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Capítulo 41

Festejo familiar

Mientras me dirigía hacia el norte en el coche, puse la radio para oír las noticias locales. La policía estaba deseando hablar con la mujer que había llamado a una ambulancia desde la casa del hombre que había sido víctima de un disparo en Lincoln Park.

La mujer dijo a los enfermeros que era una amiga de la familia pero no les dio su nombre. Cuando la policía llegó a la escena del crimen, ya había abandonado el lugar, después de quitarse el mono de trabajo azul que llevaba. Es posible que pertenezca a una empresa de limpieza y que haya sorprendido a unos ladrones en pleno robo, ya que no se ha detectado la falta de objetos de valor. La policía no ha dado a conocer el nombre de la víctima, que se encuentra en estado crítico después de la intervención quirúrgica para extraerle una bala del corazón.

¡Ding! ¿Por qué no se me habría ocurrido decir que era empleada de un servicio de limpieza? Mi mono azul hubiese sido una coartada perfecta. Con un poco de suerte, los enfermeros pensarían que yo era un inmigrante ilegal que me había dado a la fuga para no tener que enseñarle mi documentación a la policía. Con un poco de suerte, no habría dejado huellas dactilares en ninguna parte. Con un poco de suerte, la persona que le había disparado a Paul no estaría cerca de la casa cuando entré.

Para mi sorpresa, cuando llegué a casa de Max, no sólo estaba allí Michael Loewenthal, sino también Cari Tisov y… Lotty. Todavía podía apreciarse el cansancio en las profundas arrugas de su frente y alrededor de las comisuras de sus labios, aunque parecía que Cari y ella se estaban riendo juntos.

Agnes me saludó eufórica.

– Sé que no debería alegrarme tanto de que alguien se encuentre en el hospital, pero estoy contentísima. Es como si me hubieran dado los regalos de Navidad y de cumpleaños, todos juntos en un precioso paquete. Y Michael está aquí para celebrarlo con nosotros.

Cari me hizo una reverencia con exagerado ademán y me entregó una copa de champán. Todos estaban bebiendo, salvo Lotty, que rara vez toma alcohol.

– ¿Has venido con Michael? -le pregunté a Cari.

Asintió con la cabeza.

– Después de todo, Max es mi más viejo amigo sobre la Tierra. Cualquier cosa que pase…, bueno, una niña es más importante que un concierto más o menos. Y hasta Lotty ha pensado lo mismo, qué más da una operación más o una menos… Y resulta que llegamos y nos enteramos de que ya podíamos quedarnos tranquilos, de que esa amenaza delirante ya no volverá a acecharnos, al menos mientras la pequeña esté aquí.

Antes de que pudiese contestar, Calia entró como una tromba en la sala, gritando:

– ¡Dame mi Ninshuburl!

Agnes la detuvo de inmediato y le ordenó que se comportara con educación.

Saqué el perro de mi maletín.

– Hoy tu cachorrito ha vivido una gran aventura. Le salvó la vida a un hombre y tuvo que darse un baño, por eso todavía está un poco húmedo.

Me arrancó el perro de las manos.

– Ya lo sé, ya lo sé. Se tiró al río y salvó a la princesa. Está mojado porque «Ninshubur, el perro fiel, fue saltando de roca en roca, haciendo caso omiso del peligro». Pero ¿ese hombre malvado le ha quitado el collar? ¿Dónde están sus placas como las de Mitch? ¿Ahora Mitch no lo va a conocer?

– Le quité el collar para bañarlo. Mañana te lo traigo.

– Eres mala, tía Vicory. Le has robado el collar a Ninshubur -dijo mientras embestía contra una de mis piernas.

– La tía Vicory es buena -la reconvino Agnes-. Ha tenido que hacer grandes esfuerzos para recuperar a tu perrito. Quiero oír cómo le das las gracias.

Calia no le hizo caso y se puso a correr por toda la habitación como un abejorro enloquecido, dándose contra los muebles, contra Michael, contra mí y contra Tim, que había aparecido con una bandeja de sandwiches. Se encontraba tan excitada por la súbita aparición de su padre, al que no esperaba ver en mucho tiempo, y por los acontecimientos de la jornada, que estaba pasada de revoluciones. De todos modos, no necesitaba que le explicara por qué su perro estaba mojado y manchado. Aquello coincidía perfectamente con su historia del perro fiel.

Michael y Agnes toleraron sus travesuras durante unos minutos y después se la llevaron escaleras arriba, a la habitación de los niños. Cuando se hubieron marchado, Max me pidió que le hiciera un relato detallado del ataque que había sufrido Paul. Le conté todo, incluida la espantosa exposición de fotografías suyas y de su familia que había encontrado en el armario de Paul.

– ¿Así que no sabes quién pudo haberle disparado? -me preguntó Max, cuando acabé el relato.

Negué con la cabeza.

– Ni siquiera sé si era alguien que andaba tras los cuadernos que encontré en ese horrible armario. Es posible que, como le iba contando a todo el mundo que tenía unos papeles que demostraban la pertenencia de su padre a los Einsatzgruppen, provocara que algún grupo de auténticos conspiradores nazis fuera tras él. No sabían que estaba loco y creyeron que iba a denunciarlos y le dispararon. Use Bullfin, la malvada seductora, lo tentó para que le abriese la puerta principal.

– ¿Quién? -preguntó Max bruscamente.

– ¿Eso no te lo he contado? Le pregunté quién le había disparado y dijo que había sido una mujer llamada Use. El apellido no lo entendí bien. Era algo parecido a Bullfin.

– ¿Podría ser Wólfin? -me preguntó Max, diciendo el apellido rápidamente y en voz baja.

Hice un esfuerzo para ver si lo que él había dicho se parecía a lo que había dicho Paul.

– ¿Dices Vull en lugar de Bull? Bueno, sí, supongo que podría ser, los dos sonidos se parecen mucho. ¿Es alemana? ¿La conoces?

– Use Wólfin, Use Koch, conocida como la Loba. La guardiana más monstruosa de los campos de concentración. Si ese pobre diablo cree que fue ella quien le disparó…, uf. Me gustaría que todo eso lo viera un psicólogo: esa especie de santuario, su obsesión con el Holocausto. No creo que quiera hablar con nadie más, aparte de esa tal Rhea Wiell, pero pienso que no está nada claro que haya sido una mujer quien lo disparó. No sé mucho sobre delirios, puede que confunda a un agresor con un guardia de las SS, pero ¿sería incapaz de diferenciar entre un hombre y una mujer? ¿Tú qué piensas, Lotty?

Lotty negó con la cabeza. Las arrugas de su cara parecieron acentuarse por el cansancio.

– Esa clase de patología está fuera de mis conocimientos. Sólo sabemos que durante una semana ha estado viviendo en el delirio de que erais parientes pero, después de todo, creía que eras su hermano y no su madre.

Max se revolvió en su asiento, incómodo.

– ¿A qué hospital has dicho que lo llevaron? ¿Al Misericordioso Amor? Podría enviar a alguien… Está tan ansioso de que le escuchen que posiblemente acepte hablar con otro médico.

– Pero ese médico no podrá contarte nada de lo que ese tal Paul le haya confiado -protestó Lotty-. Tú no tienes ningún derecho a obligar a nadie a que te revele las confidencias de un paciente.

A Max se le puso una ridícula expresión de culpa. Estaba claro que se le había ocurrido enviar a algún amigo del Beth Israel a que le hiciera el favor de saltarse las normas de confidencialidad.

– Pero ¿qué hay en esos cuadernos para que los guardara con tanto secreto? -preguntó Cari-. ¿Has visto en ellos algo que explique por qué lo han disparado?

Saqué el archivador de acordeón de mi maletín. Me había olvidado de mencionar la foto de la mujer que también había traído. La puse delante de ellos tres sobre la mesita baja.

– Ésta es su salvadora en Inglaterra, tal como ha escrito ahí y como podéis ver -dije-. Se me ocurrió que tal vez, bueno… ¿La conocéis?

Cari se quedó mirando aquel rostro moreno, de expresión inteligente, y frunció el ceño.

– Londres -dijo con mucha lentitud-. No recuerdo quién es, pero sí que me recuerda a alguien de hace muchísimo tiempo, tal vez de los años de la guerra o de los inmediatamente posteriores.

– ¿Tenía esto en la pared, en medio de esa especie de santuario que le había erigido a la psicóloga que tanto adora? -preguntó Lotty con un tono chillón y raro en la voz.

– ¿Sabes quién es? -le pregunté.

Lotty tenía un aspecto fatal.

– Sé quién es. Incluso puedo mostrarte el libro de dónde sacó esa foto, si es que Max lo tiene en su biblioteca. Pero ¿por qué…?

Se calló abruptamente y salió disparada de la habitación. La oímos subir las escaleras corriendo, con su paso rápido de siempre, como el de una jovencita.

Max miró la foto.

– No la reconozco. Ésta no es la doctora de Londres a quien Lotty adoraba cuando era niña, ¿verdad?

Cari negó con la cabeza.

– Claire Tallmadge era muy rubia, la típica belleza inglesa de cutis de porcelana. Siempre pensé que ésa era, en parte, la razón por la que Lotty tenía locura por ella. Me ponía furioso que Lotty permitiese que aquella familia la llamase «macaco». Victoria, enséñanos esos cuadernos que trajiste.

Les pasé el archivador de acordeón. Max y Cari retrocedieron al ver el rostro desfigurado que había en la tapa.

– ¿Quién es ése? -preguntó Cari.

– El padre de Paul -dije-. Paul tiene montones de fotos suyas en el cuarto secreto, todas pintarrajeadas como ésta. Las manchas de sangre no, ésas las agregué yo al llevármela.

Lotty volvió con un libro, que traía abierto en una página con fotografías.

– Anna Freud.

Todos miramos la foto de Paul y, después, la otra idéntica que aparecía en el libro. Nos quedamos atónitos, hasta que Cari rompió el silencio:

– ¡Claro! Tú me llevaste a una conferencia que ella dio, pero tenía otro aspecto. Ésta es una foto más personal.

– Era una refugiada de Viena, como nosotros -nos explicó Lotty-. Yo sentía una gran admiración por ella. Incluso trabajé como voluntaria en la guardería que dirigió en Hampstead durante la guerra, ya sabéis, lavando platos o haciendo ese tipo de cosas que puede hacer una adolescente sin experiencia. Minna siempre estaba regañándome por ir allí, bueno, pero eso no importa. Durante un tiempo pensé en seguir los pasos de Anna Freud y estudiar yo también psicoanálisis pero, bueno, eso tampoco importa. ¿Por qué dirá ese hombre que es su salvadora? ¿Creerá que estuvo en la guardería de Hampstead?

Los demás no pudimos más que negar con la cabeza, desconcertados.

– ¿Y qué os parece esto? -les entregué los cuadernos de contabilidad.

– Ulrich -dejó escapar Max mientras miraba las gastadas letras doradas impresas en la tapa-. Qué estúpido he sido al olvidarme de que Ulrich es más común como nombre que como apellido. No me extraña que no pudieses encontrarlo. ¿Y estas libretas qué son?

– Creo que es algo relacionado con los seguros -dije-, pero podéis ver que Paul les ha puesto la etiqueta de Einsatzgruppenführer Ulrich Hoffman. Puesto que estaban bajo llave en el cuarto secreto, supongo que éstos son los documentos que le convencieron de que su verdadero apellido era Radbuka, aunque en realidad no sé por qué. Se los he mostrado a una joven historiadora que ha estado trabajando en los archivos de Ajax y me dijo que parecían los cuadernos de contabilidad de alguna organización judía. ¿Es posible?

Max alcanzó el segundo cuaderno y lo estudió, entrecerrando los ojos.

– Hace mucho que no leo este tipo de caligrafía gótica tan anticuada. Me parece que son direcciones. Podría ser una especie de asociación asistencial judía, supongo, una lista de nombres y de direcciones… Tal vez todos ellos compraron un seguro en grupo. Pero, los otros números no los entiendo. A menos que tu amiga historiadora tenga razón: quizás S. Radbuka aportó sesenta y cinco personas y K. Omschutz, cincuenta y cuatro -negó con la cabeza, insatisfecho con su explicación y volvió a hojear las libretas-. Schrei. ¿En qué ciudad hay una calle…? Ah, Johann Nestroy. El escritor de cuentos de hadas austríaco. ¿Esto es Viena, Lotty? No recuerdo que hubiese una calle Nestroy, ni tampoco Schreigassen.

Lotty estaba blanca como la cera. Quitó la libreta de manos de Max con un movimiento mecánico, como si fuera una marioneta. Miró la página que él le estaba señalando y movió el dedo muy lentamente por los renglones, mientras leía los nombres en voz baja.

– ¿Viena? Sí, podría ser Viena. Leopoldsgasse, Untere Augarten Strasse. ¿No te acuerdas de estas calles? ¿Adonde llevaron a tu familia después del Anschluss? -su voz era como un graznido áspero.

– Seguimos viviendo en Bauernmarkt -dijo Max-. No nos trasladaron, aunque trajeron a otras tres familias, todas desconocidas, y las metieron con nosotros en nuestro piso. No puedo decir que haya querido mantener todos esos nombres de calles en mi memoria durante todos estos años. Me sorprende que tú los recuerdes.

En su voz había una doble intención. Lotty lo miró con severidad. Intervine apresuradamente, antes de que empezasen a discutir.

– Éste parece el mismo tipo de papel y la misma caligrafía que tenía el pedazo de hoja que encontré en el maletín del agente de seguros que mataron en el South Side y por eso he supuesto que están relacionados con los seguros. En esa agencia hubo un agente hace mucho tiempo que se llamaba Rick Hoffman y sospecho que pueda ser el padre, adoptivo o lo que sea, de Paul. ¿Rick podría ser un diminutivo de Ulrich?

– Podría -dijo Max, sonriendo con ironía-. Si quería encajar en Estados Unidos tenía escoger un nombre que resultase fácil de pronunciar, en lugar de algo difícil como Ulrich.

– Si era vendedor de seguros, tenía incluso más razones para intentar encajar lo mejor posible.

– Ah, sí, yo estoy convencido de que éste es un registro de seguros -Cari estaba mirando una de las páginas llena de nombres y fechas que tenían una marca al lado, igual que el fragmento que yo había hallado en la oficina de Fepple-. ¿Tu familia no contrató un seguro de este tipo, Loewenthal? Recuerdo que el agente llegaba al gueto todos los viernes en su bicicleta, mi padre y los demás hombres le pagaban sus veinte o treinta coronas y el agente hacía una marca en su libro para registrar el pago. ¿No te acuerdas de eso? Ah, bueno, es que tú y Lotty venís de la alta burguesía. Los pagos semanales eran para la gente de bajos ingresos. Ese sistema a mi padre le parecía humillante. Eso de no poder permitirse ir a una oficina y pagar su dinero en un mostrador, como cualquier hombre importante. Así que solía mandarme a mí con las monedas bien envueltas en un cucurucho de papel de periódico. Empezó a pasar las páginas llenas de aquella escritura minúscula y rebuscada.

– Mi padre contrató su póliza a través de una compañía italiana. En 1959 se me ocurrió cobrar el seguro de vida. No porque fuese mucho dinero, pero ¿por qué se lo iba a quedar la compañía? Tuve muchísimos follones. Pero los de la compañía no daban su brazo a torcer: sin certificado de defunción y sin el número de póliza no había nada que hacer -torció la boca con un gesto de resentimiento-. Contraté a una persona, entonces podía hacerlo, que revisó todos los archivos de la compañía hasta encontrar el número de la póliza, pero ni siquiera así me pagaron. Porque me fue imposible presentarles un certificado de defunción. Son unos ladrones de mucho cuidado, metidos en sus rascacielos de cristal con sus pajaritas y sus fracs. Yo insistí en que el conjunto Cellini tuviera una política inflexible que impidiese aceptar ningún patrocinio de las compañías aseguradoras. La gerencia está furiosa con esa decisión, pero yo pienso que el dinero que invierten las aseguradoras para figurar en los carteles y programas de un concierto bien pudieran ser las monedas de mi padre envueltas en un cucurucho de papel de periódico. Pues en mi cartel y en mi programa no van a figurar.

Max asintió con la cabeza en señal de apoyo.

– Supongo que no hay dinero que no esté manchado con la sangre de alguien -murmuró Lotty.

– O sea, ¿que crees que esos números responden a ventas de pólizas de seguros? -pregunté después de hacer una pausa respetuosa-. ¿Y las cruces? ¿Eso significa que la persona ha muerto? Tal vez hizo una marca junto a aquellas muertes que pudo confirmar -mi teléfono móvil empezó a sonar dentro de mi bolso, que estaba en el suelo. Era Rhonda Fepple, que hablaba con esa voz adormilada y carente de fuerza de quien acaba de perder a un ser querido. Quería saber si habían detenido a alguien, porque la policía no le decía nada.

Me fui con el teléfono a la cocina y le conté cómo iba la investigación, si es que podía llamarse así, antes de preguntarle si Rick Hoffman había sido alemán.

– ¿Alemán? -repitió, como si yo le hubiese preguntado si venía de Marte-. No me acuerdo. Ahora que lo dice, creo que era extranjero. Me acuerdo que el señor Fepple tuvo que firmarle unos formularios a modo de aval cuando el señor Hoffman estaba tramitando la ciudadanía.

– ¿Y el hijo se llamaba Paul?

– ¿Paul? Creo que sí. Puede ser, Paul Hoffman. Sí, eso es. ¿Por qué? ¿Fue Paul el que se presentó en la oficina y mató a mi hijo? ¿Estaba celoso porque Howie había heredado la agencia?

¿Paul HoffmanRadbuka podría ser un asesino? Era una persona tan inestable, pero ¿un asesino? Bueno, podía haber creído que Howard Fepple formaba parte de una conspiración de los Einsatzgruppen. Si se enteró de que Fepple tenía uno de los antiguos cuadernos de contabilidad de Ulrich podía haberse vuelto lo suficientemente loco como para pensar que debía acabar con Fepple. Parecía absurdo, pero todo lo relacionado con Paul RadbukaHoffman desafiaba la lógica.

– Si su hijo hubiese visto a Paul Hoffman recientemente, ¿se lo habría mencionado?

– Puede que no, si tenía en mente algún plan secreto… -dijo con desgana-. Le gustaba tener secretos, le hacían sentirse importante.

Aquello parecía un epitafio demasiado triste. Más por mí, por quedarme tranquila, que por ella, le pregunté si tenía alguien con quien hablar, alguien que le ayudase en aquellos momentos, una hermana o, tal vez, un pastor de la iglesia.

– Todo me parece tan irreal desde que murió Howie que nada me afecta. Incluso ni siquiera me ha importado que entraran en mi casa y me robasen.

– ¿Y cuándo fue eso? -pregunté. A pesar de que el tono de su voz era tan apático que bien podía estar leyendo la lista de la compra del supermercado, aquella información me había sobresaltado.

– Creo que fue al otro día de…, de que lo encontraran. Sí, porque ayer no fue. ¿Qué día sería entonces?

– El martes. ¿Se llevaron algo?

– Aquí no hay nada que robar, en realidad, pero se llevaron el ordenador de mi hijo. Supongo que las pandillas del centro vienen hasta aquí a robar cosas para venderlas y comprar droga. La policía no ha hecho nada. Tampoco me importa mucho, la verdad. Ahora nada me importa. Yo tampoco iba a usar el ordenador, eso seguro…