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No hay entierro si no se paga al contado
– ¿Cuándo entregó su tía la póliza a la funeraria? -pregunté mientras cambiaba de postura en el sofá y el grueso forro de plástico que cubría la tapicería formaba grandes arrugas al moverme.
– El miércoles. Mi tío murió el martes. Vinieron a recoger el cadáver por la mañana, pero antes de llevárselo quisieron comprobar fehacientemente que mi tía podía pagar el entierro y el funeral que había encargado para el sábado. Mi madre, que había ido a hacer compañía a mi tía, buscó la póliza entre los papeles del tío Aaron y, como era de suponer, allí estaba. Mi tío era un hombre metódico para todas sus cosas, tanto las grandes como las pequeñas, y también lo era para sus documentos.
Sommers se masajeó el cuello con sus manazas cuadradas. Era tornero en la empresa de ingeniería Docherty y tenía los músculos del cuello y de los hombros agarrotados de pasar día tras día inclinado sobre la máquina.
– Luego, como ya le he dicho, cuando mi tía llegó a la iglesia el sábado, le dijeron que no empezarían el funeral hasta que no se presentara con el dinero.
– O sea que, después de llevarse el cuerpo de su tío el miércoles, los de la funeraria debieron de ponerse en contacto con la compañía de seguros para facilitarle el número de póliza y allí les dijeron que esa póliza ya se había cobrado. ¡Qué terrible situación para todos ustedes! ¿Y el director de la funeraria no sabía quién había cobrado ese dinero?
– Ahí es a donde quería llegar -dijo Sommers golpeándose con el puño en la rodilla-. Dijeron que mi tía era la que lo había cobrado y que no se iban a hacer cargo del entierro, en fin, todo eso que ya le he contado.
– Y, entonces, ¿cómo consiguió que enterraran a su tío? ¿O lo hizo usted? -le pregunté mientras me venía a la cabeza la desagradable imagen de Aaron Sommers esperando en una cámara frigorífica hasta que la familia apoquinara los tres mil dólares.
– Conseguí el dinero -contestó Isaiah Sommers mientras miraba meditabundo hacia el pasillo: su mujer, que era quien me había abierto la puerta, había dejado bien claro que no estaba de acuerdo con que su marido hubiera hecho aquel esfuerzo económico por la viuda de su tío-. Y, créame, no me fue fácil, aunque, si está preocupada por sus honorarios, deje de estarlo. Puedo afrontarlos y, si logra averiguar quién se hizo con ese dinero, puede que lo recuperemos. Incluso le pagaríamos algo más sobre lo acordado en caso de que lo descubra. La póliza se suscribió por diez mil dólares.
– No necesito ningún extra, pero sí necesito ver la póliza.
Levantó un ejemplar de Raíces, de esos que te dan gratis, que estaba sobre la mesa baja y sacó la póliza que estaba cuidadosamente doblada debajo.
– ¿Tiene una fotocopia? -le pregunté-. ¿No? Le enviaré una mañana. Ya sabe usted que mis honorarios son cien dólares por hora, con un mínimo de cinco horas de trabajo, ¿verdad? Y que también cobro todos los gastos extra que se produzcan.
Cuando asintió a mi pregunta, saqué de mi maletín dos copias del contrato de trabajo estándar. Su mujer, que, evidentemente, había estado escuchando detrás de la puerta, entró para leerlas con él. Mientras estudiaban con cuidado cada una de las cláusulas, yo me puse a ojear la póliza del seguro de vida. A Aaron Sommers se la había vendido la Agencia de Seguros Midway y, tal como me había dicho Isaiah Sommers, estaba fechada hacía unos treinta años y librada por la Compañía de Seguros Ajax Life. Eso constituía una gran ayuda: hace tiempo salí con el tipo que en la actualidad dirige el Departamento de Reclamaciones de Ajax. No lo veía desde hacía un montón de años, pero probablemente no tendría ningún problema para hablar con él.
– Esta cláusula -dijo Margaret Sommers-, dice que usted no devuelve el dinero aunque no se consiga el resultado esperado. ¿Eso es así?
– Sí, pero ustedes pueden dar por terminada la investigación en el momento que quieran. Yo les entregaré un informe tras haber efectuado las averiguaciones iniciales y, en el caso de que parezca que no conducen a ninguna parte, se lo diré con toda franqueza. Ésa es la razón por la que pido un pago de quinientos dólares por adelantado. Si empiezo a hacer pesquisas y no encuentro nada, hay gente que siente la tentación de no pagarme.
– Mmm… -contestó Margaret-, no me parece justo que se quede el dinero si no nos da nada a cambio.
– Bueno, la mayoría de las veces consigo dar con lo que busco -dije, intentando que el cansancio no me pusiera de mal humor: no era la primera persona que me venía con aquel planteamiento-. Pero no sería justo decir que siempre consigo averiguar lo que la gente quiere saber. Tras las primeras indagaciones, puedo establecer el tiempo aproximado que me llevará completar la investigación. Hay personas que en ese momento consideran que eso les va a suponer un gasto mayor del que pensaban desembolsar. Entonces pueden decidir si quieren que siga adelante o no.
– Pero, en ese caso, ¿usted se seguiría quedando los quinientos dólares de Isaiah?
– Sí. El está contratando mis servicios profesionales. Yo cobro por eso, igual que hace un médico aunque no logre curarla -me ha llevado años de profesión llegar a ser tan dura de corazón o, tal vez, tan realista, para hablar de mis honorarios sin que me produzca vergüenza.
Les dije que, si querían seguir pensándoselo, podían llamarme cuando hubieran tomado una decisión, pero que no me llevaría la póliza de su tío ni empezaría a hacer llamadas telefónicas hasta que no hubiesen firmado el contrato. Isaiah Sommers me contestó que él no necesitaba pensarlo más, que la vecina de su prima, Camila Rawlings, les había dicho que respondía por mí y que eso a él le bastaba.
Margaret se cruzó de brazos y dijo que, mientras Isaiah comprendiese que aquello lo pagaría de su propio bolsillo, era libre de hacer lo que le diera la gana, pero que ella no iba a estar llevando la contabilidad de aquel viejo judío tacaño de Rubloff, para luego andar tirando su dinero por culpa de la inútil parentela de Isaiah.
Isaiah la fulminó con la mirada, pero firmó las dos copias del contrato y sacó del bolsillo del pantalón un fajo de billetes enrollados. Contó quinientos dólares en billetes de veinte y me observó atentamente mientras le extendía un recibo. También firmé las dos copias del contrato, le devolví una a Isaiah y metí la otra, junto con la póliza, en mi maletín. Anoté la dirección y el teléfono de su tía, apunté los datos de la funeraria y me levanté para marcharme.
Isaiah Sommers me acompañó hasta la puerta pero, antes de que pudiera cerrarla, oí a su mujer que decía: «Sólo espero que no recurras a mí cuando te des cuenta de que estás tirando tu dinero».
Él le respondió de mala manera cuando yo ya estaba en la calle. Últimamente me tragaba bastantes malos rollos con las discusiones entre Lotty y Max y, ahora, encima, los Sommers gritándose el uno al otro. Sus reproches parecían un mal endémico en la relación. Vivir cerca de ellos debía de ser duro de sobrellevar. Me pregunté si tendrían amigos y lo que éstos harían cuando les tocaba presenciar sus mutuas recriminaciones. Si las discusiones entre Max y Lotty llegasen a ser así de fuertes, a mí me resultarían intolerables.
Aquella observación gratuita de la señora Sommers acerca del malvado y viejo judío para el que trabajaba también me había molestado mucho. No me gustan las observaciones insidiosas de ningún tipo, pero aquélla me crispó de un modo especial, tras haber asistido a los diez asaltos entre Max y Lotty sobre si él debía intervenir en la conferencia que se había celebrado aquel mismo día. ¿Qué habría dicho Margaret Sommers si hubiera escuchado a Max detallar su vida cuando los nazis llegaron al poder y tuvo que dejar su colegio y ver a su padre obligado a arrodillarse desnudo en medio de la calle? ¿Tendría razón Lotty? Lo que dijera Max en la mesa redonda ¿no sería más que una confesión degradante que no conducía a ninguna parte? ¿Serviría para enseñar a las Margaret Sommers de todo el mundo a reprimir sus insensatos prejuicios?
Yo había crecido a unas pocas manzanas al sur de aquel lugar, entre unas gentes que habrían usado epítetos peores que los de Margaret Sommers si hubiese sido ella la que se hubiera convertido en su vecina. Si lo que hacía era repetir, como si estuviese sobre un escenario, los comentarios racistas que seguramente había estado escuchando durante toda su vida, dudo que mis antiguos vecinos tampoco hubiesen cambiado mucho de forma de pensar.
Me quedé un rato en la acera intentando estirar los músculos del cuello antes de empezar el largo trayecto de regreso al otro extremo de la ciudad. Noté que las cortinas de la ventana de los Sommers que daba a la calle se movían. Entré en mi coche. En septiembre empezaba a anochecer más temprano; cuando giré para meterme en la Ruta 41, apenas había un destello de luz sobre el horizonte.
¿Por qué seguían juntas las personas si eran desdichadas? Mis propios padres no habían sido un ejemplo de novela rosa, pero, al menos, mi madre siempre luchó por mantener la armonía en nuestro hogar. Se había casado con mi padre por gratitud y por miedo, siendo como era una inmigrante sola que tenía que ir por las calles de la ciudad sin saber hablar inglés. El era un poli que estaba haciendo su ronda cuando la rescató de un bar de Milwaukee Avenue donde ella pensaba que podría utilizar sus estudios de ópera para conseguir trabajo como cantante. El se enamoró de ella y, por lo que yo sé, nunca dejó de estar enamorado. Ella le tenía afecto, pero me parece que su verdadera pasión la reservaba para mí. Aunque, yo no tenía ni dieciséis años cuando ella murió y ¿qué sabe uno de sus padres a esa edad?
Pero, volviendo a mi cliente, ¿qué sabíamos sobre su tío? Isaiah Sommers estaba seguro de que, si su tío hubiese cobrado el seguro de vida, se lo habría contado a su tía, pero muchas veces la gente necesita dinero debido a un asunto tan embarazoso que no puede confiárselo a sus familias.
Sin darme cuenta, sumida en aquellas melancólicas reflexiones, había llegado más allá de los límites de mi infancia, hasta donde la Ruta 41 se convierte en una reluciente autovía de ocho carriles que bordea el lago. Los últimos colores se habían desvanecido en el cielo, convirtiendo el agua en una mancha de tinta negra.
Al menos tenía un amante a quien recurrir, aunque sólo durante unos pocos días más. Morrell, con el que llevaba saliendo un año, se iba el martes siguiente a Afganistán. Era un periodista que a menudo se encargaba de cubrir asuntos sobre derechos humanos y llevaba tiempo deseando ver de cerca a los talibanes, desde que lograron consolidarse en el poder hacía ya unos siete años.
La sola idea de descansar entre sus reconfortantes brazos me hizo acelerar por aquella larga franja negra que era South Lake Shore Drive, dejando atrás las brillantes luces del Loop hasta llegar a Evanston.