y le pediría ayuda. Sus fisgoneos parecerían menos personales, y el buen juicio y el dinamismo de Gemma le impedirían pensar demasiado. Dio la vuelta en la cama y alcanzó el teléfono.

Gemma parecía extrañamente malhumorada hasta que reconoció su voz. E incluso entonces, vaciló cuando le explicó lo que quería, pero él pensó que dudaba a causa de su hijo pequeño y le aseguró que podría llevarlo consigo.

Satisfecho con la decisión, se levantó y se dirigió hacia la cocina para tomar café. Al ver su salón se paró en seco, al tiempo que lo asaltaba algo parecido al pánico. Aunque Gemma le había acompañado o recogido en alguna ocasión, nunca había estado en su casa. Pensaría de él que era un vago redomado si veía aquel desastre. Se imponía una limpieza a fondo.

***

Gemma James encontró aparcamiento para su Ford Escort delante de la casa de Kincaid hacia media mañana. Apagó el motor y se quedó un momento escuchando. El silencio de Carlingford siempre la sorprendía. En su casa de Leyton, el ruido del tráfico de Lea Bridge Road nunca dejaba de sonar como un rugido de fondo. Debían de ser las sólidas construcciones victorianas, pensó mientras miraba las fachadas todavía en sombra de las casas. Eran de ladrillo rojo, rescatadas de la severidad por los marcos blancos de las ventanas, y de la monotonía por las puertas de colores brillantes.

Toby comenzó a retorcerse en su sillita y ella se volvió un poco molesta, lo desató e hizo una mueca cuando se puso a saltar en su regazo.

– ¡Uf! -dijo ella, y él rio encantado-. Dentro de poco vas a pesar demasiado para que te coja en brazos. Voy a tener que dejar de darte de comer.

Le hizo cosquillas hasta que chilló, luego enlazó con los brazos su cuerpecito gordezuelo y le dio un beso en el pelo liso y claro. A sus dos años, ya empezaba a parecer un niño más que un bebé, y ella lamentaba cualquier violación del tiempo que tenía para estar juntos.

El disgusto se le había pasado. ¿Es que el comisario detective Duncan Kincaid pensaba que no tenía nada mejor que hacer el sábado que ayudarlo con no sé qué problema personal? Frunció las cejas, reconociendo que su reticencia se debía más a su dificultad de cruzar la línea cuidadosamente trazada entre lo profesional y lo personal que a la petición de él. En realidad, había ido porque la halagaba que hubiera pensado en ella, y porque sentía curiosidad.

Kincaid abrió la puerta y la miró, agradablemente sorprendido.

– Dijiste «personal» -le recordó ella secamente, mirándose la camiseta de color tostado, que tenía la ilusión de que le hacía el cabello más cobrizo que pelirrojo, la falda de algodón estampada y las sandalias.

– Mejor. Gemma al natural. -Sonrió y luego hizo volar a Toby por el aire.

– Tú tampoco eres ningún ejemplo de elegancia indumentaria -dijo ella, mirando con mordacidad sus tejanos gastados y su camiseta Phantom.

– Cierto, es que he estado poniendo orden en tu honor.

Dio un paso atrás e hizo un gesto de invitación al piso con una reverencia burlona.

– Qué bonito -dijo Gemma, y oyó el eco de la sorpresa en su voz. Las paredes pintadas de blanco para aumentar la luminosidad de las ventanas expuestas al sur, muebles daneses de madera clara con cubiertas multicolores de algodón, una estantería con libros y otra con un equipo estéreo y pósteres enmarcados de London Transport: el conjunto resultaba alegre y acogedor, y revelaba a un hombre seguro de su gusto.

– ¿Qué esperabas, un piso de soltero cutre con muebles recogidos de la basura? -Kincaid parecía satisfecho.

– Supongo. La idea de decoración de mi marido era quitar las etiquetas a los cajones de embalar -dijo Gemma un poco ausente, con la atención en el verdadero atractivo de la habitación, la vista de los tejados del norte de Londres a través de las puertas del balcón. Cruzó la estancia como tirada por un hilo invisible y Kincaid se apresuró a abrirle la puerta. Salieron juntos, Gemma asiendo, automáticamente, los tirantes de Toby con la mano.

Su deleite y su envidia debieron aflorarle al rostro, pues Kincaid dijo, contrito:

– Tenía que haberte invitado a subir antes.

Gemma consideró que el balcón era a prueba de Toby y lo soltó, se apoyó en la barandilla con los ojos cerrados y la cara dirigida hacia el sol. Tuvo allí una sensación de paz, de retiro, que nunca había tenido en su casa. No le extrañaba que Kincaid la custodiara celosamente. Suspirando, se volvió hacia él y lo encontró mirándola.

– No me habrás llamado para que venga a ver el paisaje. ¿Qué pasa?

Kincaid le explicó las circunstancias de la muerte de Jasmine, y más vacilante, sus dudas. Mientras hablaba, observaba a Toby, que excavaba alegremente con un palo la tierra de su única maceta de pensamientos.

– Soy un estúpido, pero siento cierta responsabilidad, como si la hubiera defraudado.

A la claridad del día, Gemma se fijó en las ojeras y las arrugas que le marcaban la boca. Volvió a mirar por encima del tejado, pensativa.

– ¿Erais muy amigos?

– Sí, al menos eso creo yo.

– Bueno -Gemma se apartó del panorama de mala gana- vamos a echar un vistazo, ¿no?

– Luego os invito a Toby y a ti a almorzar al pub, y después a dar un paseo por el parque, ¿vale? -propuso con tono ligero, pero Gemma percibió cierta súplica, y se le ocurrió que su superior, normalmente tan controlado, temía pasar solo aquel día.

– ¿Es un soborno?

Él sonrió.

– Si tú quieres.

***

Lo primero que advirtió Gemma en el piso de Jasmine Dent fue el olor, difícil de detectar, dulce y especiado al principio. Arrugó la nariz, tratando de situarlo, luego su rostro se iluminó.

– Es incienso. No lo había olido desde que iba al colegio.

Kincaid se quedó perplejo.

– ¿Qué?

– ¿No notas el olor?

Él olió y negó con la cabeza.

– Estaré acostumbrado.

Gemma sofocó una ilógica oleada de celos ante la idea de que hubiera pasado tantas horas en aquel piso con una mujer de la que ella nada sabía. No era asunto suyo lo que hacía o dejaba de hacer.

Miró a su alrededor mientras mantenía un ojo vigilante sobre Toby. La acumulación de toda una vida, pensó, de una mujer a quien le gustaban los objetos, sus colores y texturas y su procedencia más que su valor material.

En una pared había grabados y Gemma se acercó para estudiarlos. El del centro era una fotografía color sepia de Eduardo VIII de joven en uniforme de escolta, sonriente y apuesto, mucho antes de sus preocupaciones por su relación con la señora Simpson y de la abdicación. ¿Un recuerdo de los padres de Jasmine, tal vez? A su lado, un delicado grabado color dorado claro que retrataba a dos príncipes indios con turbante, montados en elefantes y cargando uno contra el otro, con sus ejércitos formados detrás de ellos. El artista no parecía tener conocimientos de perspectiva, y los elefantes parecían flotar en el aire, dando a toda la composición un aspecto estilizado y caprichoso.

Gemma se dirigió a la ventana del salón y pasó los dedos ligeramente por los elefantes tallados en madera que desfilaban por el alféizar.

– ¿Verdad que los elefantes traen suerte? Ven, Toby, mira esto. ¿A que son bonitos? -se volvió hacia Kincaid y preguntó-. ¿Crees que puede jugar con ellos? Parecen bastante fuertes.

– Por qué no.

Se acercó a ella y levantó la ventana de guillotina, se asomaron juntos y miraron hacia abajo, al jardín.

– ¡Ohhh!

Gemma soltó la exclamación cuando vio el cuadrado de hierba verde esmeralda, suave como un campo de golf, bordeado por filas de tulipanes de colores, coronados por forsitias y por los brotes de los ciruelos.

– ¡Qué bonito! -Pensó en su parterre reseco, casi siempre más barro que hierba, y miró a Toby, ocupado en alinear los elefantes trompa con cola-. ¿No podría…?

– Mejor que no -Kincaid sacudió la cabeza-. Si acaso, cuando podamos bajar con él. Si pisa los tulipanes, el comandante se lo come. -Hizo una mueca y revolvió el cabello claro de Toby-. ¿Crees que deberíamos dividirnos…?

Entonces oyeron el maullido, apenas audible incluso en el silencio del piso. Se volvieron y vieron salir al gato negro de debajo de la cama de Jasmine y encogerse, dispuesto a retirarse.

– ¡Un gato! No me habías dicho que tuviera un gato.

– Siempre se me olvida -dijo Kincaid, un poco avergonzado.

Gemma se arrodilló y lo llamó. Tras vacilar unos instantes, el gato dio unos pasos hacia ella y Gemma lo atrajo hacia sí, cogiéndolo por la barbilla.

– ¿Cómo se llama?

– Sid. A mí no me hace ni caso -dijo, molesto.

– Tal vez mi voz le recuerde a la de ella -aventuró Gemma.

Kincaid se arrodilló para ver la comida que había metido bajo la cama.

– Pero todavía no ha comido.

– No me extraña -Gemma arrugó la nariz asqueada ante la comida endurecida-, hay que darle algo mejor.

Dejó al gato en el suelo y rebuscó por los armarios de la cocina hasta que encontró una lata de atún.

– Esto funcionará.

Abrió la lata y puso una cucharada de atún en un plato limpio, luego lo colocó delante del gato. Sidhi olisqueó y la miró, luego abordó el plato y probó un mordisco.

Kincaid se había alejado hacia el salón mientras tocaba objetos, ausente, antes de pasar a otra cosa.

Así no vamos a ninguna parte, se dijo Gemma por lo bajo, recordando su habitual actitud decidida. Ahora no vería una rueda de molino en medio del comedor, ¿verdad, Sid?

El gato hizo caso omiso de ella, concentrado como estaba en la comida.

Kincaid se detuvo frente a la sólida librería de roble y contempló los lomos como si fueran a revelarle algo si los miraba fijamente. Los libros estaban muy comprimidos en los estantes, ocupando todo el espacio posible. Gemma llegó a su lado y echó un vistazo a los títulos. Scott, Forster, Delderfield, Galsworthy, una colección encuadernada en piel muy gastada de Jane Austen…

– No hay ninguno nuevo -observó Gemma con extrañeza-. Ni ediciones económicas, ni superventas, ni libros de amor o de misterio.

– Releía éstos. Eran como viejos amigos.

Gemma lo miró mientras él observaba los libros, decidiendo tomar las riendas de la situación.

– Mira, tú empiezas por el escritorio, ¿vale? Y yo registro el dormitorio.

Kincaid asintió y se acercó al secreter. Se sentó en la silla, que parecía demasiado delicada para aguantar su cuerpo de metro ochenta, y abrió la tapa, expeditivo.

El pequeño dormitorio de Jasmine daba al norte, a la calle, y Gemma encendió la lámpara de pantalla del tocador. La habitación tenía una estrecha cama individual con una colcha bien tirante, el tocador, una mesilla y un pesado armario. Al contrario que el salón, no reflejaba nada de la personalidad de su propietaria. Gemma percibió que la habitación se usaba sólo para dormir y guardar cosas, no estaba habitada del mismo modo que el resto del piso.

Empezó por el tocador mientras se abría paso suavemente entre capas de ropa interior y botes medio vacíos de cosméticos. En el cajón de más abajo, debajo de la ropa interior y de las medias, había un marco boca abajo. Gemma lo levantó y le dio la vuelta. Una joven de ojos oscuros la miraba desde una foto en blanco y negro. Quitó la parte trasera del marco y examinó el reverso de la foto. Ponía, en pulcras letras a lápiz: «Jasmine, 1962». Gemma volvió a mirar la foto. El cabello oscuro era largo y liso, con raya en medio; el rostro, ovalado y pequeño; la boca con un asomo de sonrisa por algún secreto no compartido con el observador. A pesar de la fecha del dorso, la chica parecía antigua, podría servir de modelo para una madonna renacentista.

Gemma abrió la boca para llamar a Kincaid, pero dudó y volvió a dejar con cuidado la foto encima de todo del cajón, boca abajo.

Fue hasta el armario y abrió las pesadas puertas. Casi todo eran buenos trajes de chaqueta, vestidos y algunos caftanes de seda. Gemma pasó admirada la mano por los tejidos, luego levantó los pantalones y jerseys de los cajones.

El estante superior del armario tenía filas de cajas de zapatos. Gemma se quitó los suyos para encaramarse al estante inferior y levantó la tapa de una de las cajas para mirar dentro. Luego se apresuró a sacar las cajas del estante y a ponerlas en la cama, quitándoles las tapas.

– Jefe, ven a ver esto.

Él apareció en el umbral, sacudiéndose las manos.

– ¿Qué hay?

– Cuadernos escritos. Un montón, todos distintos. -Gemma abrió uno y le mostró las páginas cubiertas con la misma letra pulcra, minúscula, que había visto en el dorso de la foto. De pronto, fue consciente de la proximidad de él en el cuartito, de su respiración apresurada, del olor de loción para después del afeitado y de la calidez de su piel. Dio un paso atrás y dijo, más alto de lo que quería:

– Por lo visto, Jasmine escribía un diario.

Ordenaron las cajas, controlando la fecha en la primera página de cada una.

– 1952 es la fecha más antigua que he encontrado -dijo Gemma, frotándose la nariz que le picaba por el polvo. Tenía los dedos secos y apergaminados.

Kincaid calculó por un instante.

– Tendría diez años.

Prosiguieron en silencio, hasta que Kincaid levantó la vista y frunció el ceño.

– Lo último parece de hace una semana.

– ¿Has encontrado algo en el salón?

Él sacudió la cabeza.

– No.

– ¿Crees que ha dejado de escribir porque sabía que iba a morir? -aventuró Gemma.

– ¿Alguien que ha tenido toda su vida la costumbre de escribir sus pensamientos? Me parece improbable.

– ¿O acaso -prosiguió Gemma, despacio- han desaparecido?

***

Se sentaron en el jardín de Freemason's Arms, a comer pan moreno con queso y encurtidos y beber cerveza. Tuvieron que esperar para sentarse en una de las mesitas de plástico blanco, pero creyeron que valdría la pena, tanto por el sol como por la vista, a través de Willow Road, del parque.

Toby había destrozado un panecillo de queso blando y casi todas las patatas chips de su ración, y se había sentado en la hierba, a sus pies. Sacaba cosas del bolso de Gemma, murmurando para sí el inventario: «llaves, palo, caballo de Toby», y sacó un maltratado caballo de peluche para inspeccionarlo. Kincaid pensó tristemente en la lista de los efectos de un muerto, luego apartó la idea de su mente. Cogió una patata del cestito de Toby y se la tendió.

– Toma, Toby, para los pájaros.

Toby miró a Kincaid y a los gorriones que picoteaban en la hierba.

– ¿Pajaritos? -dijo, interesado, y se lanzó hacia los gorriones, con la patata extendida delante de él como un estoque. Los pájaros levantaron el vuelo.

– Mira lo que has conseguido -dijo Gemma, riendo-. Se va a frustrar.

– Es bueno para su desarrollo emocional -replicó Kincaid con sorna, luego le sonrió-. Lo siento.

Le gustaba ver a Gemma de esa forma, relajada y desenfadada. En el trabajo estaba a la defensiva, y más de una vez la había acusado de hablar antes de pensar las cosas.

También sabe llevar bien a Toby, pensó, está atenta pero no lo mima. Observó cómo devolvía al niño al redil y lo sentaba en la hierba a sus pies. Puso un trozo de pan en la hierba a unos pasos de Toby.

– Toma, mi vida. Si no te mueves, a lo mejor vienen.

El sol le había enrojecido el puente de la nariz y oscurecido las pecas sobre la piel clara. Ella se dio cuenta de la mirada escrutadora de Kincaid, levantó la vista y se sonrojó.

– Deberías llevar una pamela, como las muchachas victorianas.

– Vaya, hablas como mi madre: «Te van a salir ampollas, Gem. Hazme caso o cuando tengas treinta años parecerás un obrero» -la imitó y levantó la cara al cielo azul-. De todas formas, no durará este tiempo.

– No.

No, pero él podría quedarse allí mientras durase, sin pensar, escuchando a los gorriones y el rumor del tráfico de East Heath Road, observando cómo el sol arrancaba destellos dorados del cabello de Gemma.

– Duncan -el tono de Gemma era más cauto de lo normal y Kincaid se incorporó y la miró de reojo mientras daba un sorbo a su cerveza-. Duncan, dime por qué no crees que Jasmine se suicidara.

Él apartó la vista, cogió un pedazo de pan del plato y se puso a desmigarlo.

– Crees que me lo estoy inventando todo para salvar mi vanidad herida. Tal vez sea así. -Se inclinó hacia delante y volvió a buscar sus ojos-. Pero es que no puedo creer que no haya dejado nada, ni un mensaje, ni un indicio.

– ¿Para ti?

– Para mí. O para su amiga Margaret. O para su hermano. -La duda que percibió en los ojos de Gemma lo pusieron a la defensiva-. La conocía, ¡maldita sea!

– Estaba enferma, se moría. La gente a veces no es racional. Quizás quería que pensarais que había sido natural.

Kincaid se irguió, vehemente.

– Sabía que Margaret no podía creerlo. Al menos después de lo ocurrido entre ellas.

– Según Margaret.

– Punto a tu favor. -Se pasó la mano por el revoltoso cabello-. Pero aun así…

– A ver -atajó Gemma, sonrojándose entusiasmada ante la idea de hacer de abogado del diablo-, dices que no crees que muriera mientras dormía porque habría pasado el cerrojo, pero ¿y si se sintió mal y se echó pensando que descansaría un momento…?

– No, era demasiado… compuesta. Todo era demasiado perfecto.

– ¿Y no pudo apagarse durante la tarde, perder la conciencia antes de darse cuenta de lo que ocurría?

Kincaid sacudió la cabeza.

– Ni la luz, ni la tele, ni un libro abierto sobre el pecho, ni las gafas de leer. Gemma -se encogió de hombros con brusquedad, incómodo-, creo que ha sido eso lo que me ha preocupado desde el principio, incluso antes de que llegara Margaret y me echara el jarro de agua fría con el pacto del suicidio. Era casi como si la hubieran preparado. -Hizo esta última observación con cierta timidez, mirándola de reojo para sopesar su reacción. Al ver que ella no tenía intención de ridiculizarlo, añadió-: la ropa de cama no estaba arrugada en absoluto.

– Todo eso concuerda con el suicidio -dijo Gemma, y su tono suave hizo sospechar a Kincaid que le tomaba el pelo.

– Supongo. -Estiró las piernas por debajo de la mesa y la miró por encima de su cerveza casi vacía-. Ya sé que piensas que estoy loco.

Gemma se limitó a arquear las cejas. Recogió a Toby, que se empezaba a agitar, y lo hizo saltar sobre sus rodillas hasta que se echó a reír.

– ¿Y si los resultados de la autopsia son positivos? -dijo entre botes-. El juez de instrucción estará seguro de habérselas con un suicidio. No hay pruebas para abrir una investigación.

– ¿Ausencia de notificación de intencionalidad escrita o verbal?

Gemma se encogió de hombros.

– Muy cogido por los pelos. Y la historia de Margaret se usará para avalar el suicidio, no viceversa.

Kincaid observó una cometa que volaba sobre el parque y no respondió. Margaret. Una cosa sí había. ¿Por qué debería tomarse la versión de Margaret tan al pie de la letra? El día antes estaba demasiado conmocionado y exhausto para cuestionar nada, pero se le ocurrió que Margaret no podía haber inventado una historia mejor para que se pensara que Jasmine se había suicidado, y que además la absolvía de toda culpa por no haber intervenido.

– Ya estás poniendo esa cara -lo acusó Gemma-. ¿Qué estás tramando?

– Bueno. -Kincaid apuró su cerveza y se irguió-. Me gustaría charlar un poco con el abogado de Jasmine, pero no tengo esperanzas de verle antes del lunes.

– ¿Qué más? -dijo Gemma, y Kincaid pensó que estaba, inexplicablemente, muy satisfecha de sí misma.

– Hablar con Margaret. Tal vez volver a hablar con Theo.

– ¿Y los cuadernos?

Por un momento, a Kincaid le pasó por la cabeza pedir ayuda a Gemma, pero la rechazó al instante. Era una tarea que no podía compartir.

– Les echaré un vistazo.

Pasearon de vuelta a Carlingford Road, con Toby de la mano mientras le hacían volar por la acera.

– ¿No damos un paseo por el parque, entonces? -preguntó Kincaid, pues había visto que Gemma echaba un vistazo a su reloj más de una vez.

Gemma sacudió la cabeza.

– Mejor que no. Le he prometido a mi madre que iríamos a verla, dice que no vamos nunca.

Kincaid percibió una pizca de preocupación o de gravedad, y recordó su voz aquella mañana al teléfono. Probablemente algún hombre, pensó, y se dio cuenta de lo poco que sabía de la vida de Gemma. Sólo que se había divorciado al poco de nacer Toby, que vivía en una casita adosada en Leyton, que había crecido e ido a la escuela en North London, nada más. Él ni siquiera había estado en Leyton, siempre pasaba ella a recogerlo o se veían en el trabajo.

De repente, le asombró el alcance de su propia miopía. Pensó en ella como una mujer de confianza, atractiva, inteligente, a menudo obstinada, con un don especial para hacer que la gente se sintiera a sus anchas en una entrevista. Nunca había mirado más allá de las cualidades que la hacían valiosa como ayudante. ¿Se vería con alguien?, lo pensó con una punta de irritación no identificada. ¿Se llevaría bien con sus padres? ¿Cómo serían sus amigos?

La observó mientras caminaba a su lado. Ella se apartó un mechón pelirrojo al inclinarse para responder a Toby, pero tenía una expresión abstraída.

– Gemma -dijo, un poco vacilante-, ¿ocurre algo?

Ella lo miró sorprendida y sonrió.

– No, no, nada. No ocurre nada.

Kincaid no quedó muy convencido, pero no insistió. Su actitud no invitaba a más tanteos.

Pasaron bajo las ramas floridas de un ciruelo, que los duchó con pétalos como si fueran confeti. Se echaron a reír y el embarazo momentáneo desapareció. Se despidieron delante de casa.

Kincaid subió solo las escaleras, sintiendo que la tarde se extendía ante él como un desierto. La luz roja del contestador automático lo saludó al entrar en el piso, y lo deprimió todavía más.

Estupendo, dijo por lo bajo, y pulsó el botón de escucha.

El sargento de servicio preguntaba a qué demonios se creía que estaba jugando -el hospital había llamado por la autopsia solicitada- y que si no tramitaba bien los papeles habría problemas. El resto del mensaje lo dijo casi como de pasada, antes de colgar bruscamente.

El cuerpo de Jasmine Dent contenía una cantidad letal de morfina.