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Llevé a Hugo a Piccadilly Circus para celebrar el día de la Victoria en Europa. Había masas de gente, fuegos artificiales y el rey pronunció un discurso que se emitió por los altavoces. La multitud estaba eufórica. Yo compartía en parte aquel sentimiento, pero para mí sentir una euforia total era algo imposible. Y no sólo por los documentales sobre Belsen y otros campos que habíamos visto aquella primavera y que habían revuelto las tripas a los ingleses, sino también portadas las historias de muerte que hacía ya tiempo traían consigo los inmigrantes que llegaban de Europa. Hasta Minna se había puesto furiosa ante la reacción tan miserable que algunos miembros del parlamento habían tenido con los hombres que habían logrado escapar de Auschwitz cuando se comenzaba su construcción.
Yo perdía la paciencia con Hugo porque apenas se acordaba de Orna y de Opa e incluso de mamá. Apenas recordaba un poco de alemán, mientras que yo lo tenía muy fresco, puesto que era el idioma que la prima Minna hablaba en casa. En 1942 se había casado con Victor, un viejo horrible, que ella estaba segura de que acabaría heredando la fábrica de guantes. Pero Victor sufrió un derrame cerebral antes de que el dueño muriese y la fábrica fue a parar a manos de otro. Así que, allí estaba Minna, empantanada con aquel viejo enfermo y sin dinero. Pero él era de Hamburgo, de modo que, claro, hablaban en alemán. A mí me llevó más tiempo que a Hugo aprender inglés, me llevó más tiempo adaptarme a la escuela, me llevó más tiempo sentir que Inglaterra era mi casa.
Como Hugo llegó a Inglaterra con sólo cinco años, su vida comenzó con la familia Nussbaum. Le trataban como a un hijo. De hecho, quisieron adoptarlo, pero aquello me enfureció de tal forma que los Nussbaum abandonaron la idea. Ahora veo las cosas de otra manera, veo que era natural que un niño de cinco años se volcara con ellos y confiara en ellos: ya no lo veo como un abandono hacia mis padres ni hacia mí. Probablemente, si yo hubiera vivido con alguien que me hubiera querido, mi reacción ante la adopción de Hugo habría sido diferente. Aunque el señor Nussbaum siempre fue cariñoso conmigo e intentaba que les acompañara a los paseos que hacía todos los domingos con mi hermano.
Pero el día de la Victoria estaba especialmente enfadada con Hugo porque él creía que, como la guerra había acabado, tendría que regresar a Austria. No quería dejar a los Nussbaum ni a sus amigos de la escuela y esperaba que yo les explicase a papá y a mamá que sólo iría a verlos durante los veranos.
Ahora me doy cuenta de que, en parte, mi furia estaba provocada por mi propia ansiedad. Anhelaba ver a la adorada familia que había perdido, anhelaba dejar atrás a la prima Minna y sus constantes recriminaciones, pero yo también tenía amigos y un colegio que no quería dejar. Estaba a punto de cumplir dieciséis años y me quedaban dos para obtener mi título de bachiller. Me daba cuenta de que regresar a Austria iba a resultar tan duro como haber ido a Inglaterra seis años antes. Más duro incluso, ya que la destrucción causada por la guerra seguramente haría imposible que pudiera terminar allí mi bachillerato.
La directora del Instituto Camden para niñas, la señorita Skeffing, estaba en el consejo de dirección del Real Hospital de la Beneficencia. Ella fue quien me animó a hacer el curso de ciencias que me serviría para ingresar en la facultad de medicina. No quería marcharme, no quería abandonarla ni renunciar a mi oportunidad de estudiar medicina. Tampoco quería dejar a Claire, aunque por aquel entonces no la veía mucho, puesto que había empezado a hacer turnos como interna en el hospital. Después de todo, Claire me había servido de ejemplo para poder hacerle frente a la prima Minna e insistir hasta lograr matricularme en el Instituto Camden. Minna estaba hecha una furia. Ella quería que dejase de estudiar a los catorce años para ayudarla a ganar algún dinero trabajando en la fábrica de guantes. Pero yo le reproché que, ya que en 1939 no había querido recomendar a mi padre para un puesto de trabajo, tenía mucha cara al pedirme que dejase el instituto para ponerme a trabajar.
Ella y Victor también intentaron poner fin a mis salidas para ver a mis amigas y acudir a las veladas musicales de la señorita Herbst, Durante los años de la guerra aquellas veladas fueron una especie de salvavidas. Incluso para alguien como yo, que no tenía ninguna educación musical, siempre había algo que hacer: montábamos óperas y hasta improvisaciones para varias voces sin acompañamiento musical. Incluso durante los bombardeos alemanes sobre Londres, cuando había que moverse por la ciudad a tientas, yo salía de la casa de Minna dando un portazo y recorría las calles totalmente a oscuras hasta el apartamento de la señorita Herbst, a veces iba en autobús, lo que suponía toda una aventura porque los vehículos también tenían que respetar el apagón obligatorio, de modo que no sabías si venía un autobús hasta que lo tenías encima, y después tenías que adivinar dónde bajarte. Una vez, de regreso a casa, calculé mal y me bajé a muchas millas de casa de Minna. Me encontraron unos vigilantes nocturnos y me dejaron dormir en su refugio. Fue muy divertido tomar chocolate aguado con los guardias mientras ellos hablaban de fútbol, pero mi pequeña aventura dejó a Minna más avinagrada que nunca.
A pesar de lo preocupados que estábamos por nuestras familias, ninguno de nosotros -no sólo Hugo y yo, sino ninguno de los del grupo que íbamos a casa de la señorita Herbst- quería reanudar su vida en alemán. Lo veíamos como el idioma de la humillación. Alemania, Austria o Checoslovaquia eran los lugares donde habíamos visto cómo obligaban a nuestros adorados abuelos a arrastrarse en cuatro patas para fregar los adoquines de la calle mientras una multitud los abucheaba y les tiraba de todo. Incluso escribíamos nuestros nombres de otra forma: yo cambié Lotte por Lotty y Cari cambió la K de su nombre por la C.
La noche de la celebración de la Victoria en Europa, después del discurso del rey, acompañé a Hugo hasta el metro para que regresase a Golders Green, donde vivían los Nussbaum, y me fui a Covent Garden para encontrarme con Max y algunos del grupo y para esperar a Cari, que había conseguido trabajo en la orquesta Sadlers Wells y tocaba aquella noche. En Covent Garden había miles de personas, pues era el único lugar en Londres donde se podía conseguir alcohol en mitad de la noche.
Alguien estaba pasando botellas de champán entre la multitud. Max y el resto de nuestro grupo dejamos nuestras preocupaciones a un lado y nos sumamos al desenfreno de los demás juerguistas. Se acabaron las bombas, se acabaron los apagones, se acabaron los diminutos trozos de mantequilla una vez por semana. Aunque aquello era, por supuesto, un optimismo fruto de la ignorancia, porque el racionamiento continuó durante años.
Cari nos encontró más tarde sentados sobre una carretilla volcada en St. Martin's Lañe. El dueño, un vendedor de frutas, estaba algo borracho. Cortaba manzanas en rodajas con mucho cuidado y nos las daba a comer a mí y a otra chica de nuestro grupo, que después acabaría siendo tremendamente burguesa, se dedicaría a criar corgis y a votar al partido conservador. En aquella época ella era la más experimentada del grupo, se pintaba los labios, salía con soldados estadounidenses y conseguía a cambio medias de nylon, mientras que yo llevaba calcetines de algodón zurcidos y a su lado me sentía como una colegiala sosa.
Cari hizo una ampulosa reverencia al dueño de la carretilla y le sacó una rodaja de manzana de la mano. «Yo se la daré a la señorita Herschel», dijo, y me alcanzó el trozo. Entonces, de pronto, me fijé en sus dedos y fue como si estuviesen acariciando mi cuerpo. Le sujeté por la muñeca y acerqué su mano con la manzana a mi boca.