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Capítulo 39

Paul Radbuka y la cámara de los secretos

Radbuka volvió a perder el conocimiento tan pronto como oyó aquellas palabras tranquilizadoras. Los enfermeros me dijeron que me quedase en la casa hasta que llegara la policía, porque querrían hacerme algunas preguntas. Les sonreí, les dije que sí, que por supuesto, y eché doble vuelta a la llave en cuanto salieron por la puerta principal. La poli podía llegar en cualquier momento y yo me quedaría atrapada. Pero, por si el cielo me concedía unos minutos, regresé corriendo a la habitación hexagonal.

Me volví a poner los guantes y después me quedé mirando con un sentimiento de impotencia el revoltijo que había sobre el suelo y los cajones con papeles a medio sacar de sus carpetas. ¿Qué iba a poder encontrar en dos minutos?

Noté que sobre el escritorio había otro mapa de Europa más pequeño, con una ruta dibujada con un rotulador negro grueso. Partía de Praga, donde Paul había escrito Terezin con mano temblorosa, pasaba luego por Auschwitz y seguía, a continuación, hasta la costa sudeste de Inglaterra, para acabar finalmente en forma de flecha señalando hacia América. Berlín, Viena y Lodz estaban marcadas con un círculo y tenían un signo de interrogación al lado. Supuse que había marcado sus posibles lugares de nacimiento y que había reconstruido la ruta efectuada a través de la Europa en guerra hasta Inglaterra y los Estados Unidos. ¿Y qué, y qué?

Vamos, no pierdas tiempo, chica, me dije. Miré la llave que había caído al retirar el edredón para que los enfermeros lo pudiesen mover. Era una llave antigua con dientes cuadrados que podía encajar en cualquier tipo de cerradura antigua. No en la de un archivador, sino en la de alguna habitación, un armario o algo en el sótano. ¿Y si fuera del tercer piso, en el que no había mirado? No iba a tener tiempo.

Aquella habitación era su santuario. ¿Habría algo allí que quien había entrado no hubiese encontrado? No era la llave del escritorio, para eso era demasiado grande. No había ningún armario a la vista, pero esas viejas casas siempre tenían armarios en los dormitorios. Retiré los cortinajes y aparecieron ante mi vista unas grandes ventanas en las tres paredes que formaban una especie de torreón. Las cortinas no sólo cubrían el espacio de las ventanas, sino también toda una pared de la habitación. Fui por detrás de ellas y di con la puerta de un vestidor. La llave entró perfectamente.

Cuando tiré del cable para encender la luz del techo, apenas pude dar crédito a lo que estaba viendo. Era un espacio profundo y estrecho con una altura de unos tres metros, tan alto como el mismo dormitorio. La pared de la izquierda estaba por completo cubierta de fotografías, algunas de ellas enmarcadas y otras pegadas con cinta adhesiva, que llegaban más arriba de mi cabeza.

Muchas eran del mismo hombre de la fotografía del salón, el que yo había supuesto que sería Ulrich y estaban terriblemente pintarrajeadas. Esvásticas rojas y negras le cubrían los ojos y la boca. Sobre algunas Paul había escrito frases como No puedes ver nada porque te he tapado los ojos, ¿qué te parece cuando te lo hacen a ti? Llora todo lo que quieras, Schwul, que no vas a salir de ahí. ¿Qué tal te sienta estar encerrado ahí solo? ¿Quieres comer? Pídemelo de rodillas.

Eran palabras llenas de veneno, pero expresadas de forma muy pueril; frases de un niño que se siente impotente frente al omnímodo poder de un adulto. En la entrevista que Paul había concedido a la cadena Global TV había dicho que su padre solía pegarle y encerrarlo. ¿Serían aquellas frases escritas sobre las fotografías las que su padre le decía cuando lo encerraba? Daba igual quién fuese Paul, hijo de Ulrich o sobreviviente de Terezin, si le habían tenido allí encerrado escuchando palabras que le martirizaban, no era nada extraño que fuese tan inestable emocionalmente.

No estaba claro si aquel espacio servía para castigar a Ulrich o para que Paul lo utilizara como refugio pues, intercaladas entre las fotografías de Ulrich pintarrajeado, había fotos de Rhea. Algunas estaban sacadas de revistas y periódicos, pero parecía como si las hubiese llevado a que le hiciesen copias, pues había varias fotografías en papel satinado, colocadas en marcos, que eran iguales a las de los recortes. Alrededor estaban las cosas que se había llevado de la consulta de Rhea: el pañuelo de cuello, un guante e, incluso, unas toallitas de papel con olor a lavanda. La taza que se había traído de la sala de espera estaba allí, con una rosa marchita.

También había colgado diversos objetos relacionados con Max. Se me encogió el estómago al ver la cantidad de información que había reunido sobre la familia Loewenthal en una sola semana. Había varias fotografías del Cellini Ensemble, en las que había hecho un círculo alrededor de la cara de Michael. Había programas de los conciertos que habían interpretado en Chicago, fotocopias de artículos de prensa sobre el hospital Beth Israel, con las palabras pronunciadas por Max subrayadas en rojo. Pensé que, tal vez, Paul se estaba dirigiendo hacia allí para colgar también a Ninshubur, cuando el asaltante le disparó.

La simple idea de que existiera un sitio como aquél me parecía tan horrible que tenía ganas de salir corriendo. Sentí un escalofrío, pero me forcé a seguir mirando.

Entre las fotografías de Rhea había una, en un marco de plata, de una mujer que no sabía quién podía ser. Era de mediana edad e iba vestida con tonos sombríos. Tenía unos ojos grandes y oscuros, unas cejas pobladas y una sonrisa como de resignación nostálgica en la boca. Un cartelito pegado al marco decía Mi salvadora en Inglaterra, aunque no pudo salvarme lo suficiente.

Frente a la pared en la que estaban las fotografías había una camita plegable, estantes con comida enlatada, un bidón de agua de cuarenta litros y varias linternas. Y bajo el catre había un archivador de acordeón atado con una cintita negra. Pegada en la tapa tenía una fotografía de Ulrich, toda pintarrajeada y en la que había garabateado una afirmación triunfal: Te he descubierto, Einsatzgruppenführer Hoffman.

Débilmente, desde fuera de aquel espacio, me llegó el insistente sonido del timbre. Me espabiló y me sacó de entre los terroríficos símbolos de la obsesión de Paul. Arranqué la fotografía de su salvadora inglesa de la pared, la metí en la carpeta de acordeón y me la metí por dentro de la blusa al lado del perrito ensangrentado. Bajé las escaleras de dos en dos, salí por el pasillo a la carrera y pegué un salto desde la puerta de la cocina.

Caí sobre los hierbajos sin cortar y me quedé tumbada, agradeciendo a mi mono ensangrentado su protección. La carpeta me apretaba los pechos de un modo muy molesto. Avancé lentamente, gateando por un lateral, y vi la parte trasera de un coche de la policía, pero no había nadie vigilando los lados de la casa: esperaban encontrar a la amable amiga de la familia dentro. Tumbada en el suelo, me puse a buscar el arbusto al que había tirado las ganzúas. Cuando las recuperé, me fui arrastrando a hurtadillas hasta la valla que había en la parte posterior, donde me quité el mono manchado de sangre y el pañuelo y me metí las ganzúas en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Encontré los tablones entre los que había desaparecido el gato, los levanté un poco y me largué de allí.

Al bajar por Lake View Street hacia mi coche, me sumé al gentío de papanatas que miraba cómo se abrían paso los polis para entrar en casa de Radbuka. Me dije a mí misma que yo podría haberles enseñado cómo hacerlo de un modo menos chapucero. Y, también, que debían haber dejado a alguien vigilando los laterales de la casa, por si alguna persona intentaba escaparse por detrás. Desde luego, aquéllos no eran los mejores elementos de la fuerza pública de Chicago.

Sentí una especie de humedad en el pecho. Al bajar la mirada vi que Ninshubur había empapado el trozo de sábana y me había manchado la blusa. Me había deshecho del mono ensangrentado para evitar llamar la atención, y ahora parecía la protagonista de una operación quirúrgica a corazón abierto. Me alejé de allí cruzando los brazos sobre el pecho húmedo y notando cómo Ninshubur pringaba de sangre el archivador.

Doblada como si tuviese un terrible dolor de estómago, recorrí a toda prisa las tres manzanas que quedaban hasta llegar a mi coche. Me quité los zapatos. Estaban cubiertos de sangre y no quería manchar el coche. La verdad es que eran los mismos que llevaba cuando pisé los restos de Howard Fepple el lunes anterior, los de suela de goma de crepé. Quizás hubiera llegado el momento de despedirme de ellos. Saqué una bolsa de papel marrón de un cubo de la basura que había cerca y los metí. No llevaba otro par en el maletero pero podía ir a casa a cambiarme. En el maletero, en cambio, encontré una toalla vieja y una camiseta más bien apestosa que había dejado allí después de un partido de softball el verano anterior. Me puse la camiseta por encima de la blusa. Ya dentro del coche, me saqué al perro fiel, lo envolví en la toalla y lo coloqué en el asiento de al lado. Sus ojos de vidrio marrón me miraban torvos.

– Sigues siendo un héroe, pero un héroe que necesita urgentemente un baño. Y yo necesito llamar a Tim para contarle lo de Radbuka.

Sólo hacía dos días que Morrell se había ido y yo ya estaba hablando con animales de peluche. Aquello no era una buena señal. De vuelta en la avenida Racine subí las escaleras corriendo en calcetines y con Ninshubur fuertemente agarrado en una mano.

– Para ti, amigo mío, agua oxigenada -le dije mientras buscaba la botella bajo la pila y le echaba una generosa cantidad por la cabeza. Le enjaboné alrededor de los ojos, agarré un cepillo, le froté cabeza y pecho, y le pregunté bajito:

– ¿Podrán estas patitas volver a estar suaves?

Le dejé a remojo en un balde de agua fría mientras me iba al cuarto de baño a abrir los grifos de la bañera. Como Ninshubur, el perro fiel, yo también estaba cubierta de sangre. Decidí que llevaría la blusa -una que adoraba, de algodón muy suave y de color dorado oscuro, que es mi favorito- al tinte, pero el sujetador -el de color rosa y gris plateado que le gustaba tanto a Morrell- lo metí en una bolsa de plástico para tirarlo a la basura. Ni siquiera podía soportar la idea de que la sangre de Paul me tocara los pechos, aunque se pudiesen quitar aquellas manchas marrones del encaje.

Mientras se llenaba la bañera llamé a Tim Streeter, que estaba en casa de Max, para decirle que ya tenía al perro fiel y que, definitivamente, Paul ya no podría molestar a Calia y a Agnes en los días que quedaban hasta el sábado, en que tomarían el avión.

– Tengo al perrito en remojo en un cubo con agua oxigenada. Lo meteré en la secadora hasta que vaya a salir de casa y espero que tenga un aspecto bastante presentable para que Calia no se ponga a alucinar cuando se lo devuelva.

Tim resopló con alivio.

– Pero ¿quién le ha disparado a Radbuka?

– Una mujer. Paul ha dicho que se llama Use. El apellido no lo he entendido bien, pero me sonó a algo así como Bullfin. No sé, estoy totalmente despistada. Por cierto, la policía no sabe que estuve allí y me gustaría que continuara sin percatarse.

– Yo nunca te he oído decir que supieras dónde vivía ese tipo -dijo Tim-. Se le cayó el perrito en la calle cuando iba pedaleando en la bici, ¿no?

Me reí.

– Algo así. Bueno, me voy a dar un buen baño. Iré dentro de un par de horas. Quiero enseñarle a Max una foto y alguna otra cosa. ¿Qué tal la niña?

Se había quedado dormida viendo Arthur en la televisión y Agnes, que había cancelado la cita con los de la galería, estaba acurrucada en el sofá, al lado de su hija. Tim estaba junto a la puerta del cuarto de jugar, desde donde podía verlas.

– Y Michael está viniendo para Chicago porque Agnes le llamó después del último incidente y quiere estar con ellas hasta que se vayan a Inglaterra el sábado. En estos momentos está volando. Creo que aterriza en O'Hare dentro de una hora, más o menos.

– Aun así, creo que deberías quedarte ahí, aunque lo más probable es que no exista ya ningún riesgo para Calia -le dije-. Pero por si ese fanático de primera que es Posner decide tomar el relevo de su discípulo caído en combate.

Coincidió conmigo, pero añadió que cuidar niños era un trabajo más duro que hacer mudanzas.

– Prefiero cargar un piano hasta un tercer piso. Por lo menos, cuando lo colocas, sabes dónde está y has terminado tu jornada laboral.

Transferí mi línea telefónica al servicio de contestador mientras me enjabonaba una y otra vez obsesivamente. Me froté el pecho con la esponja como si la sangre se me hubiese filtrado por los poros. Me di champú en el pelo varias veces hasta sentirme lo suficientemente limpia como para salir de la bañera.

Envuelta en un albornoz, volví al salón. Al llegar a mi apartamento, como iba a toda prisa, había dejado el archivador sobre la banqueta del piano. Durante un buen rato me quedé mirando el rostro pintarrajeado de Ulrich, que había adquirido un aspecto aún más repugnante por la sangre que había impregnado el papel.

Llevaba queriendo ver aquellos papeles desde el domingo anterior, cuando Paul se había presentado en casa de Max y, ahora que los tenía al alcance de la mano, casi no me atrevía a leerlos. Eran como el regalo sorpresa de mi cumpleaños cuando era niña: a veces algo maravilloso, como el año en que me regalaron los patines; a veces una desilusión, como el año en que me moría de ganas de tener una bicicleta y me regalaron un vestido para ir a los conciertos. Pensé que no podría soportar abrir el archivador y encontrarme con, bueno, otro vestido.

Al final acabé desatando la cinta negra. Dos libros encuadernados en piel cayeron al suelo. En las tapas de ambos, grabado en unas letras doradas algo deslucidas, ponía Ulrich Hoffman. Ésa era la razón por la que Rhea había puesto aquella sonrisa: Ulrich era su nombre de pila. Podía haber llamado a todos y cada uno de los que se apellidaban Ulrich en Chicago y jamás habría dado con el padre de Paul.

Uno de los libros tenía un marcapáginas de cinta negra. Dejé el otro a un lado y abrí aquél por la marca. Tanto el papel como la letra se parecían mucho al trozo que había encontrado en la oficina de Fepple. «De una persona muy sibarita -me había dicho la experta de los Laboratorios Cheviot-, de las que usan un papel caro para sus asuntos contables». ¿Sería un matón de andar por casa, que sólo reinaba sobre el diminuto imperio de su hijo? ¿O un miembro oculto de las SS?

En la página que estaba marcada había una lista de unos veinte o treinta nombres. A pesar de la dificultad para entender la letra, uno de los nombres, a mitad de página, me llamó la atención:

Al lado, apretando tan fuerte que había traspasado el papel, Paul había escrito en rojo Sofie Radbuka, mi madre, que lloró por mí, que murió por mí y que reza por mí en el cielo.

Se me puso la piel de gallina. Casi no me atrevía a mirar aquella página. Tenía que enfrentarme a ella como si fuera un enigma, una adivinanza, como cuando, estando en la oficina del defensor de oficio, tuve que defender a un hombre que había desollado a su propia hija. El día del juicio, Dios santo, conseguí salir adelante gracias a que fui capaz de disociar mis sentimientos de mi razonamiento.

¿Significaba aquello que habían muerto en 1943 o en 1941? Con 72 o con 45, ¿qué?

Todas las anotaciones tenían el mismo formato: un año, un signo de interrogación y un número. La única diferencia era que algunas tenían una cruz seguida de un signo de «visto» y otras solamente una cruz.

Abrí el segundo libro. Contenía una información similar a la del fragmento que había encontrado en la oficina de Fepple, columnas con fechas, escritas al estilo europeo, la mayor parte con el signo de «visto», y algunas con un espacio en blanco. ¿Qué hacía Howard Fepple con un trozo del viejo y costoso papel suizo de Ulrich Hoffman?

Me dejé caer sentada en la banqueta del piano. Ulrich Hoffman. Rick Hoffman. ¿Era aquel Hoffman el padre de Paul Radbuka? ¿Aquel Hoffman, antiguo agente de la Agencia Midway con su Mercedes y con los libros que siempre llevaba consigo para anotar quién le pagaba? ¿El Hoffman cuyo hijo había recibido una enseñanza carísima pero que nunca había llegado a nada? Pero ¿es que también había vendido seguros en Alemania? El dueño de aquellos libros era un inmigrante.

Busqué dentro del maletín el número de teléfono de Rhonda Fepple. Sonó seis veces antes de que saltara el contestador automático con la inquietante voz de Howard diciendo que dejara un mensaje. Le recordé a Rhonda que era la detective que había estado en su casa el lunes y le pedí que me llamara lo antes posible, dejé el número de mi móvil y volví a mirar aquellos libros. Si Rick Hoffman y Ulrich eran la misma persona, ¿qué tenían que ver aquellos libros con los seguros? Intenté casar las entradas con lo poco que sabía sobre pólizas de seguros, pero nada tenía sentido para mí. La primera página del primer libro estaba llena de nombres que formaban una lista muy larga, junto con otros datos que no podía descifrar.

Aquella lista continuaba a lo largo de páginas y más páginas. Sacudí la cabeza. Entrecerré los ojos por lo difícil que se me hacía aquella caligrafía llena de florituras y traté de interpretar lo que decía. ¿Qué era, entre todo aquello, lo que habría hecho pensar a Paul que Ulrich estaba en los Einsatzgruppen? ¿Qué había allí sobre el apellido Radbuka que le hubiera persuadido de que era su nombre auténtico? «Los papeles estaban en clave», me había gritado el día anterior, en las inmediaciones del hospital y que, si yo confiara en Rhea, lo entendería. ¿Qué habría visto ella cuando Paul le enseñó aquellas páginas?

Y, para terminar, ¿quién era la tal Use Bullfin que le había disparado? ¿Sería producto de su imaginación? ¿Habría sido un desvalijador de viviendas común y corriente al que Paul había tomado por un miembro de las SS? ¿O se trataría de alguien que quería aquellos libros? ¿Había algo más en la casa? ¿Algo que él, o ella, hubiera encontrado entre todos aquellos papeles y se hubiera llevado?

Ni siquiera me sirvió de ayuda sentarme a la mesa del comedor y poner por escrito aquellas preguntas en un bloc, aunque me permitió estudiar todo aquel material con mayor sosiego. Al final, dejé los cuadernos a un lado para ver si en el archivador había alguna cosa más. Un sobre contenía los documentos de inmigración y nacionalización de Ulrich, empezando por el permiso para desembarcar, fechado el 17 de junio de 1947, en Baltimore, con su hijo Paul Hoffman, nacido el 29 de marzo de 1941 en Viena. Paul había tachado aquello con una cruz y, al margen, había puesto Paul Radbuka, al que raptó en Inglaterra. En los documentos también constaba el nombre del barco holandés en el que habían llegado, un certificado de que Ulrich no era nazi, los permisos de residencia, con sus renovaciones a intervalos regulares, y los papeles de la obtención de la ciudadanía, otorgada en 1971. En ellos Paul había garabateado Criminal de guerra nazi: revocar y deportar por crímenes contra la humanidad. Por la televisión Paul había dicho que Ulrich quería un niño judío para conseguir entrar en los Estados Unidos, sin embargo allí, en los documentos, no había ninguna referencia a la religión de Paul ni a la de Ulrich.

Mi cerebro trabajaría mejor si descansase un poco. El día se me había hecho muy largo después del trance de encontrarme a Paul herido y descubrir su desconcertante refugio. Pensé de nuevo en él como cuando era un niño, encerrado y aterrorizado dentro de aquel vestidor, y en su forma de venganza, tan débil como si todavía siguiese siendo un niño.