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Oído en la calle
Texto. El portero del edificio de Lotty ya me conocía de otras ocasiones, pero él y Gerry, el encargado del inmueble, insistieron en que me identificara antes de que Gerry subiera conmigo al piso dieciocho. Estas precauciones normalmente me hubieran molestado pero, en aquel momento, me dieron una cierta tranquilidad respecto a la seguridad de Lotty.
Cuando llegamos al apartamento, Gerry tocó varias veces al timbre antes de sacar sus llaves y abrirlo. Me acompañó mientras yo recorría las habitaciones, pero no había ni rastro de Lotty ni señales de violencia.
Mientras Gerry me observaba con creciente desaprobación, registré los cajones del mueble de la pequeña habitación que Lotty usa como despacho y luego los del dormitorio, buscando los diarios de Ulrich. Gerry me iba siguiendo de habitación en habitación mientras yo pensaba en los posibles sitios que podía usar para esconder cosas: debajo de la ropa, de las alfombras y los colchones, dentro de los armarios de la cocina, detrás de los cuadros de la pared y dentro de los libros de las estanterías.
– No tiene derecho a hacer eso, señora -me dijo cuando empecé a hurgar en el cajón de la ropa interior.
– ¿Está casado, Gerry? ¿Tiene hijos? Si su mujer o una de sus hijas tuviera complicaciones en el embarazo, ¿sabe a quién le diría todo el mundo que fuera a ver? A la doctora Herschel. Es una persona que se toma sus obligaciones tan en serio que nunca falta a su trabajo, ni aunque esté enferma, a menos que tenga una fiebre tan alta que considere que podría afectar a su buen juicio. Y, de pronto, sin decir nada, ha desaparecido. Así que estoy buscando alguna señal que me permita deducir si se ha ido por su voluntad o no, si ha hecho la maleta o algo por el estilo.
Gerry no parecía muy convencido, pero no hizo más esfuerzos por detenerme. No había ni rastro de los diarios de Ulrich, o sea que se los debía de haber llevado con ella. Se había marchado por voluntad propia. Tenía que ser así.
– ¿Está su coche en el garaje? -pregunté.
Llamó al portero con el walkietalkie. Jason le contestó que iría a echar un vistazo. Así era como podía colarse algún intruso: esperando a que el portero fuese hasta el garaje y entrando, después, detrás de un vecino.
Cuando llegamos abajo, Jason ya había vuelto a su puesto. El coche de la doctora Herschel estaba en su plaza. Y, una vez más, abandonó su puesto de vigilancia para mostrármelo. El coche estaba cerrado con llave y no quise abrirlo delante de él para que no se enterara de las artimañas de las que me valgo, así que me limité a mirar a través del parabrisas. A diferencia de mí, Lotty no deja el coche lleno de papeles, toallas viejas y camisetas pestilentes. En los asientos no había nada de nada.
Les di una tarjeta mía a cada uno y le pedí a Jason que preguntase a los vecinos, cuando fuesen llegando a casa, si alguien la había visto marcharse.
– Así podemos hacerlo de un modo informal -dije, cuando me empezaba a poner objeciones-. Si no, tendría que recurrir a la policía, cosa que no me gustaría hacer.
Los dos hombres intercambiaron miradas: a la administración del edificio le molestaría que la policía se presentase allí para interrogar a los vecinos. Se guardaron los diez pavos que les di con aire de dignidad y acordaron que no dejarían subir a nadie al piso de la doctora Herschel, a menos que se tratase de Max o de mí.
– ¿Siempre está vigilando el portal, incluso cuando está haciendo algún recado? -insistí.
– El portal nunca se queda sin vigilancia, señora -dijo Jason, molesto-. Siempre lo puedo ver por el monitor del garaje y, cuando me tomo un descanso, Gerry se queda para cubrir mi puesto.
Yo sabía que aquel sistema no era infalible pero, si seguía criticándolo, ambos dejarían de colaborar conmigo. Me fui a mi Mustang y me quedé allí sentada, masajeándome la nuca. ¿Qué le habría pasado a Lotty? En los últimos diez días había quedado muy claro que ella tenía una vida de la que yo no sabía nada. Pero, sólo porque se hubiese guardado sus asuntos para sí misma, ¿debía yo respetar su hermetismo? Más bien al revés, ¿no me daban mi amistad, mi cariño y mi preocupación por ella el derecho a invadir aquella intimidad que se había esforzado tanto en proteger? Me quedé dándole vueltas. Probablemente, no. Aunque sólo mientras aquellos condenados cuadernos de contabilidad de Ulrich no fueran a colocarla en una situación de riesgo. Pero es que podría ser así. Si, al menos, pudiese encontrar a alguien que me los descifrase… Puede que, para Bertrand Rossy, sí tuvieran algún significado.
Arranqué lentamente y emprendí el arduo camino al South Side. Cruzar el centro de Chicago se pone más difícil cada semana. Hay demasiada gente que hace como yo: una sola persona por coche. Paré para echar gasolina en la entrada a la autovía que hay en North Avenue. Los precios continuaban su ascenso. Ya sé que pagamos menos de la mitad que los europeos pero, cuando se está acostumbrado a utilizar un combustible barato y llenar el depósito te cuesta ya treinta dólares, cada subida es como una bofetada. Fui a paso de tortuga por la Ryan hasta la Ochenta y siete, donde está la salida más cercana a la casa de Gertrude Sommers.
Nada parecía haber cambiado por allí durante las últimas dos semanas, ni el Chevy destartalado que estaba fuera, ni los gritos desesperados del niño en el interior. La señora Sommers seguía erguida, con su habitual rigidez, con un vestido oscuro muy planchado y con la misma expresión intimidante de siempre.
– Ya le dije a la otra chica que podía largarse -me contestó cuando le pregunté si Mary Louise seguía allí-. No me gusta hablar sobre mi familia con la policía. Aunque dice que ahora hace trabajos privados y que ya no trabaja con la policía, tiene el aspecto y el modo de hablar de ellos.
Pronunciaba las palabras enfatizando la primera sílaba, como hacen siempre los negros. Intenté alejar a Lotty de mi mente y concentrarme en lo que Gertrude Sommers había decidido contarme.
Me señaló una silla para que me sentara junto a la mesa de conglomerado situada contra la pared y, luego, se sentó ella, con ese frufrú que hacen las telas muy tiesas al rozar con las medias. Colocó la espalda recta, las manos entrelazadas en el regazo y una expresión tan intimidante que me resultaba difícil mirarla a los ojos.
– En la reunión para comentar la Biblia del miércoles por la noche, el reverendo se acercó para hablarme sobre mi sobrino. No mi sobrino Isaiah, sino el otro, Colby. ¿Cree usted que, si su padre le hubiera puesto el nombre de un profeta, como hizo el otro hermano de mi marido con Isaiah, Colby sería también una persona decente? ¿O siempre habría tentaciones que para él serían demasiado fuertes?
Tanto si aquella pregunta era retórica o no, me cuidé mucho de contestarla. Aquella mujer iba a necesitar un buen rato para llegar al meollo del asunto. Tendría que dejarla que lo hiciera a su propio ritmo. Metí la mano en el bolsillo para apagar el teléfono móvil. No quería que ninguna llamada la interrumpiera.
– He estado muy preocupada por Isaiah desde que murió mi marido, el señor Sommers. Puso dinero de su bolsillo para pagar el funeral. Puso dinero de su bolsillo para contratarla a usted para que averiguara qué había pasado con el dinero del seguro de vida de mi marido, el señor Sommers, y ahora, por comportarse como un buen samaritano, la policía le ha echado los perros y esa mujer suya pinchándole por detrás. Tiene un buen trabajo en la fábrica, un trabajo muy bueno. Ella ha tenido mucha suerte de tener un marido que es un buen cristiano y muy trabajador, como lo fue el señor Sommers. Pero ella es como una niña pequeña: se empeña en tener lo que no puede tener -me dirigió una mirada severa-. En mi fuero interno he estado echándole la culpa a usted de los problemas de Isaiah, a pesar de que Isaiah me insistía en que usted estaba intentando solucionarlos y no aumentarlos, así que, cuando el reverendo empezó a hablarme de mi sobrino Colby, yo no quería escucharlo, pero el reverendo me recordó la cita que dice: «Tienen oídos y no oyen, tienen ojos y no ven». Entonces me di cuenta de que había llegado el momento de escuchar. Mmm, mmm -asintió con la cabeza, como si se estuviera adoctrinando a sí misma con aquel pequeño gruñido-. Así que escuché cómo me contaba el reverendo que mi sobrino Colby iba alardeando de su dinero por el barrio y pensé: ¿qué está intentando decirme? ¿Que Colby tiene el dinero del seguro de vida de mi marido? Pero el reverendo me dijo que nada de eso, que Colby había cobrado ese dinero por ayudar en un trabajo. «¿Un trabajo? -le dije-. Si mi sobrino Colby ha ganado un dinero trabajando, me pondré de rodillas para alabar a Jesús». Pero el reverendo me dijo que no se trataba de ese tipo de trabajo. El reverendo me dijo: «Ha estado por ahí con algunos chicos del grupo OJO». Y yo le dije: «El concejal hace mucho bien en este barrio. No me creeré nada malo que cuenten sobre él». Y el reverendo me dijo: «Estoy de acuerdo, hermana Sommers. Yo tampoco pienso nada malo de él. Sé lo que hizo por tu hijo cuando era niño y lo que hizo por ti y por tu marido cuando vuestro hijo se vio afectado por la distrofia muscular. Pero un hombre no siempre sabe lo que hace la mano derecha de quien es su mano derecha y algunas de las manos derechas del concejal se están metiendo en los bolsillos y en las cajas registradoras de algunas personas».
Volvió a gruñir, «Mmm, mmm», con un gesto de amargura en los labios por tener que hablar mal sobre su familia a una extraña como yo, que, además, era una mujer blanca.
– Así que el reverendo me dijo: «He oído que tu sobrino Colby ha recibido una buena suma de dinero por hacer una llamada a la policía y decirles que su primo Isaiah había estado en la oficina de ese agente de seguros que os estafó el dinero a tu marido y a ti y que, luego, fue asesinado. Y, sí Caín odiaba a Abel porque éste había encontrado la gracia ante los ojos del Señor, tu sobrino Colby ha sentido siempre ese mismo odio contra su primo Isaiah. He oído -dijo el reverendo-, he oído que hizo esa llamada con mucho gusto. Y también he oído que cuando la mano derecha de la mano derecha del concejal quiso una pistola, Colby supo dónde encontrarla. Y que, cuando entraron en un piso de Hyde Park con un soplete, Colby, con mucho gusto, se quedó vigilando en la puerta». Y, entonces, yo le dije al reverendo: «Yo no voy a ir a la policía a denunciar a nadie de mi propia familia». Pero no es justo que Isaiah se pudra en la cárcel, lo que sucederá si ocurre lo peor después de los interrogatorios de la policía, sólo porque su primo lo odie. Así que, por eso, cuando vino la otra chica esta mañana queriendo hacerme preguntas sobre Colby -porque alguien también le habrá ido contando cosas sobre él- yo me acordé de usted. Y me di cuenta de que había llegado el momento de hablar con usted.
Aquella información era tan sorprendente que no supe qué decirle. ¿El grupo de los OJO del concejal Durham desplegándose para matar a Howard Fepple? No me parecía que fuese posible. Bueno, la verdad es que no creía que fuese posible, porque el guardia del edificio del Hyde Park Bank los habría reconocido, no se confunde a las tropas de Durham con futuros padres que van a una clase de Lamaze, pero tenía que ser algún esbirro de esa organización quien había entrado en el piso de Amy Blount.
Me apreté los ojos con las palmas de las manos como si eso fuera a proporcionarme claridad de visión. Al final, decidí contarle a Gertrude Sommers una buena parte de los acontecimientos que habían ocurrido la semana anterior y hablarle, entre otras cosas, de los viejos cuadernos en los que Ulrich Hoffman anotaba los pagos.
– No entiendo nada de todo esto -acabé diciéndole- pero tendré que hablar con el concejal Durham. Y, después, a lo mejor tengo que hablar con la policía. Hay un hombre muerto y otro, herido de gravedad. No entiendo qué conexión hay entre los viejos cuadernos de contabilidad de Hoffman y el concejal…
Me detuve en seco. Excepto que Rossy se había dirigido a Durham en la calle el martes. Acababa de volver de Springfield, donde había conseguido abortar la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto, donde había apoyado a Durham en su proyecto para indemnizar a los descendientes de esclavos. Y, después, las manifestaciones se habían acabado.
Rossy venía de una compañía de seguros europea. Cari había dicho que los libros de Ulrich se parecían a los que llevaba el agente de seguros que le cobraba la póliza a su padre, hacía muchos años. ¿Sería ésa la conexión de Rossy con la Agencia de Seguros Midway?
Alcancé mi maletín y saqué las fotocopias de los cuadernos de Ulrich. La señora Sommers me miraba. Al principio, ofendida por mi falta de atención; después, muy interesada por mis papeles.
– ¿Qué es esto? Parece la letra del señor Hoffman. ¿Es la ficha del seguro del señor Sommers?
– No, pero me estaba preguntando si sería la ficha de algún seguro que vendió en Europa hace sesenta y cinco años. Mire esto:
Le enseñé la hoja con los números.
– Pero, si no es una E. Es una N, o sea que no puede ser una póliza de Edelweiss. O puede que sí, pero tiene otro código de compañía -dije yo cayendo en la cuenta.
– Supongo que sabrá de qué está hablando, joven, pero a mí no me dice nada. Nada de nada.
Negué con la cabeza.
– A mí tampoco me dicen nada, pero hay otras cosas que sí que empiezan a tener sentido, un horrible sentido.
Todo empezaba a cobrar sentido menos la relación que tenía la póliza de su marido con todo aquello. Daría el sueldo de un mes por ver lo que había encontrado Howard Fepple al mirar el expediente de Aaron Sommers, porque eso sí que ya sería la guinda. Pero, si Ulrich había vendido seguros para Edelweiss antes de la guerra, si había sido uno de aquellos hombres que iban al gueto en bicicleta los viernes por la tarde, como Cari me había contado la noche anterior… Pero Edelweiss era una pequeña compañía regional antes de la guerra. O eso decían. Eso decían en el librito de Ciento cincuenta años de vida.
Me levanté de golpe.
– De alguna manera conseguiré que su sobrino Isaiah se libre de todos los cargos, aunque, sinceramente, en este momento no estoy nada segura de cómo lo voy a hacer. Y, en cuanto a su sobrino Colby, no estoy a favor de los que entran a robar en las casas ni de los que suministran armas para cometer delitos, sin embargo tengo la sensación de que Colby tiene más que temer de sus cómplices que de la ley. Ahora tengo que irme. Si mis sospechas son acertadas, el meollo de este misterio se encuentra en el centro de esta ciudad o, quizás, en Zurich, pero no aquí.