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¿Una fiesta?
Cuando, una hora más tarde, entré jadeando y a la carrera en el vestíbulo del edificio de los Rossy, Durham y Posner se me habían ido momentáneamente de la cabeza. Mi mente estaba ocupada, sobre todo, con la imagen de Lotty, a la que, de nuevo, había dejado sumida en la angustia pero, aun así, no dejaba de ser consciente de que llegaba tarde, a pesar de haber recorrido a toda velocidad los últimos quinientos metros hasta allí. Me paré, sin aliento, junto a mi coche para quitarme el suéter de cuello alto y los zapatos de suela de goma de crepé y cambiarlos por la blusa de seda rosa y los zapatos de tacón. Me aseguré de colocarme bien los pendientes de brillantes de mi madre y luego me peiné mientras cruzaba la calle corriendo. Intenté darme un poco de maquillaje en el ascensor, mientras subía al piso once, pero, a pesar de todo, no estaba contenta de mi aspecto al llegar a la puerta y me sentí aún peor cuando la anfitriona dejó a sus otros invitados para venir a saludarme.
Filuda Rossy era una mujer de treinta y pocos años, casi tan alta como yo. Sus amplios pantalones palazzo de seda salvaje, con un suéter de nudos del mismo tono oro apagado, ponían de relieve su esbeltez y su fortuna. Llevaba unos rizos rubio oscuro retirados de la cara con unos pasadores de diamantes y otro diamante mayor colgado al cuello, anidado en el hueco que se forma entre las clavículas.
Estrechó la mano que yo le extendía con las dos suyas y casi me la acarició.
– Mi marido me ha hablado tanto de usted que estaba muy interesada en conocerla, signora -me dijo en italiano-. La conversación que mantuvieron fue para él una charla llena de sorpresas. Me dijo que le había leído usted la buenaventura.
Me llevó de la mano para presentarme a los demás invitados, que eran el agregado cultural italiano y su esposa, una mujer morena y vivaracha de una edad similar a la de Filuda, un alto directivo de banca suizo y su esposa, ambos bastante mayores que los Rossy, y una novelista estadounidense que había vivido muchos años en Sorrento.
– Es la detective de la que ha estado hablando Bertrand, la que tiene su oficina en un barrio de quiromantes.
Me dio unos golpecitos en la mano como para darme ánimos, como una madre que presenta a una hija tímida a unos desconocidos. Me sentí incómoda, retiré la mano y pregunté dónde estaba el señor Rossy.
– Mío manto si comporta scandaloso -dijo con una amplia sonrisa-. Ha adoptado las costumbres estadounidenses y, en vez de estar atendiendo a sus invitados, está hablando por teléfono, lo que me resulta vergonzoso, pero vendrá enseguida.
Musité un piacere a los demás invitados e intenté dejar de pensar en inglés y en la conversación que había tenido con Lotty para pasar al italiano y a discutir los distintos méritos de las pistas de esquí suizas, francesas e italianas que, aparentemente, era de lo que estaban tratando en el momento de mi llegada. La mujer del agregado cultural estaba entusiasmada con Utah y decía que, por supuesto, cuanto más peligrosas eran las pistas, más le gustaban a Fillida.
– Cuando me invitaste a la casa de tu abuelo en Suiza el último año del colegio, recuerdo que yo me quedaba en el refugio mientras tú bajabas por las pistas más terroríficas que he visto jamás, sin despeinarte ni un solo pelo. Tu abuelo resoplaba a través del bigote y hacía como que aquello no tenía importancia pero estaba superorgulloso. Tu pequeña Marguerita ¿ha salido igual de temeraria?
Fillida levantó las manos, con unas preciosas uñas perfectamente arregladas, y dijo que la osadía de aquellos años había quedado atrás.
– Ahora me resulta casi insoportable no tener a mis hijos a la vista, así que me quedo con ellos en las pistas de los principiantes. No sé qué haré cuando se empeñen en ir a las pistas gigantes. He aprendido a compadecer a mi pobre madre que pasaba una agonía con mis imprudencias -lanzó una mirada a la repisa de mármol de la chimenea, en la que había un sinfín de fotografías de sus hijos, tantas que los marcos estaban casi unos encima de otros.
– Entonces no querrás llevarlos a Utah -dijo la mujer del banquero-. Sin embargo, en Nueva Inglaterra hay muy buenas pistas para las familias.
El esquí no era mi fuerte y no me animaba a participar, aunque solía hablar en italiano con frecuencia, la suficiente como para meterme de inmediato en una conversación tan rápida como aquélla. Empecé a pensar que debería haber llamado para excusar mi presencia y haberme quedado con Lotty. Aquella noche me había parecido aún más angustiada e inquieta que el domingo.
Después de haber visto cómo entraba Posner en el edificio de los Rossy, me había ido calle arriba hasta la casa de Lotty sin saber si me diría que subiese o no. Pero, tras cierto titubeo, le dijo al portero que me dejara pasar. Cuando salí del ascensor, estaba esperándome en el vestíbulo. Antes de poder decir nada, me preguntó bruscamente qué quería. Intenté que su aspereza no me afectara y le contesté que estaba preocupada por ella.
Frunció el ceño.
– Como ya te he dicho por teléfono, siento haber arruinado la fiesta de Max, pero ahora ya estoy bien. ¿Ha sido Max quien te ha enviado para comprobarlo?
Negué con la cabeza.
– Max está preocupado por la seguridad de Calia. En estos momentos no creo que esté pensando en ti.
– ¿La seguridad de Calia? -dijo levantando sus oscuras y espesas cejas-. Max es un abuelo que adora a su nieta, pero no me parece que sea un angustias.
– No, no es un angustias -coincidí con ella-, pero es que Radbuka ha estado acechando a Calía y a Agnes.
– ¿Acechándolas? ¿Estás segura?
– Merodeando al otro lado de la calle, abordándolas, intentando que Agnes admitiera que Calia era pariente suya. ¿Eso a qué te suena? ¿Las estaba acechando o era la visita de un amigo? -le respondí con rudeza, molesta a mi propio pesar ante su tono de desdén.
Se tapó los ojos con las manos.
– Esto es ridículo. ¿Cómo puede pensar que son parientes?
– Si alguien supiera quién es él en realidad o quiénes eran los Radbuka, tal vez fuese más fácil contestar a tu pregunta -le dije encogiéndome de hombros.
Apretó los labios hasta que su amplia boca quedó reducida a una simple línea.
– No tengo por qué dar explicaciones, ni a ti ni a Max y menos que a nadie a ese ser absurdo. Si quiere jugar a que es un superviviente de Theresienstadt, dejadlo que lo haga.
– ¿Jugar? Lotty, ¿es que tú sabes que está jugando?
Había alzado la voz y la puerta del fondo del vestíbulo se abrió de pronto. Lotty se puso toda colorada y me hizo entrar en su piso.
– Por supuesto que no, pero Max… Max no encontró a ningún Radbuka cuando fue a Viena. Me refiero al viaje después de la guerra. No creo que, bueno, me gustaría saber de dónde ha sacado ese tipo tan extraño el apellido.
Me recosté en la pared con los brazos cruzados.
– Ya te dije que me metí en internet, que encontré que había una persona que estaba buscando información sobre Sofie Radbuka y que yo dejé un mensaje diciendo que se pusiera en contacto con mi abogado, si quería que mantuviésemos una conversación confidencial.
– Pero ¿por qué decidiste encargarte de eso? -dijo fulminándome con la mirada.
– Aquí hay dos misterios incomprensibles: Sofie Radbuka en Inglaterra en los años cuarenta y Paul Radbuka en el Chicago de hoy en día. Tú quieres información sobre Paul y él quiere información sobre Sofie pero ninguno de los dos estáis dispuestos a revelar nada. Tengo que empezar por algún sitio.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué tienes que empezar por algún sitio? ¿Por qué no dejas el asunto tranquilo?
Le sujeté ambas manos.
– Lotty, ¡para ya! Mírate. Desde que ese hombre apareció en escena la semana pasada, estás enloquecida. Te has puesto a chillar en mitad de la calle y, después, insistes en que los demás no te prestemos atención porque no tienes ningún problema. No puedo creer que esto no te esté afectando a la hora de entrar en el quirófano y, en este estado, eres un peligro para ti, para tus amigos y para tus pacientes.
Retiró las manos y me miró con dureza.
– Jamás he descuidado la atención a mis pacientes. Jamás. Ni siquiera cuando estaba sufriendo las repercusiones de la guerra y, desde luego, tampoco ahora.
– Eso es maravilloso, Lotty, pero si crees que puedes seguir así indefinidamente, estás muy equivocada.
– Eso es asunto mío, no tuyo. Y ahora, ¿quieres hacerme el favor de volver a entrar en esa dirección de Internet y quitar tu mensaje?
Elegí con mucho cuidado las palabras que le dije a continuación.
– Lotty, nada puede poner en peligro el cariño que siento por ti. Es demasiado profundo y forma parte de mi vida. Max me ha dicho que siempre ha respetado el muro de intimidad que has erigido alrededor de la familia Radbuka. Yo también haría lo mismo si no fuera por el tormento que estás sufriendo y que te está partiendo el corazón. Eso quiere decir que, si no quieres decirme qué es lo que te tortura, tendré que averiguarlo por mí misma.
Por la expresión que puso pensé que iba a estallar de nuevo, pero se dominó y se dirigió a mí en voz baja.
– La señora Radbuka representa para mí una parte de mi pasado del que me avergüenzo. Yo… Yo le di la espalda. Murió mientras yo la ignoraba. No sé si podría haberla salvado. Quiero decir que, probablemente, no habría podido, pero… la abandoné. Las circunstancias no importan. Lo único que necesitas saber es que me comporté mal.
Fruncí el ceño.
– Sé que no formaba parte de tu grupo de Londres o Max la habría conocido. ¿Era una paciente tuya?
– Puedo tratar a mis pacientes porque nuestros respectivos papeles están bien definidos, pero cuando la gente está fuera de ese ámbito, me convierto en un ser mucho menos digno de confianza. Jamás he dejado de hacer lo que me correspondía con un paciente. Jamás, ni siquiera en Londres, cuando estaba enferma, cuando hacía un frío horroroso, cuando otros alumnos pasaban las consultas a toda prisa. Es un alivio, una liberación, estar en el hospital, ser el médico y no la amiga o la esposa o la hija o alguien que no es digno de confianza.
Volví a tomar sus manos.
– Lotty, tú nunca has sido una persona en quien no se pueda confiar. Te conozco desde que tenía dieciocho años. Siempre has estado a mi lado, siempre has sido cariñosa, comprensiva y una verdadera amiga. Te estás flagelando por un pecado que no has cometido.
– Es cierto que somos amigas desde hace mucho tiempo, pero tú no eres Dios. Tú no conoces todos mis pecados, igual que yo no conozco los tuyos -me lo dijo con un tono seco, no con esa sequedad de la ironía sino como si se hallara demasiado exhausta como para experimentar ningún sentimiento-. Pero, si ese hombre que cree ser un Radbuka está amenazando a Calia… Calia es el vivo retrato de Teresz. Cuando la miro, veo a Teresz. Era la belleza de nuestro grupo. Y no sólo eso, también tenía un gran encanto. Incluso a los dieciséis años, cuando todas las demás éramos unas jovencitas torpes. Cuando miro a Calia es como si volviera a ver a Teresz. Si hubiera pensado que le podría ocurrir a Calia algo realmente malo…
No acabó la frase. Si pensara que a Calia le podría ocurrir algo realmente malo, ¿acabaría por contarme la verdad? ¿O qué?
Se hizo un silencio y entonces miré el reloj, vi la hora que era y, sin más preámbulos, dije que tenía que irme a una cena. No me gustó la tensión que vi en el rostro de Lotty mientras me acompañaba otra vez al ascensor. Corriendo por Lake Shore Drive hacia casa de los Rossy, pensé que en realidad yo sí que era una amiga en la que no se podía confiar.
En aquel momento, en un salón atestado de esculturas de bronce, tapicerías de seda, enormes cuadros al óleo, mientras escuchaba una charla superficial sobre el esquí y sobre si una ciudad como Chicago era capaz de representar ópera de primera, me sentí totalmente ajena al mundo que me rodeaba.