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Capítulo 26

Sugestión hipnótica

Ya en la calle, di la vuelta a la esquina y me metí en la relativa calma del callejón para hablar con Tim Streeter y ver cómo iban las cosas. Estaba en el zoo con Calia. Radbuka había vuelto a aparecer por el parque cuando estaban metiéndose en el coche de Tim, pero le había parecido más un tipo molesto que un hombre peligroso.

– Por supuesto que ambos sabemos que los merodeadores pueden ponerse violentos -me dijo-, pero, por lo menos hasta ahora, me ha parecido más desconcertante que peligroso. No hizo más que repetir que quería una oportunidad para hablar con Max y averiguar algo sobre su auténtica familia, pero entonces Calia se puso a chillar, con lo cual Agnes apareció en escena. Se puso a gritar que avisaran a la policía, que, según dice, apareció más tarde, pero yo ya me había ido tras Radbuka para advertirle de que tenía que marcharse, que Max iba a ponerle una denuncia por intromisión en su vida privada, lo cual significaba que podrían detenerle por andar merodeando cerca de su casa.

Parpadeé.

– ¿Y es verdad que Max lo va a hacer?

– Yo le llamé al hospital y le dije que debería hacerlo. Sea como sea, parece que ahora están todos más tranquilos. Agnes se ha quedado en casa para pintar, así que he llamado a mi hermano y le he dicho que se pase por allí para vigilar la casa. Yo he preferido llevarme a la niña para que Agnes no se ponga nerviosa pensando que la vida de su hija corre un peligro inminente, porque no es así. Ese tipo será un incordio pero, físicamente, no tiene nada que hacer contra nosotros.

Fruncí el ceño, preocupada.

– ¿No puede haberos seguido hasta el zoo?

– No. Iba en bici. Hace media hora me ha llamado mi hermano desde la casa para decirme que ha estado mirando a fondo por el jardín de Max y en el parque que hay al otro lado de la calle y que no ha visto el menor rastro de Radbuka.

– ¿Y cómo está Calia?

– Muy bien. Estamos viendo unas morsas de verdad. Supuestamente estoy aprendiendo cómo pedir que me den peces. Verme tranquilo la tranquiliza.

Un camión de reparto entró marcha atrás en el callejón haciendo que, con sus incesantes pitidos, me fuera imposible oír nada de lo que Tim me decía. A gritos le dije que llamaría a casa de Max más tarde.

Pasé junto al camión mientras me sentía insólitamente inútil. No había hecho ningún progreso en mi investigación sobre el pasado de Radbuka. No había hecho nada por la familia Sommers. Lotty, cuyo estado me alarmaba, no quería hablar conmigo. Como el piso de Rossy en Lake Shore Drive quedaba cerca del de Lotty, pensé que podría intentar pasar por allí de camino a la cena, pero no se me ocurría qué hacer para conseguir que me abriera su corazón.

Crucé la avenida Michigan hacia el jardín de las esculturas junto al Art Institute desde donde llamé a mi oficina para saber si Mary Louise había hecho algún progreso enseñando la foto de Radbuka a los vecinos de varias familias apellidadas Ulrich que figuraban en la guía telefónica de la ciudad. Mary Louise había estado intentando sacudirse aquel encargo de encima pero, cuando le conté que Radbuka había estado merodeando por los alrededores de la casa de Max, estuvo de acuerdo conmigo en que necesitábamos empezar por algún sitio. Si conseguía dar con alguien que hubiera conocido a Radbuka cuando aún se llamaba Ulrich, eso nos proporcionaría un punto de partida.

El camino más sencillo sería conseguir que Rhea Wiell nos ayudara y, ya que me encontraba en el centro, decidí hacerle una visita sorpresa. Tal vez estaría más receptiva en persona que por teléfono. Y, si no estaba dispuesta a facilitarme ningún antecedente sobre Paul, quizá me ayudase a dar con una estrategia para mantenerlo bajo control.

Fui caminando a lo largo de la avenida Michigan hasta el Water Tower Center y me paré a medio camino para comprar algo que en la tienda donde lo compré llamaban «sandwich vegetal». La agradable temperatura había hecho que una multitud de oficinistas hubiera salido a la calle a comer. Me senté en un banco de mármol entre un tipo que estaba enfrascado en un libro de bolsillo y dos mujeres que estaban fumándose un cigarrillo mientras se quejaban del descaro de alguien que les había pedido que rellenaran una segunda planilla de control de horarios.

El sandwich resultó ser un bollo grande de pan con unas escasas rodajitas de berenjena y pimiento. Parte del pan lo desmigué para los gorriones que revoloteaban esperanzados a mis pies. De pronto, sin saber de dónde, aparecieron una docena de palomas intentando apartar a los pajarillos.

El tipo que estaba a mi lado enfrascado en el libro me miró con asco.

– Lo único que está haciendo es fomentar bichos nocivos, ¿sabe?

Dobló la punta de la página que estaba leyendo y se puso de pie.

– Pues a lo mejor tiene razón -le contesté poniéndome de pie yo también-. Siempre había pensado que mi trabajo consistía en mantenerlos a raya, pero a lo mejor ha dado usted en el clavo.

Su gesto de disgusto dio paso a otro de inquietud, giró y se dirigió a toda prisa hacia el edificio de oficinas que teníamos detrás. Desmigué el resto del pan para echárselo a los pájaros. Ya casi era la una. Morrell estaría en ese momento sobrevolando el Atlántico, lejos de la tierra, lejos de mí. Sentí como un vacío en el estómago y apresuré el paso como si, con ello, pudiera dejar atrás el sentimiento de soledad.

Cuando entré en la consulta de Rhea Wiell había una mujer joven sentada en la sala de espera que sostenía nerviosa una taza con una infusión de hierbas entre las manos. Me senté y me puse a observar los peces que había en el acuario, mientras la mujer me lanzaba una mirada de desconfianza.

– ¿A qué hora tiene usted la cita? -le pregunté.

– A la una y cuarto… ¿A qué hora la tiene usted?

Si mi reloj iba bien, todavía no era la una y diez.

– No tengo cita. Espero que la señora Wiell tenga algún hueco libre esta tarde. ¿Lleva usted mucho tiempo con ella? ¿Le está sirviendo de algo?

– Ah, de mucho -dijo, y luego permaneció en silencio durante un minuto, pero como yo continué mirando los peces y el silencio se hizo muy denso, añadió-: Rhea me ha ayudado a cobrar conciencia de fragmentos de mi vida que antes tenía bloqueados.

– A mí nunca me han hipnotizado -dije-. ¿Qué se siente?

– ¿Le da miedo? A mí también me lo daba antes de la primera sesión, pero no es como aparece en las películas. Es como ir descendiendo en un ascensor hacia tu propio pasado. Puedes bajarte en diferentes plantas y explorarlas con la tranquilidad de saber que Rhea está a tu lado, en vez de estar sola o con esos monstruos que estaban allí cuando tuviste que vivir aquello en su momento.

La puerta que daba a la otra habitación se abrió. La mujer que estaba hablando conmigo se giró inmediatamente para mirar a Rhea, que apareció en el umbral de la puerta con Don Strzepek. Estaban riéndose como si existiese bastante familiaridad entre ellos. Don tenía aire de estar muy despierto y Rhea, en vez de la chaqueta y los pantalones sueltos del otro día, llevaba un vestido rojo con el busto ceñido. Al verme, se sonrojó y se separó ligeramente de Don.

– ¿Ha venido a verme? Tengo otra persona citada ahora mismo -me dijo y, por primera vez en nuestra breve relación, la calidez de su sonrisa parecía auténtica. No me lo tomé como una deferencia personal, sabía que era por Don, pero provocó que yo le respondiera con naturalidad.

– Ha surgido algo bastante serio. Puedo esperar a que acabe, pero creo que deberíamos hablar.

Se volvió hacia la paciente que estaba esperándola y le dijo:

– Isabel, no vamos a empezar tarde, pero tengo que hablar un momento a solas con esta señora.

Cuando entré con ella en su despacho, Don me siguió.

– Paul Radbuka ha empezado a acosar a la familia del señor Loewenthal. Me gustaría hablar con usted sobre las posibles estrategias que podemos emplear para manejar esta situación.

– ¿Acosar? Me parece un comentario algo excesivo. Puede que esté malinterpretando su actitud, pero, aunque así fuera, no hay duda de que tenemos que hablar -se sentó tras su mesa para mirar el calendario-. Puedo hacerle un hueco de quince minutos a las dos y media.

Asintió mayestáticamente con la cabeza pero, cuando miró a Don, su expresión volvió a dulcificarse. Nos acompañó a la sala de espera y, dirigiéndose a él, dijo:

– Bueno, entonces, te veo a las dos y media.

– Parece que el asunto de tu libro marcha bien -le dije a Don cuando ya habíamos salido al descansillo.

– Su trabajo es fascinante -me contestó él-. Ayer me dejé hipnotizar. Fue maravilloso, era como estar flotando en un océano de agua tibia dentro de un bote absolutamente seguro.

Vi cómo se llevaba la mano con aire pensativo al bolsillo de la pechera mientras esperábamos al ascensor.

– ¿Has dejado de fumar o has recordado secretos enterrados acerca de tu madre?

– No seas sarcástica, Vic. Sólo me puso en un trance ligero, de modo que pudiese ver cómo es el asunto; no me hizo una hipnosis profunda para recuperar recuerdos. De todos modos, nunca utiliza la hipnosis profunda hasta haber trabajado con el paciente el tiempo necesario para estar segura de que existe la suficiente confianza entre ambos y para estar segura de que el paciente es lo bastante fuerte como para soportar todo el proceso. Cuando salga este libro, Arnold

Praeger y la gente de Memoria Inducida van a lamentar haber intentado tirar por tierra la reputación de Rhea.

– Te ha embrujado con algún tipo de hechizo -dije en tono de burla mientras atravesábamos el portal-. Nunca te había visto dejar a un lado tu cautela de periodista.

Se puso colorado.

– Siempre existen motivos legítimos de inquietud ante cualquier método terapéutico. Lo dejaré bien claro en el libro. Esto no es una apología de Rhea sino una oportunidad para que la gente entienda el valor de su trabajo en la recuperación de recuerdos. Incluiré la opinión de la gente de Memoria Inducida, aunque ellos nunca se han tomado el tiempo necesario para comprender los métodos de Rhea.

Don había conocido a Rhea al mismo tiempo que yo, es decir, hacía sólo cuatro días, y ya era un fervoroso creyente. Me preguntaba por qué sería que su hechizo no tenía ningún efecto en mí. Cuando nos conocimos, el viernes pasado, se dio perfecta cuenta de que me acercaba a ella con escepticismo, no con la admiración de Don, pero no intentó seducirme hacia su campo. Se me ocurrió pensar que, tal vez, no empleara su encanto en la misma medida con las mujeres que con los hombres, pero la joven que estaba en la sala de espera también era, sin duda, una incondicional. ¿Tendría razón Mary Louise? ¿No desconfiaríamos la una de la otra porque ambas queríamos dominar la situación? ¿O era mi instinto el que me decía que en Rhea Wiell había algo turbio? No es que yo pensara que era una simple charlatana, pero me preguntaba si la constante dieta de adulación a la que la habían acostumbrado personas como Paul Radbuka se le habría subido a la cabeza.

– ¡Vuelve a la tierra! -oí decir a Don-. Por tercera vez, ¿quieres tomar un café mientras esperamos?

De pronto me di cuenta de que estábamos fuera del ascensor, en la planta baja.

– La hipnosis, ¿es algo así? -le pregunté-. ¿Te sumerges tanto en un espacio propio que pierdes la conciencia del mundo exterior?

Don me llevó afuera para poder encender un cigarrillo.

– Estás preguntando a un novicio, pero creo que consideran que quedarse así de abstraído es algo muy similar a un trance. Le llaman disociación de imágenes o algo así.

Me coloqué donde no me viniera el humo mientras él se fumaba su cigarrillo y aproveché para hacer unas llamadas y comprobar cómo iban las cosas. Llamé primero a Tim Streeter, quien me dijo que no había ninguna novedad y, luego, a mi servicio de contestador. Para cuando terminé de devolver un par de llamadas a unos clientes, Don ya estaba listo para ir a tomar café al hotel Ritz. En la terraza llena de árboles del Ritz conseguí que me hiciera un resumen de las averiguaciones que había llevado a cabo en los últimos cuatro días.

Había recopilado un montón de datos sobre cómo se había utilizado la hipnosis en los tratamientos a personas que padecían síntomas de algún trauma. Un hombre que sufría unas pesadillas horribles en las que le rebanaban el cuello y se lo separaban del tronco resultó que había visto cómo se ahorcaba su madre, a la edad de tres años. El padre confirmó todos los detalles que el hijo había reproducido bajo hipnosis. Jamás le había hablado de aquello a su hijo pensando que, cuando sucedió, era demasiado pequeño para comprender lo que había visto. También me contó que había muchos casos documentados sobre personas que, estando anestesiadas, habían oído lo que se decía a su alrededor y bajo la hipnosis fueron capaces de reproducir todas las conversaciones mantenidas en el quirófano. La propia Rhea había trabajado con varias personas que habían sido víctimas de incesto y cuyos recuerdos, recuperados gracias a la hipnosis, habían sido refrendados por hermanos o por otros adultos.

– En un capítulo vamos a utilizar diversas parejas contrapuestas: el poseedor de recuerdos y el supresor de recuerdos. Pero el capítulo más interesante, por supuesto, será el que trate sobre Radbuka, por eso ni a Rhea ni a mí nos agrada que estés cuestionando la validez de lo que dice.

Apoyé la barbilla en las manos y lo miré directamente a los ojos.

– Don, no dudo del valor de la hipnosis ni de la validez de algunos recuerdos recuperados siempre que se sigan unas pautas estrictas. Pertenezco al consejo de una asociación de acogida a mujeres con problemas y he sido testigo yo misma de ese fenómeno.

»Pero, en el caso de Radbuka, se trata de saber quién es él emocionalmente y, bueno, también genealógicamente, por decirlo de alguna forma. Max Loewenthal no miente cuando dice que los Radbuka no son parientes suyos, pero Paul desea tan desesperadamente que esa relación exista que es incapaz de prestar atención a la realidad. Puedo comprenderlo. Puedo comprender que, habiendo crecido con un padre que le maltrataba, desee tener otros parientes. Si yo pudiera acceder a más información sobre él, podría tratar de ver dónde se cruza su vida -si es que se cruza- con alguien del círculo londinense de Max.

– Pero él no quiere que tengas esa información. Ha llamado a Rhea a mediodía, cuando yo estaba allí, para decirle que estabas haciendo todo lo posible para apartarle de su familia y le ha implorado que no te diera ningún detalle sobre él.

– Eso explica su frialdad conmigo. No hay duda de que habla mucho en su favor que sea tan celosa de la intimidad de sus pacientes. Pero tú estuviste en casa de Max el domingo y viste cómo es Radbuka. Incluso concediéndole que todo lo que dice haber recordado gracias a la hipnosis sea verdad, eso no significa que sea pariente de Max simplemente porque él lo quiera -para intentar quitarle hierro a la conversación, añadí-: Eso situaría el trabajo de Rhea al mismo nivel que el de Timothy Leary, que, estando bajo los efectos del ácido, hablaba con sus cromosomas para saber cuáles habían sido sus reencarnaciones anteriores.

– ¡Pero, Vic…! -protestó Don-. No puedes reducir esta terapia al nivel de una conversación con Jay Leño. Hace una semana yo también habría hecho esa clase de chiste barato pero, si hubieras visto el proceso de cerca y hubieras comprendido con qué tipo de problemas tiene que luchar la gente que desbloquea su pasado, serías más respetuosa. Te lo garantizo. Y, en el caso de Paul Radbuka, Rhea también es consciente de que ese hombre tiene un montón de problemas y está francamente preocupada por lo que estás intentando hacer con él.

Miré el reloj e hice una seña para que trajeran la cuenta.

– Don, ya sé que sólo raemos coincidido unas cuantas veces durante el año pasado, pero ¿crees que tu amigo Morrell se habría enamorado de mí si yo fuera un monstruo que, deliberadamente, pone obstáculos entre un huérfano de guerra y su familia?

Don puso una sonrisa de arrepentimiento.

– ¡Por todos los demonios, Vic! Claro que no, pero tú tienes una relación muy estrecha con Loewenthal y sus amigos. Tus juicios también pueden estar distorsionados por tu afán de protegerlos.

Estuve tentada de creer que, de verdad, Rhea le había provocado un estado de sugestión posthipnótico con el fin de que me rechazara a mí y todo cuanto yo hiciera. Pero, al ver cómo se le iluminaba la mirada cuando le dije que ya era hora de cruzar al edificio de oficinas, comprendí que el auténtico hechizo provenía de una fuente más profunda y más básica. Como solía decir mi padre: jamás intentes detener a un hombre con un hacha ni a un hombre enamorado.