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El club de las niñeras
– Ni siquiera llegó a comenzar el funeral. La iglesia se encontraba llena, las señoras estaban llorando. Mi tío había sido diácono, un hombre recto que llevaba cuarenta y siete años como feligrés de aquella iglesia cuando murió. Como se puede imaginar, mi tía se hallaba en un estado de desmoronamiento total. ¡Y que tuvieran la poca vergüenza de decir que ya había cobrado el seguro! ¿Cuándo? Eso es lo que quiero saber, señora Warashki, cuándo pudo cobrarse si mi tío se había pasado quince años pagando cinco dólares a la semana y mi tía jamás le oyó una palabra de que fuese a pedir un crédito con el seguro como garantía o fuera a hacerlo efectivo.
Isaiah Sommers era un hombre bajo y fornido que hablaba con una lentitud cadenciosa como si también él fuese diácono. Yo tenía que hacer un esfuerzo para no dormirme en las largas pausas que hacía durante su discurso. Estábamos en el cuarto de estar de la casita que él tenía en la zona sur de la ciudad, en el South Side, y era poco después de las seis de la tarde de un día que ya se me estaba haciendo demasiado largo.
Había llegado a mi oficina a las ocho y media de la mañana y estaba comenzando con las investigaciones rutinarias que constituyen la mayor parte de mi trabajo, cuando Lotty Herschel me llamó para lanzarme un SOS.
– Ya sabes que el hijo de Max ha venido de Londres con Calia y Agnes, ¿verdad? Pues a Agnes le ha surgido de pronto la oportunidad de mostrar sus diapositivas en una galería de la calle Hurón, pero necesita que alguien se ocupe de Calia.
– No soy una niñera, Lotty -le contesté de modo impaciente; Calia era la nieta de Max Loewenthal y tenía cinco años.
Lotty pasó olímpicamente de mi protesta.
– Max me ha llamado porque no pueden encontrar a nadie; su criada tiene el día libre. Él va a ir a esa conferencia que hay en el hotel Pléyades, aunque ya le he dicho muchísimas veces que lo único que va a conseguir es sufrir, pero bueno, eso no viene a cuento. El caso es que participa en una mesa redonda a las diez, si no se quedaría en casa con la niña. Yo lo he intentado con la señora Coltrain, la de mi clínica, pero hoy todo el mundo está ocupado. Michael tiene ensayo toda la tarde con la sinfónica y para Agnes esta podría ser una buena oportunidad. Vic, ya comprendo que es una imposición, pero sólo serán unas horas.
– ¿Y por qué no Cari Tisov? -le pregunté-. ¿No está también en casa de Max?
– ¿Cari de niñera? Una vez que se pone a tocar el clarinete, el techo puede saltar por los aires sin que se dé cuenta. Yo ya lo comprobé en una ocasión durante los ataques de las V1. ¿Puedes decirme sí o no? Estoy haciendo las visitas a los recién operados y tengo todas las horas de la consulta ocupadas -Lotty es jefa del servicio de perinatología del hospital Beth Israel.
Lo intenté con algunas personas de mi entorno, entre ellas mi ayudante, que tiene tres niños en acogida, pero nadie podía echarme una mano. Así que, al final, acepté, aunque no me hacía ninguna gracia.
– A las seis tengo una cita con un cliente bastante lejos, al sur de la ciudad, así que será mejor que alguien aparezca para hacerse cargo de ella antes de las cinco -advertí.
Cuando me acerqué en el coche hasta la casa que Max tiene en Evanston para recoger a Calia, encontré a Agnes Loewenthal super nerviosa, aunque muy agradecida.
– No puedo encontrar mis diapositivas. Calia estuvo jugando con ellas y las metió dentro del violonchelo de Michael, lo cual le puso furioso y ahora el muy bestia no sabe dónde las ha tirado.
Michael apareció en camiseta con el arco del chelo en la mano.
– Cariño, lo siento. Tienen que estar en el salón, donde estaba ensayando. Vic, no sabes cuánto te lo agradezco, ¿podemos invitaros a Morrell y a ti a cenar el domingo después del concierto?
– No podemos, Michael -dijo bruscamente Agnes-. Tenemos la cena que Max ha organizado para Cari y para ti.
Michael tocaba el chelo con el Conjunto de Cámara Cellini, un grupo londinense que habían formado Max y el amigo de Lotty, Cari Tisov, en los años cuarenta. Estaban en Chicago para iniciar la gira internacional que hacen cada dos años y Michael tenía programados, además, algunos conciertos con la Sinfónica de Chicago.
Agnes abrazó a Calia a todo correr.
– Un millón de gracias, Victoria, pero, por favor, nada de televisión. Sólo puede verla una hora por semana y no creo que los programas americanos sean adecuados para ella -se dio la vuelta y se dirigió como una flecha hacia el salón, donde la oímos sacudir furiosamente los almohadones del sofá. Calia hizo una mueca y me cogió de la mano.
Fue Max quien le puso la chaqueta a Calia y quien comprobó que su perro de peluche, su muñeca y su cuento «más favorito» estaban en su mochila.
– ¡Qué caos! -dijo gruñendo-. Parece como si estuvieran intentando lanzar un cohete espacial, ¿no? Lotty me ha dicho que tienes una cita esta tarde al sur de la ciudad. Podríamos encontrarnos a las cuatro y media en el vestíbulo del Pléyades. Para esa hora yo ya debería haber terminado y podría recoger a este derviche giróvago. Si surge algún problema, mi secretaria podrá localizarme. Victoria, de verdad, te estamos muy agradecidos -nos acompañó a la salida, besó suavemente a Calia en la cabeza y a mí en la mano.
– Espero que la mesa redonda no te resulte demasiado dolorosa -le dije.
Sonrió.
– ¿Es eso lo que teme Lotty? Tiene alergia al pasado. A mí no me gusta andar revolviendo en él, pero creo que es bueno para que la gente comprenda.
Senté a Calia en el asiento de atrás de mi Mustang y le puse el cinturón de seguridad. La Fundación Birnbaum, que suele patrocinar temas de comunicación, había decidido organizar un ciclo de conferencias llamado «Cristianos y judíos: un nuevo milenio, un nuevo diálogo». La idea había surgido a raíz de que los baptistas del sur anunciaran el verano pasado que tenían la intención de enviar cien mil misioneros a Chicago para convertir a los judíos. El plan de los baptistas se quedó en nada: sólo se presentaron alrededor de mil evangelizadores cerriles. Aquello les salió por un pico, pues tuvieron que pagar las cancelaciones de las reservas de hotel pero, para entonces, la organización de la conferencia de la Fundación Birnbaum ya estaba en marcha.
Max iba a participar en la mesa redonda sobre las cuentas bancadas, lo cual ponía furiosa a Lotty. Max contaría sus experiencias durante la posguerra intentando localizar a sus familiares y el destino de sus bienes. Lotty decía que exponer sus miserias ante todo el mundo sólo servía para que se reafirmase el estereotipo de los judíos como víctimas. Y que, además, hacer hincapié en los bienes perdidos era echar leña al fuego para fomentar el otro estereotipo, el de que lo único que les importaba a los judíos era el dinero. A eso Max replicaba invariablemente: «Pero ¿quién se preocupa en realidad por el dinero? ¿Los judíos o los suizos que se niegan a devolvérselo a las personas que lo ganaron y lo depositaron en sus bancos?». Y, a partir de eso, se montaba la pelea. Estar cerca de ellos aquel verano había sido agotador.
Calia parloteaba encantada en el asiento de atrás. Un detective privado haciendo de niñera no es la imagen más habitual que a uno le proporcionan las novelas policiacas… No creo que Race Williams o Philip Marlowe hicieran jamás de niñeras, pero al final de aquella mañana decidí que se debía simplemente a que eran demasiado flojos como para encargarse de una cría de cinco años.
Empecé por ir al zoo, con la idea de que, después de recorrerlo durante una hora, a Calia le entrarían ganas de descansar y así yo podría trabajar un poco en mi oficina, pero mi suposición resultó ser tan sólo un deseo optimista, producto de mi ignorancia. Estuvo coloreando dibujos durante unos diez minutos, luego quiso ir al cuarto de baño, después quiso llamar al abuelo, decidió que teníamos que jugar a la rayuela en el pasillo que recorre la nave en la que tengo mi oficina, tuvo un hambre «atroz» a pesar de los sandwiches que nos habíamos tomado en el zoo y, para remate, atascó una de mis ganzúas detrás de la fotocopiadora.
En ese momento tiré la toalla y me la llevé a mi apartamento, donde el vecino de abajo y mis perros me procuraron un respiro misericordioso. El señor Contreras, un maquinista jubilado, se mostró encantado de llevar a Calia a caballito sobre sus hombros por el jardín, flanqueado por los perros. Los dejé allí mientras subía a mi apartamento, que está en el tercer piso, para hacer unas cuantas llamadas. Me senté junto a la mesa de la cocina y dejé abierta la puerta de atrás para poder oír si al señor Contreras se le acababa la paciencia. Conseguí trabajar durante una hora. Luego, Calia consintió en sentarse en mi cuarto de estar con Peppy y Mitch, mientras yo le leía su cuento «más favorito»: El perro fiel y la princesa.
– Yo también tengo un perro, tía Vicory -anunció Calia, sacando un perro de peluche azul de su mochila-. Se llama Ninshubur, como el del libro. Mira lo que dice: «Ninshubur quiere decir perro fiel en la lengua del país de la princesa».
«Vicory» era lo más aproximado a mi nombre que Calia había conseguido pronunciar cuando la conocí, hacía casi tres años. Desde entonces me quedé con ese nombre.
Calia no sabía leer todavía, pero se sabía el cuento de memoria. «Antes preferiría morir que perder la libertad», dijo cuando llegó el momento en que la princesa se arroja a unas cataratas para huir de una hechicera malvada. «Entonces, Ninshubur, el perro fiel, fue saltando de roca en roca, haciendo caso omiso del peligro.» El perro se metía en el río y arrastraba a la princesa hasta ponerla a salvo.
Calia hundió su perro de peluche azul en el libro y desde allí lo lanzó al suelo para demostrar cómo se arrojaba Ninshubur a las cataratas. Peppy, una golden retriever bien educada, permaneció sentada, aunque alerta, esperando la orden de recogerlo, pero su hijo Mitch se lanzó inmediatamente tras el peluche. Calia se puso a chillar corriendo detrás de él. Entonces los dos perros empezaron a ladrar. Para cuando logré rescatar a Ninshubur, todos estábamos al borde de las lágrimas.
– Odio a Mitch. Es un perro malo. Estoy muy enfadada por su comportamiento -anunció Calia.
Me alegró comprobar que eran las tres y media. A pesar de la prohibición de Agnes, planté a Calia delante del televisor mientras iba a darme una ducha y a cambiarme de ropa. Incluso en la era de la ropa informal, los clientes nuevos responden mejor ante la profesionalidad, así que me puse un traje de rayón azul verdoso y un suéter de punto de seda rosa.
Cuando volví a la sala de estar, Calia estaba tumbada con la cabeza sobre el lomo de Mitch, que tenía al Ninshubur azul entre las patas. Cuando llegó el momento de devolver a Mitch y a Peppy al señor Contreras, la niña se resistió amargamente.
– Mitch me va a echar de menos. Va a llorar -gimoteó, tan cansada que ya no le encontraba sentido a nada.
– Te propongo algo, cielo: vamos a hacer que Mitch le regale a Ninshubur una de sus placas de identificación y así Ninshubur se acordará de él cuando no pueda verle.
Me metí en el trastero y busqué un collar pequeño de cuando Mitch era un cachorro. Calia dejó de llorar lo suficiente como para ayudarme a ponérselo a Ninshubur. Le colgué una serie de viejas plaquitas de identificación de Peppy, que resultaban absurdamente grandes en comparación con el cuellito azul del peluche, pero que encantaron a Calia.
Metí su mochilita y a Ninshubur en mi maletín y levanté a Calia para llevarla en brazos al coche.
– No soy un bebé. No tienes que llevarme en brazos -me dijo lloriqueando y agarrándose a mí, pero, al llegar al coche, se quedó dormida casi de inmediato.
Mi plan era dejarle el coche a un empleado del hotel Pléyades durante un cuarto de hora mientras entraba con Calia a buscar a Max, pero, al salir de Lake Shore Drive por Wacker, vi que me iba a resultar imposible. Un gentío enorme bloqueaba la entrada de vehículos del Pléyades. Saqué la cabeza por la ventanilla para intentar ver qué era lo que pasaba. Parecía una manifestación, con sus piquetes y sus megáfonos. Al caos se añadían los equipos de televisión. Los policías pitaban furibundos para que los coches siguieran circulando, pero el atasco era tan grande que me pasé varios minutos sin avanzar nada en absoluto, con una sensación de frustración creciente, sin saber dónde encontrar a Max ni qué hacer con Calia, que estaba profundamente dormida en el asiento de atrás.
Saqué el móvil de mi maletín, pero me había quedado sin batería y no encontraba el cargador del coche. Claro, me lo había dejado en el coche de Morrell el día que fuimos al campo la semana anterior. Di un puñetazo en el volante, con sensación de impotencia.
Mientras echaba humo de rabia, me puse a mirar a los que integraban los piquetes, que pertenecían a dos causas enfrentadas. Uno de los grupos, compuesto sólo de blancos, llevaba carteles reclamando la aprobación de la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto en el estado de Illinois. «Nada de convenios con los ladrones», coreaban, y «Aseguradores, banqueros, ¿dónde están nuestros dineros?».
El tipo del megáfono era Joseph Posner. Últimamente había salido tantas veces en los informativos que le habría identificado incluso entre una muchedumbre mayor que aquélla. Iba vestido con el abrigo largo y el sombrero negro característicos de los ultraortodoxos. Era hijo de un judío que había sobrevivido al Holocausto y se había convertido en un hombre de una religiosidad tan exagerada que a Lotty le producía dentera. Se le podía ver en manifestaciones contra cualquier cosa: desde películas porno, apoyado por algunos grupos fundamentalistas cristianos, hasta tiendas de propietarios judíos que abrían los sábados, como Neiman Marcus. Sus seguidores, que parecían una mezcla entre un yeshiva y un miembro de la Liga para la Defensa de los Judíos, le acompañaban a todas partes. Se autodenominaban los macabeos y daba la impresión de que creían que sus protestas debían seguir el modelo de las hazañas militares de los verdaderos macabeos. Igual que los miembros de otras asociaciones de fanáticos, cuyo número no cesa de aumentar en Estados Unidos, estaban orgullosos del récord de detenciones de las que eran objeto.
La última causa que Posner había abrazado era la de apoyar la aprobación en Illinois de la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto, que se conocía con el acrónimo de IHARA y estaba inspirada en la legislación de Florida y California. Esa ley impediría operar en Illinois a las compañías de seguros que hubieran desatendido alguna reclamación de indemnización por muerte o pérdida de bienes de alguna víctima del Holocausto. También incluía algunas cláusulas relativas a los bancos y a las empresas que se habían beneficiado durante la Segunda Guerra Mundial de mano de obra forzada. Posner había logrado darle al asunto la suficiente publicidad como para que se estuviese debatiendo en un comité.
El otro grupo que estaba ante el Pléyades, formado principalmente por negros, llevaba pancartas con un gran trazo rojo tachando el lema Aprobación de la IHARA y proclamaba NINGÚN CONVENIO CON NEGREROS. JUSTICIA ECONÓMICA PARA TODOS. El dirigente de aquel grupo también era fácilmente reconocible: era el concejal Louis «Bull» Durham, quien había pasado mucho tiempo buscando una causa que le convirtiera en un candidato de peso a la alcaldía. Aunque a mí el hecho de oponerse a la IHARA no me parecía un caso que tuviera suficiente relevancia para toda la ciudad.
Igual que Posner tenía a sus macabeos, también Durham tenía sus militantes. Había creado unos grupos a los que llamaba Organización Juvenil Ocupacional -primero en su distrito y, luego, por toda la ciudad- para sacar a los jóvenes de la calle y meterlos en programas de formación profesional, pero algunos grupos de los OJO, como se los denominaba, tenían un lado oscuro. En la calle se rumoreaba que extorsionaban a los propietarios de las tiendas y que propinaban palizas a los que no contribuían a financiar las campañas políticas del concejal. El propio Durham, cuando aparecía en público, iba siempre rodeado de un grupo de guardaespaldas de los OJO, vestidos con chaquetas azul marino. Si los macabeos y los OJO iban a enfrentarse unos contra otros, me alegraba ser una simple detective privada que intentaba abrirse paso entre el tráfico en vez de uno de los policías que estaban tratando de mantenerlos alejados.
Por fin el atasco me llevó lentamente más allá de la puerta del hotel. Giré para meterme en Randolph Street, a la altura del cruce con Grant Park. No había ni un solo sitio libre en la zona de parquímetros, pero me imaginé que los polis estarían demasiado ocupados en el Pléyades como para perder el tiempo poniendo multas.
Metí el portafolios en el maletero, eché la llave y cogí en brazos a Calia, que seguía dormida en el asiento de atrás. Abrió los ojos un momento, pero a continuación cayó pesadamente sobre mi hombro. La pobre estaba demasiado agotada como para ir andando hasta el hotel. Apreté los dientes. Colocándome la carga de sus veinte kños de peso muerto lo mejor que pude, fui tambaleándome por las escaleras que bajan a Columbus Drive, la calle donde está la entrada de servicio del hotel. Ya eran casi las cinco. Esperaba poder encontrar a Max sin demasiado esfuerzo.
Tal como había supuesto, no había nadie bloqueando la entrada inferior. Pasé por delante de los porteros con Calia en brazos y subí en el ascensor hasta la planta del vestíbulo. Estaba tan atestado de gente como la entrada principal, pero se trataba de una multitud menos ruidosa. Clientes del hotel y participantes en la conferencia de la Fundación Birnbaum se hallaban apretujados alrededor de las puertas preguntándose qué era lo que estaba pasando y qué hacer.
Empezaba a perder la esperanza de poder encontrar a Max entre aquel gentío, cuando divisé un rostro conocido. Era Al Judson, el jefe de seguridad del Pléyades. Estaba junto a las puertas giratorias hablando por un intercomunicador. Me abrí paso hacia él a codazos.
– ¿Qué hay, Al?
Judson era un negro bajito, que pasaba inadvertido en medio de la gente, un antiguo policía que había aprendido a vigilar cualquier movimiento sospechoso en medio de un grupo de gente imprevisible cuando patrullaba con mi padre hace cuarenta años por Grant Park. Al verme me dirigió una sonrisa de verdadera alegría.
– ¡Vic! ¿Con los de qué lado de la puerta estás?
Me reí con cierta vergüenza: una vez tuve una discusión con mi padre porque participé en una manifestación que hubo en Grant Park contra la guerra, cuando él estaba asignado a la patrulla antidisturbios. Entonces yo era una adolescente cuya madre se estaba muriendo y tenía tal lío emocional que no sabía lo que quería. Así que decidí pasar una noche salvaje con los yippies [1].
– Tengo que encontrar al abuelo de esta personilla. ¿Te parece que yo debería estar ahí fuera protestando?
– En ese caso, tendrías que elegir entre Durham y Posner.
– Sé de qué va la cruzada que ha emprendido Posner para conseguir el pago de los seguros de vida, pero ¿qué es lo que quiere Durham?
Judson alzó un hombro.
– Quiere que el Estado ¿legalice las actividades de las compañías de seguros que obtuvieron beneficios a costa de la esclavitud en los Estados Unidos, a menos que les paguen una indemnización a los descendientes de esos esclavos. Así que pretende que no se apruebe la IHARA hasta que se incluya esa cláusula.
Di un silbidito de respeto: el Ayuntamiento de Chicago había aprobado una resolución para indemnizar a los descendientes de los esclavos. Las resoluciones son gestos muy bonitos, simples guiños al electorado que no conllevan coste alguno. Así que, si el alcalde se enfrentaba públicamente a Durham para que la resolución no acabara convirtiéndose en ley, se colocaría en una situación un tanto embarazosa.
Se trataba de un problema político muy interesante, aunque en aquellos momentos no era un asunto tan urgente para mí como el de Calia, que me tenía los brazos machacados. Vi que uno de los subordinados de Judson estaba tratando de captar su atención, así que me apresuré a explicarle que necesitaba encontrar a Max. Judson dijo algo por el micrófono que llevaba en la solapa. Unos minutos más tarde apareció una joven del equipo de seguridad del hotel acompañando a Max, quien tomó a Calía en brazos. Ella se despertó y se puso a llorar. Antes de que le dejase con la nada envidiable tarea de calmar su llanto y llevarla al coche, Max y yo tuvimos tiempo para intercambiar unas breves palabras sobre la mesa redonda, el jaleo que había fuera y cómo había pasado el día Calia.
Mientras me hallaba en medio del atasco, esperando poder dirigirme a Lake Shore Drive, di varias cabezadas. Para cuando logré llegar a casa de Isaíah Sommers, en Avalon Park, con veinte minutos de retraso, estaba muerta de sueño. El se tragó su disgusto ante mi falta de puntualidad lo mejor que pudo y yo superé las ganas de echarme a dormir allí mismo, delante de él.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Yippie, miembro del Youth International Party, organización política radical de finales de la década de 1960. (N. de las T.)