175624.fb2 Sin previo Aviso - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

Sin previo Aviso - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

Capítulo 21

Acecho en el parque

Mary Louise se puso a trabajar en las carpetas que yo había sacado del cajón que ponía Rick Hoffman y yo regresé a mi ordenador. Me había olvidado de que había introducido el nombre de Sofie o Sophie Radbuka en el buscador, pero el ordenador me seguía esperando pacientemente con dos hallazgos: un comprador que estaba interesado en libros sobre Radbuka y una página en una dirección de Internet dedicada a buscar familias, en la que la gente podía dejar los mensajes que quisiera.

Quince meses antes, alguien que firmaba con el seudónimo del Escorpión Indagador había dejado un mensaje: Busco información sobre Sofie Radbuka, que vivió en el Reino Unido en la década de 1940.

Debajo estaba la respuesta de Paul Radbuka, escrita hacía dos meses y que ocupaba páginas y páginas en la pantalla. Querido Escorpión Indagador: apenas tengo palabras para expresar la emoción que sentí al descubrir tu mensaje. Fue como si alguien hubiese encendido una luz en un sótano oscuro y me dijese que estoy aquí, que existo. No soy ni un tonto ni un desquiciado, sino una persona a la que se le ha ocultado su nombre y su identidad durante cincuenta años. Al final de la Segunda Guerra Mundial un hombre me trajo desde Inglaterra a Estados Unidos diciendo que era mi padre, aunque en realidad era alguien que había perpetrado las más viles atrocidades durante la guerra. Me ocultó, a mí y al mundo, mi identidad judía, sin embargo, cuando le hizo falta, la utilizó para que las autoridades de inmigración le permitiesen entrar en listados Unidos.

Continuaba describiendo minuciosamente cómo había recuperado la memoria gracias a Rhea Wiell y relataba sueños en los que hablaba en yídish, fragmentos de recuerdos de su madre cantándole una canción de cuna antes de aprender a andar y detalles de los malos tratos a los que le había sometido su padre adoptivo.

Últimamente me he preguntado por qué mi padre adoptivo se afanó en buscarme en Inglaterra, concluía escribiendo en su mensaje, pero debe de ser a causa de Sofie Radbuka. Tuvo que haber sido su torturador en el campo de concentración. Hila tiene que ser mi pariente, incluso puede que sea mi madre o una hermana perdida. ¿Eres su hijo? Quizá seamos hermanos. Me muero de ganas de conocer a la familia que nunca he conocido. Por favor, te lo imploro, contéstame a PaulRadbuka@superviviente.com. Cuéntame cosas de Sofie. Tengo que saber si es mi madre o mi tía o, incluso, una hermana cuya existencia desconocía.

No había respuesta, cosa que no me extrañaba nada. El mensaje dejaba traslucir con tanta claridad su histeria que hasta yo hubiese salido corriendo. Busqué si el Escorpión Indagador había dejado una dirección de correo electrónico pero no encontré ninguna.

Regresé a la página de chats y escribí cuidadosamente un mensaje: Querido Escorpión Indagador, si tienes alguna pregunta o información sobre la familia Radbuka que estés dispuesto a tratar con un interlocutor neutral, puedes enviarlas al despacho de abogados de Cárter, Halsey y Weinberg. Aquél era el despacho de mi abogado, Freeman Cárter. Puse su dirección y también los datos de su página web. Después le mandé un correo electrónico a Freeman informándole de lo que había hecho.

Me quedé mirando la pantalla durante un rato como si, por arte de magia, fuese a revelarme alguna otra información, pero después me acordé de que nadie me pagaba para averiguar nada sobre Sofie Radbuka, así que entré en otros buscadores de la Red, lo que constituye gran parte de mi tarea hoy en día. La Red ha transformado el trabajo de investigación, haciendo que, la mayoría de las veces, sea más fácil y más aburrido al mismo tiempo.

Cuando Mary Louise se marchó a mediodía a sus clases, me dijo que las seis pólizas que le había traído de Midway estaban en orden, ya que cuatro de los asegurados habían muerto y los beneficiarios habían cobrado religiosamente. Los otros dos estaban vivos y ninguno había presentado una solicitud de reembolso. Tres de las pólizas estaban emitidas por Ajax y las otras tres pertenecían a dos compañías diferentes. Por tanto, si había habido alguna irregularidad por parte de la agencia en el cobro de la póliza de Sommers, no parecía que fuese una práctica habitual.

Estaba tan exhausta que no podía pensar sobre aquello ni sobre ninguna otra cosa. Cuando Mary Louise se fue, me invadió una gran fatiga. Me dirigí con una gran pesadez de piernas hacia el catre del cuarto trasero, donde me sumí en un sueño febril. Eran casi las tres cuando me despertó el teléfono. Fui hasta mi escritorio a trompicones y farfullé algo ininteligible.

Una mujer preguntó por mí y después me dijo que esperase un momento, que me pasaría con el señor Rossy. ¿El señor Rossy? Ah, sí, el director general de Edelweiss en Estados Unidos. Me froté la frente, intentando que la sangre me fluyera hacia el cerebro, y después, puesto que estaba a la espera, me fui a buscar una botella de agua a la neverita que está en el pasillo y que comparto con Tessa. Cuando volví al teléfono, Rossy estaba repitiendo mi nombre con tono seco.

– Buon giorno -dije, haciendo como que estaba muy despierta-. Come sta? Che pud facerLa?

Soltó una exclamación al oírme hablar italiano.

– Ralph me dijo que hablaba usted italiano con soltura, pero es que, además, lo habla muy bien, casi sin acento. De hecho, por eso la llamo.

– ¿Para hablar italiano conmigo? -no me lo podía creer.

– No, por mi mujer. Tiene nostalgia. Cuando le dije que había conocido a alguien que hablaba italiano y que era aficionada a la ópera, como ella, me dijo que le preguntase si nos haría usted el honor de cenar con nosotros. Sobre todo le fascinó, tal como me imaginaba, que tenga usted su despacho entre los indovine, vedintis -tradujo, pero se corrigió a sí mismo inmediatamente-, ah, no, videntes. ¿Lo he dicho bien, ahora?

– Perfectamente -contesté, con la cabeza en otra cosa. Estaba observando el cuadro de Isabel Bishop, colgado en la pared junto a mi escritorio. Aquella cara angulosa que me miraba por encima de su máquina de coser no me decía nada-. Será un placer conocer a la señora Rossy -acabé diciéndole.

– ¿Le viene bien cenar con nosotros mañana?

Pensé en Morrell, que volaba a Roma a las 10 de la mañana, y en el vacío que sentiría al ver despegar su avión.

– Pues da la casualidad de que no tengo ningún compromiso.

Apunté la dirección en mi agenda electrónica de bolsillo. Vivían en un edificio en Lake Shore Drive, cercano al de Lotty. Colgamos después de desearnos mutuamente una buena jornada, pero yo me quedé perpleja mirando a la costurera del cuadro durante un largo rato, preguntándome qué sería lo que Rossy querría en realidad.

Todavía resultaba difícil entender la letra, pero pude leer varios nombres: Hillel Brodsky, I. o G. Herstein y Th. y Aaron Sommers.

La hoja que había encontrado en el portafolios de Fepple ya se había secado. Encendí la fotocopiadora para sacar una copia ampliada, con la letra lo suficientemente grande como para que se pudiera leer. Guardé el original en una funda de plástico.

Aunque parecía que ponía Pommers, yo sabía que tenía que ser el tío de mi cliente, por lo que era razonable suponer que aquélla era una lista de clientes de la Agencia Midway. ¿Qué significaban las cruces? ¿Que estaban muertos? ¿Que habían estafado a sus familias? ¿Ambas cosas? Tal vez Th. Sommers estuviese vivo todavía.

Los perros, nerviosos tras un encierro de cinco horas, se levantaron y empezaron a mover la cola.

– ¿Qué pasa, chicos? ¿Pensáis que debemos ponernos en marcha? Tenéis razón. Vamonos.

Apagué el ordenador, guardé con cuidado el fragmento de papel original en mi maletín, también tomé el portafolios de Fepple y me lo llevé al coche.

El reloj seguía avanzando y todavía me quedaban varias cosas por hacer relacionadas con mi trabajo. Dejé que los perros hicieran sus necesidades, pero no les di tiempo para que corrieran un poco antes de subirlos al coche para cruzar la zona del aeropuerto de O'Hare rumbo a los Laboratorios Cheviot, especializados en medicina forense y cuyos servicios solía utilizar. Le enseñé el trozo de papel a un ingeniero con el que ya había trabajado antes.

– Yo me especializo en metales, no en papeles, pero hay una persona aquí que puede hacerte este trabajo -me dijo.

– Estoy dispuesta a pagar para que lo haga con urgencia -comenté.

– Hablaré con ella. Se llama Kathryn Chang -masculló-. Uno de nosotros te llamará mañana.

Todavía no había empezado la hora punta, así que seguí con los perros en el coche, que cada vez estaban más nerviosos, hasta que llegamos a Hyde Park, donde estuve media hora jugando con ellos, tirándoles palitos al lago. «Lo siento, chicos; hoy ya no tengo más tiempo para vosotros. Venga, subid otra vez al coche.»

Eran las cuatro, hora del cambio de turno en un montón de trabajos. Me acerqué en coche hasta el edificio del Hyde Park Bank. Y, por supuesto, estaba de turno el mismo guardia de seguridad del viernes. Cuando me detuve delante de él, me miró sin el menor interés.

– Fuimos más o menos presentados el viernes por la tarde -le dije.

Me miró con más atención.

– Ah, sí. Fepple dijo que usted había estado acosándole. ¿Lo acosó hasta matarlo?

Parecía estar de broma, así que le sonreí.

– Yo no. En las noticias han dicho que le habían disparado o que se había suicidado.

– Así es. Dijeron que el negocio se estaba yendo al garete, cosa que no me sorprende en absoluto. Llevo trabajando aquí nueve años. Apuesto a que puedo contar con los dedos de la mano los días en que ese joven se ha quedado a trabajar hasta tarde desde que el viejo murió. Debe de haberse desilusionado finalmente con el cliente que vino el viernes.

– ¿Volvió con alguien después de irnos?

– Exacto. Pero no debe de haberle sido de ningún provecho. Supongo que por eso fue por lo que no le vi marcharse. Se quedó arriba y se suicidó.

– ¿Cuándo se marchó el hombre que vino con él?

– No estoy seguro de si era un hombre o una mujer. Fepple entró a la vez que un grupo que iba a la clase de Lamaze. Creo que iba hablando con alguien pero no puedo decir que le estuviese prestando mucha atención. Los polis creen que soy un desastre porque no fotografío a cada uno de los que pasan por aquí, pero ¡qué diablos!, si en este edificio ni siquiera se lleva un registro de visitas. Si el visitante de Fepple se hubiera ido al mismo tiempo que las embarazadas y sus maridos, tampoco me hubiese dado mucha cuenta.

Tuve que darme por vencida. Le entregué el portafolios de loneta de Fepple y le dije que lo había encontrado junto al bordillo, en la calle.

– Supongo que, por el contenido, debe de pertenecer a Fepple. Dado que la policía está tan pesada quizás usted pueda dejarlo en su oficina y que ellos se las arreglen si es que vuelven por aquí -le di mi tarjeta por si se le ocurría alguna cosa, acompañada de la mejor de mis sonrisas y me encaminé a la zona residencial que se encuentra al oeste de la ciudad.

A diferencia de mi antiguo Trans Am, no era fácil conducir el Mustang a alta velocidad, lo cual tampoco representaba un problema aquella tarde porque no había quien pudiese ir rápido. El tráfico se iba haciendo cada vez más denso y había momentos en que no se avanzaba nada.

La primera parte del trayecto la hice por la misma autopista que había tomado cuando fui a ver a Isaiah Sommers el viernes anterior. El aire se tornaba más espeso en la zona industrial, tiñendo de un gris amarillento el brillante cielo de septiembre. Saqué el teléfono móvil y llamé a Max, ansiosa por saber cómo se encontraban Lotty y él después de los incidentes de la noche anterior. Contestó el teléfono Agnes Loewenthal.

– Ay, Vic, Max sigue todavía en el hospital. Dijo que vendría alrededor de las seis. Pero ese hombre horrible que estuvo anoche en casa ha vuelto a merodear hoy por aquí.

Avanzaba lentamente detrás de un camión de chatarra.

– ¿Ha ido a la casa?

– No, en cierta forma algo peor. Estaba en el parque de enfrente. Esta tarde, cuando llevé a Calia a pasear, se acercó e intentó hablar con nosotras, diciendo que quería que Calia supiese que él no era ningún lobo malo, sino que era su primo.

– ¿Y qué hiciste?

– Le dije que estaba muy equivocado y que nos dejara en paz. Intentó seguirnos, discutiendo conmigo, pero cuando Calia se puso nerviosa y empezó a llorar, él comenzó a gritar, rogándome que le dejase hablar con Calia a solas. Volvimos corriendo a casa. Llamé a Max y él llamó a la policía de Evanston, que envió a un coche patrulla. Le dijeron que se marchase pero, Vic, esto es algo que te pone los pelos de punta. No quiero estar sola en esta casa. La señora Squires no ha venido hoy, después de la fiesta de anoche.

El del coche de atrás me tocó la bocina con impaciencia. Avancé los dos metros que habían quedado libres delante de mí, mientras le preguntaba a Agnes si realmente tenía que quedarse en Chicago hasta el sábado.

– Si ese hombrecillo horrible va a seguir acechándonos, es probable que intente adelantar el regreso. Aunque la galería que fui a ver la semana pasada quiere que vuelva a pasarme por allí el jueves, para que conozca a los patrocinadores de la exposición. Me daría mucha rabia perder esa oportunidad.

Me froté la cara con la mano que me quedaba libre.

– Hay un servicio que suelo utilizar cuando necesito un guardaespaldas o tengo que vigilar algún lugar. ¿Quieres que pregunte si tienen a alguien que pueda quedarse en la casa hasta el día de tu partida?

Pude sentir cómo respiraba aliviada al otro lado del teléfono.

– Tengo que consultárselo a Max, pero sí. Sí, hazlo, Vic.

Cuando colgamos, sentí un gran cansancio. Si Radbuka se convertía en un merodeador iba a resultar un auténtico problema. Llamé al buzón de voz de los Hermanos Streeter y expliqué lo que necesitaba. Los Hermanos Streeter forman un grupo de chicos muy curiosos: lo mismo realizan trabajos de vigilancia, que mudanzas o hacen de guardaespaldas. Tom y Tim Streeter dirigen un grupo de nueve personas, que cambian continuamente y que, en los últimos tiempos, incluye a dos mujeres bastante musculosas.

Cuando acabé de dejar el mensaje ya habíamos dejado atrás la zona industrial. La carretera se ensanchó y el cielo recuperó su brillo. Al salir de la autopista, me hallé de pronto ante un hermoso día de otoño.