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Cuando llegué al montículo desde el que se divisaba todo el lugar ya no pude continuar. No podía dar un solo paso más. De repente se me aflojaron las rodillas y tuve que sentarme para no caerme. Después me quedé allí, donde había aterrizado, con las rodillas apretadas contra mi pecho y observando la tierra gris que se iba apagando poco a poco.
Cuando me di cuenta de que me había dejado la foto de mi madre en algún lado casi me vuelvo loca. Revisé mi maleta por lo menos una docena de veces y después llamé a todos los hoteles donde me había hospedado. Varias veces. «No, doctora Herschel, no la hemos encontrado. Sí, claro que entendemos la importancia que tiene.» Aun así, no podía resignarme a haberla perdido. Quería tenerla conmigo. Quería que me protegiese durante mi viaje hacia el este ya que no lo había hecho durante mi viaje al oeste y, al no poder encontrar su foto, casi me doy la vuelta en el aeropuerto de WienSchwechat Aunque a esas alturas ya no sabía adonde volver.
Deambulé durante dos días por la ciudad, intentando descubrir tras su rostro moderno las calles de mi infancia. El piso de la Renngasse fue el único lugar que reconocí, pero, cuando llamé al timbre, la señora que ahora vive allí me recibió con una hostilidad despectiva. Se negó a dejarme pasar: cualquiera podría decir que había vivido en aquel piso de niño; no era ninguna tonta como para tragarse el cuento de alguien que busca aprovecharse de la confianza de la gente. Ésa debía de haber sido la pesadilla de aquella familia de ocupas: que apareciera alguien como yo de entre los muertos a reclamarles la casa.
Me obligué a ir hasta la Leopoldsgasse, pero muchos de los edificios viejos y cochambrosos ya habían desaparecido y, aunque conocía perfectamente la esquina que estaba buscando, nada me resultaba familiar. Una mañana mi Zeyde, mi abuelo ortodoxo, se había abierto paso conmigo por aquel laberinto de calles hasta llegar a un puesto en el que vendían jamón. Mi Zeyde cambió su abrigo por un papel encerado lleno de rodajas muy finas de carne grasienta. Él no se atrevía a probarla, pero sus nietos necesitaban proteínas; no podíamos morirnos de hambre sólo por respetar las leyes del kashruth. Mis primas y yo nos comimos aquellas rodajas rosáceas con un placer teñido de culpabilidad. El abrigo de mi abuelo nos alimentó durante tres días.
Intenté repetir el mismo camino que había hecho con él, pero acabé en el canal, mirando el agua mugrienta durante tanto tiempo que un policía se me acercó para cerciorarse de que no me iba a tirar.
Alquilé un coche y me fui a las montañas, hasta la vieja granja de Kleinsee. Ni siquiera eso pude reconocer. Ahora toda la zona es un centro turístico. Aquel lugar al que íbamos todos los veranos, con sus días llenos de caminatas, paseos a caballo, lecciones de botánica con mi abuela, y con sus noches llenas de canciones y bailes, en las que mis primos Herschel y yo nos sentábamos en la escalera para fisgar desde allí el salón, donde mi madre era siempre la mariposa dorada que atraía todas las miradas. Ahora las colinas estaban plagadas de mansiones, de tiendas y también había un telesilla. Ni siquiera pude encontrar la casa de mi abuelo. No sé si la habrían tirado abajo o si la habrían transformado en una de esas casonas con grandes sistemas de seguridad, que no pueden verse desde la carretera.
Así que, finalmente, me dirigí hacia el este. Si no podía encontrar ni un solo rastro de las vidas de mi madre y de mis abuelas, tendría que ir a visitar sus tumbas. Fui muy lentamente, tanto que otros conductores me gritaban todo tipo de insultos: creían que era una austríaca rica por la matrícula de mi coche alquilado. A pesar de mi lentitud no pude evitar llegar a la ciudad. Aparqué el coche y continué el camino a pie, siguiendo los carteles en diferentes idiomas.
Sé que mucha gente pasó junto a mí, sentí cómo sus cuerpos pasaban a mi lado. Algunos se detuvieron y me hablaron. Las palabras flotaban a mi alrededor, palabras en muchos idiomas, pero yo no entendía ninguno. Yo observaba los edificios al pie de la colina, las ruinas de la última morada de mi madre. No entendía las palabras, no sentía nada, no me enteraba de nada. Así que no sé cuándo llegó ella y se sentó en el suelo, junto a mí, con las piernas cruzadas. Cuando me tocó la mano, creí que era mi madre que, por fin, venía a buscarme, pero cuando me volví, deseando abrazarla… no hay palabras que puedan expresar mi enorme desilusión.
– ¡Tú! -dije solamente aquella palabra sin preocuparme en disimular mi resentimiento.
– Sí-contestó ella-. No soy quien esperabas, pero aquí estoy, de todos modos -y allí se quedó, negándose a marcharse hasta que yo no lo hiciera. Me había traído una chaqueta y me la colocó por encima de los hombros.
Intenté ser irónica: «Eres la sabueso perfecta, que olfatea mi rastro y me encuentra incluso contra mi voluntad». Pero, como no decía nada, tuve que pincharla y preguntarle cómo había hecho para dar conmigo.
– Los boletines del Real Hospital de la Beneficencia, los dejaste sobre tu mesa de trabajo. Reconocí el nombre de la doctora Tallmadge y me acordé de que tú y Cari habíais discutido a causa de ella en casa de Max. Yo… subí a un vuelo a Londres y fui a verla a su casa de Highgate.
– Ah, sí. Clara. La que me salvó de la fábrica de guantes. Me salvó, me salvó y me salvó, y después se deshizo de mí como si yo fuese un guante viejo. Tantos años…, tantos años pensando que había sido porque desaprobaba mi comportamiento, y ahora comprendía que había sido porque… -no podía pensar en ninguna palabra que definiera aquello-. Por las mentiras, tal vez.
– Cari se ponía siempre furioso. Le había llevado muchas veces a tomar el té a casa de los Tallmadge, pero les odiaba tanto que al final acabó por negarse a ir. Yo estaba tan orgullosa de todos ellos, de Claire, de Vanessa, de la señora Tallmadge y del servicio de té de porcelana Crown Derby que usaban en el jardín, y él pensaba que me trataban con condescendencia, el macaco judío al que le tiraban pedacitos de manzana cuando bailaba para ellos.
– Yo también estaba orgullosa de Cari. Su música era algo tan especial que estaba segura de que conseguiría que todos se diesen cuenta de que yo también era especial, en particular, Claíre: un músico de gran talento estaba enamorado de mí. Pero ellos también le trataron con aire condescendiente.
«Como si yo fuese el organillero del macaco», me dijo Cari furioso, después de que le pidieran que un día fuese a visitarlos con su clarinete. Empezó a tocar una pieza de Debussy y ellos se dedicaron a hablar todo el tiempo y sólo se callaron para aplaudir cuando se dieron cuenta de que había terminado. Yo le insistí en que sólo habían sido Ted y Wallace Marmaduke, el marido y el cuñado de Vanessa. Podía admitir que ellos fueran unos ignorantes pero nunca que Claire fuese tan maleducada.
Aquella discusión tuvo lugar al día siguiente del Día de la Victoria. Yo todavía iba al instituto pero estaba trabajando para una familia en el norte de Londres a cambio de cama y comida. Claire todavía vivía en casa de sus padres. Por esa época había presentado una instancia para un puesto de médico residente, así que nuestros caminos sólo se cruzaban cuando ella se desviaba del suyo para invitarme a tomar el té a su casa, como había hecho aquel día.
Pero dos años más tarde, después de que acabase de salvarme por última vez, ya no quiso verme ni contestar a mis cartas nunca más tras mi regreso a Londres. No me contestó al mensaje que le dejé por teléfono a través de su madre, aunque, tal vez, la señora Tailmadge nunca se lo comunicó, porque antes de colgar me dijo; «¿No te parece, querida, que ya es hora de que tú y Claire emprendáis vuestras propias vidas?»
Mi última conversación con Claire fue cuando intentó convencerme de que me presentara a una beca para ampliar estudios de obstetricia en los Estados Unidos, para comenzar una nueva vida. Incluso se ocupó de conseguirme las mejores recomendaciones cuando presenté la solicitud. Después de eso, sólo la volví a ver en encuentros profesionales.
Miré a Victoria un momento, allí sentada en el suelo con pantalones vaqueros, junto a mí, observándome con el ceño fruncido y con tal intensidad, que me daban ganas de soltarle un «¡No quiero tu compasión!».
– Si has ido a visitar a Claire, entonces ya sabrás quién era Sofie Radbuka.
Me contestó con cautela, consciente de que yo era capaz de morderla si decía algún disparate, y dijo con tono vacilante que creía que era yo.
– Así que no eres la detective perfecta. No era yo, era mi madre.
Aquello la desconcertó y sentí cierto regodeo al verla así de ruborizada. Siempre yendo al grano, haciendo asociaciones, siguiendo a la gente, siguiéndome a mí. Ahora que sea ella la abochornada.
Sin embargo, yo tenía una gran necesidad de hablar. Después de un minuto de silencio dije:
– Era yo. Era mi madre. Era yo. Era el nombre de mi madre. La necesitaba. No sólo en aquel momento, sino cada día, cada noche, la necesitaba. Aunque en aquel momento, más que nunca. Creo que pensé que podría convertirme en ella. O que, si usaba su nombre, estaría conmigo. Ya no sé lo que pensé.
Cuando yo nací mis padres no estaban casados. Sofie, mi madre, la hija adorada de mis abuelos, la que parecía bailar por la vida como si ésta fuese un gran salón brillantemente iluminado. Era una criatura clara y etérea desde el día en que nació. Le pusieron Sofie pero la llamaban Mariposa. Schmetterling en alemán, que enseguida se convirtió en Lingerl o LingLing. Hasta Minna, que la odiaba, la llamaba Madame Butterfly y no Sofie.
Con el tiempo la mariposa se convirtió en una adolescente y se iba revoloteando con otros jóvenes dorados de Viena a visitar los barrios bajos, la Matzoinsel. Como cualquier chica moderna que iba a los guetos y tenía amantes de piel oscura, ella se encaprichó con Moishe Radbuka, del círculo de inmigrantes procedentes de Bielorrusia. Lo rebautizó con un nombre occidental y siempre lo llamaba Martin. Tocaba el violín en un café y era prácticamente un gitano, aunque era judío.
Mi madre tenía diecisiete años cuando quedó embarazada de mí. Él se hubiera casado con ella, según me enteré por los cuchicheos familiares, pero ella no quería… No se casaría con un gitano de la Matzoinsel. Así que todos los de la familia decidieron que debía ir a un sanatorio, tener el niño y darlo en adopción de la forma más discreta posible. Todos menos Orna y Opa, que la adoraban y le dijeron que les llevara la criatura a ellos.
Sofie amaba a Martin a su manera y él la adoraba igual que todos los demás, los que pertenecían a mi mundo o, al menos, así es como yo me lo imagino. Y no quiero que me cuenten otra cosa, no quiero que nadie me repita las palabras de la prima Minna: fulana, ramera, una putilla holgazana y siempre en celo, todas esas palabras que tuve que oír durante ocho años de mi vida en Londres.
Cuatro años después de nacer yo, nació Hugo. Y cuatro años después llegaron los nazis. Y tuvimos que irnos todos a la Insel. Supongo que has visto el barrio, ya que me has estado siguiendo. Habrás visto esos apartamentos ruinosos en la Leopoldsgasse.
Mi madre adelgazó y perdió su brillo. Aunque, en cualquier caso, ¿quién lo mantenía en esas épocas? Pero, con mi mentalidad de niña, yo creía que al vivir con mamá todo el tiempo ella me iba a prestar más atención. No podía entender por qué todo era tan diferente, por qué ella ya no cantaba ni bailaba. Dejó de ser LingLing y se convirtió en Sofie.
Entonces se volvió a quedar embarazada. Estaba embarazada y enferma cuando me marché a Inglaterra, demasiado enferma como para levantarse de la cama. Pero decidió casarse con mi padre. Todos aquellos años durante los cuales le había encantado ser Lingerl Herschel, iba a quedarse a casa de sus padres cada vez que quería volver a su antigua vida en la Renngasse e iba a la Insel a vivir con Martin cuando quería estar con él. Pero cuando el puño de hierro de los nacionalsocialistas los atrapó a todos ellos, a los Herschel y a los Radbuka, y los hacinó a todos en el gueto, ella se casó con Martin. Tal vez lo hiciese por mi abuela paterna, ya que estábamos viviendo en su casa. Así que, durante un corto periodo de tiempo, mi madre se llamó Sofie Radbuka.
Durante mi infancia en la Renngasse, yo fui una niña muy querida, a pesar de que echara de menos a mi madre. A mis abuelos no les importaba que yo fuese pequeña y de piel oscura como Martin, en lugar de ser rubia y hermosa como su hija. Estaban orgullosos de lo inteligente que yo era, de que siempre era la primera o la segunda de la clase durante los pocos años que fui allí al colegio. Incluso hasta sentían un afecto condescendiente hacia Martin.
Pero pensaban que sus padres eran una vergüenza. Cuando tuvieron que dejar su piso de diez habitaciones en la Renngasse y trasladarse a vivir con los Radbuka, mi Oma se comportó como si le hubiesen pedido que se fuese a vivir a un establo de vacas. Se mantenía distante, se dirigía a la madre de Martin en tercera persona, tratándola de «Sie», en lugar de «Du». Y en cuanto a mí, yo quería seguir siendo la preferida de mi Oma Herschel, necesitaba ese amor, allí éramos tantos viviendo hacinados, que necesitaba que alguien se preocupara por mí. Sofie estaba sumida en su propia desgracia, embarazada, enferma, no estaba acostumbrada a tantas privaciones, despreciada por las primas y las tías Radbuka, que pensaban que ella había tratado muy mal a su querido Martin -Moishe- durante todos aquellos años.
Pero, ¿te das cuenta?, todo aquello hacía que fuese grosera con mi otra abuela. Si yo le demostraba a mi Bobe, a mi abuela Radbuka, el afecto que ella tanto deseaba recibir, entonces mi Oma me apartaría de ella. La mañana que Hugo y yo nos marchamos a Inglaterra, mi Bobe, mi abuela Radbuka, anhelaba que le diese un beso, pero yo sólo le hice una reverencia.
Reprimí los sollozos que se acumulaban en mi garganta. Victoria me alcanzó una botella de agua sin decir nada. Si me hubiese tocado le hubiese pegado, pero acepté el agua y bebí.
Así que diez años más tarde, cuando me di cuenta de que estaba embarazada, cuando aquel caluroso verano me di cuenta de que llevaba un hijo de Cari en mis entrañas, mi cabeza se llenó de oscuros pensamientos. Mi madre. Mi Oma, mi abuela Herschel. Mi Bobe, mi abuela Radbuka. Pensé que podía desagraviar a mi Bobe. Pensé que ella me perdonaría si usaba su apellido. El problema era que no recordaba su nombre. No sabía cómo se llamaba mi propia abuela. Noche tras noche podía ver sus bracitos delgados extendidos para abrazarme, para darme un beso de buenas noches. Noche tras noche me veía haciéndole una reverencia, avergonzada y consciente de que mi Oma me estaba observando. No importa cuántas noches repasé aquella escena, no pude recordar cómo se llamaba mi Bobe. Así que usé el nombre de mi madre.
No quería abortar, que fue lo que me aconsejó Claire al principio. En 1944, cuando yo me pasaba el tiempo pegada a Claire e intentaba estudiar toda la ciencia posible y ser como ella, ser médico, toda mi familia ya estaba muerta. Aquí mismo, delante de donde estamos, le afeitaron la cabeza a mi Orna. Puedo ver su cabellera plateada cayendo al suelo, rodeándola como si fuese una cascada. Mi abuela estaba tan orgullosa de ella, no se la cortaba nunca. Sin embargo mi Bobe ya estaba calva bajo su peluca ortodoxa. Las primas con las que compartía la cama, y que me molestaban porque yo estaba acostumbrada a tener una cama con dosel para mí sola, ya estaban muertas para entonces. A mí me habían salvado, por ninguna otra razón que no fuese el amor de mi Opa, que consiguió el dinero para comprar los pasajes a la libertad para Hugo y para mí.
Todos ellos, también mi madre, que cantaba y bailaba conmigo las tardes de domingos, estuvieron aquí, aquí en esta tierra y fueron reducidos a cenizas, las cenizas que ahora se elevan ante tus ojos. Quizá no queden siquiera sus cenizas, tal vez se las haya llevado gente extraña, pegadas a sus cuerpos, cubriéndoles los ojos y, después, al lavárselos, las cenizas de mi madre se habrán ido por el lavabo.
No podía abortar. No podía añadir una muerte más a todas aquellas muertes. Pero no me quedaba amor suficiente para criar a un niño. Lo único que me mantuvo viva durante la guerra, cuando vivía con Minna, era la esperanza de que mi madre viniera a buscarme. Estamos tan orgullosos de ti, Lottchen, me dirían ella y mi Orna, no lloraste, te portaste como una niña buena, estudiaste tus lecciones, seguiste siendo la primera de la clase incluso en un idioma extranjero, soportaste el odio de esa zorra de primera categoría que es Minna. Yo me imaginaba que acababa la guerra y que ellas me abrazaban mientras me decían todas esas cosas.
Es cierto que en 1944 ya corrían rumores en los círculos de inmigrantes sobre lo que estaba pasando, aquí y en todos los demás sitios como éste. Pero nadie sabía que eran tantos los muertos, por eso todos manteníamos la esperanza de que los nuestros se salvasen. Pero bastó el gesto de una mano y desaparecieron todos. Max los buscó. Vino a Europa, pero yo… Yo no podía afrontarlo, no he vuelto a Europa Central desde que me marché en 1939, hasta ahora. Pero él los buscó y dijo que estaban todos muertos.
Así que me sentí atrapada de un modo terrible: no abortaría pero tampoco podía quedarme con el bebé. No criaría otro rehén y se lo entregaría al destino para que pudieran arrebatármelo en cualquier momento.
No podía decírselo a Cari. Si Cari decía «Vamos a casarnos», «Vamos a criar ese bebé», él nunca hubiese entendido por qué yo no podía hacerlo. No era por mi carrera, que se hubiese hecho añicos si tenía un bebé. Ahora…, ahora las jóvenes no tienen ningún problema. No es fácil ser estudiante de medicina y madre al mismo tiempo, pero por lo menos nadie dice, «Pues, ya está, se acabó mi carrera». Créeme, en 1949 tener un hijo significaba que tu carrera de medicina se había acabado para siempre.
Si le hubiese dicho a Cari, si le hubiese dicho que no me podía quedar con el niño, me hubiese echado en cara que ponía mi carrera en primer lugar. Nunca hubiera entendido mis verdaderas razones. No podía decirle nada. Yo no quería ninguna familia. Sabía que era muy cruel por mi parte marcharme sin darle ninguna explicación, pero no podía decirle la verdad ni tampoco podía mentirle. Así que me fui sin decirle nada.
Más adelante me dedicaría a salvar la vida a las mujeres que tenían partos difíciles. En esas situaciones, cada vez que salía del quirófano no pensaba que había salvado alguna pequeña parte de misino de mi madre, que no llegó a vivir mucho tiempo después de dar a luz a mi hermanita.
Y mi vida continuó. No era desdichada. No vivía en el pasado. Vivía en el presente y en el futuro. Tenía mi trabajo, que me daba enormes satisfacciones. Me gustaba la música. Max y yo… Nunca pensé que volvería a amar a alguien pero, para mi sorpresa y también mi felicidad, sucedió entre nosotros. Tuve otros amigos y… a ti, Victoria. Te convertiste en una amiga muy querida sin siquiera darme cuenta. Dejé que te acercases a mí, dejé que fueses otro rehén del destino y una y otra vez me has hecho sufrir por ser tan inconsciente y tan poco cuidadosa de tu propia vida.
Victoria masculló algo por lo bajo a modo de disculpa. Yo seguía sin mirarla.
– Y después apareció ese extraño ser en Chicago. Ese hombre perturbado y torpe, diciendo que era un Radbuka, cuando yo sabía que ninguno de ellos había sobrevivido. Excepto mi propio hijo. La primera vez que me hablaste de ese hombre, de Paul, se me paralizó el corazón: pensé que tal vez era mi hijo, criado por un Einsatzgruppenführer, como él afirmaba. Después lo vi en casa de Max y me di cuenta de que era demasiado mayor para ser mi hijo.
Pero entonces me invadió un temor aún mayor: la idea de que mi hijo pudiera haber crecido con el deseo de atormentarme. Pienso… No pensaba… No sé qué pensaba, pero imaginé que mi hijo, no sé cómo, aparecía y se aliaba para conspirar con ese tal Paul, sea cual sea su apellido, para torturarme. Así que me subí a un avión y fui a ver a Claire para exigirle que me dijera dónde estaba mi hijo.
Cuando Claire acudió en mi ayuda aquel verano, dijo que ella personalmente colocaría a mi hijo en una familia. Pero no me dijo que se lo daría a Ted Marmaduke, A su hermana y a su cuñado, que querían hijos y no podían tenerlos. Querer, tener, querer, tener. Es la historia de esa clase de gente. Todo lo que quieren, tienen que conseguirlo. Y consiguieron a mi hijo.
Claire cortó su relación conmigo para que no supiese jamás que mi hijo vivía con su hermana y su cuñado. Hizo como que la razón de nuestra ruptura era que estaba disgustada con la poca atención que yo prestaba a mis estudios de medicina, hasta el punto de haberme quedado embarazada, pero en realidad lo hizo para que no volviese a ver a mi hijo.
Para mí fue tan raro verla la semana pasada. Ella…, ella fue siempre un modelo para mí, de comportamiento, de cómo hacer las cosas correctamente, ya fuese a la hora del té o en el quirófano. No podía soportar que yo me diera cuenta de que se había comportado por debajo de aquel ideal que yo tenía forjado de ella. Todos aquellos años de frialdad, de distanciamiento, se debieron sólo al pecado inglés: la vergüenza. ¡Ah! La semana pasada nos reímos y lloramos juntas, del modo que sólo pueden hacerlo dos mujeres ya mayores. Pero una tarde de lágrimas y abrazos no alcanza para ponerte al día, después de cincuenta años sin vernos.
Ted y Vanessa le pusieron Wallace a mi hijo. Wallace Marmaduke, por el hermano de Ted que había muerto en El Alamein. Nunca le dijeron que era adoptado. Y, sin duda, nunca le dijeron que tenía sangre judía. Por supuesto que creció oyendo todos aquellos comentarios, llenos de un gratuito desdén, que yo acostumbraba a escuchar cuando me agazapaba detrás del muro del jardín de la señora Tallmadge.
Claire me enseñó un álbum de fotos que había hecho con las distintas etapas de la vida de mi hijo: tenía pensado dejármelo en caso de que muriese antes que yo, Mi hijo era un niño delgado y de piel oscura, como yo, pero resulta que también el padre de Claire y de Vanessa había sido un hombre bajo y de tez morena. Tal vez Vanessa le hubiese dicho la verdad en algún momento, pero murió cuando él tenía diecisiete años. En aquella ocasión, Claire me envió una carta, una carta tan extraña que debería haberme dado cuenta de que estaba intentando decirme algo que no podía expresar con palabras. Pero entonces yo era demasiado orgullosa como para ver más allá de las palabras.
Ted murió el pasado otoño. Así que imagínate la sorpresa que se habrá llevado Wallace cuando, ordenando los papeles de su padre, encontró su certificado de nacimiento. Madre, Sofie Radbuka, en lugar de Vanessa Tallmadge Marmaduke. Padre, desconocido, cuando tendría que poner Edward Marmaduke.
¡Qué shock, qué escándalo familiar! Él, Wallace Marmaduke, ¿era judío? Él, que era coadjutor en la iglesia anglicana y agente electoral de los Tories, ¿cómo podía ser judío? ¿Cómo podían haberle hecho eso sus padres? Fue a ver a Claire, convencido de que debía de haber un error, pero ella decidió que ya no podía mentir hasta ese punto. «No hay ningún error», le dijo.
Iba a quemar su certificado de nacimiento, iba a destruir todo vestigio de sus orígenes para siempre, pero a su hija -¿has conocido a su hija Pamela?, tiene diecinueve años, a ella le pareció romántico aquello de que su padre tuviese una madre desconocida, un oscuro secreto. Se llevó el certificado de nacimiento de su padre. Ella fue quien puso aquel aviso en Internet, en la página web sobre personas desaparecidas, aquel Escorpión Indagador que tú encontraste. Cuando se enteró de que yo había aparecido, fue a verme de inmediato a mi hotel, audaz como todos los Tallmadge, con la autosuficiencia que da el saber que tienes un lugar seguro en el mundo y que nunca nadie te lo arrebatará.
– Es muy guapa -se atrevió a decir Victoria-. La doctora Tallmadge la llevó a mi hotel para que yo la conociese. Pamela quiere volver a verte; quiere intentar conocerte.
– Se parece a Sofie -dije en un susurro-. Es como Sofie cuando tenía diecisiete años y estaba embarazada de mí. La pena es que perdí esa foto. Quería tenerla conmigo. Pero la perdí.
No quería mirar a Victoria. Ver esa preocupación, esa compasión. No permitiría que ella ni nadie me viese tan desvalida. Me mordí los labios con tal fuerza que sentí el gusto salado de la sangre en mi boca. Cuando acercó su mano a la mía, se la retiré bruscamente. Pero cuando bajé la mirada, la foto de mi madre estaba allí, en el suelo, junto a mí.
– La dejaste sobre tu escritorio, entre los boletines del Real Hospital de la Beneficencia -dijo Victoria-. Pensé que la querrías tener contigo. De todos modos, nunca pierdes realmente a nadie si lo llevas dentro de ti. Tu madre, tu Orna, tu Bobe, ¿no crees que, independientemente de lo que les haya pasado, tú eras un motivo de alegría para ellas? Te habías salvado. Y ellas lo sabían. Tenían ese consuelo.
Hundí mis dedos en la tierra, arrancando las raíces de los hierbajos muertos sobre los que estaba sentada. Siempre me dejaba sola. Mi madre iba y venía, iba y venía, y después se fue por mi propio bien. Ya sé que fui yo quien se marchó, que ellos me mandaron fuera del país, que me salvaron, pero para mí fue como si hubiese sido ella la que me había dejado, una vez más, para no volver.
Y después yo hice lo mismo. Si alguien me amaba, como Cari lo hizo una vez, yo lo abandonaba. Abandoné a mi hijo. Incluso ahora, he abandonado a Max, te he abandonado a ti, he abandonado Chicago. Todos los que están a mi alrededor tienen que experimentar la misma sensación de abandono que viví yo. No culpo a mi hijo de que no quiera ni verme, después de haberlo abandonado como lo abandoné. No culpo a Cari por su resentimiento, me lo he ganado, me lo he buscado. Y lo que dirá ahora, cuando le cuente la verdad, que ha tenido un hijo durante todos estos años… Me merezco todas las cosas horribles que quieran decirme.
– Nadie se merece tanto dolor -dijo Victoria- Y tú, menos que nadie. ¿Cómo voy a estar enfadada contigo? Lo único que siento es angustia por tu dolor. Igual que Max. No sé Cari, pero Max y yo no tenemos ningún derecho a juzgarte, pero sí tenemos derecho a ser tus amigos. A la pequeña Lotty, que se fue sola de viaje con sus nueve añitos, estoy segura de que su Bobe la perdonó. ¿No podrías ahora perdonarte a ti misma?
El cielo otoñal estaba ya oscuro cuando aquel policía joven y desgarbado nos alumbró con su linterna. No quería molestar, dijo en un inglés entrecortado, pero deberíamos marcharnos; hacía frío y aquella colina estaba muy mal iluminada.
Dejé que Victoria me ayudase a ponerme de pie. Dejé que me guiase por el oscuro camino de regreso.