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Capítulo 47

Bourbon con una rodajita de limón

Me puse a revisar los mensajes que tenía, tanto en el contestador telefónico como en el ordenador. Michael Loewenthal había pasado por la oficina para dejarme la biografía de Anna Freud. El día me había resultado tan largo que me había olvidado por completo de aquella conversación y también me había olvidado de las chapitas de identificación de Ninshubur.

La biografía era demasiado larga como para ponerme a leerla buscando alguna referencia a Paul Hoffman o Radbuka. Miré las fotografías: Anna Freud sentada junto a su padre en un café, Anna Freud en la guardería de Hampstead donde Lotty trabajó fregando platos durante la guerra. Intenté imaginarme a Lotty cuando era una adolescente. Entonces sería idealista y fogosa, pero sin la pátina de ironía y eficacia con la que, en la actualidad, mantenía a raya al resto del mundo.

Fui hojeando hasta el final para mirar Radbuka en el índice. No estaba. Busqué campos de concentración. La segunda entrada bajo ese epígrafe remitía a un estudio que había escrito Anna Freud sobre un grupo de seis niños llegados a Inglaterra desde Terezin después de la guerra. Eran seis niños, de tres y cuatro años, que habían vivido juntos como si fueran un pequeño equipo, cuidándose unos a otros y estableciendo unos lazos tan fuertes entre sí que las autoridades pensaron que no podrían sobrevivir si los separaban. No se daban nombres ni más datos familiares. Sonaba al grupo que había descrito HoffmanRadbuka en la entrevista de la televisión la semana anterior, el grupo donde lo había encontrado Ulrich y del que lo había arrancado, apartándolo de su amiguita Miriam. ¿Sería cierto que Paul había formado parte de aquel grupo? ¿O se habría apropiado de la historia para hacerla suya?

Volví a meterme en Internet para ver si podía encontrar el estudio de Anna Freud sobre los niños, que se llamaba «Un experimento sobre la educación en grupo». Una biblioteca que centralizaba trabajos de investigación en Londres podía mandármelo por fax al coste de diez centavos por página. Me pareció barato. Introduje el número de mi tarjeta de crédito y envié el pedido. Luego, comprobé si tenía mensajes telefónicos. El más urgente parecía el de Ralph, que me había llamado dos veces al móvil, una mientras iba por Ryan, hacía unas tres horas, y la otra hacía un momento, mientras estaba intentando desentrañar los detalles menos agradables del pasado de Nesthorn.

Naturalmente, estaba en una reunión, pero Denise, su secretaria, me dijo que quería ver urgentemente los originales de los papeles que le había enseñado por la mañana.

– No los tengo -le contesté-. Sólo los vi ayer un momento cuando hice las fotocopias que le he dado, pero alguien se los ha quedado para guardarlos en un lugar seguro. Me parece que son unos documentos muy importantes. ¿Es Bertrand Rossy quien quiere verlos o es Ralph?

– Creo que en una reunión, esta mañana, el señor Devereux le enseñó las ampliaciones que yo hice al señor Rossy, pero el señor Devereux no me ha dicho si era el señor Rossy o él mismo quien quería ver los originales.

– ¿Puede apuntar este mensaje exactamente como se le digo? Dígale a Ralph que es absoluta y totalmente cierto que no tengo los documentos. Los tiene otra persona y ahora no tengo ni idea de dónde está ni dónde los ha guardado. Dígale que no es una broma ni una manera de darle largas. Quiero encontrar esos libros tanto como él, pero no sé dónde están.

Hice que me repitiera el mensaje. Esperaba convencer a Rossy, si es que era Rossy el que estaba presionando a Ralph, de que yo no tenía los cuadernos de Ulrich. Esperaba no haber implicado a Lotty en todo aquel asunto. Sólo de pensarlo se me ponían los pelos de punta. Pero si lo hubiese hecho, no podía perder el tiempo en lamentaciones. Si me daba prisa, podía llegar a casa de los Rossy antes de mi cita con Durham.

Recorrí en coche los tres kilómetros de vuelta a mi piso y recogí uno de los pendientes de diamantes de mi madre de la caja fuerte. Me pareció que desde su fotografía me dirigía una mirada severa: mi padre le había regalado aquellos pendientes en su veinte aniversario. Yo había ido con él a la Tucker Company de Wabash, donde los eligió y dejó una señal y, luego, volví con él cuando fue a pagar y recogerlos.

– No lo voy a perder -le dije a la fotografía. Salí corriendo de la habitación, donde su mirada no pudiera seguirme. Al pasar por el cuarto de baño me vi reflejada en el espejo de la puerta. Había olvidado que me había ensuciado con el polvo que había en la Asociación de Compañías de Seguros. Si quería estar presentable en el edificio de Rossy, necesitaba una chaqueta limpia. Elegí una de rayón y lana de color rosa, que me quedaba amplia, para que no se me notara el bulto de la pistola que llevaba colgada del hombro. Eché la chaqueta de espiguilla en el armario del hall junto con la blusa dorada, que estaba manchada de sangre. De repente, recordé mi idea de hacer una prueba de ADN con la sangre de Paul. Por si la hacía, recogí la blusa y la metí en una bolsa de plástico antes de guardarla en la caja fuerte de mi dormitorio.

Una manzana que me llevé de la cocina tendría que bastarme como comida: estaba demasiado nerviosa como para sentarme a comer en condiciones. Vi el collar de Ninshubur cerca del fregadero y me lo metí en el bolsillo. Intentaría pasar por Evanston aquella misma noche, si me era posible.

Bajé las escaleras a toda prisa e hice un ademán de saludo al señor Contreras, que había asomado la cabeza por la puerta al oírme, y me fui en el coche por Addison, pasando por delante del estadio Wrigley, donde los vendedores ambulantes estaban montando sus puestos para uno de los últimos partidos, a Dios gracias, de los Cubs.

Aparqué, no demasiado legalmente, justo delante del edificio y llamé a casa de los Rossy. Contestó el teléfono Fillida. Colgué y me recosté en el asiento para esperar. Podía esperar hasta las seis, después tendría que marcharme para acudir a mi cita con el concejal.

A las cuatro y media, Fillida salió por la puerta principal con sus hijos y la niñera, que llevaba una bolsa de gimnasia grande. Tal como había hecho el martes por la noche, no paró de arreglar la ropa de sus hijos, el lazo de la niña y el cuello del suéter del niño, con sus iniciales bordadas. Cuando él se resistió y se apartó, Fillida empezó a enredar la larga melena de la niña entre sus manos, sin dejar de hablar con la niñera. Llevaba un pantalón vaquero y una chaqueta de chándal arrugada.

Alguien apareció con un Lincoln Navigator negro y se detuvo ante la puerta de entrada. Fillida abrazó a los niños con fuerza y dio instrucciones a la niñera, mientras el conductor colocaba la bolsa de gimnasia en el asiento de atrás. Fillida se sentó en el asiento de delante sin prestar atención al hombre que le había abierto la puerta y que había colocado la bolsa en el coche. Esperé hasta que los niños y la niñera desaparecieron calle arriba y crucé para entrar en el edificio.

Aquella tarde había un portero distinto al que había conocido el martes.

– La señora Rossy acaba de irse -me dijo-. Arriba no hay nadie más que la doncella. Habla inglés, pero no mucho.

Cuando le expliqué que había perdido un pendiente en la cena y tenía la esperanza de que la señora Rossy lo hubiera encontrado, me dijo:

– Puede intentar ver si la doncella le entiende.

Por el telefonillo intenté explicarle quién era y qué quería. La madre de mi padre hablaba polaco, pero mi padre no, así que era un idioma que no escuché mucho en mi infancia. Aun así, unas cuantas frases mal dichas me permitieron subir al piso, donde enseñé el pendiente a Irina, la doncella. Negó con la cabeza y empezó un largo discurso en polaco. Tuve que disculparme y decirle que no la entendía.

Entonces me dijo:

– Yo limpio en día siguiente y no veo nada. Pero en fiesta, yo oigo tú hablar Italia y yo me digo por qué si tú llamas Warshawska.

Pronunció mi apellido a la manera polaca y poniéndole la terminación femenina.

– Mi madre era italiana -le expliqué-. Mi padre era polaco.

Asintió con la cabeza.

– Yo entiendo. Hijos habla como habla madre. En mi familia lo mismo. En familia señora Fillida, lo mismo. Señor Rossy habla Italia, inglés, Germania, Francia, pero niños sólo inglés y Italia.

Chasqueé la lengua en solidaridad ante el hecho de que nadie del servicio de aquella casa pudiese comunicarse con Irina.

– La señora Rossy es muy buena madre, ¿verdad? -le dije-. Siempre está charlando con sus hijos.

Irina levantó las manos.

– Cuando ve a niños, siempre tocando, siempre como… como si gato o perro -me dijo haciendo como si acariciase a un animal-. Y ropa, ¡Huy, Dios mío!… Ropa muy bonita. Mucho, mucho dinero. Yo compro para todos hijos míos con lo mismo ella gasta en un vestido para Marguerita. Niños mucho dinero, pero no feliz. No tienen amigos. El señor, él hombre bueno, feliz, siempre amable. Ella, no. Ella fría.

– Pero a ella no le gusta estar sin los niños, ¿verdad? -pregunté intentando que la conversación no se desviase-. Quiero decir que ellos reciben invitados en casa, pero que no les gusta salir y dejar a los niños.

Irina me miró sorprendida. Claro que la señora Rossy dejaba a los niños. Ella era rica: iba al gimnasio, iba de compras, iba a visitar amigos. Sólo cuando estaba en casa…

– El viernes pasado creo que la vi en un baile en el hotel Hilton. Un baile de caridad, ¿sabe? -tuve que repetir la frase un par de veces para que me entendiera.

Se encogió de hombros.

– Posible. No aquí. Yo no sabe dónde ir ella y el señor. Yo en cama temprano. No como hoy, que viene mucha gente cenar.

Aquello fue la señal de que tenía que irme. Intenté darle una propina, pero la rechazó. Lamentaba lo de mi pendiente e iba a seguir buscándolo.

Cuando ya iba en el coche, vi a los niños que volvían de su paseo. Se estaban pegando, uno a cada lado de la niñera. Familias felices, como dijo Tolstoy.

Así que los Rossy no habían estado en casa el viernes por la noche. Pero eso no quería decir que hubieran estado en Hyde Park disparando a Howard Fepple. Sin embargo, podía imaginarme a Filuda llamándolo, diciéndole que se llamaba Connie Ingram, convenciéndolo de que le ponía cachonda. Podía imaginármela entrando en el edificio con él, junto a las parejas de padres que iban a la clase de Lamaze -y, tal vez, también su marido estaba allí, mezclado en el mismo grupo- y luego coqueteando con Fepple, ya sentado en su silla. Y Bertrand que entra en la oficina, le golpea en la nuca, y ella le mete el cañón de la SIG en la boca. Cuando la sangre y los trocitos de hueso salen disparados, ella se aparta de un salto y, luego, le coloca la pistola debajo de la silla. Es lista, pero no tanto como para acordarse de colocarle la mano en la pistola para que en el depósito de cadáveres encuentren residuos de pólvora.

Luego, Bertrand y ella registran la oficina, encuentran el expediente de Sommers y se marchan. Y ayer Fillida fue a la casa de Hoffman. ¿Cómo es que ella encontró las señas y yo no? Claro, fue a través de Ulrich. Ellos sabían su apellido y le estaban buscando. Estaban buscando los registros de las ventas de seguros de EdelweissNesthorn. La semana anterior, a Rossy debieron de salírsele los ojos de las órbitas cuando Connie Ingram le entregó la carpeta de Sommers en el despacho de Ralph. El agente que buscaba, Ulrich Hoffman, ¡en Chicago y debajo de sus propias narices! A lo mejor tardaron un poco en darse cuenta, pero después comprendieron que, aunque estuviera muerto, había muchas maneras de conseguir su dirección. Con guías de teléfonos antiguas, por ejemplo.

Podía ver cómo había sucedido todo. Pero ¿cómo iba a hacer para poder demostrarlo? Si yo fuese una mujer de mundo o tuviese tiempo suficiente, probablemente me habría dado cuenta de que habían recurrido a Ameritech para que allí les facilitaran guías telefónicas antiguas. La policía no había podido seguir la pista de la pistola que había matado a Fepple. Tal vez la amiga de Fillida, la mujer del diplomático italiano, había podido meterla en el país por valija. «Laura, querida, quiero llevarme mis pistolas y los estadounidenses se ponen tan pesados cuando se trata de armas… Ellos las llevan como nosotras llevamos un libro de bolsillo, pero a mí me harían la vida imposible rellenando formularios si intentara pasarlas por la aduana.»

Mientras iba conduciendo por Lake Shore Drive para ir a la cita con Durham, me sentí inquieta al pensar en Paul Hoffman en su cama del hospital. ¿Adonde iría Fillida un viernes por la tarde con su bolsa de gimnasia? ¿Haría gimnasia a esa hora del día o sería que llevaba una pistola en la bolsa para rematar el trabajo con Paul?

Cuando me detuve en un semáforo de la avenida Chicago, llamé al hospital: el teléfono de su habitación estaba bloqueado, así que no me podían conectar. Bien. Pregunté si podían decirme cómo estaba. Me dijeron que había empeorado.

En cuanto encontré un sitio donde aparcar, a unas pocas manzanas del bar, llamé a Tim Streeter a casa de Max. Max no había llegado todavía, porque Posner había vuelto al hospital y, aunque las manifestaciones habían sido menos virulentas, la junta directiva iba a reunirse a última hora para tratar el problema.

Tim se aburría. En realidad, ya no lo necesitaban. Si yo pudiera acercarle a Calia el collar de Ninshubur, estarían todos contentos.

– Ay, ese maldito collar -exclamé.

Le dije a Tim que, si no conseguía ir hasta Evanston por la noche, Calia tendría que conformarse con recibir el collar por correo cuando regresara a su casa. Le expliqué que en aquellos momentos me parecía mucho más importante la seguridad de Paul.

Él me dijo que hablaría con su hermano para ver si alguna de las mujeres de su equipo podía cuidar de Paul unos días, porque él necesitaba un descanso tras hacer de guardaespaldas: cuatro días con Calia habían hecho que se le pusiera el pelo prematuramente blanco.

Cuando terminamos de hablar, apoyé la cabeza sobre el volante, agotada. Estaban ocurriendo demasiadas cosas que no entendía ni podía controlar. ¿Adonde habría ido Lotty? Se había marchado enfadada la noche anterior, se había montado en su coche para ir a su casa y había desaparecido. Volví a marcar su número de teléfono y de nuevo salió su voz cortante en el contestador automático. «Lotty, por favor, si oyes mi mensaje, llámame. Estoy realmente preocupada.» Llamé a Evanston, con la intención de dejar un mensaje para Max, pero justo acababa de entrar por la puerta.

– Victoria, ¿sabes algo de Lotty? ¿No? Ha llamado la señora Coltrain para saber si habías podido entrar en su casa.

– ¡Maldita sea! Me he olvidado por completo de llamar a la señora Coltrain. Estoy metida en demasiadas cosas a la vez -le dije a Max. Le conté mi recorrido por el piso de Lotty de aquella mañana y le pedí que llamase a la señora Coltrain para que estuviera al corriente-. Si Lotty ha desaparecido por su propia voluntad, ¿cómo puede haberse marchado sin avisarnos? -añadí-. Tenía que haberse dado cuenta de que sus amigos nos íbamos a preocupar, y eso por no hablar de la señora Coltrain y de sus ayudantes en la clínica.

– Está totalmente desequilibrada -dijo Max-. Algo la ha desquiciado y sólo es capaz de pensar en su pequeño mundo, olvidándose del mundo más amplio en el que estamos sus amigos. Su comportamiento me…, me está empezando a asustar, Victoria. Estoy comenzando a considerar que pueda ser algún tipo de crisis postraumática de manifestación tardía, como si, tras pasar tantas décadas conteniéndola, ahora la estuviera asolando con la fuerza de un maremoto. Si recibes cualquier noticia de ella, llámame, no importa la hora que sea. Yo haré lo mismo.

Me reconfortaba saber que Max estaba tan preocupado como yo. La crisis postraumática es un diagnóstico al que se recurre tanto hoy en día que uno se olvida de lo seria y terrible que es. Si Max tenía razón, eso explicaría los nervios y el mal humor de Lotty últimamente y también su repentina desaparición. Hubiera deseado no enredarme tanto en la investigación: quería encontrarla ya. Quería consolarla, si estaba dentro de mis posibilidades. Quería que volviera a la vida, pero me asustaba darme cuenta de lo poco que podía ayudarla. No era una indovina. Y, como detective, iba avanzando lentamente entre arenas movedizas.

Salí del coche entumecida. Eran casi las seis y media; llegaba tarde a mi cita con el concejal. Fui calle arriba hacia el Golden Glow, que es lo más parecido que tengo a un club privado, aunque no es que sea privado pero, como he sido una asidua durante tantos años, ya me apuntan lo que tomo y lo pago a final de mes.

Sal Barthele, la dueña, me dirigió una sonrisa, pero no tuvo tiempo de acercarse para saludarme, porque la enorme barra de caoba, con forma de herradura, que sus hermanos y yo le ayudamos a rescatar del derribo de una mansión en Gold Coast hace unos diez años, estaba por completo abarrotada de clientes cansados y sedientos. La media docena de mesitas con lámparas estilo Tiffany estaban ocupadas. Eché una ojeada, pero no vi al concejal.

Durham entró justamente en el momento en que Jacqueline, la camarera, pasaba por mi lado con una bandeja llena. Me pasó un vaso de Etiqueta Negra sin aminorar el paso y siguió hasta una mesa donde sirvió ocho copas sin mirar siquiera la comanda. Tomé un buen trago del whisky, para alejar las preocupaciones sobre Lotty y prepararme para hablar con el concejal.

Jacqueline me vio dirigirme hacia la puerta para saludar a Durham, levantó un brazo y me hizo una seña, señalando la mesita del rincón. Efectivamente, nada más saludarme Durham, vi que las cinco mujeres que estaban allí sentadas se levantaban para marcharse. Para cuando el concejal y yo nos sentamos, la mitad del bar se había quedado vacío porque la gente se iba corriendo a montar en los trenes de las siete. Yo me preguntaba si el concejal había acudido con escolta y en aquel momento, cuando el bar se había vaciado, pude ver a dos jóvenes con las chaquetas típicas de los OJO, junto a la puerta de entrada.

– Bueno, detective Warshawski, así que sigue con su cruzada para relacionar a los afroamericanos con cualquier delito que pase por delante de sus narices -me dijo. Era una afirmación, no una pregunta.

– No tengo que montar una cruzada -le contesté con una sonrisa amable-. Las noticias me las sirven en bandeja. Colby Sommers no sólo ha ido por ahí alardeando de su dinero sino que le ha contado a todo el mundo, hasta a los perros, lo que hizo para…, bueno, la verdad es que no me gusta decir «ganarlo», porque eso degrada el trabajo que la mayoría de la gente hace para poder vivir. Así que digamos «obtenerlo».

– Llámelo como quiera, señora Warshawski. Llámelo como quiera… Eso no cambia la fea verdad de sus insinuaciones.

Jacquelíne se detuvo con brevedad delante de nosotros y él pidió un bourbon Maker's Mark con una rodajita de limón. Yo negué con la cabeza para indicar que no quería nada: cuando mantengo una conversación resbaladiza, mi límite es un solo whisky.

– La gente dice que es usted muy inteligente, concejal; dicen que, en las siguientes elecciones, puede ser un duro competidor para el alcalde. A mí, personalmente, no me lo parece. Sé que Colby Sommers hizo de vigilante cuando un par de jóvenes de los OJO entraron a robar en el apartamento de Amy Blount esta misma semana. Cuando hablamos usted y yo el miércoles, aún estaba dándole vueltas a un soplo anónimo que recibió la policía para incriminar a Isaiah Sommers. Ahora sé que fue Colby Sommers el que hizo esa llamada. Y sé que Isaiah y Margaret Sommers fueron a la oficina de Fepple, siguiendo su consejo, la mañana del sábado en que él estaba allí muerto y su sangre y sus sesos estaban desparramados por todas partes. Supongo que lo único que no sé es qué le puede haber ofrecido Bertrand Rossy a usted para involucrarlo en sus problemas hasta el cuello.

Durham sonrió. Una sonrisa genial en la que no participaban sus ojos.

– Pues no sabe usted mucho, señora Warshawski, porque no tiene ninguna manera de conocer a la gente de mi distrito. Que Colby Sommers odie a su primo no es ningún secreto: todo el mundo en la calle Ochenta y siete lo sabe. Si intentó incriminar a Isaiah en un asesinato y si se ha mezclado con criminales, a mí no me sorprende como a usted. Yo comprendo todas las indignidades, los siglos de injusticia, que hacen que los negros se vuelvan contra sí mismos o contra su comunidad. Dudo que usted sea capaz de comprender esas cosas pero, si Colby ha intentado hacer daño a su primo, yo mismo llamaré al capitán de la policía del distrito, para ver si puedo ayudar en algo para que Isaiah no esté sufriendo de un modo innecesario.

– Yo también oigo cosas, concejal -le contesté, haciendo girar dentro del vaso el último sorbito de whisky que me quedaba-. Y una de las cosas más interesantes que he oído se refiere a usted y a las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos. Un asunto muy importante. Un asunto como para poner al alcalde en un verdadero aprieto, porque no puede permitirse apoyarlo poniendo a la comunidad financiera internacional en su contra, pero tampoco puede ignorarlo y dar una mala imagen ante sus votantes, sobre todo, después de haber respaldado la condena de la esclavitud que aprobó el Ayuntamiento.

– Así que usted entiende de política local, detective. Entonces, tal vez me vote, si alguna vez me presento a un puesto en el distinguido distrito en que usted vive.

Estaba intentando provocarme. Puse una sonrisa irónica para que viera que entendía su esfuerzo, aunque no la intención.

– Claro que entiendo de política local. Entiendo que a la gente no le parecería demasiado bien si se enterara de que usted no empezó su campaña hasta que Bertrand Rossy llegó a esta ciudad. Cuando él… le convenció para que armase jaleo con lo de las indemnizaciones para los descendientes de los esclavos y lograr así desviar la atención centrada hasta ese momento en la protesta de Joseph Posner y en el proyecto de ley sobre los bienes de las víctimas del Holocausto.

– Ésas son unas palabras muy feas, detective, y, como usted sabe, no soy un hombre paciente cuando personas como usted me calumnian.

– ¿Calumnia? Eso quiere decir acusar sin fundamento. Y, si yo quisiera tomarme la molestia o pedir, por ejemplo, a Murray Ryerson, el periodista del Herald Star, que se la tomase, apuesto a que podríamos encontrar una cantidad de pasta bastante interesante que ha pasado de Rossy a usted. De su cuenta personal o a través de un cheque de la corporación Ajax, aunque yo me inclino más por su cuenta personal. Y puede que haya sido lo suficientemente listo como para entregársela en efectivo, pero alguien sabrá algo. Es sólo cuestión de indagar a fondo.

Ni pestañeó.

– Bertrand Rossy es un importante hombre de negocios de esta ciudad, a pesar de ser suizo. Y, tal como usted ha dicho, puede que algún día me presente a la alcaldía de Chicago. No puede hacerme daño tener apoyos en el sector empresarial, pero a mí lo que más me importa es mi propio distrito, donde me crié y donde conozco a la mayoría de la gente por su nombre de pila. Esa es la gente de Chicago que me necesita. Es para quienes trabajo, así que creo que lo mejor será que me vaya a una reunión que tengo con ellos.

Se bebió lo que quedaba en el vaso e hizo una señal para que le cobrasen, pero yo levanté la mano para indicarle a Jacqueline que Sal me lo apuntara en mi cuenta. No quería deberle nada al concejal Durham, ni siquiera un trago de whisky escocés.