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Haciendo una reclamación
Conocí a Ralph Devereux al poco tiempo de iniciar mi carrera como investigadora. No hace tantos años pero, por aquella época, yo era la primera mujer con una licencia de detective privado en Chicago y, tal vez, en todo el país. Resultaba bastante duro lograr que los clientes o los testigos me tomaran en serio. Cuando Ralph recibió un balazo en el hombro por no haberme creído cuando le dije que su jefe era un sinvergüenza, nuestra amistad se rompió tan abruptamente como su omóplato.
Desde entonces no nos habíamos visto, así que he de admitir que me sentía algo inquieta mientras iba hacia los cuarteles generales de Ajax de la calle Adams. Al salir del ascensor en la planta sesenta y tres hasta me pasé por el aseo de señoras para comprobar que estaba bien peinada y que no se me había corrido la barra de labios.
El ordenanza de la planta de los directivos me acompañó a lo largo de kilómetros de suelo de madera hasta el ala donde estaba el despacho de Ralph. Su secretaria se comunicó con el sancta sanctorum por el interfono y pronunció mi nombre perfectamente. Ralph apareció sonriendo y con los brazos abiertos.
Tomé sus manos entre las mías, sonriéndole yo también e intentando amortiguar una punzada de tristeza. Cuando nos conocimos, Ralph era un joven ardiente de caderas estrechas con una mata de pelo negro que le caía hasta los ojos y una sonrisa cautivadora. Su pelo seguía siendo abundante, aunque con bastantes canas, pero sus mejillas se habían vuelto fofas y, a pesar de no estar gordo, sus caderas estrechas eran ya cosa del pasado, igual que nuestro breve romance.
Intercambiamos los saludos de rigor y le felicité por su ascenso a director del Departamento de Reclamaciones.
– Parece que has recobrado el movimiento en el brazo -añadí.
– Casi del todo. Me sigue molestando cuando el tiempo está húmedo. Estuve bastante deprimido mientras esperaba a que se curara mi herida. Me sentía tan imbécil por no haber impedido que aquello ocurriera, que me puse morado de hamburguesas con queso. Y los grandes vaivenes que hemos sufrido por aquí en estos últimos tiempos tampoco han ayudado mucho. Tú, sin embargo, tienes un aspecto magnífico. ¿Sigues corriendo siete kilómetros todas las mañanas? Debería contratarte como entrenadora.
Me reí.
– Seguro que tú ya estás en la primera reunión del día antes de que yo me haya levantado de la cama. Tendrías que tener un trabajo con menos presión. Esos vaivenes a los que te referías ¿han sido a causa de la compra de Ajax por parte de Edelweiss?
– En realidad eso llegó al final. El mercado nos estaba castigando muchísimo justo al mismo tiempo que nos asolaba el huracán Andrew. Mientras intentábamos salir de aquello, despidiendo a un veinte por ciento de la plantilla en todo el mundo, Edelweiss se hizo con una buena parte de nuestras acciones, que estaban por los suelos. Nos hicieron una OPA hostil, seguro que te enteraste por las páginas financieras, pero la verdad es que no están siendo unos amos hostiles. En realidad, parecen más ansiosos por aprender cómo hacemos las cosas aquí que por interferir. El director general procedente de Zurich, que está encargado de Ajax, ha querido acompañarme en esta reunión contigo.
Con la mano en mi cintura, me condujo a su despacho, donde un hombre con unas gafas con montura de carey, un traje de lana de color claro y una corbata llamativa se puso de pie al entrar yo. Tenía unos cuarenta años y un rostro redondo y alegre que iba más con la corbata que con el traje.
– Vic Warshawski, Bertrand Rossy de Edelweiss Re de Zurich. Os vais a entender muy bien. Vic habla italiano.
– ¿De verdad? -dijo Rossy estrechándome la mano-. Llamándose Warshawski hubiese pensado que hablaría polaco.
– Mi madre era de Pitigliano, vicino Orvieto -le dije-. En polaco sólo sé decir unas cuantas frases sueltas.
Rossy y yo nos sentamos en unos sillones de tubo cromado que estaban junto a una mesa con la parte superior de cristal. Ralph, que siempre ha tenido un gusto bastante incongruente hacia lo moderno, se apoyó contra el borde del tablero de aluminio que utilizaba como mesa de despacho.
Le hice a Rossy las preguntas habituales, que dónde había aprendido el perfecto inglés que hablaba (había ido a un colegio en Inglaterra) y que si le gustaba Chicago (mucho). A su mujer, que era italiana, el verano le había parecido demasiado agobiante y se había ido con los dos niños a la finca que la familia tenía en las montañas en los alrededores de Bolonia.
– Acaba de regresar esta misma semana con Paolo y Marguerita para el comienzo del curso escolar y ya se nota que voy mejor vestido de lo que he estado todo el verano, ¿no es cierto, Devereux? Esta mañana casi no logro convencerla de que me dejara salir por la puerta con esta corbata -dijo soltando una carcajada que dejó al descubierto unos hoyitos a ambos lados de la boca-. Ahora estoy haciendo una campaña para convencerla de que pruebe a ir a la ópera de Chicago. Su familia lleva ocupando el mismo palco de La Scala desde que se inauguró en 1778 y ella no puede creer que una ciudad tan rabiosamente joven como ésta sea en efecto capaz de poner una ópera en escena.
Le dije que yo iba una vez al año en honor a mi madre, que solía llevarme todos los otoños, pero que, por supuesto, no podía compararse con una compañía de ópera europea.
– Y tampoco tengo un palco familiar. Yo voy al último piso, a lo que llamamos el gallinero.
Volvió a reírse.
– ¡El gallinero! Hablando con usted ampliaré mi vocabulario. Deberíamos ir todos juntos una noche, si nos hace el honor de descender del gallinero. Pero veo que Devereux está mirando el reloj…, bueno, de un modo muy discreto, no se ofenda, Devereux. Una mujer hermosa te hace olvidar lo valioso que es el tiempo en los negocios, pero la señora Warshawski habrá venido con algún propósito diferente al de hablar de ópera.
Saqué la fotocopia de la póliza del seguro de Aaron Sommers y les expliqué lo sucedido con su funeral.
– Pensé que si venía personalmente a explicarles el caso me podrían dar una respuesta rápida.
Mientras Ralph llevaba la fotocopia a su secretaria, le pregunté a Rossy si había asistido el día anterior a la conferencia de la Fundación Birnbaum.
– Participaron amigos míos. Y me pregunto si a Edelweiss le preocupa la proposición de ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto.
Rossy juntó las yemas de los dedos.
– Nuestra postura está en la misma línea que el resto del sector: por legítimos que sean el dolor y los motivos de queja, tanto de la comunidad judía como de la afroamericana, el gasto que conllevaría investigar cada póliza resultaría demasiado oneroso para los asegurados. En cuanto a nuestra compañía, no nos preocupa que nos investiguen. Durante la guerra, Edelweiss no era más que una pequeña compañía de seguros regional, así que la posibilidad de que haya un gran número de reclamaciones de judíos es casi inexistente.
»Por supuesto que ahora me he enterado de que durante los primeros quince años de historia de Ajax seguía habiendo esclavitud en Estados Unidos -continuó diciendo-. Y acabo de sugerirle a Ralph que debíamos conseguir que la señorita Blount, la historiadora que ha escrito sobre nuestra historia, buscara en los archivos para saber quiénes eran clientes nuestros en aquellos días tan lejanos. Eso, dando por sentado que no haya decidido pasarle información sobre nuestros archivos a ese concejal, ese tal Durham. Pero ¡qué caro es rebuscar en el pasado! ¡Qué costoso!
– ¿Su historia? Ah, ya, el librito que se llama Ciento cincuenta años de vida. Tengo un ejemplar, aunque he de confesar que aún por leer. ¿Cubre los primeros años de Ajax anteriores a la emancipación de los esclavos? ¿Cree de verdad que la señorita Blount entregaría sus documentos a una persona ajena a su compañía?
– ¿Es ése el auténtico motivo de su visita? Ralph me ha dicho que es usted detective. ¿Está usted haciendo algo muy sutil, muy a lo Humphrey Bogart, fingiendo estar interesada en la reclamación de los Sommers e intentando tenderme una trampa con sus preguntas sobre las reclamaciones de los supervivientes del Holocausto y los descendientes de esclavos? Ya me parecía que esa póliza era poca cosa, muy poca cosa, para planteársela a un director de Reclamaciones -dijo sonriendo abiertamente, invitándome a que me lo tomara como una broma, si quería.
– Estoy segura de que en Suiza, igual que aquí, la gente suele recurrir a alguien conocido -le dije-. Y Ralph y yo trabajamos juntos hace un montón de años, antes de su «exaltación» y, aprovechando que lo conozco, confiaba en lograr una respuesta rápida para mi cliente.
– «Exaltado» es justo el término para definirme -dijo Ralph, que acababa de volver-. Vic tiene la deprimente costumbre de olfatear los delitos financieros, así que es mejor estar de su parte desde el comienzo que enfrentarse a ella.
– Entonces, ¿cuál es el delito relacionado con esta reclamación? ¿Qué es lo que ha olfateado usted hoy? -preguntó Rossy.
– Hasta el momento, nada. Pero es que no he tenido tiempo de consultar al vidente.
– ¿Vidente? -repitió con recelo.
– Indovina -dije sonriéndole-. Abundan en el barrio en el que tengo mi oficina.
– ¡Ah, ya! Vidente -exclamó Rossy-. Me he pasado años pronunciándolo mal. A ver si me acuerdo de decírselo a mi mujer. Lo que más le interesa son las cosas raras que me ocurren en el trabajo. Vidente y gallinero. Eso le va a encantar.
La secretaria de Ralph me salvó de tener que responder. Venía acompañando a una joven que agarraba con fuerza una carpeta muy gruesa. Llevaba unos vaqueros de color caqui y un jersey que había encogido de tantos lavados.
– Señor Devereux, ésta es Connie Ingram -dijo la secretaria-. Tiene la información que ha pedido.
Ralph no nos presentó, ni a Rossy ni a mí, a Connie Ingram. Ella nos miró con aire de tristeza, pero le entregó la carpeta a Ralph.
– Éstos son todos los documentos de la L14693 872. Siento venir con vaqueros y estas pintas, pero es que la supervisora no está y me han dicho que le trajera el expediente yo misma. He sacado una copia del estado financiero a partir de la microficha, así que no está demasiado nítida, pero es todo lo que he podido hacer.
Bertrand Rossy se levantó también cuando me acerqué para ver los papeles por encima del hombro de Ralph. Connie Ingram pasó varias páginas hasta llegar a los documentos de pago.
Ralph los sacó de la carpeta y se puso a estudiarlos. Los estuvo leyendo un buen rato y, luego, se volvió hacia mí con una expresión contrariada.
– Parece que la familia de tu cliente ha intentado cobrar la misma póliza dos veces, Vic. Ya sabes que eso no nos hace ninguna gracia.
Agarré las hojas. La póliza se había cubierto en 1986. En 1991 alguien había presentado un certificado de defunción y allí estaba la fotocopia del cheque con el que se había pagado la póliza a nombre de Gertrude Sommers, a la atención de la Agencia de Seguros Midway, y estaba debidamente endosado.
Durante unos instantes me quedé sin habla. La afligida viuda tenía que haber sido toda una actriz para convencer al sobrino de que soltara la pasta para el funeral y el entierro de su tío habiendo cobrado la póliza hacía diez años, pero ¿cómo diantre había conseguido un certificado de defunción en aquel entonces? Mi primer pensamiento fue malévolo: me alegré de haber exigido el pago por adelantado.
Dudaba de que Isaiah Sommers me hubiera pagado si le hubiese ido con aquella historia.
– Esto no será una broma, ¿verdad, Vic? -me preguntó Ralph.
Estaba contrariado ante la idea de parecer un incompetente a los ojos de su nuevo jefe, así que yo no iba a echar más leña al fuego.
– Palabra de boyscout. La historia que he contado es exactamente la que me contó mi cliente. ¿Has visto alguna vez una cosa así? ¿Un certificado de defunción falso?
– A veces sucede -dijo Ralph, echando una mirada a Rossy-. Por lo general se trata de alguien que finge su muerte para huir de los acreedores. Las circunstancias de la póliza, la magnitud, el tiempo transcurrido entre cuando se suscribió y cuando se cobró, hacen que investiguemos antes de pagarla. Pero, en un caso como éste -dijo golpeando con el dedo el cheque cancelado-, por un valor nominal tan bajo y en el que hemos cobrado la prima completa hace años, no nos ponemos a investigar.
– O sea, que existe esa posibilidad: la posibilidad de que haya gente que presente una solicitud de pago que no le corresponde -dijo Rossy mientras cogía la carpeta que tenía Ralph y empezaba a mirarla con cuidado, página por página.
– Pero sólo se paga una vez -dijo Ralph-. Como podrá ver, cuando la funeraria reclamó la póliza, disponíamos de toda la información y no la pagamos por segunda vez. No creo que nadie de la agencia se molestase en verificar si el tomador… -miró la etiqueta que llevaba la carpeta-, si Sommers había muerto realmente cuando su mujer presentó la solicitud de pago.
Connie Ingram preguntó si debía decirle a su supervisora que llamara a la agencia o a la funeraria. Ralph se volvió hacia mí.
– Vas a hablar con ellos de todos modos, ¿verdad, Vic? ¿Te importaría decirle a Connie lo que averigües? Quiero decir, la verdad, no la versión que pretendas que se trague Ajax.
– Si la señora Warshawski tiene la costumbre de ocultar lo que averigua, tal vez no deberíamos confiar en ella en un asunto tan delicado como éste, Ralph -dijo Rossy, haciéndome una pequeña reverencia-. Estoy seguro de que formulará las preguntas con tanta habilidad que nuestro agente puede acabar contándole algo que debería quedar entre él y la compañía.
Ralph empezó a decir que Rossy sólo estaba intentando picarme, luego suspiró y le dijo a Connie que, por supuesto, hiciera cuantas preguntas necesitase para poder dar por zanjado aquel expediente.
– Ralph, ¿y qué pasaría si hubiese sido otra persona la que, haciéndose pasar por Gertrude Sommers, hubiese presentado la solicitud de pago? -le pregunté-. ¿Volvería a pagar la compañía la totalidad del seguro?
Ralph se frotó los surcos, cada vez más profundos, que tenía entre las cejas.
– No me pidas que haga disquisiciones morales sin conocer todos los datos. ¿Y si hubiera sido su marido o su hijo? El hijo figura como el segundo beneficiario, tras la esposa. ¿Y si fue su párroco? No voy a comprometer a la compañía antes de conocer los hechos.
Aunque me hablaba a mí, estaba mirando a Rossy, quien, a su vez, miraba el reloj de un modo nada discreto. Ralph murmuró algo sobre la cita que tenían a continuación. Aquello me inquietó más que la reclamación fraudulenta: no me gusta que mis amantes, incluso mis antiguos amantes, sean serviles.
Cuando salía del despacho le pedí a Ralph una fotocopia del cheque cancelado y del certificado de defunción. Rossy contestó en su lugar.
– Devereux, ésos son documentos de la compañía.
– Pero, si no me permiten enseñárselos a mi cliente, no tendrá forma de saber si le estoy mintiendo -dije-. ¿Recuerdan el caso que salió a la luz la primavera pasada en el que varias compañías aseguradoras admitieron que cobraban a sus clientes de raza negra hasta cuatro veces más que a los blancos? Les garantizo que a mi cliente se le va a pasar esa idea por la cabeza y, entonces, puede que, en lugar de ser yo quien venga a pedir de buenas maneras dichos documentos, sea una demanda federal con una citación judicial adjunta.
Rossy se quedó mirándome, súbitamente helado.
– Si a usted le parece que amenazar con una demanda federal es pedir algo de «buenas maneras» tendré que cuestionarme sus métodos de trabajo.
Sin los hoyitos en el rostro, Rossy podía resultar un hombre de negocios que imponía. Le sonreí, tomé su mano, la giré y me puse a mirarle la palma.
– Signore Rossy, no le he amenazado con una demanda federal: Estaba leyéndole la buena fortuna, como una indovina, y previendo un futuro inevitable.
El hielo se derritió de inmediato.
– ¿Y qué otras cosas ve usted?
Le solté la mano.
– Mis poderes son limitados, pero me parece que tiene usted la línea de la vida muy larga. Y ahora, con su permiso, ¿puedo hacer una fotocopia del cheque cancelado y del certificado de defunción?
– Debe usted perdonar esa costumbre mía, tan suiza, de ser reacio a desprenderme de documentos oficiales. Por supuesto que puede hacer fotocopias de esos documentos, pero creo que la carpeta me la voy a quedar yo, por si su encanto personal le resulta más persuasivo a esta señorita que la debida lealtad.
Hizo un gesto dirigiéndose a Connie Ingram, quien se puso toda colorada.
– Perdone, señor, lo siento muchísimo, pero ¿podría firmarme un recibo? No puedo sacar una carpeta de nuestros archivos sin dejar un recibo con el número de expediente y la firma de la persona que se la ha quedado.
– Ah, muy bien, ¿así que usted también tiene respeto por los documentos? Magnífico. Escriba lo que tenga que escribir y se lo firmaré. ¿Será eso suficiente para cumplir con las normas?
Con un sofoco que le llegaba hasta las clavículas, Connie Ingram salió para que la secretaria de Ralph escribiera a máquina el recibo. Yo la seguí con los documentos que Rossy me había autorizado a fotocopiar, algo que también tuvo que hacer la secretaria de Ralph.
Ralph me acompañó un trecho por el pasillo.
– Mantente en contacto conmigo, ¿de acuerdo, Vic? Te quedaría muy agradecido si me contaras todo lo que averigües de este asunto.
– Serás el segundo en saberlo -le prometí-. ¿Y tú serás igual de comunicativo conmigo?
– Naturalmente -dijo con una sonrisa que me recordó al Ralph de los viejos tiempos-. Y, si no recuerdo mal, suelo ser mucho más comunicativo que tú.
Me reí, pero seguí sintiéndome desilusionada mientras esperaba el ascensor. Cuando las puertas se abrieron con un tenue tin, salió de él una mujer joven con un traje de chaqueta de tweed muy clásico, sujetando con firmeza un portafolios de color tabaco. Sus trencitas rastafaris cuidadosamente retiradas del rostro me hicieron parpadear al reconocerla.
– Señorita Blount, soy V. I. Warshawski. Nos conocimos en la fiesta de Ajax de hace un mes.
Asintió y me rozó la mano con la punta de los dedos.
– Tengo una cita.
– Sí, ya, con Bertrand Rossy -dije mientras decidía si ponerla sobre aviso ante las sospechas de Rossy de que podía estar pasando información de la compañía a Bull Durham, pero se fue por el pasillo como una exhalación, directa al despacho de Ralph, antes de que pudiera decidirme.
El ascensor del que se había bajado ya no estaba. Antes de que llegara otro, llegó Connie Ingram, que parecía haber terminado ya con su papeleo.
– El señor Rossy parece muy celoso de sus documentos -comenté.
– En esta empresa no nos podemos permitir perder ningún papel -contestó con tono remilgado-. Pueden ponernos una demanda si nuestros archivos no están en perfecto estado.
– ¿Les preocupa que la familia Sommers les ponga una demanda?
– El señor Devereux dijo que el agente o corredor es el responsable del pago de ese seguro. Así que no es un problema de esta compañía pero, por supuesto, él y el señor Rossy…
Se calló de golpe y se puso toda colorada, como si se hubiese acordado del comentario de Rossy sobre mis encantos persuasivos. Llegó el ascensor y se zambulló dentro de él. Era la una menos veinte, plena hora del almuerzo. El ascensor fue parando cada dos o tres plantas para que subiera gente antes de bajar directamente desde la planta cuarenta a la planta baja. Me preguntaba qué cotilleo se había guardado de decir Connie Ingram, pero no había forma de que pudiese sonsacárselo.