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6

El lado este de Carlingford Road estaba completamente en sombras cuando Kincaid paró el Midget en la acera. Subió los cristales y cerró con suavidad la capota, luego se quedó un momento mirando hacia arriba del edificio. Le pareció antinaturalmente silencioso e inmóvil, sin rastro de luz ni movimiento en las ventanas. Kincaid se encogió de hombros y lo achacó a su percepción tendenciosa, pero a media escalera hacia su piso se dio cuenta de que no había visto al comandante desde el día anterior.

Tuvo una corazonada de alarma, pero se dijo a sí mismo que no fuera tonto, que no había razón para que le ocurriera nada al comandante. La muerte no acechaba en el edificio como un espectro gótico; sin embargo, se encontró bajando las escaleras de nuevo y llamando a la puerta del comandante.

No obtuvo respuesta. Kincaid volvió a salir mientras pensaba en pasar por el piso de Jasmine para ver el jardín del comandante, cuando lo vio doblar la esquina de la calle. Caminaba despacio, con dificultad, debido a los dos arbustos que cargaba, una maceta debajo de cada brazo.

Kincaid se apresuró a ir a su encuentro.

– ¿Necesita ayuda?

– Se lo agradezco mucho.

Kincaid cogió una de las macetas de cinco kilos y oyó la respiración silbante del comandante.

– Hay una buena subida desde el autobús.

– ¿Qué son? -preguntó Kincaid mientras acortaba el paso para ir a su lado.

– Rosas. Antiguas. Del vivero de Bucks.

– ¿Hoy? -preguntó Kincaid, algo sorprendido-. ¿Las ha traído en autobús desde Buckinghamshire?

Habían alcanzado las escaleras que llevaban a la puerta del comandante. Éste posó su maceta, se quitó la gorra y se secó la cabeza sudada con un pañuelo.

– Es el único lugar donde se encuentran, las llaman almizcle del Himalaya.

Al dejar también su maceta, Kincaid miró con desconfianza los tallos desnudos, espinosos.

– ¿Pero no podrían…?

El comandante sacudió la cabeza vigorosamente:

– No es el momento del año, desde luego, pero tenía que ser algo especial. -Ante la cara de perplejidad cada vez mayor de Kincaid, se secó el rostro y prosiguió-: Para Jasmine. Es por la fragancia, no como esos híbridos modernos. Le encantaban las flores con olor, decía que el aspecto no le importaba. Éstas florecen una vez, en primavera tardía. Montones de capullos rosa pálido, con un olor celestial.

Kincaid tardó un momento en responder, pues nunca había oído al comandante hablar tanto rato, ni decir nada remotamente poético.

– Sí, tiene razón, seguro que le gustarían.

El comandante abrió la puerta con llave y se agachó a coger las macetas.

– Deje que le eche una mano -dijo Kincaid al tiempo que levantaba una con facilidad.

El comandante abrió la boca para rechazarlo, pero vaciló y dijo:

– De acuerdo, gracias.

Kincaid entró detrás de él. Su primera impresión fue de que todo era marrón. El comandante pulsó el interruptor de la luz y la impresión se extendió a pulcro, limpio y marrón. Un papel de pared floral gastado en tonos rosas y marrones, una alfombra marrón, unas fundas marrones sobre un sofá y un sillón baratos. No había cuadros, ni fotos, ni libros que Kincaid hubiera podido examinar mientras seguía al comandante por el salón. La única mancha de color vivo venía de las revistas y catálogos de jardinería perfectamente ordenados en la mesa baja de madera de pino.

El comandante condujo a Kincaid por la cocina y abrió la puerta a una zona asfaltada debajo de las escaleras que subían al piso de Jasmine. A la derecha, en el rincón formado por la valla y el muro del edificio, el comandante había construido un pequeño cobertizo. Kincaid asomó la cabeza por la puerta y fue recompensado con un penetrante olor de humus que se le atragantó.

El comandante subió las escaleras hasta el nivel del césped y posó la maceta. Kincaid hizo lo mismo y se quedó mirando el jardín, impresionado por el contraste entre el piso del comandante y aquel pequeño oasis de color y perfección. Se preguntó qué mantenía vivo al comandante durante los meses de invierno, cuando no crecían más que algunas toscas plantas perennes.

Al cabo de un momento, en el que también el comandante pareció perderse en la contemplación, Kincaid preguntó:

– ¿Dónde va a ponerlas?

– Creo que ahí. -Señaló la pared de ladrillo trasera del jardín, el único terreno por ocupar que vio Kincaid-. Son trepadoras, lo invadirán.

– Deje que lo ayude.

De repente, Kincaid sintió el deseo de participar en esta conmemoración, más auténtica que cualquier oficio pronunciado por un desconocido.

El comandante vaciló antes de responder, una costumbre suya, empezaba a pensar Kincaid, cuando alguien amenazaba con romper su rutina solitaria.

– Ah, sí, hay otra pala en el cobertizo.

Kincaid llevó las macetas al fondo del jardín, y cuando el comandante volvió con las palas y señaló el lugar entre los pensamientos y los antirrinus, se pusieron a cavar juntos. Trabajaron en silencio mientras las sombras avanzaban por el jardín.

Cuando el comandante juzgó que los agujeros eran lo bastante hondos, pusieron las rosas con cuidado, rellenaron el hueco alrededor y presionaron la tierra con las manos. Tras años de vida en pisos de ciudad, Kincaid sintió una satisfacción al ensuciarse que no sentía desde que hacía fuertes de barro en su infancia en Cheshire.

El comandante se quedó apoyado en su pala mientras supervisaba satisfecho su trabajo manual.

– Buen trabajo. Apuesto a que le gustaría.

Kincaid asintió a la vez que levantaba la vista hacia las oscuras ventanas del piso de Jasmine. Un piso por encima, el sol lanzó un destello en el suyo.

– Estoy desfallecido, salga conmigo a tomar algo -dijo en un impulso, asegurándose a sí mismo que estaba aprovechando una ocasión para hacer preguntas al comandante, y que no huía de su piso vacío. Aguardó impacientemente la respuesta del comandante mientras contaba los segundos.

Éste miró todo el jardín, consultando los tulipanes y las forsitias.

– De acuerdo, pero más vale que nos lavemos.

***

Optaron por el bar de la esquina en Rosslyn Hill, se acomodaron en los sillones de vinilo y pidieron tortillas con patatas fritas y ensalada. El comandante se había cepillado el escaso pelo y su calva rosa brillaba como su rostro. Kincaid se maravilló ante la generación que seguía poniéndose corbata para una cena informal de sábado. Él en cambio se había cambiado la camisa de algodón por una camiseta de rugby de manga larga, su concesión a la temperatura más fresca.

Cuando llegaron sus cervezas y bebieron por el borde, el comandante se secó la espuma del bigote y preguntó:

– ¿Ha venido el hermano a hacerse cargo de todo, del entierro y de lo demás?

– El hermano ha venido, sí, pero no se sentía con ánimos de hacerse cargo de nada. Además, todavía no va a haber entierro.

El comandante abrió mucho sus pálidos ojos azules, sorprendido.

– ¿No hay entierro? ¿Y por qué no?

– Porque he pedido una autopsia, comandante. Hay indicios de que Jasmine se suicidara.

El comandante lo miró fijamente a un paso de un violento silencio, luego dejó la jarra de cerveza con tanta fuerza que se desbordó.

– ¿Y no podía dejarla tranquila? ¿Qué le importa a nadie si una pobre alma se pone las cosas un poco más fáciles?

Kincaid se encogió de hombros.

– Nada, comandante, y yo lo habría pasado por alto, si no hubiera nada más, pero algunas cosas no eran coherentes con el suicidio, y ahora estoy seguro de que su muerte no ha sido natural. Tengo el informe de la autopsia.

– ¿Qué cosas? -preguntó el comandante, al tiempo que retenía la afirmación fundamental.

– Jasmine tenía intención de suicidarse, eso lo sabemos. Pidió a su amiga Margaret que la ayudara, pero luego le dijo que se sentía diferente y que lo había pensado mejor. No dejó notas ni explicaciones. Sin duda, lo hubiera hecho por Margaret. Además -Kincaid hizo una pausa lo bastante larga para dar un sorbo a su cerveza-, había quedado con su hermano, a quien no veía desde hacía seis meses, justo mañana.

El comandante asentía a cada punto, pero cuando Kincaid terminó, dijo:

– No puedo entender que nadie le haya hecho daño a la pobrecilla. No iba a durar mucho.

Sus ojos azules eran sorprendentemente penetrantes en la cara redonda.

La camarera llegó con sus platos, con lo que le dio así a Kincaid una prórroga. El comandante roció sus patatas con vinagre, luego echó salsa HP en la tortilla. Kincaid arrugó la nariz cuando le llegó el aroma del vinagre. Costumbres de solterón, pensó. Dentro de unos años él haría lo mismo.

– ¿Qué le parece, comandante? Usted la conocía, tal vez mejor que yo.

El comandante cortó un poco de huevo con el tenedor y la pasó por el baño de salsa marrón de su plato.

– No puedo decir que la conociera bien, en realidad. Sólo hablábamos de -se metió el tenedor con el trozo de tortilla y patatas en la boca y prosiguió- cosas cotidianas. El jardín, la televisión. A Margaret no la conozco, pero la veía entrar y salir, y a veces salía a las escaleras a saludarme cuando yo estaba en el jardín. Una chica simpática, no era como Jasmine. No quiero decir -se corrigió- que Jasmine no fuera simpática, pero era más suya, ya me entiende.

Como sorprendido por su propia falta de tacto, apartó la vista de Kincaid y se concentró en su cena.

La máquina exprés silbó y borbotó como un monstruo subterráneo mientras Kincaid daba un mordisco a su tortilla.

– ¿Alguna vez ha visto a Margaret venir con alguien? ¿Un novio?

El comandante frunció las cejas y sacudió la cabeza.

– No creo.

Kincaid pensó que de Roger se acordaría.

– ¿Ha visto alguna vez a Theo, su hermano?

– No que yo recuerde. No recibía muchas visitas, a no ser la enfermera en los últimos meses. Que por cierto -se inclinó para confiarle algo mientras recogía el último trozo de tortilla con patatas-, está de muy buen ver.

Kincaid advirtió divertido que la pasión del comandante por las plantas no se extendía a la comida; la mayor parte del acompañamiento de berros y pepino habían quedado abandonados en el plato.

– ¿Qué me dice del jueves por la noche? ¿Alguien fue a visitarla, que usted sepa?

– No estaba. Los jueves no estoy, tengo el coro.

– ¿Canta usted? -preguntó Kincaid. Apartó el plato vacío y se inclinó hacia delante, con los codos sobre la mesa.

– Desde que era pequeño. Gané premios como tenor, antes de que me cambiara la voz.

Kincaid pensó que la tez del comandante parecía incluso más rojiza de lo acostumbrado. Así que era ésa su otra gran pasión.

– No me lo habría imaginado. ¿Y dónde canta?

El comandante apuró su cerveza y se limpió el bigote con la servilleta.

– En St. John's, en los servicios del domingo; los miércoles, vísperas; los jueves, ensayo.

– ¿Volvió tarde el jueves?

– No, hacia las diez, me parece.

– ¿Y no oyó ni vio nada extraño?

Kincaid aguantaba la respiración por las expectativas. Era una pregunta que tenía que hacer, pero el destino no solía ser generoso con las respuestas. Si la gente veía algo realmente extraño, lo decía enseguida, pero los detalles menores les volvían a la memoria sólo cuando algo les refrescaba las ideas.

El comandante sacudió la cabeza:

– Pues no.

La camarera se llevó el plato vacío de Kincaid y volvió al cabo de un momento con la cuenta. El ruido del café había aumentado progresivamente. Kincaid miró a su alrededor y vio todas las mesas llenas y clientes en potencia esperando en la puerta; el buen tiempo, combinado con el sábado, sacaban a la gente de casa. Se acabó la cerveza de mala gana.

– Mejor que dejemos sitio para las masas.

Al llegar a la intersección con Pilgrim’s Lane, la sombra de la jefatura de policía de Hampstead se levantaba ante ellos. A Kincaid le pareció bastante irónico que hubiera optado por vivir a pocas manzanas de aquel edificio tan evocativo, diseñado por J. Dixon Butler, el arquitecto que colaboró con Norman Shaw en el New Scotland Yard. En la imaginación de Kincaid la niebla se arremolinaba en torno a los gabletes de la época de la reina Ana, y los bobbies victorianos corrían presurosos a algún rescate.

Cuando llegaron a Carlingford Road el comandante habló y rompió el silencio que se había creado entre ellos.

– ¿Y qué hay del minino? ¿Ha hecho planes para él?

– ¿El minino? -repitió Kincaid con cara inexpresiva-. ¡Ah!, el gato. No, no he pensado nada. No querrá usted…

El comandante ya negaba con la cabeza.

– Yo no puedo tener bichos en casa, me hacen estornudar. Y haría agujeros en la tierra de mis flores. -El bigote se le erizó de asco-. Pero habría que hacer algo.

Kincaid suspiró.

– Ya lo sé, veré qué se puede hacer. Buenas noches, comandante.

– Señor Kincaid. -Se detuvo al subir las escaleras de la puerta principal-. Creo que hará más daño que otra cosa excavando en este asunto. Hay cosas que más vale no remover.

***

Kincaid medía el salón de su casa con pasos inquietos. Era todavía temprano, no eran ni las nueve, y estaba cansado pero nervioso, incapaz de centrarse en nada. Hizo un poco de zapeo y apagó la tele fastidiado. Ninguna de sus cintas o de sus cedés lo atraían, ni tampoco los libros que no había podido leer todavía.

Cuando se encontró examinando las fotografías de las paredes, se volvió a mirar la caja de cartón marrón que estaba en la mesita baja. Una elusión clásica, el rechazo a enfrentarse con una tarea desagradable, o, para ser más sincero, pensó, temía que Jasmine pudiera resurgir de las páginas de su diario, fresca y dolorosamente real.

Kincaid se permitió retrasarlo un poco más, el tiempo de preparar un café. Llevó la taza al salón y se instaló en el sofá dentro del círculo de luz proyectado por la lámpara de pie. Tiró de la caja de cartón para acercarla un poco y pasó los dedos por los bonitos lomos azules de los diarios. Estaban agrietados y tenían incrustado un polvo seco y fino.

Si tenía que hacerlo, entonces empezaría por orden cronológico; en los libros más antiguos, la Jasmine que había conocido él sería menos inmediata, y ya había mirado brevemente el último diario sin encontrar nada útil. Sacó el más gastado del fondo de la caja y lo abrió. Las páginas estaban amarillas y se cuarteaban y olían un poco a moho. Kincaid contuvo un estornudo.

Las entradas empezaban en 1951. La letra de la Jasmine de diez años era pequeña y cuidada, las anotaciones triviales y muy concienzudas: los logros de Theo -en los que se intuía ya su actitud posesiva-, los premios ganados en la escuela, una clase de tenis, un paseo con el caballo del vecino.

Kincaid leyó por encima las páginas de un primer cuaderno, de un segundo, de un tercero. Con el pasar de los años, la escritura cambió, y evolucionó en la típica y tan reconocible escritura de Jasmine. Algunas veces las entradas saltaban semanas; a veces, meses, y aunque se volvía más natural, seguía siendo emocionalmente irrelevante. Había empezado el cuarto libro, cuando una entrada fechada en marzo de 1956 lo hizo parar en seco. Retrocedió hasta el principio y se puso a leer con mayor atención.

9 de marzo

Theo cumple diez años. La celebración de siempre. Lo mismo que el año pasado y todos los años anteriores. Los tres en torno a la mesa del comedor, vestidos con nuestras mejores prendas, agobiados, con las contraventanas cerradas, sin hablar. El cocinero ha hecho lo que le parece que ha de ser un pastel de cumpleaños inglés. Horrible, como siempre, pero papá no hacía más que mirar como perdido y Theo ni siquiera se burlaba. Yo quería gritar.

Papá le ha regalado a Theo un kit de modelo de avión, que, claro está, a Theo no le importa nada. Al final lo ayudaré yo a montarlo, para no herir los sentimientos de papá. He entrenado el caballo de la maldita señora Savarkar durante un mes para ganar el dinero suficiente para comprarle a Theo una raqueta de tenis. A mí el caballo no me molesta, pero la señora S. es una bruja, siempre mostrándose tan superior a nosotros porque somos «pobres ingleses».

Me acuerdo de verdad de la noche en que nació Theo, o es que he oído las historias del aya tantas veces que no sé dónde acaban las historias y dónde empiezan los recuerdos. Recuerdo gritos y humo y el olor a quemado, pero creo que todo esto sucedió más tarde y que en mi mente se ha mezclado con los golpes del médico en la puerta y los gritos de mi madre.

22 de mayo

El señor Patel me ha vuelto a pellizcar el brazo en clase. Pasea entre las filas, haciendo ruido como de hojas secas y mirando por encima de nuestros hombros mientras trabajamos. Noto cómo se acerca por detrás y el cogote se me calienta.

Hoy me ha agarrado el brazo por la axila y ha apretado hasta que me he mordido el labio para no gritar. Dice que no he hecho bien los deberes, pero es una excusa para retenerme luego, todo el mundo lo sabe. He oído las risitas de las otras niñas por detrás.

«Jasssmine», ha dicho cuando ha dejado salir a los demás, silbando la «s» de mi nombre hasta que se me ha puesto la piel de gallina. «¿Te acuerdas de tu madre inglesa, Jasmine? Alguien te tiene que enseñar las cosas, Jasmine.» Él se movía alrededor de su mesa y yo retrocedía hacia la puerta, con los libros contra el pecho para que no me lo mirara. «No deberías salir al sol, te hace parecer una chica nativa.» Entonces me sonrió. Parecía una tortuga calva, con su asqueroso cuello retorcido y los ojos centelleantes. He echado a correr antes de que pudiera volver a tocarme, he corrido hasta casa y he vomitado. Ojalá pudiera matarlo.

Las marcas de sus dedos se me han vuelto moradas mientras venía a casa. Me he puesto una blusa de manga larga antes de que papá y Theo las vieran. No vale la pena decírselo a papá. Ya lo intenté una vez. Se le puso esa mirada vaga, como si quisiera estar en otro lugar, y me dijo que tenía mucha imaginación.

Ya sé por qué el señor Patel me ha preguntado por mamá. Creen que soy mestiza, por mi color, y porque mamá, después de todo, no era inglesa.

Recuerdo a mi madre. Recuerdo el tacto suave de sus vestidos y el olor a rosas. Me acuerdo de las muñecas que me mandó de Inglaterra y de las historias que inventamos sobre ellas. «Crece como una verdadera niña inglesa, Jasmine», me decía, «así sabrás cómo son las cosas cuando volvamos a casa.» Siempre hablaba de eso, de volver a casa. Creo que odiaba este lugar. ¿Se puede morir de añoranza de casa?

5 de junio

Theo, el muy burro, le ha dicho a papá que no he ido al colegio mientras ha estado fuera. Papá ha puesto su cara triste y ha dicho que le estaba haciendo la vida difícil, y que a partir de ahora tendría que hablar con el director.

30 de junio

Ayer murió papá. El médico dijo que fue el corazón, algo relacionado con las fiebres que había contraído cuando llegó aquí.

Estaba leyendo el periódico durante la cena. Dijo que no se encontraba bien, como sorprendido, luego se dejó caer sobre la mesa.

No lo puedo creer, ¿qué va a ser de Theo y de mí?