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Capítulo 3

¿Qué encierra un nombre?

Morrell salió a la puerta a recibirme con un beso y una copa de vino.

– ¿Qué tal te ha ido, Mary Poppins?

– ¿Mary Poppins? -repetí desconcertada, pero enseguida me acordé de Calia-. Ah, ya… Fantástico. La gente cree que cuidar niños es un trabajo mal pagado, pero eso es porque no saben lo divertido que es.

Entré en el apartamento tras él y traté de sofocar un gruñido al ver a su editor sentado en el sofá. No es que Don Strzepek me caiga mal, pero no me apetecía lo más mínimo una velada en la que mi conversación se tuviese que limitar a algún ronquido ocasional.

– ¡Don! -dije, mientras él se levantaba a darme la mano-. Morrell no me había dicho que iba a tener el placer de verte. Creí que estabas en España.

– Estaba -se llevó la mano al bolsillo de la camisa en busca del paquete de cigarrillos, pero se acordó de que ésa era zona de no fumadores y se peinó el cabello con los dedos-. Pero llegué a Nueva York hace dos días, me enteré de que este chico estaba a punto de partir hacia el frente, llegué a un acuerdo con los de la revista Maverick para escribir algo sobre la conferencia Birnbaum y me vine para aquí. Así que, por supuesto, ahora tendré que trabajar para poder darme el gusto de decirle adiós a Morrell, y eso es algo que te recordaré siempre, amigo.

Morrell y Don se habían conocido en Guatemala cuando estaban cubriendo la información de aquella pequeña guerra sucia que tuvo lugar hace unos cuantos años. Don trabajaba en la redacción de la Envision Press de Nueva York, pero seguía haciendo algunos reportajes por encargo. La revista Maverick, una especie de versión más incisiva de Harper's, le publicaba la mayoría de sus trabajos.

– ¿Has llegado a tiempo para ver el enfrentamiento entre el grupo de los macabeos y el de los OJO? -le pregunté.

– Justamente estaba contándoselo a Morrell. Me he traído folletos tanto de Durham como de Posner -dijo señalando un montón de panfletos que había sobre la mesita-. Intentaré hablar con los dos pero, por supuesto, eso sería para elaborar una información de actualidad. Lo que necesito ahora son los antecedentes de todo este asunto. Morrell dice que tal vez tú puedas facilitarme alguna información.

Al ver mi expresión interrogante, añadió:

– Me gustaría tener la oportunidad de conocer a Max Loewenthal, ya que es miembro del comité nacional para la recuperación de los bienes sustraídos a los supervivientes del Holocausto. Sólo con sus recuerdos del kindertransport ya daría para una columna, y, además, Morrell me ha dicho que conoces a dos amigos suyos que también llegaron de niños a Inglaterra en los años treinta.

Fruncí el ceño recordando las peleas de Lotty con Max sobre los inconvenientes de andar removiendo el pasado.

– Tal vez pueda presentarte a Max, pero no sé si la doctora Herschel querrá hablar contigo. Y en cuanto a Cari Tisov, el otro amigo de Max, ha venido de Londres para hacer una gira de conciertos, así que no sé si tendrá el tiempo o siquiera el interés…

Dejé la frase en el aire, encogiéndome de hombros y agarré los panfletos que Don se había traído de las manifestaciones. Entre ellos había un folleto de Louis Durham impreso en tres colores en un papel satinado caro. Declaraba su oposición a la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto del estado de Illinois a menos que se extendiera también a los descendientes de los esclavos africanos en todo Estados Unidos. ¿Por qué habría de prohibir Illinois que operasen las compañías alemanas que habían obtenido beneficios a costa de obreros judíos o gitanos y aceptar que lo hicieran las compañías estadounidenses que se habían hecho ricas a costa de los esclavos africanos?

Me pareció razonable, pero encontré algunos puntos inquietantes: No resulta sorprendente que Illinois esté planteándose la IHARA. Los judíos siempre han sabido cómo organizarse cuando se trata de asuntos de dinero y este caso no iba a ser una excepción. El comentario que Margaret Sommers había hecho de pasada sobre el «viejo judío tacaño Rubloff» volvió a resonar inquietantemente en mi cerebro.

Dejé el folleto sobre la mesa y me puse a hojear el tocho del discurso de Posner, que también me pareció irritante, aunque por otros motivos: El tiempo en que los judíos iban de víctimas se ha terminado. No nos vamos a quedar de brazos cruzados mientras las compañías alemanas y suizas pagan a sus accionistas con la sangre de nuestros padres.

– ¡Ah! Que tengas buena suerte cuando hables con esos especímenes -seguí hojeando el resto del material y me sorprendió ver un librito de la historia de la compañía de seguros Ajax de reciente publicación: Ciento cincuenta años de vida y todavía en plena forma escrito por Amy Blount, doctora en Letras.

– ¿Quieres que te lo preste? -dijo Don sonriendo de oreja a oreja.

– No, gracias, ya lo tengo. Hace un par de semanas hicieron una gran fiesta para celebrar el aniversario. Mi mejor cliente pertenece al Consejo de Administración, así que me lo conozco al dedillo… Hasta conocí a la autora -era una mujer joven, delgada, de aspecto adusto, con innumerables coletas rastas recogidas hacia atrás con unos lazos de cinta de seda gruesa, que bebía agua mineral un poco al margen de aquella multitud tan elegantemente vestida. Tamborileé sobre el librito-. ¿Cómo lo has conseguido? ¿Anda Bull Durham detrás de Ajax? ¿O se trata de Posner?

Don volvió a llevarse la mano al bolsillo donde tenía el paquete de cigarrillos.

– Me parece que los dos. Ahora que Edelweiss es la propietaria de Ajax, Posner quiere un listado con todas las pólizas suscritas desde 1933. Y Durham no deja de machacar para que Ajax le enseñe sus libros y así poder ver a quiénes aseguró entre 1850 y 1865. Naturalmente los de Ajax están luchando como locos para que no se apruebe la IHARA ni aquí ni en ningún otro estado, sea con las enmiendas de Durham o sin ellas. Aunque no parece que la legislación de Florida y California, que está en el original del proyecto de ley de Illinois, haya perjudicado a ninguna aseguradora. Apuesto a que ya han calculado cuánto tiempo tendrán que estar dando largas hasta que se muera el último beneficiario… Morrell, voy a matar a alguien si no me meto un poco de nicotina en el cuerpo antes de un minuto. Puedes hacerle arrumacos a Vic mientras salgo fuera. Oiréis mi tos de gran fumador para advertiros de que vuelvo a entrar.

– ¡Pobre tipo! -me dijo Morrell al tiempo que me seguía al dormitorio para cambiarme de ropa-. Mmm, no recuerdo haberte visto ese sostén.

Era uno rosa y plateado que a mí me encantaba. Morrell me acarició la espalda y empezó a juguetear con el cierre. Un minuto después me zafé de sus brazos.

– La tos del fumador nos va a retumbar en los oídos en cualquier momento. ¿Cuándo te has enterado de que iba a venir?

– Me llamó desde el aeropuerto esta mañana. Intenté decírtelo, pero tenías el móvil apagado.

Morrell se hizo con mi falda y mi jersey y los colgó en el armario. Su extraordinario sentido del orden era una de las razones por las que no podía imaginarme viviendo juntos.

Fui al cuarto de baño para desmaquillarme y él se sentó en el borde de la bañera.

– Creo que Don deseaba, sobre todo, tener una excusa para largarse de Nueva York. Desde que esa gran empresa francesa, Gargette, compró la matriz de Envision no lo ha estado pasando demasiado bien. Se han suprimido tantos puestos que teme quedarse sin su trabajo de editor. Quiere ver si todo lo que rodea a las conferencias de la Birnbaum puede llegar a ser argumento suficiente como para escribir un libro.

Volvimos al dormitorio. Me puse unos vaqueros y una sudadera.

– ¿Y tú qué vas a hacer? -le pregunté mientras me recostaba sobre él y cerraba los ojos, dejando que la fatiga contra la que había estado luchando me cayera encima-. ¿Hay alguna posibilidad de que te anulen el contrato para ese libro sobre los talibanes?

– No caerá esa breva, nena -contestó Morrell alborotándome el pelo-. No te hagas ilusiones.

Me sonrojé.

– No pretendía ser tan clara, pero es que… ¡Kabul! Allí un pasaporte estadounidense puede ser un problema tan grande como que una mujer lleve los brazos al descubierto.

Morrell me abrazó más fuerte.

– Es más fácil que tú tengas problemas aquí en Chicago que yo en Afganistán. Nunca había estado enamorado de una mujer a la que le dan una paliza y la abandonan medio muerta en la avenida Kennedy.

– Pero tú podías visitarme todos los días mientras estaba convaleciente -objeté.

– Te prometo, Victoria Iphigenia, que si me dejan medio muerto en el Paso de Jíber, conseguiré que Médicos para la Humanidad te lleve hasta allá para que puedas verme todos los días.

Médicos para la Humanidad era una ONG con la que Morrell ya había trabajado en otras ocasiones. Tenía su centro en Roma y estaba intentando organizar un programa de vacunación para los niños afganos antes de que llegara el crudo invierno himalayo. Morrell pensaba ir de un lado a otro hablando con todo el mundo, visitar las escuelas del Estado exclusivas para niños, ver si podía dar con alguna escuela clandestina para niñas y, en general, intentar comprender algo acerca de los talibanes. Hasta había hecho un curso sobre el Corán en una mezquita de Devon Street.

– Me voy a quedar dormida, si no me pongo en movimiento -susurré apoyada en su pecho-. Vamos a preparar algo de cenar. Tenemos los fettuccini que compré el fin de semana. Les ponemos unos tomates, unas aceitunas, un poco de ajo y ya está.

Volvimos al salón, donde Don estaba hojeando un ejemplar de la Kansas City Review en el que venía una crítica de Morrell de algunos libros sobre Guatemala, que se habían publicado hacía poco.

– Buen trabajo, Morrell. Es bastante peliagudo tener que tomar postura sobre las juntas militares. No son más que los mismos perros con distinto collar, ¿verdad? Y también resulta peliagudo decidir qué hacer con lo de la implicación de nuestro gobierno con alguno de esos grupos.

Me distraje un momento mientras ellos hablaban de la política en Sudamérica. Cuando Don anunció que necesitaba fumarse otro cigarrillo, Morrell me siguió a la cocina para preparar la cena juntos. Luego, sentados en los taburetes altos, cenamos sobre el mostrador de la isla de la cocina mientras Don comentaba con tono pesimista los cambios habidos en el mundo editorial.

– Estando yo en Barcelona, mis amos anunciaron en el Journal que consideraban a los escritores como simples proveedores de contenidos. Y, después, sacaron un manual sobre cómo había que presentar mecanografiados los manuscritos, rebajando a los proveedores de contenido a la categoría de meros mecanógrafos.

Pocos minutos antes de las diez Don apartó su taburete del mostrador.

– En las noticias de las diez dirán algo sobre la conferencia de la Fundación Birnbaum. Me gustaría verlo, aunque es probable que las cámaras hayan prestado más atención al jaleo que ha habido fuera.

Ayudó a Morrell a vaciar los platos en el cubo de la basura y, luego, se fue al porche trasero para fumarse otro cigarrillo. Mientras Morrell ponía el lavaplatos, pasaba un trapo húmedo a las encimeras y metía lo que había sobrado en recipientes herméticos, yo me fui al salón y puse el Canal 13 en la televisión, el del Global Entertainment de Chicago. Dennis Logan, el presentador de las noticias de la noche, estaba terminando de enumerar el sumario.

– Durante la conferencia sobre los judíos en los Estados Unidos, que se ha celebrado hoy en el hotel Pléyades, ha habido momentos en que los acontecimientos cobraron un tinte tormentoso, pero la auténtica sorpresa se produjo al final de la tarde y la provocó alguien que ni siquiera figuraba en el programa. Beth Blacksin les contará la historia completa.

Me hice un ovillo en una esquinita del sofá de Morrell. Empecé a dar cabezadas pero, cuando sonó el teléfono, me despabilé y vi a dos mujeres jóvenes en la pantalla elogiando un fármaco para combatir las infecciones causadas por hongos. Morrell, que había entrado en la habitación detrás de mí, quitó el sonido de la televisión y contestó al teléfono.

– Para ti, cariño. Es Max -dijo pasándome el teléfono.

– Victoria, siento llamarte tan tarde -oí decir a Max con tono compungido-, pero aquí tenemos una crisis que tal vez puedas ayudarnos a resolver. ¿No tendrás tú por casualidad a Ninshubur, ese perrito de peluche azul que Calia lleva a todas partes?

Al fondo oía a Calia berreando, a Michael gritando y a Agnes chillando. Me restregué los ojos intentando recordar qué habíamos hecho con el perro de Calia. Había metido la mochila de Calia en mi maletín y, con las prisas de devolverle la niña a Max, lo había olvidado por completo. Miré a mi alrededor y, al final, pregunté a Morrell si sabía dónde estaba mi maletín.

– Sí, Vic -dijo con un tono cansino de resignación-. Lo dejaste sobre el sofá cuando entraste. Lo he llevado a mi estudio.

Dejé el auricular sobre el sofá y fui por el pasillo hasta el estudio. Mi portafolios era lo único que había sobre la mesa, aparte de un ejemplar del Corán, con una cinta verde que marcaba la página que estaba leyendo. Ninshubur estaba enterrado en el fondo de mi maletín, junto con algunas pasas, la mochilita de Calia y el cuento de la princesa y su fiel perro. Hablé con Max desde el teléfono del estudio, le dije cuánto lo sentía y que me pasaría inmediatamente a llevárselo.

– ¡No, no! No te molestes. Sólo estamos a unas manzanas. Me vendrá muy bien huir de este bullicio.

Cuando volví al salón, Don me comentó que el suspense iba creciendo. Estaban en el segundo corte publicitario de las noticias, a la espera del castillo de fuegos artificiales que estaba anunciado. Max tocó el timbre justo cuando Dennis Logan comenzaba a hablar de nuevo.

Al abrir la puerta del estrecho hall de entrada, vi que Max había venido con Cari Tisov. Le entregué el perrito de peluche, pero se quedaron remoloneando tanto rato que Morrell salió a invitarlos a que pasaran y se tomaran una copa con nosotros.

– Que sea algo fuerte; absenta o algo así -dijo Cari-. Siempre quise tener una gran familia, pero tras los ríos de llanto de esta noche creo que tampoco me he perdido gran cosa. ¿Cómo puede un diafragma tan pequeño producir más sonidos que toda una sección de metales?

– Es sólo por el desfase horario después del viaje -dijo Max-. Afecta más a los pequeños que a los mayores.

Don exclamó que nos callásemos.

– Ya van a hablar de la conferencia.

Max y Cari se dirigieron al salón y se quedaron de pie detrás del sofá. Don subió el volumen al ver la cara de ratoncillo de Beth Blacksin en la pantalla.

– Cuando el pasado verano los baptistas del sur anunciaron su plan de enviar cien mil misioneros a Chicago para convertir a los judíos al cristianismo, mucha gente se preocupó, pero la Fundación Birnbaum actuó con rapidez. Trabajando conjuntamente con la Comisión sobre el Holocausto de Illinois, la archidiócesis de la Iglesia Católica de Chicago y con el grupo Diálogo, un grupo interconfesional de aquí, de Chicago, la Fundación decidió celebrar unas conferencias sobre una cuestión que no afecta únicamente a la importante población judía de Illinois, sino a la comunidad judía en todos los Estados Unidos. De ahí surgió la conferencia que se ha celebrado hoy: «Cristianos y judíos: un nuevo milenio, un nuevo diálogo». Aunque ha habido momentos en los que parecía que el diálogo era en lo que menos se pensaba.

En pantalla aparecieron unas imágenes de la manifestación delante del edificio. Se vio a Posner y a Durham hablando durante un espacio de tiempo similar y, luego, la cámara volvió al salón del hotel y Beth Blacksin dijo:

– Las sesiones que se estaban celebrando en el hotel también fueron subiendo de temperatura. La más candente versó sobre el tema que desencadenó la manifestación que hubo en la puerta del edificio: la propuesta de una Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto en el estado de Illinois. La mesa redonda, compuesta por ejecutivos de la banca y de las aseguradoras, en la que se discutía sobre los elevados costos que implicaría la aplicación de esa ley, costos que repercutirían sobre todos los consumidores, acabó provocando un gran número de críticas y un gran nerviosismo.

En ese momento la pantalla se llenó de gentes furiosas gritando por los micrófonos que se habían colocado en los pasillos para hacer preguntas. Un hombre lanzó a gritos la misma frase ofensiva que Margaret Sommers y el concejal Durham habían proferido antes: que el debate sobre las indemnizaciones demostraba que lo único en lo que pensaban siempre los judíos era en el dinero.

Otro hombre le contestó también a gritos que no podía comprender por qué se consideraba avariciosos a los judíos por querer que les devolvieran el dinero de las cuentas bancadas que sus familiares habían depositado. «¿Por qué no llaman avariciosos a los bancos? Ellos han tenido ese dinero durante sesenta años y quieren seguir teniéndolo para siempre.» Una mujer se abalanzó sobre un micrófono para decir que, puesto que la compañía de seguros suiza Edelweiss había comprado Ajax, eso le hacía sospechar que Edelweiss tenía razones para oponerse a la aprobación de esa ley.

Durante unos veinte segundos el Canal 13 retransmitió aquel jaleo antes de que volviera a aparecer en pantalla el rostro de Beth Blacksin diciendo: «Pero el acontecimiento más asombroso de la jornada no se produjo durante la sesión sobre las compañías de seguros sino durante el debate sobre las conversiones obligatorias, cuando un hombre bajito y tímido hizo una revelación extraordinaria».

Entonces se vio en pantalla a un hombre, enfundado en un traje que parecía quedarle grande, hablando por uno de los micrófonos instalados en el pasillo. Estaba más cerca de los sesenta años que de los cincuenta, tenía el pelo rizado salpicado de canas y unas entradas considerables en las sienes.

– Quiero que sepan -dijo- que yo no he sabido que era judío hasta hace muy poco tiempo.

Una voz procedente de la mesa de los oradores le pidió que se identificara.

– Ah, sí. Me llamo Paul…, Paul Radbuka. Llegué a este país después de la guerra, a la edad de cuatro años, con un hombre que decía ser mi padre.

Max contuvo el aliento, mientras Cari exclamaba:

– ¿Qué? Pero ¿quién es ese tipo?

Don y Morrell se volvieron a mirarlo.

– ¿Lo conoces? -pregunté yo.

Max me sujetó por la muñeca para que me callase en tanto el personajillo que teníamos delante continuaba hablando.

– Él me arrebató todo y, especialmente, los recuerdos. Hasta hace muy poco tiempo no he sabido que pasé la guerra en Terezin, en el que llamaban campo de concentración modelo y que los alemanes denominaban Theresienstadt. Creí que era alemán y luterano como Ulrich, el hombre que decía ser mi padre. Hasta después de su muerte, cuando me puse a revisar sus papeles, no me enteré de la verdad. Y ahora afirmo que es una maldad, que es un acto criminal, arrebatarle a alguien una identidad que le corresponde por legítimo derecho.

El Canal 13 dejó unos segundos de silencio antes de que apareciera en pantalla dividida Dennis Logan, el presentador de las noticias, junto a Beth Blacksin.

– Es una historia extraordinaria, Beth. Tú has logrado entrevistar al señor Radbuka tras el debate, ¿verdad? Pasaremos esa entrevista exclusiva de Beth Blacksin con Paul Radbuka al final de este informativo. Y, a continuación, para aquellos hinchas de los Cubs que creían que su equipo no podía caer más bajo, la sorprendente y aplastante derrota de hoy en Wringley.