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Trabajo administrativo
Volví a subir corriendo a mi piso para llevarme el bolso y llamar a Ralph para saber por dónde estaba, en vez de ir dando botes de un lado a otro de la ciudad buscándolo. Cuando llegué arriba mi teléfono estaba sonando. Dejó de sonar antes de que hubiese podido abrir la puerta pero, mientras estaba hurgando en mi maletín en busca de mi agenda electrónica, volvió a sonar.
– ¡Vic! -oí decir a Don Strzepek-. ¿Es que nunca escuchas los mensajes? Te he dejado cuatro en la última hora.
– Don, olvídate de eso. Dos personas relacionadas con mi investigación han sido asesinadas esta noche, lo cual es bastante más importante para mí que devolverte las llamadas.
– Bueno, pues Rhea tuvo suerte de que no la mataran anoche. Un hombre enmascarado entró en su casa buscando esos condenados cuadernos de Ulrich Hoffman. Así que deja de comportarte como una cría y sé un poco responsable: consigue que la doctora Herschel te los devuelva antes de que alguien más resulte herido.
– ¿Que alguien entró en su casa? -me había quedado horrorizada-. ¿Y cómo sabes que andaba tras los cuadernos de Ulrich?
– Porque el asaltante se los pidió. Rhea estaba aterrorizada y el hijo de puta la ató, la apuntó con una pistola, empezó a tirar cosas de los estantes de la librería y luego estuvo revolviendo entre sus cosas personales. Tuvo que decirle que los tenía Lotty.
Sentí cómo se me cortaba la respiración como si me hubieran dado una patada en el plexo solar.
– Sí, ya me doy cuenta.
Mi tono de voz había sido tan seco como el polvo que hay debajo de mi armario, pero Don estaba tan alarmado con lo suyo que no se dio cuenta. A las cuatro de la madrugada Rhea se despertó sobresaltada y vio que alguien la estaba apuntando con una pistola. Alguien con la cara cubierta con un pasamontañas, guantes y una chaqueta acolchada. Rhea no sabría decir si era un hombre o una mujer, si era blanco o negro, pero por la altura y la violencia del atacante creía que se trataba de un hombre. A punta de pistola, la obligó a bajar las escaleras y la ató de pies y manos a una silla del comedor.
Y, entonces, le dijo: «Ya sabes lo que queremos. Dinos dónde los has escondido». Ella dijo que no sabía de lo que hablaba y, entonces, el tipo le gritó que quería los cuadernos de su paciente Paul Hoffman.
A Don le temblaba la voz.
– El muy gilipollas le dijo que ya había estado buscando en su consulta. Rhea dice que, en cierto modo, eso fue lo peor porque todo el rato tenía que pedirle que repitiera lo que decía. Parece que, en lugar de hablar, gruñía de un modo casi incomprensible y, por eso, ni siquiera es capaz de saber el sexo de esa persona. Bueno, ya sabes lo que pasa cuando uno está aterrorizado, sobre todo si no estás acostumbrado a sufrir una agresión física. El cerebro no puede procesar las cosas de un modo normal. Y ése…, bueno, la gente adquiere un aspecto horrible con un pasamontañas. Te paraliza ver a alguien de esa guisa. No parece humano.
Se me pasó por la mente que Rhea podría probar sus teorías hipnotizándose a sí misma para ver qué detalles podía recordar sobre el asaltante, pero todo aquel episodio me estaba resultando demasiado traumático como para cebarme con ella.
– Entonces le dijo: «No me dispare. Los tiene la doctora Herschel». El intruso estaba arrojando al suelo todas sus piezas de porcelana. Vio cómo destrozaba una tetera que había traído de Inglaterra en 1809 su tatarabuela -la voz de Don había adquirido un tono cortante-. Y él, o ella o quien fuera, le dijo que sabía que era la persona más cercana a Paul Hoffman, sabía el nombre y todo, y que era la única a la que Hoffman podía haber dado los cuadernos. Así que Rhea le dijo que otra persona se los había llevado del hospital la noche anterior. Y, cuando el muy hijo de puta la amenazó, tuvo que darle el nombre de la doctora Herschel. No todo el mundo tiene tu presencia de ánimo, Vic -añadió al ver que yo no decía nada.
– Puede que no tenga importancia -dije lentamente-. Lotty ha desaparecido llevándose los cuadernos. Si siguen buscándolos, eso confirma que se ha ido por voluntad propia, que nadie la ha presionado. Supongo que la policía habrá pasado por casa de Rhea. ¿Les ha contado algo sobre su relación con Paul Hoffman?
– Sí, claro -contestó Don, mientras yo oía cómo daba una calada al cigarrillo. Y, a continuación, oí la voz de Rhea quejándose al fondo, recordándole que odiaba el humo del tabaco. «Lo siento, cariño», oí que decía al auricular, aunque no dirigido a mí.
¿Sería allí adonde había ido Fillida Rossy con tanta prisa con su bolsa de gimnasia la tarde anterior? ¿Al Water Tower Place para registrar la consulta de Rhea Wieü? Al no encontrar los cuadernos de Ulrich, los Rossy esperaron hasta medianoche, después de terminar de cenar con sus invitados. Rossy había vuelto a casa tras asesinar a Connie para ocuparse, junto con su mujer, de los invitados, derrochando sentido del humor, para después volver a salir para asaltar a Rhea Wiell en su casa.
– ¿Qué le ha dicho Rhea a la policía? -pregunté.
– Les dijo que tú habías estado en casa de Paul el jueves, así que es posible que recibas una visita de los investigadores del caso.
– Ay, qué simpática. Es que no para de darnos alegrías.
Entonces recordé el mensaje que con tanto cuidado había redactado para Ralph la tarde anterior… Que yo no tenía los cuadernos de Ulrich, que otra persona se los había llevado. Había estado intentando proteger a Lotty pero, con ello, sólo había conseguido poner a Rhea Wiell en peligro. Naturalmente, los Rossy -o quien estuviera tras los cuadernos- habían buscado primero a la persona más cercana a Hoffman. Tampoco podía quejarme mucho de que ella me hubiese echado a los perros.
– ¡Caray, Don! Lo siento -dije, interrumpiendo sus objeciones-. Mira, quien ande detrás de esos cuadernos es alguien muy peligroso. Estoy encantada, agradecida de que no le hayan disparado a Rhea, pero, si van a casa de Lotty y no los encuentran, pueden pensar que Rhea les ha mentido. Pueden volver y entonces serán mucho más violentos. O, tal vez, piensen que te los ha dado a ti. ¿Puedes marcharte fuera este fin de semana? ¿No puedes irte a Nueva York o a Londres o donde puedas sentirte razonablemente seguro?
Don se asustó. Hablamos de las diferentes posibilidades durante unos minutos y, antes de colgar, le dije:
– Mira, Don, tengo más malas noticias para el proyecto de tu libro sobre la memoria recuperada. Ya sé que al ver los cuadernos de Ulrich tuviste algunas dudas, pero esa historia de Paul de que fue un niño que estuvo en Terezin al que luego llevaron a Inglaterra, donde Hoffman lo raptó, me temo que sea una historia de otro y que él la haya adaptado para sí.
Le hablé del artículo de Anna Freud.
– Si pudieras descubrir qué fue de los auténticos Paul y Miriam… Bueno, no me gustaría nada que publicases la historia de Paul y que luego muchos lectores reconocieran el artículo de la hija de Freud y se dieran cuenta de que Paul se había apropiado de la historia de esos niños.
– Tal vez eso pruebe que tiene razón -dijo Don no demasiado convencido-. Esos niños no pueden haberse quedado en la guardería de Anna Freud toda la vida, tienen que haberse criado en algún sitio. Uno de ellos bien podría haber venido a los Estados Unidos con Ulrich, que le llamó Paul creyendo que era su verdadero nombre -siguió diciendo, mientras intentaba aferrarse a su ya maltrecha confianza en el futuro de su libro y… en Rhea.
– Puede ser -contesté dubitativa-. Te mandaré una copia del artículo. A los niños los dieron en adopción a través de un organismo que supervisaba Anna Freud. Tengo la sensación de que se preocuparían de que Paul tuviera un hogar estable, con un padre y una madre, y no que lo custodiara un emigrante viudo, aun cuando no se tratase de un Einsatzgruppenführer.
– Estás intentando fastidiarme el libro, simplemente porque no te cae bien Rhea -dijo con un gruñido.
Me contuve haciendo un gran esfuerzo.
– Eres un escritor respetado y yo estoy intentando evitar que hagas el ridículo con un libro al que, en el momento en que salga a la calle, le van a encontrar un montón de puntos débiles.
– Pues a mí me parece que eso es asunto mío…, mío y de Rhea.
– Venga, Don, ¡vete a freír espárragos! -le dije, ya sin el menor miramiento-. Tengo que ocuparme de dos asesinatos. No tengo tiempo para escuchar gilipolleces.
Colgué y busqué el número de la casa de Ralph Devereux. Se había mudado y ya no vivía en el apartamento de Gold Coast donde estaba cuando lo conocí, pero seguía viviendo en la ciudad, en un barrio nuevo que estaba de moda en la zona de South Dearborn. Tenía puesto el contestador automático. Como era sábado, podía estar haciendo recados o jugando al golf. Pero habían asesinado a alguien de su equipo. Aposté a que lo encontraría en su despacho.
Y, de hecho, cuando llamé al teléfono de Ajax, contestó su secretaria.
– Denise, soy V. I. Warshawski. Lamento mucho lo de Connie Ingram. ¿Está Ralph? Llegaré ahí en unos veinte minutos para hablar con él de la situación.
Intentó oponerse. Ralph estaba abajo, en una reunión con el señor Rossy y el presidente. Había convocado a todos los supervisores de reclamaciones de su Departamento, que le estaban esperando en la sala de reuniones. Justo en ese momento estaba allí la policía interrogando al personal y no había manera de que Ralph pudiera atenderme. Le dije que ya estaba de camino.
Cuando llegué al edificio de Ajax tuve buena suerte. En el vestíbulo estaba el detective Finchley hablando con uno de sus subalternos. Finch, un negro delgado de treinta y bastantes años, iba siempre perfectamente trajeado. Incluso un día como aquél, un sábado por la mañana, llevaba la camisa tan bien planchada que no le hacía una sola arruga en el cuello. Nada más verme, me llamó.
– Vic, no he recibido tu recado sobre Colby Sommers hasta esta mañana. El idiota que estaba de guardia anoche pensó que no era tan importante como para llamarme a casa y ahora ese saco de mierda está muerto. Dicen que ha sido de un disparo desde un coche. ¿Qué sabes tú sobre él?
Le repetí lo que me había dicho Gertrud Sommers.
– Todo se basa en lo que le dijo el reverendo en la iglesia. La cosa es que ayer yo hablé con Durham sobre ello.
– No estarás diciendo que Durham es el responsable, ¿verdad? -dijo indignado.
– Ese reverendo de la señora Sommers dice que la mano derecha de la mano derecha de Durham no está siempre tan limpia como debería. Si Durham habló de ello con alguien de los OJO, tal vez pensaran que el fuego se estaba acercando demasiado. Voy a hablar con la señora Sommers para enterarme de quién es ese reverendo. Parece que está bien conectado con los de su barrio.
– Cada vez que estás a menos de tres kilómetros a la redonda de algún caso, todo se acaba complicando -se quejó Terry-. ¿Por qué has venido aquí esta mañana? No me digas que crees que el concejal Durham fue quien mató a Connie Ingram.
– He venido para ver al director del Departamento de Reclamaciones. El valora mis opiniones más que tú -era una mentira, pero Terry se había pasado en su intento de herir mis sentimientos y yo no iba a exponerme a recibir más insultos contándole mis teorías sobre Fepple, Ulrich y los suizos.
Pero la afrenta mereció la pena: cuando lo dejé atrás para dirigirme hacia los ascensores, los de seguridad no me pararon. Creyeron que era alguna de las detectives del equipo de Terry.
Subí al piso sesenta y tres, donde la ordenanza de la planta de los directivos se hallaba en su puesto, a pesar de ser sábado. ¡Pobre Connie Ingram! Cuando estaba viva no había sido más que una minúscula pieza en el engranaje corporativo y, ahora que estaba muerta, conseguía que los ejecutivos de alto rango le dedicasen el fin de semana.
– Soy la detective Warshawski -le dije a la ordenanza-. El señor Devereux me está esperando.
– ¿Policía? Creí que ya habían acabado aquí.
– Los del equipo del detective Finchley, sí, pero yo estoy supervisando el caso completo, incluido el asesinato del agente. No es necesario que lo llame, conozco el camino hasta el despacho del señor Devereux.
No intentó detenerme. Cuando una empleada ha sido asesinada y la policía anda haciendo preguntas, hasta el personal de la planta de los directivos pierde su característico aplomo. La secretaria de Ralph me miró con el ceño fruncido y aire de preocupación, pero tampoco intentó despacharme.
– El señor Devereux sigue con el señor Rossy y con el presidente. Puede esperarlo aquí fuera.
– ¿Está Karen Bigelow en la sala de reuniones? Podría hablar con ella mientras tanto.
Denise frunció el ceño aún más, pero se puso de pie y me acompañó hasta la sala de reuniones. Cuando entré, vi a siete personas sentadas ante la mesa ovalada hablando con gestos entrecortados y con aire aburrido. Levantaron la mirada con ansiedad, pero volvieron a recostarse en sus asientos cuando vieron que era yo y no Ralph. Karen Bigelow, la supervisora de Connie, me reconoció tras unos instantes y apretó los labios con gesto de pocos amigos.
– Karen, ¿recuerdas a la señora Warshawski? Le gustaría hablar un momento contigo.
Cuando la secretaria del jefe sugiere algo, equivale a una orden. Sin la menor gana, Karen Bigelow se levantó y fue conmigo a la salita contigua. Comencé por las frases convencionales que exigía el asunto, que había sentido mucho enterarme de la muerte de Connie, que sabía que sería un duro golpe…, pero ella no estaba por la labor de facilitarme las cosas.
Yo también apreté los labios.
– Muy bien, pues vayamos por el doloroso y duro camino. Todos sabemos que Connie estaba en contacto con Howard Fepple antes de que él muriera y que él le había enviado las copias del expediente que tenía en la carpeta de la agencia. Quisiera ver su archivador de mesa. Quiero ver qué es lo que Fepple le mandó.
– ¿Para ir a la policía e inculpar más a una pobre chica muerta? No, gracias.
Sonreí con tristeza.
– Así que el archivador de mesa existe. No estaba segura. Si pudiéramos ir a verlo, encontraríamos la razón por la que murió Fepple y también ella. No porque ella…
– No tengo por qué escucharla -dijo Karen Bigelow, girando sobre sus talones.
Yo alcé la voz para tapar la suya y le dije a gritos:
– No porque ella tuviese nada que ver con la muerte de él, sino porque esos documentos encerraban un peligro del que ella no era consciente.
En aquel infortunado momento, Ralph entró en su despacho.
– ¡Vic! -gruñó furioso-. Pero ¿qué diablos estás haciendo aquí? No, no te molestes en contestarme. Karen, ¿de qué intentaba convencerte Warshawski?
Los otros seis supervisores se habían acercado al oír mis gritos. La expresión de Ralph hizo que se escabulleran antes de que le diera tiempo de decirles que se marcharan.
– Quiere ver el archivador de mesa de la pobre Connie por lo del asunto Sommers -dijo Karen Bigelow.
Ralph se volvió hacia mí con una mirada furiosa. Alguien debía de haberle estado zurrando la badana en el despacho del presidente.
– No te atrevas, no te atrevas nunca jamás a entrar en este edificio para intentar sobornar a mis empleados a mis espaldas.
– Tienes razón al estar furioso, Ralph -le dije con mucha calma-. Pero dos personas han sido asesinadas y hay una tercera en situación crítica por culpa de algún chanchullo de la Agencia Midway relacionado con la reclamación de Aaron Sommers. Estoy intentando averiguar qué es antes de que maten a alguien más.
– La policía de Chicago ya está trabajando en eso. Déjalos simplemente que hagan su trabajo -me dijo con los labios apretados por la ira.
– Lo haría si viese que estaban cerca de algo, pero yo sé cosas que ellos ignoran o, al menos, yo estoy relacionando cosas mientras ellos no lo hacen.
– Entonces, cuéntaselas.
– Lo haría si tuviera pruebas tangibles. Por eso quiero ver el archivador de mesa de Connie.
Se quedó mirándome con aire sombrío y luego dijo:
– Karen, vuelve a la sala de conferencias y diles a los demás que iré dentro de cinco minutos. Denise, ¿tenemos café, bollos o algo así? ¿Podrías ocuparte de eso, por favor?
La ira hacía que una vena palpitara en su sien, pero intentaba con todas sus fuerzas contenerla para no pagarla con sus empleados. Con un movimiento de cabeza me señaló el interior de su despacho: a mí no hacía falta tratarme con amabilidad.
– Muy bien, véndemelo en dos minutos y luego me reuniré con mi gente -dijo cerrando la puerta y mirando significativamente el reloj.
– El agente con el que Aaron Sommers contrató su póliza en 1971 estaba envuelto en algo ilegal -le dije-. Al menos en apariencia, Howard Fepple no lo supo hasta que se puso a ver el expediente de Sommers. Yo estaba en su oficina con él cuando lo revisó y estaba claro que contenía algo, documentos, notas o lo que fuese, que le llamó la atención. Cuando pasó por fax el expediente a Connie, supongo que incluyó algo que creyó que le serviría para chantajear a la compañía de seguros.
»Nadie sabe qué era lo que aquel agente, el tal Ulrich Hoffman, tenía entre manos. Todos los documentos originales de la póliza de Sommers han desaparecido. Lo único que queda es un expediente expurgado. Tú mismo dijiste ayer que debería incluir notas manuscritas del agente, pero han desaparecido. Si Connie se quedaba una copia en su archivador de mesa, eso sería como encontrar oro. Y… dinamita.
– ¿Ah, sí? -dijo con los brazos cruzados en actitud intransigente.
Tomé aire.
– Creo que Connie informaba directamente a Bertrand Rossy en privado…
– ¡Maldita sea! ¡No! ¿Adonde diablos quieres ir a parar? -me gritó.
– Ralph, por favor. Ya sé que esto te debe de sonar a déjá vu, que yo me presente aquí y acuse a tu jefe. Pero escúchame un minuto. Ulrich Hoffman fue agente de Edelweiss en Viena en los años treinta, cuando la compañía se llamaba Nesthorn. Vendía igualas para cubrir los gastos de entierro a los judíos pobres. Luego vino la guerra y quién sabe qué hizo durante ocho años pero, en 1947, apareció en Baltimore y, fuera como fuese, se trasladó a Chicago y empezó a hacer el único trabajo que sabía, vender igualas para cubrir los gastos de entierro a gente pobre que, en este caso, eran afroamericanos del South Side de Chicago.
– Estoy seguro de que toda esta historia es fascinante -me interrumpió Ralph con gran sarcasmo-, pero mi gente me está esperando.
– El viejo Ulrich mantenía la lista de sus clientes en Viena. La lista de las pólizas de seguros de vida que Edelweiss afirma que nunca vendió -dije casi entre dientes-. Siempre han mantenido que eran una pequeña compañía de ámbito regional y que no estaban implicados con las víctimas del Holocausto. Efectivamente, Edelweiss era entonces una pequeña compañía, pero Nesthorn era la más grande de Europa. Si los cuadernos de Ulrich salen a la luz, toda esa charada que Rossy y Janoff montaron el martes en Springfield para conseguir que la Asamblea Legislativa abortara el proyecto de ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto va a provocar una reacción más violenta que un maremoto.
– ¡Maldita sea, Vic! ¡No tienes pruebas de nada de eso! -dijo Ralph dando un manotazo tan fuerte sobre su mesa de aluminio que se le puso un gesto de dolor.
– No las tengo porque, por desgracia, los cuadernos de Ulrich siguen sin aparecer. Pero, créeme, Rossy anda tras su rastro. La oficina central de Zurich no se puede permitir que este asunto salga a la luz. Edelweiss no se puede permitir que alguien vea los cuadernos de Ulrich. Apuesto a que Rossy y su mujer tramaron la muerte de Howard Fepple. Apuesto a que él mató a la pobre Connie Ingram. Apuesto a que él le dijo que era un asunto muy confidencial, que tenía que trabajar sólo para él, que no le podía decir nada a nadie, ni a Karen ni a ti ni a su madre. Él era guapo, rico y poderoso y ella era una pobre Cenicienta que trabajaba a pie de obra. Probablemente para ella, él era su Príncipe Azul hecho realidad. Connie era fiel a Ajax y él era Ajax. Así que no había ningún conflicto sino una gran dosis de emoción.
Ralph se había puesto muy pálido. Inconscientemente se masajeaba el hombro derecho, donde había recibido el balazo de su antiguo jefe hacía diez años.
– Supongo que la policía ha establecido una conexión entre la muerte de Connie y Ajax. En caso contrario, no estaríais aquí todos reunidos un sábado -le dije.
– Las chicas…, las mujeres con las que solía ir a tomar una copa los viernes después del trabajo dicen que se excusó asegurando que tenía que quedarse a trabajar hasta tarde -dijo Ralph con aire de cansancio-. Según sus compañeras salió del edificio a la vez que todo el mundo y, cuando una de ellas le tomó el pelo diciendo que seguro que tenía una cita y no quería contarlo, se puso toda colorada, dijo que no era eso, pero que le habían pedido que guardase el secreto. La policía está investigando dentro de la compañía.
– Entonces, ¿me vas a dejar echar un vistazo al archivador de mesa de Connie?
– No -su voz no era más fuerte que un susurro-. Quiero que te vayas del edificio. Y, si estás pensando en pararte en la planta treinta y nueve para buscar esos papeles, ni se te ocurra. Voy a enviar a Karen ahora mismo a la mesa de Connie para que recoja todos sus documentos y me los suba. No vas a andar por mi Departamento como si fueses un vaquero a la busca de terneros fuera de la manada.
– Prométeme una cosa. Bueno, dos cosas, en realidad. Que mirarás los papeles de Connie sin decírselo a Bertrand Rossy y que me dirás lo que encuentres.
– No te prometo nada, Warshawski. Pero puedes tener la seguridad de que no voy a poner en peligro lo que queda de mi carrera contándole semejante historia a Rossy.