175624.fb2
La casa del sufrimiento
Roslyn era una calle minúscula que no llegaba a comprender una manzana de casas y que daba al Lincoln Park. La casa de Radbuka se encontraba en la parte sur, cerca ya del parque. Era de granito antiguo y su fachada, como la mayoría de las casas de aquella manzana tan selecta, daba directamente sobre la acera. Tenía ganas de tirar abajo la puerta, entrar embistiendo y enfrentarme a Radbuka por la fuerza, pero me contuve e hice una inspección de reconocimiento lo más discreta posible. Como estaba tan cerca de Lincoln Park, no cesaban de pasar a mi lado personas haciendo footing, gente paseando perros y otros que hacían algún tipo de ejercicio, a pesar de que aún era un poco pronto para que la gente hubiera vuelto del trabajo a sus casas.
La puerta delantera era de madera maciza, con una mirilla que permitía que Radbuka estudiara detenidamente a quien fuese a visitarlo. Colocándome fuera del ángulo de visión, estuve tocando el timbre con fuerza, durante cuatro o cinco minutos. Como nadie acudió a abrir, no pude resistirme a la idea de entrar para ver si lograba dar con los documentos que probaban que su auténtico apellido era Radbuka. Tanteé la puerta principal para ver si estaba abierta -habría sido ridículo arriesgarme a que me vieran forzándola si había algún sistema fácil para entrar- pero el picaporte de bronce no giraba.
No quería estar allí de pie con mis ganzúas, a plena vista de las innumerables personas que pasaban haciendo footing, así que tendría que entrar por la puerta de atrás. Había aparcado a tres manzanas de St. James Place. Volví al coche y saqué un mono de trabajo de color azul marino de una bolsa que llevaba en el maletero. En el bolsillo de la izquierda llevaba una inscripción que decía «Servicio de alumbrado público». Un cinturón lleno de herramientas completaba mi sencillo atuendo de camuflaje. Me fui con todo aquello al aseo del invernadero y salí un minuto después con el pelo cubierto con un pañuelo azul y el aspecto de cualquier integrante de una empresa de mantenimiento, al que ningún yuppy prestaría atención.
De vuelta frente a la casa de Radbuka, volví a tocar el timbre y, a continuación, me dirigí por un caminito estrecho de losetas de piedra por el costado de la casa hacia la parte de atrás. A mitad de recorrido tenía un portón de tres metros de altura con una cerradura en el centro. El cerrojo no era de resbalón y era bastante complicado. Me agaché con mis ganzúas intentando no mirar a los viandantes y con la esperanza de que ellos hiciesen lo mismo conmigo.
Cuando conseguí desplazar el rodete, ya estaba sudando copiosamente. Aquella cerradura sólo se podía abrir con llave, daba igual si era desde dentro o desde fuera. Metí un trozo de papel para impedir que el resbalón se volviese a encajar.
Las parcelas de la calle Roslyn eran estrechas, apenas algo más anchas que las propias casas, pero tenían bastante profundidad y carecían de los callejones de servicio y de los garajes que suele haber en la mayoría de las calles de esta ciudad. Una valla de madera de unos dos metros y medio de altura, bastante deteriorada, separaba el jardín de la calle posterior.
El padre de Paul debió de amasar una fortuna con su trabajo para que su hijo pudiera permitirse vivir en aquella casa y en aquella calle pero, ya fuese por la depresión o por la falta de dinero, Paul no la mantenía en buen estado. El jardín era una maraña de arbustos sin podar y de hierbajos que llegaban a la altura de las rodillas. Mientras me abría paso a través de todo aquello para dirigirme a la puerta de la cocina, varios gatos me maullaron y se alejaron de mí. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal.
La cerradura de aquella puerta parecía idéntica a la del portón de entrada, así que utilicé la misma combinación de ganzúas y conseguí abrirla en menos de un minuto. Antes de entrar, saqué un par de guantes de goma. Así no me olvidaría de hacerlo más tarde. Agarré un trapo que estaba encima del fregadero y limpié el picaporte de la puerta.
Los armarios y los electrodomésticos de la cocina no se habían cambiado desde hacía por lo menos treinta años. Los pilotos de la vieja cocina de gas metálica emitían un brillo azulado en medio de la tenue luz ambiental; el esmalte de los bordes de la puerta del horno se había ido levantando y se veía el color gris del metal. Los armarios seguían siendo de aquellos de conglomerado oscuro y grueso que eran tan comunes en mi infancia.
Paul había desayunado allí aquella mañana: la leche que se había dejado en el cuenco de los cereales, sobre la mesa, había empezado a cuajarse. La cocina estaba abarrotada de periódicos antiguos y de viejas cartas y un calendario de 1993 aún seguía colgado cerca de la despensa. Pero la cocina no estaba sucia. Parecía que Paul se ocupaba, más o menos, de lavar los platos, cosa que la mayoría de las veces no puede decirse de mí.
Fui por un pasillo hasta un comedor con una mesa de madera noble a la que podrían sentarse dieciséis personas. En el aparador había una vajilla de porcelana, con un delicado dibujo en azul sobre un fondo de color crema. Parecía contener suficientes piezas como para servir una cena de cinco platos a dieciséis personas, sin tener que pararse a fregar, pero el polvo acumulado dejaba a las claras que nada semejante había ocurrido en los últimos tiempos.
Todas las habitaciones de la planta baja eran similares. Todas tenían muebles imponentes, de madera tallada, pero estaban cubiertos de polvo. Por todas partes había montones irregulares de papeles. En el salón encontré un ejemplar del Süddeutsche Zeitung de 1989.
En una pared, junto a la chimenea, había una fotografía de un hombre y un niño delante de una cabaña con un lago al fondo. El niño, probablemente Paul, tendría unos diez u once años y el hombre que estaba a su lado, probablemente Ulrich, era fornido y calvo y sonreía aunque tenía un aire severo. Paul miraba con ansiedad a su padre, que miraba directamente a la cámara. No era de esas fotografías que uno ve e inmediatamente piensa «¡Huy! Estos están emparentados, ya sea por lazos de sangre o de cariño».
Un cuarto de estar que había junto al salón tenía todo el aire de ser la habitación que Ulrich utilizaba como despacho. En un principio, posiblemente, la había decorado para que pareciese la biblioteca de la casa rural inglesa típica de las películas de época, con una mesa de despacho con la tapa de cuero, un sillón de orejas, también de cuero, y estantes para libros también forrados en cuero. Estaban las obras completas de Shakespeare, las de Dickens, las de Thackeray y las de Trollope en inglés y las de Goethe y Schiller, en alemán. Alguna mano furiosa había arrojado los libros por todas partes; las páginas estaban arrugadas y los lomos, rotos. Era un enloquecido despliegue destructivo.
La misma mano violenta la había emprendido con la mesa de despacho: los cajones estaban abiertos y había papeles esparcidos por el suelo. ¿Habría sido Paul quien lo habría hecho, aporreando las pertenencias de su padre muerto como un ataque a su persona? ¿O habría estado allí alguien fisgando antes que yo? ¿Buscando qué? ¿A quién, aparte de a mí, le podían interesar los papeles que relacionaban a Ulrich con los Einsatzgruppen} ¿O tendría Ulrich otros secretos?
En aquel momento no tenía tiempo suficiente para mirar en los libros y papeles, sobre todo porque no sabía qué era lo que tenía que buscar. Más tarde, si conseguía que Paul se ausentara de su casa el tiempo suficiente, les pediría a Mary Louise y a los hermanos Streeter que echaran una ojeada.
La bici de montaña de color plateado de Radbuka estaba en el vestíbulo principal, un espacio revestido de azulejos. O sea que había vuelto a casa después de haber raptado a Ninshubur. Tal vez las intensas emociones de la mañana le habían dejado exhausto y se había metido en la cama con el perrito de peluche azul.
Subí a la segunda planta por una escalera de madera tallada y empecé por mirar en las habitaciones que quedaban en el extremo del pasillo donde daba la escalera. En la mayor de ellas, estaba el típico juego de gruesos cepillos de plata con las iniciales grabadas con muchas florituras: una U y una H o una K -debió de ser de Ulrich-. La cama y el armario eran unos muebles enormes de madera tallada y podían tener trescientos años de antigüedad. ¿Se habría traído Ulrich desde Alemania todos aquellos muebles tan historiados de algún provechoso saqueo efectuado durante la guerra? ¿O los habría comprado como demostración palpable del éxito que había alcanzado en el Nuevo Mundo?
El olor a humedad y a cerrado me hizo dudar de que Paul hubiera cambiado las sábanas alguna vez desde la muerte de su padre, hacía seis o siete años. Me puse a revolver en el armario y en los cajones del tocador pensando que tal vez Ulrich se hubiese dejado algo en los bolsillos o bajo su austero pijama. Empecé a desanimarme: seguro que ni un año les bastaría a siete doncellas con siete escobones para limpiar y organizar de arriba abajo una vieja casa como aquélla, llena de cosas acumuladas durante tres décadas sin orden ni concierto.
Crucé el pasillo con el ánimo por los suelos. Por fortuna, aquella habitación y la siguiente estaban vacías. Ni siquiera tenían camas: los Ulrich no recibían invitados. El dormitorio de Paul era el último de la izquierda, la única habitación de la casa con muebles nuevos. Paul -tal vez para diferenciarse de su padre- se había esforzado en decorarlo con los muebles más rectilíneos y sencillos del diseño danés actual. Lo miré todo con sumo cuidado, pero no vi a Ninshubur. ¿Habría vuelto a salir, para ir a ver a Rhea, y se habría llevado el perrito de peluche como trofeo?
Un cuarto de baño separaba su dormitorio de una habitación con forma hexagonal que daba al descuidado jardín trasero. Pesados cortinajes de color bronce apagado impedían que entrase la luz del exterior. Encendí la lámpara del techo y me encontré con una visión extraordinaria.
Sobre una de las paredes se hallaba pegado un enorme mapa de Europa. Tenía clavadas banderitas rojas. Cuando me acerqué lo suficiente para leer lo que estaba rotulado vi que servían para marcar los campos de concentración de la época nazi, desde los más grandes, como Treblinka y Auschwitz, hasta otros, como Sobibor y Neuengamme, de los que nunca había oído hablar. Otro mapa más pequeño, que estaba al lado de aquél, mostraba los recorridos de los Einsatzgruppen por la Europa del Este, y los Einsatzgruppen B estaban marcados con un círculo y subrayados en rojo.
Sobre otras paredes había muchas de esas fotografías del horror a las que estamos acostumbrados: cuerpos escuálidos con uniformes de rayas tendidos sobre tablones; rostros de niños, con los ojos desorbitados por el miedo, hacinados en vagones de tren; guardias con casco y perros alsacianos gruñendo a gentes encerradas tras alambradas de púas; la espeluznante humareda de las chimeneas de los hornos crematorios.
Estaba tan impresionada por aquel despliegue que, hasta el final, no me apercibí de lo más espantoso. Creo que mi cerebro lo registró en principio como una pieza más de aquella monstruosa exhibición, pero era absolutamente real: encogido sobre el suelo, al pie de los cortinajes broncíneos, con la cara boca arriba y chorreando sangre por el brazo derecho, estaba el cuerpo de Paul Radbuka.
Me quedé petrificada durante un segundo interminable, antes de abalanzarme entre los papeles desparramados por el suelo para arrodillarme junto a él. Estaba ligeramente apoyado sobre el costado izquierdo. Respiraba con dificultad, dando leves boqueadas y emitiendo un sonido ronco, mientras por la boca le salían unas burbujas sanguinolentas. El lado izquierdo de su camisa estaba empapado en sangre y, por debajo de su cuerpo, se estaba formado un charco. Fui corriendo al dormitorio y agarré el edredón y una sábana. Yo también tenía las rodillas manchadas de sangre, al igual que la mano derecha, después de haberme apoyado en el suelo para poder tomarle el pulso. Volví a su lado, lo cubrí con el edredón y le fui girando suavemente para poder ver de dónde manaba la sangre.
Al rasgarle la camisa, de su interior cayó Ninshubur, el perrito de peluche, teñido de un marrón verdoso por la sangre. Rasgué una tira larga de la sábana, hice una especie de compresa y la presioné contra su pecho. Continuaba sangrando de una herida que tenía en el lado izquierdo, pero era sólo un hilillo, no salía a chorros: no se trataba de una arteria. Al levantar la compresa pude ver un corte profundo y feo cerca del esternón, ese tipo de desgarrón irregular que revela que una bala ha penetrado en la carne.
Rasgué otra tira de la sábana, hice como una almohadilla, se la coloqué sobre la herida apretando con fuerza y, a continuación, se la sujeté con otra tira más larga. Lo arropé bien con el edredón desde la cabeza hasta los pies, dejando fuera únicamente un poco de su cara para que pudiera apresar suficiente oxígeno en su desesperado intento por seguir respirando.
– Mantente calentito hasta que vengan los de la ambulancia, chico.
El único aparato de teléfono que recordaba haber visto era el del salón. Bajé a todo correr las escaleras, dejando un rastro de sangre en la alfombra, y llamé al 911.
– Es muy urgente -les dije-. La puerta principal estará abierta. Herida de bala en el pecho, víctima inconsciente, respiración débil. Hay que subir por la escalera hasta el segundo piso, al fondo del pasillo.
Esperé a que me confirmaran que iban para allá, quité el cerrojo de la puerta principal y volví corriendo arriba, junto a Radbuka. Aún respiraba, haciendo ruido al exhalar y boqueando al inhalar el aire. Toqué la almohadilla. Parecía que funcionaba. Al colocarle mejor el edredón, noté un bulto en el bolsillo que me pareció que podía ser su cartera. La saqué, pensando si llevaría en ella alguna tarjeta con la que enterarme de su apellido anterior.
No contenía ningún carnet de conducir. Había una tarjeta para usar en el cajero automático del Fort Deaborn Trust, a nombre de Paul Radbuka. Otra tarjeta, una MasterCard, del mismo banco y también al mismo nombre y otra en la que figuraba que, en caso de accidente, se debía llamar a Rhea Wiell a su consulta. No había ninguna tarjeta del seguro médico ni nada que me permitiese ver su anterior identidad. Volví a deslizar la cartera con suavidad en su bolsillo.
De pronto caí en la cuenta de que, en esos momentos, no presentaba mi mejor aspecto con los guantes de goma cubiertos de sangre y las ganzúas colgando del cinturón. Si la policía llegaba con los de la ambulancia, no me apetecía mucho tener que contestar a las embarazosas preguntas de cómo había entrado allí. Me fui a toda prisa al cuarto de baño, me lavé las manos con los guantes puestos, apresurada pero concienzudamente, y abrí una ventana del dormitorio de Paul. Tiré las ganzúas a un arbusto espeso y sin podar del jardín, de donde salió huyendo un gato, que desapareció entre dos tablones rotos de la valla trasera, soltando tal maullido que, por poco, no me da un infarto.
Volví al cuarto en el que estaba Paul y me llevé a Ninshubur.
– ¿Has sido tú el que le has salvado la vida, pobre perrito ensangrentado? ¿Cómo lo has hecho?
Inspeccioné el cuerpo húmedo del peluche. Habían sido las chapas identificativas que le había regalado a Calia. Una estaba abollada y tenía un hoyito en el punto en que había impactado la bala. Eran demasiado finas como para haberla detenido o desviado, pero podían haber contribuido a amortiguar el golpe.
– Ya sé que ahora te has convertido en una prueba, pero dudo mucho de que pudieras contar algo al equipo forense. Creo que lo mejor será lavarte y devolverte a tu amiguita.
No se me ocurría mejor método para esconderlo que el que había utilizado Paul. Lo envolví en la última tira de sábana que quedaba, me desabroché el mono y me lo metí por dentro de la blusa. Me acerqué a Paul para escuchar cómo respiraba y miré el reloj para comprobar el tiempo transcurrido: cuatro minutos desde que había llamado. Un minuto más y volvería a llamar.
Me puse de pie y con la mirada recorrí el resto de aquel santuario, preguntándome qué estaría buscando con tanto afán el que había entrado -bueno, «el» o «la»- como para haberle disparado a Paul. Quienquiera que hubiese estado revolviendo en el estudio de Ulrich había entrado en aquella habitación con la misma impaciencia. Había libros abiertos y tirados por el suelo. No los toqué por si tenían huellas dactilares, pero me parecieron una colección de escritos sobre el Holocausto: memorias, biografías que iban desde la de Elie Wiesel hasta la de William Shirer, pasando por todo tipo de cosas. Vi el War Against thejews (La guerra contra los judíos) de Lucy Dawidowicz's tirado junto al Seed ofSarah (La semilla de Sarah) de Judith Isaacson. Si Paul se había pasado día tras día leyendo todo aquello, bien podía haber acabado por no distinguir entre sus propios recuerdos y los de otras personas.
Estaba bajando las escaleras para volver a llamar por teléfono cuando, por fin, oí pisadas en el recibidor delantero y voces que llamaban. «Aquí arriba», contesté, mientras me quitaba los guantes de goma y me los metía en uno de los bolsillos.
Los enfermeros subieron corriendo con la camilla. Les conduje hasta el fondo del pasillo, cuidando de no entorpecerles el camino.
– ¿Es usted su esposa? -me preguntaron.
– No. Soy amiga de la familia -dije-. Habíamos quedado en que vendría a recoger una cosa y, cuando entré, me encontré este…, este caos. Él es soltero y no tiene familiares cercanos, que yo sepa.
– ¿Puede venir con nosotros al hospital para rellenar los impresos?
– Tiene medios económicos suficientes y, si es necesario, podrá pagar la factura. Creo que en la cartera lleva una tarjeta que dice a quién hay que avisar en caso de accidente. ¿A qué hospital van a llevarlo?
– Al Misericordioso Amor. Es el más cercano. Vaya al mostrador de recepción del Servicio de Urgencias para rellenar los impresos en cuanto llegue. ¿Nos puede retirar esa manta para que lo pongamos en la camilla?
Al quitarle el edredón, cayó una llave. Sin duda Paul la había tenido sujeta en el puño y, al perder el conocimiento, la había soltado. Me agaché para recogerla mientras los enfermeros le colocaban sobre la camilla. El movimiento le hizo volver ligeramente en sí. Abrió los ojos, parpadeó sin enfocar bien la vista y me vio inclinada hacia él a la altura de su rostro.
– Me duele. ¿Quién… es… usted?
– Soy amiga de Rhea, Paul, ¿no se acuerda? -le dije con el tono más tranquilizador posible-. Se va usted a poner bien. ¿Sabe quién le ha disparado?
– Use-dijo respirando roncamente-. Use… Bullfin. Dígaselo… a Rhea. Los de las SS… saben dónde…
– ¿Bullfin? -pregunté dudando.
– No -contestó y trató de corregirme con tono débil e impaciente. Yo seguí sin poder entender con claridad el apellido. Los enfermeros empezaron a recorrer el pasillo. Cada segundo era importante. Fui con ellos hasta donde comenzaba la escalera y cuando empezaron a bajar, Paul se giró en la camilla, intentando fijar en mí su vidriosa mirada.
– ¿Rhea?
– Le aseguro que le contaré lo que ha pasado. Ella le cuidará -le dije a modo de consuelo. Era lo mínimo que podía ofrecerle.