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Capítulo 25

Siguiendo el rastro de papel

Nada más llegar a casa de Morrell, devolví la llamada a Nick Vishnikov. Contestó con su habitual tono brusco y entrecortado.

– Vic, ¿eres bruja o tenías alguna prueba?

– O sea, que no ha sido un suicidio -dije apoyada en la encimera de la cocina y dejando escapar una gran bocanada de aire.

– El primer indicio fue que no había restos de pólvora en la mano y el segundo, un golpe en el cráneo que debió de dejarle aturdido el tiempo suficiente para que el asesino pudiera dispararle. El ayudante nuevo, el que hizo la primera autopsia, no se molestó en buscar otras posibles heridas, pero ¿tú qué habías observado?

– Ah, lo del golpe en la cabeza -dije como sin darle importancia-. No, la verdad es que me fijé en los detalles de su vida, no en los de su muerte.

– Bueno, pues, sea como sea, felicidades, aunque el comisario Purling del Distrito Veintiuno no está muy contento. Como su gente no se dio cuenta de eso in situ, no quiere que sea un homicidio. Pero, como ya le he dicho, las fotografías demuestran que el arma se encontró justo debajo de la mano de la víctima. Si se hubiera disparado él mismo, el arma se le habría caído de la mano desde la altura de la cabeza y hubiera quedado lejos, no justo debajo de la mano. Así que Purling ya ha asignado el caso. Bueno, tengo que dejarte porque tengo prisa.

Antes de que pudiera colgar, le pregunté a todo correr si tenía la seguridad de que había sido la SIG Trailside que se había encontrado allí la que había acabado con la vida de Fepple.

– ¿Más brujerías, Warshawski? Se lo preguntaré a los del laboratorio, pero más tarde.

Mientras llenaba un cuenco con agua para los perros, estuve dudando sobre si debía llamar al comisario Purling para informarle de lo que sabía. Pero era tan poca cosa -la misteriosa llamada de teléfono y el misterioso visitante del viernes por la tarde- que la policía obtendría la misma información del guardia de seguridad y del listado de llamadas del teléfono de Fepple. Y, además, si le llamaba, en el mejor de los casos, significaría pasarme varias horas explicando por qué estaba involucrada en ello. Y, en el peor de los casos, podría encontrarme metida en más líos de los necesarios por haber examinado la escena del crimen por mi cuenta.

Y, además, aquel caso no era mío, así que tampoco era mi problema. Mi único problema era intentar que Ajax pagara a la familia Sommers lo que les debían por el seguro de vida de Aaron. Aquel Aaron Sommers cuyo nombre aparecía, con dos cruces al lado, en una vieja página de un cuaderno de contabilidad que estaba en el portafolios de Howard Fepple.

Llamé a los Laboratorios Cheviot y pregunté por Kathryn Chang.

– Ah, sí. Barry me dio su hoja. Le he echado un vistazo preliminar. Por la filigrana del papel yo diría que es de manufactura suiza, de la papelera Baume de Basilea. Tiene un tipo de trama de algodón que no se fabricaba durante la Segunda Guerra Mundial por la escasez de materia prima, o sea que se podría datar entre 1925 y 1940. Le podré dar datos más precisos cuando haya estudiado la tinta. Entonces me resultará más fácil precisar cuándo se escribió el texto. Pero no le puedo dar prioridad sobre otros encargos que tengo entre manos antes que el suyo. Tardaré, por lo menos, una semana.

– Está bien. Por ahora, con eso me basta -le contesté con lentitud, mientras intentaba procesar aquella información en mi mente-, pero ¿sabe usted si ese papel se usaba… únicamente en Suiza?

– Oh, no, en absoluto. Ahora, la papelera Baume no es muy conocida, pero en los años sesenta era uno de los mayores fabricantes del mundo, tanto de papel de calidad como de papel de oficina. Éste de la muestra, en particular, se utilizaba para agendas de teléfonos, diarios personales y ese tipo de cosas. Es muy poco frecuente verlo utilizado en cuadernos de contabilidad. La persona que lo usaba debe de haber sido…, bueno, digamos que debió de ser muy sibarita. Por supuesto que ver el cuaderno del que se ha sacado esa hoja me serviría de gran ayuda.

– Eso también me serviría de ayuda a mí. Pero hay una cosa más que me gustaría saber: ¿podría decirme cuándo se han hecho las diferentes entradas? No el año exacto, sino… Bueno, lo que quiero saber es si hay algunas más recientes que otras.

– Muy bien, incluiremos ese dato en el informe, señora Warshawski.

Me pareció que había llegado el momento de volver a visitar a Ralph Devereux. Llamé para pedir cita. Su secretaria me recordaba de mi visita de la semana anterior, pero me dijo que Ralph no podía recibirme: no tenía ni un hueco libre en la agenda hasta las seis y media. Sin embargo, cuando le dije que tal vez yo podría hacer que el concejal Durham suspendiera sus manifestaciones de protesta, me contestó que esperase un momento, momento que resultó tan largo como para leerme toda la sección de deportes del Herald Star. Y, cuando volvió a ponerse al teléfono, me dijo que Ralph podría dedicarme cinco minutos a mediodía entre otras dos citas, si estaba allí a las doce en punto.

– Estaré en punto -dije, colgué y me volví hacia los perros-. Eso quiere decir que nos volvemos a casa. Allí podréis tumbaros en el jardín y yo me pondré unas medias. Ya sé que os vais a quedar tristísimos, pero pensadlo bien: ¿quién de los tres lo va a pasar peor?

Eran las diez y media. Me había hecho la ilusión de poder meterme en la cama de Morrell y echar un sueñecito, pero aún tenía que pasarme por casa de Max para darle las fotos de Radbuka a Tim Streeter. Y quería ir a mi propia casa para cambiarme y ponerme algo más apropiado que unos vaqueros para ir a una cita en el Loop. Mientras llevaba a los perros de vuelta al coche, me puse a cantar «La vida es una rueda y yo estoy atrapada entre sus radios». Cuando paré en casa de Max para dejar las fotos de Radbuka, todo seguía tranquilo. Bajé a toda velocidad hasta Belmont, le planté los perros al señor Contreras y subí corriendo las escaleras hasta mi apartamento.

Aquella noche tenía la cena con los Rossy, la oportunidad de charlar en italiano para levantar el ánimo a la mujer de Bertrand que sentía nostalgia de su tierra. Me puse un traje pantalón negro de tela fina que me podía servir tanto para las citas profesionales como para ir a la cena. Cuando llegara a casa de los Rossy podía quitarme el suéter de cuello vuelto, de modo que la blusa de seda rosa que llevaba debajo le diera un toque elegante al conjunto. Metí los pendientes de diamantes de mi madre en un bolsillo y unos zapatos de tacón en la cartera, los de suela de goma de crepé que llevaba cuando fui a la oficina de Fepple… Me detuve sin acabar aquel pensamiento y bajé las escaleras a todo correr. La bolita de pinball estaba de nuevo en acción.

Fui con el coche hasta mi oficina y luego tomé el suburbano hasta el centro. En la calle Adams, frente al edificio Ajax, un pequeño grupo de manifestantes seguía dando vueltas en círculo por la acera junto a la entrada. Sin el concejal Durham para dirigir la carga, sus tropas tenían un aspecto desastroso. De vez en cuando, algunos se animaban cantando alguna consigna a la gente que salía de la oficina para ir a comer, pero la mayor parte se dedicaba simplemente a hablar entre sí, con los carteles descansando sobre los hombros. Parecían los mismos que portaban el viernes anterior -«No a las indemnizaciones a los negreros», «No a las torres de oficinas levantadas sobre los huesos de los esclavos» y cosas así- pero vi que, en el panfleto que un joven me dio cuando iba a entrar en el edificio, habían borrado los ataques en mi contra. Sí, los habían borrado literalmente y donde decía que si yo no tenía vergüenza había un espacio en blanco entre lo de la falta de piedad de Ajax y lo de la falta de compasión de los Birnbaum. El texto ofrecía un aspecto raro:

La compañía aseguradora Ajax se quedó el importe del seguro de vida de su marido hace diez años. La semana pasada, cuando él murió, enviaron a su diligente detective para acusar a la hermana Sommers de haber robado el dinero.

Supuse que era para poder incluir mi nombre, si volvían a considerarme la mala de la película. Metí el panfleto en mi maletín.

A las doce en punto el ordenanza de la planta de los directivos me pasó a la sala de visitas de Ralph. Él aún no había salido de una reunión en la sala de juntas, pero su secretaria le llamó por el interfono. Ralph apareció tras una brevísima espera pero, esta vez, me dirigió un simple saludo con la cabeza, sin sonrisas ni abrazos.

– ¿A ti siempre te persiguen los problemas, Vic? -me dijo cuando ya estábamos en su despacho con la puerta cerrada-. ¿O es que simplemente surgen y saltan para morderme cuando te acercas a mí?

– Si de verdad sólo dispones de cinco minutos, no los malgastes echándome la culpa por las manifestaciones de protesta del concejal Durham -dije sentándome en una de aquellas sillas tubulares tan duras, mientras él se apoyaba en el borde de su escritorio-. He venido a sugerirte que paguéis la totalidad del seguro a la familia Sommers y así podréis hacer una magnífica labor de relaciones públicas resaltando el gran respeto que sentís ante el dolor de la viuda…

Me cortó en seco.

– Ya pagamos diez mil dólares en 1991. No vamos a pagar dos veces un seguro de vida.

– La cuestión es quién recibió el dinero en 1991. Yo, personalmente, no creo que nadie de la familia Sommers viera ese dinero jamás. El cheque inició y terminó su recorrido en las puertas de la agencia.

Cruzó los brazos con gesto intransigente.

– ¿Tienes alguna prueba?

– Ya sabes que Howard Fepple está muerto, ¿verdad? No hay nadie…

– Se suicidó porque la agencia iba de mal en peor. Figura en el boletín interno de noticias de esta mañana.

Negué con la cabeza.

– Noticia atrasada. Le han asesinado. El expediente sobre la familia Sommers ha desaparecido y ya no queda nadie en la agencia que pueda explicar lo que ha ocurrido en realidad.

Ralph se quedó mirándome entre enfadado e incrédulo.

– ¿Qué quieres decir con que le han asesinado? La policía encontró su cuerpo y una nota de suicidio. Lo dicen los periódicos.

– Ralph, escúchame: no hace ni una hora que he hablado con el forense y me ha dicho que la autopsia revela que se trata de un asesinato. ¿No te parece curioso que el expediente de la familia Sommers haya desaparecido al mismo tiempo que alguien ha matado a Fepple?

– ¿Qué intentas con todo esto? ¿Supones que me lo voy a creer simplemente porque tú me lo digas?

– Llama al forense -dije, encogiéndome de hombros-. Llama al comisario de guardia del Distrito Veintiuno. No intento hacer nada más que ayudar a mi cliente y proporcionarte un camino para acabar con la manifestación de ahí abajo, en la calle Adams.

– Muy bien, pues te escucho -el ceño fruncido acentuaba la incipiente flacidez de sus mejillas.

– Paga la totalidad a la familia Sommers -repetí sin dejar de mirarlo e intentando que no saliese a relucir el pronto de mi carácter-. Sólo son diez mil dólares. Es lo que cuesta el billete de ida y vuelta a Zurich de un miembro de vuestro comité ejecutivo, pero para Gertrude Sommers y para el sobrino que pagó de su bolsillo el funeral representa la diferencia entre vivir en la penuria o con cierto desahogo. Paga y saca de ello un gran revuelo publicitario. ¿Qué podrá hacer Durham después? Puede decir que fue él quien te forzó a tomar esa medida, pero no podrá andar por ahí diciendo que robas a una viuda.

– Lo pensaré, pero no me parece que sea la mejor idea.

– A mí, personalmente, me parece una maravilla. Demuestra lo absolutamente fiable que es esta compañía incluso ante una sitúación en absoluto fiable. Hasta podría escribirte un anuncio publicitario.

– Claro, como no es tu dinero…

No pude evitar sonreír.

– ¿Qué pasa? ¿Va a irrumpir aquí Rossy gritando «Oiga, joven, hasta el último centavo va a salir de sus opciones de compra de acciones»?

– Esto no es broma, Vic.

– Ya lo sé. Y la parte que menos gracia tiene es la referente a las conexiones que los malpensados van a establecer al enterarse de que el expediente de los Sommers se ha evaporado. ¿Hizo tu compañía algo hace una década que desee mantener oculto a toda costa?

– No hicimos nada. Rotundamente, no -se detuvo a mitad de su negación, recordando que nos habíamos conocido a causa de un fraude en Ajax-. ¿Es eso lo que cree la policía?

– No lo sé. Puedo extender las antenas pero, si te sirve de consuelo, lo que he oído sobre el tipo que dirige la investigación es que no tiene muchas ganas de ponerse a sudar -me puse de pie y saqué de mi maletín una copia de la vieja hoja del libro de contabilidad-. Éste es el único documento relacionado con los Sommers que había en la oficina de Fepple. ¿Te dice algo?

Ralph lo miró sólo un instante y sacudió la cabeza con impaciencia.

– ¿Qué es esto? ¿Quiénes son estas personas?

– Esperaba que tú me lo dijeras. Cuando estuve aquí la semana pasada, Connie Ingram, esa chica joven de tu Departamento de Reclamaciones, dejó aquí el expediente que tenéis sobre Sommers. Si contiene copias de los documentos de la agencia, tal vez tenga una completa de éste. No sé quiénes son estas personas, pero las dos cruces que hay junto a sus nombres me hacen pensar que han muerto. El original de esta hoja es bastante antiguo. Y aquí hay algo muy curioso, Ralph: en el laboratorio me han dicho que este papel se hacía en Suiza antes de la guerra. Me refiero a la Segunda Guerra Mundial, no a la Guerra del Golfo.

Se puso tenso.

– Será mejor que no estés sugiriendo…

– ¿Edelweiss? Por Dios bendito, Ralph, ese pensamiento casi no ha cruzado por mi mente. El laboratorio me ha dicho que ese papel se vendía a sibaritas de todo el mundo y, por lo visto, era bastante caro, pero… un papel suizo y una pistola suiza, ambas cosas en una agencia de seguros que atrae en estos momentos mucha atención… La mente humana no es racional, Ralph, sólo relaciona los hechos que se suceden uno detrás del otro. Y eso es lo que está haciendo mi mente.

Entonces se puso a mirar el papel como si éste fuera una cobra que le hubiera hipnotizado. El interfono que estaba sobre su escritorio emitió un pitido. Era su secretaria recordándole que iba a llegar tarde a su cita. Apartó la vista del papel con visible esfuerzo.

– Déjame esto. Le diré a Denise que compruebe la carpeta para ver si hay algún documento más con esta letra. Ahora tengo que irme a toda prisa a otra reunión. Una reunión sobre nuestras reservas, sobre la situación ante posibles reclamaciones de supervivientes del Holocausto y sobre otros asuntos que son mucho más importantes que diez mil dólares y que unas acusaciones sin fundamento contra Edelweiss.

Al bajar me detuve en la planta treinta y nueve, donde se examinaban las reclamaciones. A diferencia de la planta de los directivos, en la que había un ordenanza tras una consola de caoba para controlar las entradas y salidas, allí no se veía a ninguna persona a quien preguntar dónde estaba la mesa de Connie Ingram. Tampoco había alfombras chinas de color rosa flotando en un océano de parqué. Eché a andar sobre una estera de sisal duro de color mostaza por un laberinto de cubículos, la mayor parte de ellos vacíos, pues era la hora de comer.

Cerca ya del final de la planta encontré a una mujer sentada tras su mesa, haciendo el crucigrama del Tribune mientras comía brotes de soja de un envase de plástico. Era una mujer de mediana edad, con la cabeza llena de ricitos en forma de tirabuzones. Cuando levantó la mirada, me sonrió y me preguntó en qué podía ayudarme.

– ¿Connie Ingram? Está al otro lado. Venga, yo la acompaño. Es difícil encontrar dónde está cada cual en medio de este laberinto, a menos que seas una de las ratas que trabaja aquí.

Volvió a ponerse los zapatos y me condujo al otro lado de la planta. Justo en ese momento Connie Ingram volvía de comer con un grupo de compañeras. Estaban haciendo los típicos comentarios quejosos por tener que volver al trabajo y planes para la hora del café. Nos saludaron, a mí y a mi guía, con interés: mucho mejor tener alguien con quien hablar que estar mirando archivos y pantallas de ordenador.

– Señorita Ingram -le dije con la franca sonrisa de unas amigas de toda la vida-. Soy V. I. Warshawski. Nos conocimos la semana pasada en el despacho de Ralph Devereux, por el asunto de Aaron Sommers.

El recelo se reflejó en su rostro.

– ¿Sabe el señor Rossy que está aquí?

Le enseñé mi pase y aumenté la potencia de mi sonrisa.

– Ralph Devereux me ha invitado a venir. ¿Quiere llamar a su secretaria para preguntárselo o quiere que llame yo a Bertrand Rossy para que él le diga lo que necesito?

Sus compañeras, protectoras e inquisitivas, la rodearon. Ella musitó que no creía que fuese necesario y me preguntó qué era lo que quería.

– Ver el expediente. ¿Sabe que el agente que vendió la póliza ha muerto? La copia que debía obrar en su poder no aparece, así que necesito ver los documentos para intentar averiguar quién presentó la solicitud original de cobro por fallecimiento. El señor Devereux está barajando la posibilidad de pagar a la viuda por todo el lío que hay con esta póliza y ahora con la muerte del agente y todo eso.

Connie se puso toda colorada.

– Lo siento, pero a mí el señor Rossy me dijo tajantemente que no le enseñara el contenido de esa carpeta a nadie que no fuese de la empresa. Y, además, la carpeta sigue en la planta sesenta y tres.

– ¿Y la microficha? ¿No dijo usted que había impreso los documentos a partir de la microficha? Estamos hablando de la póliza de una mujer mayor, que se ha pasado la vida vaciando orinales mientras su marido hacía dos turnos para poder pagar la prima del seguro. Si hubo un error en el pago o el agente cometió una estafa, ¿tiene que sufrir esta anciana una humillación, además del sufrimiento de la pérdida de su marido? -le dije. En lugar de escribir anuncios publicitarios para Ajax, podría escribirle los discursos a Bull Durham.

– De verdad, es la política de la empresa. No se pueden mostrar los archivos a nadie que no sea de la compañía. Puede preguntárselo a mi supervisora cuando vuelva de comer.

– Esta noche voy a cenar con los señores Rossy, así que se lo diré a él directamente.

Entonces, puso una expresión de mayor inquietud. A ella le gustaba complacer a todo el mundo. ¿Qué pasaría si yo y su todopoderoso jefe extranjero nos enfadásemos con ella? Pero era una jovencita muy honrada y, al final, se decidió por la lealtad hacia su empresa. No me hizo gracia, pero, desde luego, me produjo un gran respeto. Sonreí dándole las gracias y le dejé una tarjeta mía por si cambiaba de opinión.