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Capítulo 46

Historia antigua

Ya en mi coche, encendí el móvil y llamé a Amy Blount.

– Hoy tengo una pregunta diferente para usted con relación a la parte de su historia sobre Ajax donde se hablaba de Edelweiss. ¿De dónde sacó la información?

– Me la dio la compañía de seguros.

Hice un giro de ciento ochenta grados con una sola mano en el volante y el teléfono en la otra. Frené para evitar a un gato que cruzó de pronto la calle. Una niña pequeña iba detrás gritando su nombre. El coche derrapó. Solté el teléfono y paré junto a la acera con una taquicardia. Tuve suerte de no atropellar a la niña.

– Lo siento, en estos momentos estoy como una loca intentando hacer demasiadas cosas al mismo tiempo y conduciendo como una imbécil -le dije cuando logré recuperarme lo suficiente como para volver a llamarla-. ¿Eran fichas de un archivo financiero o algo así?

– Era un resumen financiero. Querían que Edelweiss sólo figurara brevemente al final. En realidad el libro trata sobre Ajax, así que no vi la necesidad de mirar los archivos de Edelweiss -dijo Amy, a la defensiva.

– ¿Y qué había en ese resumen?

– Grandes cifras. Activos y reservas, oficinas principales. Pero por años. No recuerdo los detalles. Supongo que podría preguntar a la bibliotecaria de Ajax.

De un solar abandonado salieron un par de hombres. Miraron al Mustang y, luego, a mí y me hicieron un gesto con los pulgares para arriba para indicar que los dos les gustábamos. Sonreí y les saludé con la mano.

– Necesito averiguar si tenían oficina en Viena antes de la guerra.

Pensándolo bien, las cifras de Edelweiss no tenían importancia: puede que, efectivamente, durante los años treinta hubieran sido una compañía de ámbito regional, pero, aun así, podían haber vendido seguros a gente que había desaparecido en los hornos crematorios durante la guerra.

– Tal vez en la biblioteca de la Asociación de Compañías de Seguros de Illinois pueda encontrar algo que le sirva de ayuda -sugirió Amy Blount-. Yo estuve allí investigando mientras escribía el libro sobre Ajax. Tienen una colección poco común de antiguos documentos de seguros. Están en el Edificio Central de Seguros de West Jackson, ya sabe.

Le di las gracias y colgué. Mientras estaba intentando meterme en Ryan por la Ochenta y siete, sonó mi teléfono pero, tras haber estado a punto de atropellar a la niña hacía unos minutos, decidí no distraerme de la conducción. Sin embargo, no podía dejar de especular sobre Edelweiss. Ellos habían comprado Ajax, una jugada maestra que les había permitido hacerse con la cuarta compañía de los Estados Unidos en ventas de seguros de accidentes e inmuebles y todo a precio de saldo. Y, después, se encontraron frente a una proposición de ley que obligaría a la devolución de los activos de la época del Holocausto incluyendo, también, las pólizas de seguros de vida. Si, de golpe, se les venía encima un cúmulo de seguros de vida pendientes de pago, su inversión podía pasar de ser una mina de oro a convertirse en una declaración de quiebra.

Los bancos suizos estaban luchando con uñas y dientes para evitar que los herederos de las víctimas del Holocausto reclamasen los activos depositados en los años de frenesí anteriores a la guerra. El resto de las compañías aseguradoras europeas estaban poniendo las mismas trabas. Debía de ser relativamente infrecuente que los niños supieran que sus padres tenían seguros. Incluso aunque hubiera otros, como Cari, a los que habían mandado con el dinero para pagar al agente, apuesto a que pocos sabrían con qué compañía tenía la póliza su padre. Yo misma, cuando murió mi padre, no encontré su seguro de vida hasta que me puse a ordenar sus papeles personales.

Pero cuando no sólo tu familia, sino también tu casa y hasta tu pueblo entero han sido borrados del mapa, no hay archivos a los que puedas recurrir. Y si los hubiera, la compañía de seguros te trataría como lo había hecho con Cari: denegando la petición porque no podías presentar el certificado de defunción. Realmente, esos bancos y esas compañías de seguros eran una panda de hijos de puta.

Mi móvil volvió a sonar, pero lo recogí solamente para apagarlo. Si los cuadernos de Hoffman contenían una lista de seguros de vida contratados por gente como los padres de Cari o de Max, gente que había muerto en Treblinka o Auschwitz, no sería una lista tan larga como para que Edelweiss perdiera mucho con el pago de las reclamaciones. Para lo único que serviría sería para informar a unos cientos de personas de que sus padres o sus abuelos habían contratado pólizas con ellos y facilitarles su número. Eso no causaría ningún descalabro en los activos de Edelweiss.

A menos que algunos Estados empezasen a promulgar leyes como la de la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto, que Ajax había torpedeado la semana anterior. En ese caso, la compañía habría tenido que hacer una auditoría de sus pólizas -en las alrededor de cien pequeñas compañías que formaban el grupo Ajax, y que ahora incluía a Edelweiss- y debería poder demostrar que no ocultaba pólizas de personas fallecidas durante la guerra en Europa y eso les habría costado una fortuna.

¿Habría vislumbrado Fepple esa posibilidad? ¿Podría haber encontrado suficiente información en la ficha de Aaron Sommers como para tramar un chantaje? Se le había visto muy entusiasmado con la posibilidad de ganar dinero. Y si así fuera, ¿era una razón tan poderosa como para que alguien de Ajax lo matase? ¿Quién habría sido el que había apretado el gatillo? ¿Ralph? ¿El encantador Bertrand? ¿Su esposa, tan blanda como el acero?

Adelanté a un par de camiones con remolque, impaciente por reunir cualquier tipo de información. De momento estaba construyendo un castillo de naipes. Necesitaba hechos, con unos buenos cimientos de hormigón. Al doblar para entrar en Jackson Boulevard, de camino al centro, empecé a tamborilear sobre el volante en cada semáforo en rojo, reconcomida por la impaciencia. Justo en la margen oeste del río, a la sombra de la estación Union y de sus bares de mala reputación, encontré un sitio libre para aparcar. Metí un puñado de monedas en el parquímetro y me hice corriendo las cuatro manzanas que me separaban de la Central de Seguros.

La Central es un edificio viejo y deteriorado cerca del extremo sudoeste del Loop y la Asociación de Compañías de Seguros de Illinois resultó que ocupaba una de las oficinas más cochambrosas de su interior. Del techo colgaban unas lámparas pasadas de moda con unos pocos tubos fluorescentes que parpadeaban de un modo irritante sobre el rostro de la mujer que estaba sentada cerca de la entrada. Me miró con los ojos entrecerrados, mientras seguía preparando unos sobres para enviar por correo, como un buho que no está acostumbrado a ver extraños en esa parte del bosque. Cuando le expliqué que estaba intentando averiguar el tamaño de la compañía de seguros Edelweiss en la década de 1930 y si entonces contaban con una oficina en Viena, suspiró y echó a un lado el montón de papeles que estaba doblando.

– No sé ese tipo de cosas. Si quiere, puede mirar en la biblioteca, pero me temo que yo no voy a poder ayudarla.

Corrió para atrás la silla en la que estaba sentada y abrió una puerta que daba a una sala oscura. Estaba repleta de estantes con libros y papeles, más allá de lo que permite el reglamento de prevención de incendios.

– Están ordenados más o menos cronológicamente -dijo señalando hacia el rincón izquierdo-. Cuanto más lejanos en el tiempo son los documentos que busca, más posibilidades tiene de que estén bien colocados. La mayoría de la gente sólo viene a consultar documentos recientes y a mí me resulta muy difícil dedicar un rato para ponerlos en orden. Me sería de gran ayuda que procurase usted dejarlo todo de la misma forma que lo encuentre. Si quiere fotocopiar algo, puede utilizar mi máquina, pero cuesta diez centavos cada fotocopia.

El sonido del teléfono hizo que la mujer saliera disparada. Yo me dirigí al rincón que me había señalado. Para un espacio tan pequeño la verdad es que había un montón impresionante de material. Estantes enteros del National XJnderwriter (el Asegurador Nacional) y del Insurance Blue Books (los Libros Azules de los Seguros), discursos dirigidos a la Asociación Estadounidense de Compañías de Seguros, direcciones para congresos de seguros internacionales, sesiones del Congreso de los Estados Unidos para decidir si los barcos hundidos durante la guerra de Estados Unidos con España deberían estar cubiertos con pólizas de seguros.

Recorrí las estanterías todo lo deprisa que pude, utilizando una escalera para subir y bajar, hasta que encontré la sección con los documentos fechados en las décadas de 1920 y 1930. Los hojeé rápidamente. Más discursos, más sesiones del Congreso, éstas sobre los veteranos de la Primera Guerra Mundial. Ya tenía las manos negras de polvo cuando, de pronto, lo encontré: era un libro grueso y pequeño cuya tapa había perdido su color azul inicial y ahora era grisácea. Le Registre des Bureaux des Compagnies d'Assurances Européenes, impreso en Ginebra en 1936.

No entiendo bien el francés -porque, a diferencia del español, no me resulta lo bastante cercano al italiano como para poder leer una novela-, pero una lista de las oficinas de las compañías de seguros europeas no exige ser licenciada en filología. Conteniendo la respiración, me lo llevé bajo la mortecina lámpara que había en el centro de la sala, donde me puse a leer con gran dificultad las minúsculas letras. No era fácil entender cómo estaba organizado el libro, con una luz tan mala y en una lengua que no conozco pero, al final, comprendí que agrupaba las oficinas por países y, dentro de ellos, por la cifra de sus activos.

En 1935 la mayor compañía en Suiza era Nesthorn, a la que seguían en importancia Swiss Re, Zurich Life, Winterer y un puñado de otras. Edelweiss ocupaba un puesto muy por debajo, pero había una nota a pie de página, escrita en una letra aún más diminuta. Incluso inclinando la página para verla bajo una luz diferente y manteniéndola tan cerca de mi nariz que estornudé media docena de veces, no conseguí desentrañar aquella letra tan pequeña. Miré hacia la entrada. Me pareció que la explotada factótum seguía embuchando cartas en sus sobres; sería una pena molestarla para preguntar si podía llevarme el libro prestado, así que lo metí en mi maletín, le di las gracias por su ayuda y le dije que, probablemente, volvería al día siguiente por la mañana.

– ¿A qué hora abre?

– Normalmente no suelo hacerlo antes de las diez, pero a veces el señor Irvine, que es el director ejecutivo, viene por las mañanas… Oh, Dios mío, mire su preciosa chaqueta. ¡Cómo lo siento! Aquí está todo tan sucio, pero es que estoy aquí yo sola y no tengo tiempo para quitarles el polvo a todos esos viejos libros.

– No importa -le dije de todo corazón-. Esto se quita.

Esperaba que así fuera, porque parecía como si alguien inexperto hubiese teñido de gris mi preciosa chaqueta de espiguilla de punto de seda.

Fui corriendo hasta mi coche y me dirigí a la oficina en medio de la insoportable lentitud del tráfico. Ya en mi escritorio utilicé una lupa para intentar descifrar lo mejor que pude aquella nota a pie de página en francés: la adquisición… reciente… de Edelweiss A. G. por parte de Nesthorn A. G., la compañía más importante de Suiza…, se reflejará el año próximo, cuando las cifras de Edelweiss no fuesen… ¿disponibles? Bueno, daba igual. Hasta ese momento… no sé qué, no sé qué, los resultados de la compañía… serían independientes.

O sea que había habido una fusión entre Nesthorn y Edelweiss y ahora la compañía se llamaba Edelweiss. No entendí esa parte, pero continué hasta el listado de las oficinas. Edelweiss tenía tres, una en Basilea, otra en Zurich y otra en Berna. Nesthorn tenía veintisiete. Dos de ellas en Viena, una en Praga, otra en Bratislava y tres en Berlín. Tenía también una oficina en París que hacía bastante negocio. La oficina de Viena, en la Porzellengasse, estaba a la cabeza de las veintisiete por cifra de negocio, con un volumen, en 1935, de casi el treinta por ciento más que cualquiera de sus competidoras más cercanas. ¿Habría sido ése el territorio que Ulrich Hoffman recorría en su bicicleta apuntando nombres con su caligrafía llena de florituras y haciendo un negocio fantástico entre las familias que estaban preocupadas por que las leyes antisemitas alemanas fuesen a afectarles también a ellos muy pronto?

Las cifras precedidas por una N, que figuraban en los cuadernos de Ulrich, podrían ser pólizas de seguros de vida de Nesthorn. Después de la fusión con Edelweiss… Me volví hacia mi ordenador y entré en LexisNexis.

Los resultados de mi búsqueda anterior acerca de Edelweiss estaban allí, pero sólo se trataba de información reciente. De todos modos, la ojeé por encima. Hablaba sobre la adquisición de Ajax, la decisión de Edelweiss de participar en un foro sobre compañías de seguros europeas y las pólizas inactivas de seguros de vida pertenecientes a víctimas del Holocausto. Había informes de resultados trimestrales, informes sobre la adquisición de un banco de negocios londinense. La familia Hirs seguía siendo la accionista mayoritaria, con un once por ciento de las acciones. Así que la inicial H grabada en la vajilla de porcelana de Fillida Rossy se debía al apellido de su abuelo. El mismo abuelo con quien solía ir a esquiar a las pistas más difíciles de Suiza. Alguien a quien le gustaban los riesgos, a pesar de su suave voz y de su preocupación por la loción de romero para el pelo rubio de su hija.

Guardé los resultados de aquella búsqueda y emprendí una nueva para conseguir información más antigua sobre Nesthorn y Edelweiss. La base de datos no admitía una fecha tan lejana como para incluir información acerca de la fusión. Desvié el teléfono para que el servicio de contestador atendiera las llamadas mientras luchaba con un vocabulario y una gramática demasiado complejos para un lego en la materia.

La revue d'histoire finanáére et commercial del mes de julio de 1979 contenía un artículo que me pareció que trataba sobre compañías alemanas que intentaban abrir mercados en los países ocupados durante la guerra, Le nouveau géant économique estaba poniendo nerviosos a sus vecinos. En uno de los párrafos del artículo decía on voudrait savoir si la mayor compañía suiza de seguros ha cambiado su nombre de Nesthorn a Edelweiss porque demasiada gente les recordaba por su histoire peu agréable.

Una historia poco agradable. ¿Sería eso? Con toda seguridad no podía referirse a contratar unos seguros de vida que no tenían intención de reembolsar. Tendría que tratarse de otra cosa. Me pregunté si en los demás artículos habría alguna explicación. Los adjunté al correo electrónico que envié a Morrell, porque él lee bien el francés.

Le escribí: «¿Alguno de estos artículos explica qué es lo que hizo la compañía de seguros Nesthorn durante los años cuarenta para convertirse en poco agradable para sus vecinos europeos? ¿Cómo va tu permiso para viajar a la frontera noroccidental?». Di a la tecla de enviar, pensando en lo sorprendente que resultaba que Morrell, a más de veinte mil kilómetros de distancia, pudiera leer casi instantáneamente lo que acababa de escribirle.

Me recosté contra el respaldo de la silla, con los ojos cerrados y pensé en Filuda Rossy durante la cena, acariciando los cubiertos de plata maciza con la H grabada en el mango. Lo que poseía lo tocaba, lo agarraba… Lo que tocaba lo poseía. Aquel gesto compulsivo al colocarle bien el pelo a su hija o el cuello del pijama a su hijo… También a mí me había sostenido la mano de la misma forma inquietante cuando me llevó a presentarme a los demás invitados, el martes por la noche.

¿Podría sentirse igual de posesiva con respecto a Edelweiss como para llegar a matar para proteger a la compañía frente a quienquiera que le reclamase algo? Paul HoffmanRadbuka había afirmado, sin el menor atisbo de duda, que le había disparado una mujer. Malvada, con un gran sombrero y gafas de sol. ¿Podría haber sido Fillida Rossy? Lo cierto era que tras su lánguida apariencia se escondía una mujer decidida. Recordé que Bertrand se había cambiado de corbata después de que ella comentase que era demasiado llamativa. Y también sus amigos se habían esforzado para que nada en la conversación le resultase molesto.

Y, por otro lado, el concejal Durham seguía nadando alrededor de las rocas sumergidas de la historia. Colby, el primo de mi cliente, el que se había encargado de vigilar durante el robo en casa de Amy Blount y el que había dirigido a la policía contra mi cliente, era simpatizante del grupo OJO de Durham. Y la entrevista entre Durham y Rossy del martes… ¿Habría acordado Rossy abortar el proyecto de ley sobre la Recuperación de Bienes del Holocausto a cambio de que Durham le proporcionara una asesina a sueldo para matar a Paul HoffmanRadbuka? Durham era un político tan hábil que costaba pensar que fuese a hacer una cosa que podría exponerle a un chantaje. Tampoco podía imaginarme a un hombre tan sofisticado como Rossy envuelto en un complot para contratar un asesino a sueldo. Me era difícil aceptar que cualquiera de ellos intentase involucrar al otro en algo tan burdo como el robo en casa de Amy Blount.

Llamé a la oficina de Durham. Su secretaria me preguntó quién era y qué quería.

– Soy detective -dije-. El señor Durham y yo nos conocimos la semana pasada. Lamento comunicarle que algunas personas involucradas en su maravilloso proyecto OJO están implicadas en la investigación sobre un asesinato en el que estoy trabajando. Antes de revelar sus nombres a la policía, querría tener la cortesía de informar directamente al concejal.

La secretaria me dijo que esperara. Mientras lo hacía, volví a pensar en los Rossy. A lo mejor podía pasarme por allí un momento para ver si Irina, la doncella, quería hablar conmigo. Si me proporcionase una coartada para los Rossy durante la noche del pasado viernes… Bueno, por lo menos, podría eliminarlos como sospechosos del asesinato de Fepple.

La secretaria de Durham volvió a ponerse al teléfono. Me dijo que el concejal estaría en varios comités hasta las seis de la tarde, pero que podría recibirme en su oficina del South Side a las seis y media, antes de ir a una reunión comunitaria en la iglesia. Tal como se estaban desarrollando las cosas, no quería estar a solas con Durham en su territorio, así que le dije a la secretaria que estaría en el Golden Glow a las seis y cuarto. Durham me vería en mí territorio.