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Gustos caros
Me alejé de la charla y me acerqué a los ventanales de la terraza. Estaban abiertos, de modo que los invitados podían cruzar tras los pesados cortinones para salir fuera. Frente a mí, el lago Michigan se extendía como un agujero negro en medio de la tela de la noche, perceptible únicamente como una enorme mancha entre las luces parpadeantes de los aviones que se dirigían a O'Hare y los faros de los coches de la calle que tenía debajo. Me recorrió un escalofrío.
– ¿Tiene frío, signora Warshawski? No debería estar ahí, al aire de la noche -oí decir a Bertrand Rossy, que había salido por el ventanal detrás de mí.
Me di la vuelta.
– No suelo tener la oportunidad de disfrutar de esta vista.
– Ya que he sido negligente a la hora de atender a mis invitados, no puedo censurarla por evitarlos, pero espero que ahora quiera acompañarnos -dijo sosteniendo la cortina sin dejarme otra alternativa salvo la de volver a la reunión.
– Irina, una copa de vino para la señora Warshawski -dijo dirigiéndose en inglés a una mujer con el típico uniforme de las doncellas.
– Según parece se ha pasado usted el día ahorrando millones de dólares para sus accionistas -le dije, cambiando también del italiano al inglés-. Tiene que haber sido muy gratificante haber conseguido que la Asamblea Legislativa les apoyara con tanta rapidez.
Al reírse se le volvieron a formar los hoyuelos en las mejillas.
– Oh, yo sólo he ido como observador. Preston Janoff me ha dejado impresionado, muy impresionado. Sabe mantener la sangre fría cuando le atacan.
– Una votación de once a dos en el comité me suena como el ataque de los pitufos.
Volvió a reírse.
– ¡El ataque de los pitufos! ¡Qué modo tan original de expresarse tiene usted!
– ¿Qué pasa, caro? ¿Qué te hace reírte tanto? -le preguntó Fillida, que venía a traerme la copa de vino ella misma, mientras se agarraba del brazo de su marido.
Rossy repitió mi comentario. Fillida sonrió dulcemente y lo dijo de nuevo en inglés.
– Tengo que recordar esa frase. El ataque de los pitufos. Y ¿a quién estaban atacando?
Me sentí increíblemente estúpida y me dediqué a dar sorbitos a mi copa de vino, mientras Rossy le explicaba lo de las votaciones en la Asamblea Legislativa.
– Ah, sí, ya me lo dijiste al entrar. ¡Qué lista es usted que conoce de primera mano todos esos asuntos de la Asamblea Legislativa, signora! Yo tengo que esperar a que Bertrand me lo cuente -le enderezó la corbata-. Cariño, este dibujo de centellas es demasiado llamativo, ¿no te parece?
– ¿Y cómo sabía usted el resultado de la votación con tanta exactitud? -me preguntó Rossy-. ¿Más adivinaciones?
– Vi las noticias en la sala de conferencias de Janoff. Sobre otros asuntos mi ignorancia es supina.
– ¿Sobre cuáles? -preguntó Rossy agarrando los dedos de su mujer en un gesto que daba a entender que ella era en realidad el centro de su atención.
– Sobre asuntos como por qué necesitaba Louis Durham encontrarse con usted en su casa después de la votación. No sabía que la directiva de Ajax y él estuvieran en tan buenos términos. O sobre por qué eso debía de importarle a Joseph Posner.
Filuda se giró hacia mí.
– Usted es, sin duda, una indovina, signora. Me reí cuando Bertrand me contó que usted leía la mano, pero es auténticamente sorprendente cómo sabe tanto de nuestros asuntos privados.
El tono de su voz era suave y carente de crítica, pero bajo su mirada distante y serena me sentí incómoda. Me había imaginado que había asestado un golpe audaz, pero en aquel momento me pareció que había sido simplemente burdo.
Rossy extendió las manos.
– Después de todo Chicago no es muy diferente de Berna o de Zurich. Aquí y allí el trato personal con los gobernantes de la ciudad resulta muy útil para el buen funcionamiento de la empresa. Y en cuanto al señor Posner, es comprensible que esté contrariado por la votación de hoy -me dijo dándome una ligera palmada en la espalda cuando Laura Bugatti, la esposa del agregado cultural, se unió a nosotros-. Allora, ¿qué hacemos discutiendo asuntos de los que nadie más entiende nada?
Antes de que pudiera responderle, dos niños de unos cinco y seis años entraron en la sala bajo la mirada vigilante de una mujer con el uniforme gris de las niñeras. Los dos eran muy rubios y la niña tenía una espesa melena que le caía por la espalda. Llevaban unos pijamas que debían de haber mantenido ocupadas a un equipo de bordadoras durante un mes. Filuda se inclinó para darles un beso de buenas noches y les dijo que se despidieran de Zia Laura y Zia Janet. Zia Laura era la mujer del agregado cultural y Zia Janet, la novelista. Las dos fueron a besar a los niños mientras Pulida pasaba los dedos por la larga melena de su hija.
– Giulietta -dijo dirigiéndose a la niñera-, hay que ponerle un poco de loción de romero en el pelo a Marguerita; el viento de Chicago se lo deja muy seco.
Bertrand tomó a la niña en brazos para llevársela a la cama. Filuda dobló bien el cuello del pijama de su hijo y le empujó suavemente hacia la niñera.
– Luego iré a veros, cariños míos, pero ahora tengo que ocuparme de que nuestros invitados coman algo porque, si no, se van a desmayar de hambre dentro de poco. Irina -añadió dirigiéndose, con el mismo tono suave, a la doncella-, haga el favor de servir la cena.
Le pidió al signar Bugatti que me acompañara y a su mujer que le diera el brazo al banquero suizo. Cuando cruzábamos el recibidor rumbo al comedor forrado de madera, me detuve a admirar un antiguo reloj de pie en cuya esfera estaba representado el sistema solar. Mientras lo estaba mirando empezaron a dar las nueve y el sol y los planetas comenzaron a girar alrededor de la Tierra.
– Es una maravilla, ¿verdad? -dijo el signor Bugatti-. Fillida tiene un gusto exquisito.
Si los cuadros y las pequeñas esculturas que atestaban todas aquellas salas eran suyos, no sólo tenía un gusto exquisito sino una barbaridad de dinero para poder permitírselos. Pero, también, poseía un lado extravagante: junto a una marina pintada por un niño había colocado fotografías de sus hijos en la playa.
Al verlas, Laura exclamó:
– Oh, mira, aquí está el pequeño Paolo en Samos el verano pasado. ¡Qué adorable es! ¿Vas a dejarle ir a nadar al lago Michigan?
– ¡Por favor! -contestó Fillida, alargando una mano para poner derecha la fotografía de su hijo-. El está deseando ir. No se te ocurra ni mencionarlo. ¡Con esa contaminación!
– Cualquiera que pueda enfrentarse al Adriático, puede soportar el lago Michigan -dijo el banquero y todo el mundo acogió el comentario con risas-. ¿No le parece, signora Warshawski?
Yo sonreí.
– La verdad es que yo voy a menudo a nadar al lago, pero puede que mi sistema inmunológico haya generado una tolerancia a nuestra contaminación. Aunque, por lo menos, nosotros nunca hemos sufrido ningún brote de cólera en las aguas costeras de Chicago.
– Ah, pero Samos no es lo mismo que Nápoles -dijo la novelista, la «tía Janet» que había besado a un Paolo reticente hacía unos minutos-. Es algo tan típico de los estadounidenses sentirse superiores sin haber pasado ni siquiera por Europa. Estados Unidos ha de ser siempre el número uno en todo, hasta en la limpieza de las aguas costeras. En Europa la gente se preocupa más por tener una mejor calidad de vida en términos más generales.
– Eso quiere decir que, cuando una empresa alemana se convierte en la mayor empresa editorial de los Estados Unidos o cuando una compañía suiza compra la mayor aseguradora de Chicago, en realidad no pretenden dominar el mercado -dije-, tan sólo es un efecto colateral de la búsqueda de una mejor calidad de vida en términos generales.
El banquero se rió, mientras Rossy, que acababa de volver a reunirse con nosotros, llevando una corbata diferente, de tonos más apagados, dijo:
– Tal vez Janet debería haber dicho que los europeos ocultan bajo una capa de civilización su interés por ganar medallas o por triunfar. Es de mala educación alardear abiertamente de los logros personales. Es mejor mencionarlos, como por casualidad, en medio de una conversación intrascendente.
– En cambio a los estadounidenses nos encanta alardear -continuó insistiendo la novelista-. Nosotros somos ricos, somos poderosos y todo el mundo tiene que hacer las cosas a nuestro modo.
Irina apareció con una crema de champiñones de color marrón claro, con el contorno de un champiñón dibujado con nata por encima. Era una mujer silenciosa y eficiente que supuse había venido de Suiza con los Rossy hasta que me di cuenta de que Filuda y su marido siempre se dirigían a ella en inglés.
En la mesa la conversación se desarrollaba en italiano y versó, durante un rato bastante tenso, sobre las deficiencias, tanto del ejercicio del poder como del comportamiento de los estadounidenses. Sentí que se me ponían los pelos de punta. Es gracioso, pero a nadie le gusta que alguien ajeno critique a su familia, aunque esté formada por una panda de locos y de matones.
– Así que la votación de hoy en la Asamblea Legislativa de Illinois no ha girado en torno a la posible retención de las indemnizaciones derivadas de los seguros de vida que les corresponden a los herederos de las víctimas del Holocausto; ha tratado, simplemente, de evitar que los Estados Unidos impongan sus criterios en Europa, ¿no? -dije yo.
El agregado cultural se inclinó sobre la mesa hacia mí.
– En cierto modo, así es, signora. Ese concejal negro, ¿cómo se llama?, ¿Duram?, a mí me parece que su argumento es muy válido. Los estadounidenses siempre están dispuestos a condenar desde fuera las atrocidades de una guerra, que fue en efecto atroz, nadie lo niega, pero no están dispuestos a examinar las atrocidades que cometieron en su país con los indios o con los esclavos africanos.
La doncella retiró los platos de la sopa y trajo lomo de ternera asada acompañado de verduras variadas. Los platos eran de porcelana de color crema y tenían una gran H grabada en oro en el centro. Tal vez fuese la inicial del apellido de soltera de Fillida Rossy, aunque, en ese momento, no se me podía ocurrir ningún apellido italiano que empezase por H.
Laura Bugatti intervino para decir que, a pesar de los atentados de las mafias en Italia y Rusia, la mayoría de los lectores europeos prefería estar al tanto de la violencia en los Estados Unidos que fijarse en la de sus propios países.
– Tienes razón -dijo, interviniendo por primera vez, la esposa del banquero-. Mi familia jamás habla de la violencia en Zurich, pero se pasan todo el tiempo haciéndome preguntas sobre los asesinatos que hay en Chicago. ¿No te pasa a ti lo mismo después del asesinato de ese tipo de la empresa de tu marido, Fillida?
Fillida pasó los dedos suavemente por la elaborada filigrana de su cuchillo. Noté que comía muy poquito, así que no era de extrañar que se le marcase tanto el esternón.
– D'accordo. Supongo que ese crimen salió en los periódicos de Bolonia porque saben que estoy viviendo aquí. Mi madre lleva llamándome varias mañanas seguidas para decirme que mande a Paolo y Marguerita de vuelta a Italia, donde no corren peligro. No sirve de nada que le repita una y otra vez que ese crimen se ha producido a treinta kilómetros de mi casa, en una zona horrible como otras que pueden encontrarse sin duda en Milán. E incluso puede que en Bolonia, aunque, la verdad, me resultaría difícil de creer.
– En tu ciudad natal, no, ¿verdad, cara? -dijo Bertrand-. Si es tu ciudad, tiene que ser la mejor del mundo, no puede existir nada desagradable.
Lo dijo riéndose y levantando su copa en dirección a su esposa, pero ella torció el gesto. El se puso serio, bajó la copa y se volvió hacia la mujer del banquero. Me pareció que el tono suave de Filuda tenía algo de intimidatorio: en aquella mesa no se admitían chistes sobre Bolonia, había que cambiarse de corbata si a ella no le parecía adecuada y variar de tema de conversación si le molestaba.
Laura Bugatti, al notar que Filuda estaba contrariada, preguntó enseguida con un tono de niña ansiosa:
– ¿Un crimen en la empresa de Bertrand? ¿Cómo es que no se me ha informado? Me estás ocultando una información cultural de gran importancia -le dijo a su marido con un mohín.
– Era un agente de seguros que trabajaba para Ajax, a quien encontraron muerto en su oficina -le contestó el banquero-. Ahora la policía ha dicho que se trata de un asesinato y no de un suicidio, como pensaron al principio. Usted trabajaba para él, ¿no es así, signora Warshawski?
– Trabajaba contra él -le corregí-. El tenía la clave de una controvertida… -me quedé pensando en cómo se decía aquello en italiano. Nunca he utilizado ese idioma para hablar de asuntos económicos. Al final, me volví hacia Rossy, que tradujo «reclamación sobre un seguro de vida».
– Bueno, pues él tenía la clave para resolver esa reclamación tan controvertida que se le ha hecho a Ajax, pero no conseguí que me revelara lo que sabía.
– Así que su muerte la ha dejado frustrada -me dijo el banquero.
– Sí, frustrada y perpleja, porque todos los papeles relacionados con ese seguro han desaparecido. Incluso hoy mismo alguien ha estado revolviendo en un archivador de la compañía para llevarse documentos.
Rossy colocó de un golpe la copa que tenía en la mano sobre la mesa.
– Y usted, ¿cómo lo sabe? ¿Por qué nadie me ha informado?
Abrí las manos en señal de ignorancia.
– Usted estaba en Springfield y yo he sido informada porque a su signor Devereux se le ocurrió sospechar que yo podía ser la responsable de ese robo.
– ¿En mi oficina? -me preguntó.
– En el Departamento de Reclamaciones. La copia que usted se quedó en su oficina sigue intacta -no añadí que a Ralph su sexto sentido le decía que en aquellos papeles había algo raro.
– O sea que usted jamás vio la documentación del agente -dijo Rossy, sin tomar en cuenta mi insinuación-. ¿Ni siquiera cuando estuvo en su oficina después de su muerte?
Dejé cuidadosamente el tenedor y el cuchillo sobre el filo dorado de mi plato.
– ¿Y cómo está usted al tanto de que he ido a la oficina de Fepple tras su muerte?
– Esta tarde hablé desde Springfield con Devereux y me dijo que usted le había llevado una especie de documento de la oficina del agente.
La doncella sustituyó los platos usados por otros también con filo de oro, con una mousse de frambuesa rodeada por los mismos frutos, pero frescos.
– La madre del difunto me dio una llave de la oficina y me pidió que fuera a ver si encontraba algo que la policía hubiese pasado por alto. Cuando entré, me encontré un trozo de un papel que parece un documento muy antiguo escrito a mano. La única razón por la que lo asocié con esa controvertida reclamación es que en él figura el nombre del tomador de la póliza, aunque no sabría decir si tiene algo que ver con la reclamación o se trata de otra cosa.
Laura Bugatti volvió a aplaudir.
– Esto es emocionante: un documento misterioso. ¿Sabe quién lo escribió o cuándo lo hizo?
Negué con la cabeza. Aquel interrogatorio me estaba haciendo sentirme incómoda y ella no tenía por qué saber que yo había llevado el papel a analizar.
– ¡Qué desilusión! -dijo Rossy dirigiéndome una sonrisa-. ¡Yo que había alardeado tanto de sus dotes sobrenaturales! Seguro que, al igual que Sherlock Holmes, usted será capaz de reconocer cincuenta y siete tipos diferentes de papel por sus cenizas.
– ¡Ay! -dije yo-. Mis poderes son imprevisibles. Son más aplicables a las personas y a sus motivaciones que a los documentos.
– Y, entonces, ¿por qué preocuparse siquiera? -me preguntó Fillida, mientras sus dedos se afirmaban alrededor del pesado mango de la cuchara que no había utilizado.
En su tono suave y distante había un aire de superioridad que me hizo sentir ganas de contestar de forma agresiva.
– Se trata de la reclamación de una familia afroamericana pobre del sur de Chicago. Si Ajax le pagara sus diez mil dólares a la inconsolable viuda, aprovecharía una magnífica oportunidad para poner en práctica toda esa retórica que Preston Janoff ha manifestado hoy.
– O sea que está actuando simplemente por nobleza de corazón y no porque tenga ninguna prueba -dijo el banquero, con un tono que sugería que sus palabras no encerraban ningún cumplido.
– Y ¿por qué intenta implicar en ello a la empresa de Bertrand? -añadió la novelista.
– No sé quién cobró el cheque que extendió Ajax en 1991 -dije volviendo a utilizar el inglés para estar segura de que me expresaba con claridad-. Pero hay dos razones por las que pienso que o bien fue el agente o bien alguien de la compañía de seguros: por lo que he averiguado acerca de la familia que ha presentado la reclamación y por el hecho de que el expediente original haya desaparecido. No sólo el de la agencia, sino también el de la compañía de seguros. Puede que quien se los llevó no se diera cuenta de que todavía quedaba otra copia en el despacho del señor Rossy.
– Ma il corpo -dijo la mujer del banquero-. ¿Usted vio el cuerpo? ¿Es cierto que la postura, el lugar en el que estaba el arma y todo eso hicieron que la policía creyera que se trataba de un suicidio?
– La signara Bugatti tiene razón -dije yo-. A los europeos les encanta conocer los detalles de la violencia en Estados Unidos. Desgraciadamente, la madre del señor Fepple no me dio la llave de la oficina hasta después del asesinato de su hijo, así que no puedo darle detalles sobre la posición del cuerpo.
Rossy frunció el ceño.
– Lamento que le parezcamos unos cotillas pero, como ya ha oído, en Europa las madres se preocupan por sus hijas y por sus nietos. Aunque, quizás podríamos hablar de cosas menos sangrientas.
Filuda asintió.
– Sí, creo que ya se ha hablado de demasiados asuntos sangrientos en mi mesa. ¿Por qué no volvemos al salón para tomar el café?
Mientras el resto del grupo se sentaba en los mullidos sofás de color pajizo, le di las gracias a Fillida Rossy y me excusé.
– Una serata squisita. Lamento tener una cita mañana temprano, lo que me obliga a marcharme sin tomar café.
Ni Fillida ni su marido hicieron el menor esfuerzo para que me quedara un rato más, aunque Fillida dijo algo sobre ir juntos una noche a la ópera.
– A pesar de que no puedo creer que se pueda cantar Tosca fuera de La Scala. Me parece una herejía.
Bertrand me acompañó hasta la puerta repitiendo con tono cordial que mi compañía había sido un placer. Esperó en el umbral hasta que llegó el ascensor. Oí que, en el interior, la conversación giraba en torno a Venecia, a cuyo festival de cine habían asistido Fillida, Laura y Janet.