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El cazador que estaba en el medio
De regreso en casa, me puse a frotar los zapatos de manera obsesiva, pero ni todos los productos de Dow Chemical eran capaces de dejarlos totalmente limpios. No podía permitirme el lujo de tirarlos, aunque tampoco creía que pudiese soportar volver a ponérmelos.
Me quité el traje de chaqueta y lo inspeccioné centímetro a centímetro bajo un foco de luz potente. No parecía haber ningún resto de Fepple en el tejido pero, de todos modos, lo dejé apartado para llevarlo al tinte.
De camino a casa me había detenido en un teléfono público de Lake Shore Drive para notificar la existencia de un cadáver en el edificio de Hyde Park Bank. A aquellas alturas la maquinaria policial estaría en marcha. Estaba tan nerviosa que iba y venía, una y otra vez, de la ventana a la puerta de la cocina. Podría llamar a alguno de mis viejos amigos dentro del cuerpo de policía para que me informara de cómo iba la investigación, pero entonces tendría que decirles que había sido yo quien había encontrado el cadáver. Lo cual significaba pasarme todo el día contestando preguntas. Intenté hablar con Morrell para que me consolara un poco, pero ya se había marchado a su cita en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Me pregunté dónde habría metido Fepple mi tarjeta de visita. No la había visto sobre su escritorio, aunque tampoco había estado buscando algo tan pequeño. Los polis vendrían directos a mí en cuanto descubriesen que yo era la detective a la que aludía Fepple en su nota de suicidio. Si es que era una nota de suicidio.
Claro que lo era. La pistola había caído de su mano al suelo después de haberse pegado un tiro. Se sentía fracasado y ya no podía soportarlo más, así que se voló la mitad de la cara de un balazo. Me detuve junto a la ventana de la cocina a mirar a los perros. El señor Contreras los había soltado en el jardín. Debería sacarlos para que corriesen un poco.
Como si sintiera mi mirada, Mitch levantó los ojos y me dirigió una sonrisa canina. Aquella sonrisilla desagradable de Fepple cuando leyó el expediente de Sommers, cuando dijo que se iba a ocupar de la lista de clientes de Rick Hoffman. Aquélla era la sonrisa de alguien que pensaba que podía sacar provecho de la debilidad de los demás y no la sonrisa de un hombre que se odiaba tanto a sí mismo como para acabar suicidándose.
Aquella mañana llevaba el mismo traje y la misma corbata del viernes. ¿Para quién se había vestido con tanta elegancia? ¿Para una mujer, como había dado a entender? ¿Alguien a quien había intentado conquistar pero que le había dicho cosas tan horribles sobre su persona que regresó a la oficina y se suicidó? ¿O se había vestido así para encontrarse con quien le había llamado cuando estaba hablando conmigo? Aquel que le había dicho cómo despistarme: yendo a un teléfono público y llamándole desde allí para recibir más instrucciones. Fepple se había metido en el pequeño centro comercial, donde le recogió su misterioso interlocutor. Fepple había creído que podría sacar tajada de algún secreto que había descubierto en el expediente de Sommers.
Intentó chantajear a su misterioso interlocutor. Éste le dijo a Fepple que era mejor que hablasen en privado en su oficina, donde lo mató y organizó todo para que pareciese un suicidio. Muy al estilo de Edgar Wallace. En cualquier caso, el misterioso interlocutor se había llevado el expediente de Sommers. Regresé, inquieta, al salón. No, lo más probable sería que Fepple hubiese dejado el expediente en su mesilla de noche, junto a sus viejas revistas de Consejos útiles para el juego del pingpong.
Me hubiera gustado saber qué estaba haciendo la policía, si había aceptado la teoría del suicidio, si estaba comprobando la existencia de residuos de pólvora en las manos de Fepple. Finalmente, a falta de algo mejor que hacer, salí al patio a buscar a los perros. El señor Contreras había dejado abierta la puerta de atrás de su casa. Cuando estaba subiendo las escaleras para decirle que me llevaba los perros a pasear y después a mi oficina, oí que decían por la radio:
La noticia importante de hoy: esta mañana se ha encontrado el cadáver del agente de seguros Howard Fepple en su oficina de Hyde Park, después de que la policía recibiese una llamada anónima. Parece ser que Fepple, de cuarenta y tres años de edad, se suicidó porque la Agencia de Seguros Midway, fundada por su abuelo en 1911, estaba a punto de quebrar. El difunto vivía con su madre, Rhonda, quien se quedó atónita ante la noticia. «Howie ni siquiera tenía pistola. ¿Cómo es posible que la policía ande diciendo que se ha suicidado con una pistola que no tenía? Hyde Park es una zona muy peligrosa. Yo siempre le decía que trasladara la agencia aquí, a Palos, que es donde realmente la gente contrata seguros; creo que alguien entró en su oficina, lo mató y después arregló todo para que pareciese un suicidio.»
La policía del Distrito Cuarto dice que no descarta la posibilidad de un asesinato pero que, hasta que no esté completo el informe de la autopsia, están tratando la muerte de Fepple como si fuese un suicidio. Ha informado Mark Santoros, Global News, Chicago.
– Qué cosa tan rara, cielo -el señor Contreras levantó la mirada del Sun Times, donde estaba marcando con un círculo los resultados de las carreras de caballos-. ¿Un tipo que se suicida sólo porque le va mal en los negocios? Estos chavales son unos flojos.
Farfullé que estaba de acuerdo, sin mucho convencimiento -en otro momento le confesaría que había sido yo quien había encontrado el cuerpo de Fepple, pero eso requería de una larga charla que en aquellos momentos no me apetecía mantener-. Metí a los perros en el coche y los llevé hasta el lago, donde echamos una carrera de ida y vuelta hasta la bahía de Montrose. Me dolía la cabeza por la falta de sueño pero correr siete kilómetros relajó mis agarrotados músculos. Llevé a los perros conmigo a la oficina, donde corretearon de un lado a otro, olfateando y ladrando como si nunca antes hubiesen estado allí. Tessa me pegó un grito desde su estudio para que los calmase de inmediato antes de que les tirase un mazo de esculpir.
Cuando los hube encerrado en mi despacho, me senté a mi mesa y me quedé allí, inmóvil, durante un buen rato. Cuando yo era pequeña, mi abuela Warshawski tenía un juguete de madera con el que me dejaba jugar cuando iba a visitarla. En el centro había un cazador que tenía a un lado un oso y al otro un lobo. Si apretabas el botón una vez, el cazador giraba y apuntaba con su rifle al lobo mientras el oso saltaba sobre él. Si apretabas el botón de nuevo, el cazador se volvía hacia el oso y, entonces, era el lobo el que le atacaba. Sommers. Lotty. Lotty. Sommers. Era como si yo fuese el cazador que estaba en medio y que no dejaba de volverse hacia una y otra imagen. Nunca tenía el tiempo suficiente para concentrarme en ninguno de los dos casos antes de que saltase el otro.
Por fin, agotada, encendí el ordenador. Sofie Radbuka. Paul había dado con ella a través de un chat en la web. Me puse a buscar en Internet y en ese momento llamó Rhea Wiell.
– Señora Warshawski, ¿qué le hizo usted anoche a Paul? Esta mañana cuando llegué a mi consulta estaba esperándome en la puerta, llorando y diciendo que usted le había puesto en ridículo y le había apartado de su familia.
– Quizás pueda usted hipnotizarlo para que recupere la memoria y diga la verdad -le contesté.
– Si piensa que eso es gracioso, quiere decir que tiene un sentido del humor tan perverso que puedo llegar a creer cualquier cosa de usted -la vestal se había vuelto tan gélida que su voz podía extinguir el fuego sagrado.
– Señorita Wiell, ¿no habíamos quedado en que el señor Loewenthal tenía tanto derecho a la intimidad como el que usted exigía para Paul Radbuka? Pero Paul siguió a Max Loewenthal hasta su casa. ¿Todo eso se le ocurrió a él sólito?
Era lo bastante humana como para avergonzarse y contestó con un tono más calmado:
– Yo no le di el nombre de Max Loewenthal. Desgraciadamente, Paul lo vio escrito en la agenda que está sobre mi mesa. Cuando le dije que existía la posibilidad de que usted conociese a un pariente suyo, ató cabos. Es muy listo. Pero eso no da derecho a que se burlen de él -añadió, intentando recuperar la ventaja.
– Paul irrumpió en una fiesta privada y enervó a todo el mundo inventándose tres versiones diferentes de su vida en igual cantidad de minutos -sabía que no tenía que perder los nervios, pero no pude evitar ser cortante-. Es un desequilibrado peligroso. Tenía ganas de hablar con usted para preguntarle qué le hizo pensar que era un buen candidato para la hipnoterapia.
– Cuando nos conocimos el viernes no mencionó usted que hubiera hecho una especialidad en psicología clínica -dijo Rhea Wiell con un tono meloso que resultaba aún más irritante que su gélida furia-. No sabía que pudiese evaluar si un candidato es apto o no para la hipnosis. ¿Le parece que es un desequilibrado peligroso porque amenazó la paz mental de unas personas que se avergonzaban de tener que admitir que estaban emparentadas con él? Hoy por la mañana Paul me dijo que todos sabían quién era Sofie Radbuka, pero que se negaron a decírselo y que usted les incitaba a comportarse de esa forma. Para mí eso es inhumano.
Respiré hondo, intentando aplacar mi furia, puesto que necesitaba su ayuda y sería imposible obtenerla si seguía cabreada conmigo.
– Hace cincuenta años el señor Loewenthal buscó a una familia apellidada Radbuka que había vivido en Viena antes de la guerra. No los conocía personalmente sino que eran conocidos de la doctora Herschel. El señor Loewenthal emprendió la búsqueda de cualquier rastro sobre ellos cuando regresó a Europa en 1947 o 1948 para buscar a su propia familia.
Mitch soltó un ladrido breve y corrió hacia la puerta. Entró Mary Louise y me gritó algo sobre Fepple. La saludé con la mano pero seguí con la atención puesta en el teléfono.
– Cuando Paul comentó que había nacido en Berlín, el señor Loewenthal le dijo que entonces era muy difícil que estuviese emparentado con los Radbuka que él había estado buscando tantos años atrás. Así que Paul ofreció al instante dos posibles alternativas: que tal vez él había nacido en Viena o incluso en el gueto de Lodz, adonde habían sido enviados los Radbuka de Viena en 1941. Todos, el señor Loewenthal, yo y un defensor de los derechos humanos llamado Morrell, opinábamos que si pudiésemos ver los documentos que Paul encontró en el escritorio de su padre, bueno, de su padre adoptivo, después de que éste muriera, se podría llegar a alguna conclusión sobre un posible parentesco o no. También le sugerimos que se hiciese una prueba de ADN. Paul rechazó ambas propuestas con igual vehemencia.
Rhea Wiell hizo una pausa y luego dijo:
– Paul dice que usted intentó impedirle la entrada en la casa y que luego llevó a un grupo de niños para que se burlaran de él y le insultasen.
Me contuve para no ponerme a gritar por teléfono.
– Cuatro niños pequeños bajaron la escalera a todo correr, vieron a su paciente y empezaron a gritar que era el lobo malo. Créame, todos los adultos que estaban cerca actuaron de inmediato para hacerlos callar, pero eso le molestó a Paul. A cualquiera le molestaría tener que aguantar las burlas de un grupo de niños desconocidos, pero supongo que el incidente provocó en la mente de Paul unas asociaciones desagradables con su padre, bueno, con su padre adoptivo… Señorita Wiell, ¿podría convencer a Paul para que nos permita, al señor Loewenthal o a mí, ver esos documentos que encontró entre los papeles de su padre? ¿De qué otro modo podríamos investigar esa relación que Paul establece entre él y el señor Loewenthal?
– Lo pensaré -dijo con tono mayestático-, pero después del desastre de anoche no confío en que usted vaya a respetar los intereses de mi paciente.
Hice el gesto más desagradable que me fue posible con la cara, pero mantuve un tono de voz calmado.
– No haría nada deliberado para causarle ningún daño a Paul Radbuka. Sería de gran ayuda que el señor Loewenthal pudiese ver esos documentos, ya que es la persona que más sabe de la historia familiar de sus amigos.
Cuando colgó, tras contestar con poco entusiasmo que lo pensaría, le hice una pedorreta bien fuerte.
Mary Louise me miró extrañada.
– ¿Estabas hablando con Rhea Wiell? ¿Cómo es en persona?
Pestañeé un par de veces, intentando recordar la mañana del viernes.
– Amable. Enérgica. Muy segura de su capacidad. Lo suficientemente humana como para entusiasmarse con la propuesta de Don de escribir un libro sobre ella.
– ¡Vic! -Mary Louise se sonrojó-. Es una terapeuta destacada. No empieces a atacarla. Puede que sea un poco agresiva defendiendo su punto de vista, pero es que… tiene que enfrentarse en público a un montón de insultos. Además… -añadió con astucia-, tú también eres así. Puede que ésa sea la razón por la que chocáis.
Torcí el gesto.
– Al menos Paul Radbuka está de acuerdo contigo. Dice que ella le salvó la vida. Con lo cual me pregunto cómo estaría antes de que le curase: nunca he visto a alguien tan terriblemente inseguro -le resumí con brevedad el comportamiento de Radbuka en la casa de Max la noche anterior, pero no sentía ganas de añadir la historia de Lotty y de Cari.
Mary Louise hizo un gesto de desaprobación al oír mi informe, pero insistió en que Rhea tendría una buena razón para haberlo hipnotizado.
– Si estaba tan deprimido que ni siquiera podía salir de su apartamento, al menos esto ha sido un paso adelante.
– ¿Andar persiguiendo a Max Loewenthal y afirmar que es su primo es un paso adelante? ¿Hacia dónde? ¿Hacia una cama en un manicomio? Lo siento -dije rápidamente cuando vi que Mary Louise me volvía la espalda malhumorada-. Está claro que ella se preocupa mucho por él. Pero es que anoche nos sentimos bastante intimidados cuando se presentó en la casa de Max sin haber sido invitado, eso es todo.
– Está bien, está bien -se encogió de hombros, pero se giró hacia mí con una sonrisa de determinación y cambió de tema para preguntarme qué sabía de la muerte de Fepple.
Le conté cómo encontré el cuerpo. Después de perder el tiempo sermoneándome por intentar forzar la puerta de la oficina de Fepple, consintió en llamar a su antiguo jefe en el Departamento de Policía y averiguar cómo iba el caso. Su crítica me recordó que había metido algunas de las viejas carpetas de Rick Hoffman en el portafolios de Fepple, que lo había guardado en el maletero del coche y que me había olvidado de ello. Mary Louise dijo que suponía que no tendría ningún problema en investigar a los beneficiarios y ver si la compañía les había pagado en regla, siempre y cuando no tuviese que andar explicando de dónde había obtenido sus nombres.
– Tú no estás hecha para este trabajo, Mary Louise -le dije cuando regresé de mi coche con el portafolios de Fepple-. Estás acostumbrada a ser poli, a que la gente conteste cualquier pregunta a la policía sin que ésta tenga que recurrir a la astucia, porque a todo el mundo le pone muy nervioso la posibilidad de que le detengan.
– Creía que se podía ser astuta sin tener que mentir -refunfuñó mientras recogía las carpetas-. ¡Qué asco, Vic! ¿Tenías que vomitarles tu desayuno encima?
Una de las carpetas tenía una mancha de gelatina, con la que también me había ensuciado las manos. Cuando revisé el interior del portafolios con más cuidado, vi que había una rosquilla de bizcocho y gelatina aplastada entre papeles y otros restos de basura. Era un asco. Me lavé las manos, me puse los guantes de goma y vacié el portafolios sobre una hoja de periódico. Mitch y Peppy estaban tremendamente interesados, sobre todo en la rosquilla, así que puse la hoja de periódico sobre un aparador.
Aquello despertó la curiosidad de Mary Louise. También se puso unos guantes de goma y me ayudó a revisar toda aquella basura. No era un botín apetitoso ni informativo. Había un suspensor, tan gris y arrugado que era casi irreconocible, mezclado con informes de la compañía y pelotas de pingpong. La rosquilla de gelatina. Otra caja de galletitas abierta. Líquido de enjuage bucal.
– ¿Sabes una cosa? Es muy raro que no haya ninguna agenda, ni aquí, ni sobre su escritorio -dije después de haberlo revisado todo.
– Tal vez tenía tan pocas citas que no necesitaba agenda.
– O tal vez el tipo con el que quedó el viernes por la tarde se la llevó para que nadie viese que tenía una cita con él. Se la llevó junto con el expediente de Sommers.
Me pregunté si borraría alguna prueba clave si limpiaba la gelatina del interior del portafolios con un paño húmedo, pero me negaba a volver a meter todas aquellas cosas en aquella mierda.
Cuando Mary Louise me vio encaminarme al cuarto de baño en busca de una esponja, lo festejó con fingido entusiasmo.
– ¡Pero bueno, Vic! Si puedes limpiar un portafolios, quizás también puedas aprender a archivar los papeles en sus carpetas.
– Veamos: primero se llena un cubo con agua, ¿no es así? Ah, pero ¿qué es esto? -había un papelito que se había quedado pegado con jalea en la parte interior del portafolios. Casi lo hago papilla al pasarle la esponja por encima. Puse el portafolios debajo de la luz del escritorio para poder ver lo que estaba haciendo. Lo volví del revés y despegué el papel con mucho cuidado.
Era la hoja de un cuaderno de contabilidad, con lo que parecía ser una lista de nombres y números escritos con una caligrafía fina y antigua, que había formado unas pequeñas florecitas en los puntos donde se había mojado. La mezcla de gelatina y agua había convertido la parte superior izquierda de la página en ilegible, pero lo que pudimos descifrar tenía más o menos este aspecto:
– ¿Ves por qué no hay que ser una fanática de la limpieza? -dije con tono serio-. Hubiésemos perdido parte del documento.
– ¿Qué es eso? -dijo Mary Louise, inclinándose sobre el escritorio para mirar-. Ésa no es la letra de Howard Fepple, ¿verdad?
– ¿Esta letra? Es tan bonita que parece impresa. No me lo imagino escribiéndola. De todas formas, el papel parece antiguo -tenía un borde dorado y el ángulo inferior derecho, que se había salvado del desastre, estaba amarillento por el paso del tiempo. La tinta misma estaba deslucida y el tono había pasado del negro al verdoso.
– No puedo entender los nombres -dijo Mary Louise-. Porque son nombres, ¿no te parece? Seguidos por una serie de números. ¿Qué son esos números? No pueden ser fechas, son demasiado raros. Pero tampoco pueden ser cantidades de dinero.
– Podrían ser fechas, escritas al estilo europeo. Así era como las escribía mi madre: primero, el día y después, el mes. Si es así, ésta es una secuencia de seis semanas, que va desde el 29 de junio hasta el 3 de agosto de un año desconocido. Me pregunto si sería posible leer los nombres si los ampliamos. Vamos a fotocopiarlo y el calor de la máquina servirá también para que se seque más deprisa.
Mientras Mary Louise se ocupaba de ello, revisé, página a página, los informes de la compañía que había en el portafolios de Fepple, con la esperanza de encontrar alguna otra hoja del cuaderno de contabilidad, pero aquélla era la única.