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Capítulo 17

Desenterrando el pasado

Morrell me ayudó a llevar a Lotty a la terraza acristalada, donde la acostamos en un sofá de mimbre. No había perdido el conocimiento del todo, pero estaba muy pálida y agradeció poder tumbarse. Max, con la preocupación reflejada en el rostro, la cubrió con una manta afgana. Manteniendo la calma como siempre, le dijo a Don que fuese a pedirle un frasco de amoniaco al ama de llaves. Cuando empapé un pañuelo y se lo pasé por debajo de la nariz, Lotty fue recuperando el color. Se incorporó hasta quedar sentada y pidió insistentemente a Max que volviera con sus invitados. Después de asegurarle que ya estaba mucho mejor, él aceptó de mala gana regresar a la fiesta.

– Esta noche debe de haber algo melodramático flotando en el aire -dijo Lotty tratando, sin conseguirlo, de comportarse como era habitual en ella-. Nunca en mi vida me había ocurrido esto. ¿Quién trajo a ese hombre tan insólito? No has sido tú, ¿verdad, Vic?

– Se trajo a sí mismo -le contesté-. Tiene la habilidad de una anguila para colarse en cualquier lugar, incluyendo el hospital, en el que algún imbécil de administración le dio la dirección particular de Max.

Morrell carraspeó a modo de advertencia, señalando con la cabeza la zona en sombra que había al otro lado de la habitación. Allí estaba Paul Radbuka, justo al borde del círculo de luz que proyectaba una lámpara de pie. Se acercó a toda prisa para mirar a Lotty.

– ¿Ya se encuentra mejor? ¿Le apetece que hablemos? Me parece que usted conoce a Sofie Radbuka. ¿Quién es? ¿Cómo puedo encontrarla? Tiene que estar emparentada conmigo en algún grado.

– Creía que la persona que usted estaba buscando se llamaba Miriam.

A pesar de que le temblaban las manos, Lotty se repuso lo suficiente como para adoptar su aire de «princesa austríaca».

– Sí, Miriam, sí. Deseo tanto encontrarla… Pero Sofie Radbuka es un nombre que me han puesto delante como se pone una zanahoria ante un burro, haciéndome creer que alguno de mis parientes está aún vivo en alguna parte. Sólo que ahora me han quitado la zanahoria. Pero estoy seguro de que usted la conoce, ¿por qué, si no, iba usted a haberse desmayado al oír su nombre?

Era una pregunta cuya respuesta también yo hubiera querido oír, pero no delante de aquel tipo.

Lotty alzó las cejas con altanería.

– Lo que yo haga o deje de hacer es algo que a usted no le concierne. Por el tremendo alboroto que ha organizado en el recibidor, he podido deducir que ha venido usted a esta casa para saber si el señor Loewenthal o el señor Tisov eran parientes suyos. Ahora que ya ha logrado crear una gran conmoción, tal vez tenga la bondad de darle su teléfono a la señora Warshawski y dejarnos en paz de una vez.

Radbuka volvió a adelantar el labio inferior, pero, antes de que pudiera cerrarse en banda, Morrell intervino.

– Voy a llevar a Radbuka al estudio de Max, como Victoria intentó hace una hora. Max y Cari subirán luego, si pueden.

Don, que había estado sentado sin decir nada, en un segundo plano, se levantó en ese momento.

– Muy bien. Vamos, muchacho, que la doctora Herschel necesita descansar.

Lo rodeó con un brazo, Morrell lo agarró por el otro y se llevaron al pobre Radbuka hacia la puerta, con la cabeza gacha asomando de su chaqueta excesivamente grande y una expresión de incrédula amargura en el rostro que le asemejaba a un payaso de circo.

Cuando ya se habían marchado, me volví hacia Lotty.

– ¿Quién era Sofie Radbuka?

– Nadie que yo conozca -me contestó mirándome con frialdad.

– Y, entonces, ¿por qué al oír su nombre te desmayaste?

– No me he desmayado. Tropecé con el borde de la alfombra y…

– Lotty, si no quieres decírmelo, cállatelo, pero, por favor, no me cuentes una mentira tan burda.

Se mordió los labios y giró el rostro.

– Ha habido demasiadas emociones hoy en esta casa. Primero, Max y Cari se ponen furiosos conmigo y, después, se presenta el mismísimo tipo en persona. No necesito que tú también te enfades conmigo.

Me senté en la mesa de mimbre que estaba frente al sofá.

– No estoy enfadada pero, por casualidad, me encontraba sola en el recibidor cuando ese hombre apareció por la puerta y, después de diez minutos con él, la cabeza me daba más vueltas que un hulahoop. Si luego tú te desmayas, o estás a punto de desmayarte, y dices que no pasa nada, soy yo la que siente un vértigo aún mayor. No estoy aquí para criticar, pero el viernes estabas tan alterada que me has tenido seriamente preocupada. Y parece que toda tu agonía comenzó con la aparición de ese tipo en las conferencias de la Birnbaum.

Volvió a mirarme. Su altivez se había transformado en consternación.

– Lo siento, Victoria, he sido muy egoísta al no tener en cuenta cómo podía afectarte mi comportamiento. Mereces que te dé una explicación.

Frunció el ceño como intentando decidir qué tipo de explicación me merecía.

– No sé si podré llegar a aclararte las relaciones que cimenté en aquella época de mi vida y cómo fue que llegué a tener una relación tan estrecha con Max e incluso con Cari. Éramos un grupo de nueve niños refugiados que nos hicimos muy buenos amigos durante la guerra. Nos conocimos gracias a la música. Una mujer de Salzburgo, que tocaba la viola y que también era refugiada, llegó a Londres y nos juntó a todos nosotros. Vio que Cari tenía aptitudes, consiguió que recibiera clases y que participara en un curso de música muy bueno. Había varios más. Teresz, la que luego se casaría con Max. Yo. Mi padre había sido violinista. Violinista en un café, no tocaba como los violinistas que iban a las soirées de Frau Herbst, pero lo hacía muy bien o, por lo menos, yo creo que lo hacía muy bien, aunque ¿cómo voy a saberlo si sólo lo oí de niña? Pero, bueno, da igual, aunque yo no tengo dotes musicales, me encantaba ir a oír música a casa de Frau Herbst.

– ¿Y se apellidaba Radbuka alguien de ese grupo? ¿Por qué le importa tanto a Cari? ¿Era alguna chica de la que estuvo enamorado?

Sonrió con tristeza.

– Eso tendrás que preguntárselo a él. Radbuka era el nombre… de otra persona. Max tenía grandes dotes como organizador ya desde jovencito. Cuando acabó la guerra, se recorrió las diferentes asociaciones que había en Londres para ayudar a la gente a encontrar a sus familias. Y, luego, se fue a Europa Central para emprender su propia búsqueda. Eso fue en el…, creo que fue en el cuarenta y siete, pero ha pasado tanto tiempo que no estoy segura. Fue entonces cuando surgió el nombre de Radbuka. No era el apellido propiamente dicho de nadie de aquel grupo, pero podíamos pedirle a Max que buscara por eso, porque teníamos una relación muy estrecha… No como si fuésemos una familia. De otro modo. Tal vez, como un pelotón de soldados que han luchado juntos durante años. Para casi todos nosotros los informes que consiguió Max resultaron devastadores. No había sobrevivientes ni de los Herschel, ni de los Tisov, ni de los Loewenthal… Max se enteró de que su padre y dos de sus primos, y eso fue otro horrible… -se detuvo a mitad de frase-. Yo estaba entonces comenzando mis prácticas de medicina. Eso me hacía renunciar a tantas cosas… Cari siempre me reprochaba que… Bueno, digamos que surgió algo muy desagradable alrededor de aquella persona de la familia Radbuka. Cari siempre pensaba que la medicina me absorbía tanto que me comportaba de un modo que a él le parecía cruel… ¡Como si su pasión por la música no fuese igual de absorbente!

La última frase la masculló entre dientes, casi como si hablara para sus adentros. Luego, se quedó en silencio. Nunca me había hablado de los seres queridos que había perdido de una forma así, tan emotiva. No entendía qué era lo que estaba tratando de decirme -o de no decirme- sobre aquel amigo de la familia Radbuka, pero cuando comprendí que no se iba a extender más sobre el asunto, decidí no seguir presionándola.

– Y sabes… -dudaba de cómo hacerle la pregunta del modo menos doloroso-. ¿Sabes lo que averiguó Max sobre la familia Radbuka?

Se le crispó el rostro.

– Ellos… No encontró ninguna pista de ellos. Aunque es verdad que las pistas no eran fáciles de encontrar y él no tenía mucho dinero. Todos le habíamos dado un poco, pero ninguno de nosotros tenía mucho.

– Así que ha debido de producirte una gran impresión oír a ese hombre diciendo que se llamaba Radbuka.

Se estremeció y me miró.

– Toda la semana he ido de impresión en impresión. Créeme. ¡Cómo envidio a Cari, que es capaz de dejar el mundo entero a un lado cuando empieza a tocar! O puede que se meta el mundo entero en su interior y lo expulse al soplar por su instrumento -hizo una pausa y luego volvió a hacerme la misma pregunta que cuando vio a Paul en el vídeo unos días atrás-. ¿Qué edad crees que tiene?

– Ha dicho que llegó aquí después de la guerra y que tenía alrededor de cuatro años, o sea que debe de haber nacido en el cuarenta y dos o en el cuarenta y tres.

– Así que no puede ser… ¿Y cree que nació en Theresienstadt?

Yo levanté las manos.

– Todo lo que sé de él es lo que dijo en la entrevista del jueves por la noche. ¿Theresienstadt es lo mismo que Terezin?

– Terezin es en checo; es una vieja fortaleza a las afueras de Praga. Lo de utilizar el nombre alemán es puro esnobismo austríaco -comentó, con un inesperado sentido del humor-, reminiscencia de cuando Praga era parte del imperio de los Habsburgo y todos hablaban alemán. Al insistir en llamarlo Terezin, este hombre quiere decirnos que es checo y no alemán.

Volvimos a quedarnos en silencio. Lotty estaba sumida en sus pensamientos, pero parecía más relajada, menos torturada de lo que había estado los últimos días, así que le dije que iba a subir a ver qué podía averiguar de Radbuka.

Asintió.

– Si me encuentro mejor, subiré dentro de un rato. Ahora, pienso que lo mejor es que siga tumbada.

Antes de apagar la luz, comprobé que estaba bien tapada con la manta afgana que le había puesto Max. Cuando cerré las puertas de cristal después de salir, vi que en la sala, al otro lado del recibidor, había una docena de personas que aún seguían de sobremesa tomando brandy. Michael Loewenthal estaba sentado en la banqueta del piano, con Agnes sobre sus rodillas. Todo el mundo estaba contento. Subí la escalera.

El estudio de Max era una habitación grande desde la que se divisaba el lago, llena de jarrones Ming y caballos T'ang. Estaba en la segunda planta, pero en el extremo opuesto a donde los niños estaban viendo vídeos. Max había elegido aquella habitación para él cuando sus hijos todavía eran pequeños porque estaba aislada del cuerpo central de la casa. Cuando cerré la puerta después de entrar, ya no había ningún ruido exterior que pudiese distraer la tensión interior. Morrell y Don me sonrieron, pero Paul Ulrich Radbuka dirigió la mirada hacia otra parte, decepcionado al ver que era yo y no Max o Cari.

– No entiendo lo que está sucediendo -dijo con tono lastimero-. ¿Es que se avergüenzan de que los vean conmigo? Necesito hablar con Max y Cari. Necesito saber qué tipo de parentesco nos une. Estoy seguro de que querrán saber que tienen un familiar que ha sobrevivido.

Cerré los ojos con fuerza, como si con aquello pudiese borrar de mi mente su estado de hiperemotívidad.

– Intente tranquilizarse. El… El señor Loewenthal estará con usted en cuanto pueda dejar a sus invitados y, a lo mejor, también el señor Tisov. ¿Le apetece una copa de vino o algún refresco?

Dirigió la mirada, cargada de ansiedad, a la puerta, pero pareció darse cuenta de que no podría encontrar a Cari sin ayuda. Se dejó caer en una butaca y musitó que suponía que un vaso de agua le ayudaría a calmar los nervios. Don se puso de pie de un salto para ir a buscarlo.

Llegué a la conclusión de que el único modo de conseguir sacar alguna información de aquel hombre sería actuando como si creyera todo lo que decía. Era un ser tan inestable que recorría toda la escala entre la amargura y el éxtasis saltando de octava en octava y haciéndose un mundo a partir de una insignificancia. No estaba segura de poder fiarme de nada de lo que dijera; pero, si lo cuestionaba, lo único que lograría es que se replegara refugiándose en las lágrimas.

– ¿Tiene alguna idea de dónde nació? -le pregunté-. Parece que Radbuka es un apellido checo.

– El certificado de nacimiento que mandaron conmigo a Terezin dice que en Berlín, que es una de las razones por la que estoy tan impaciente por conocer a mis familiares. Puede que los Radbuka fueran checos que se habían escondido en Berlín. Algunos judíos huyeron al oeste, intentando huir de los Einsatzgruppen, en vez de ir al este. Puede que fueran checos que emigraron incluso antes de estallar la guerra. ¡Ay, cómo me gustaría saber algo! -dijo retorciéndose las manos angustiado.

Elegí con sumo cuidado mis siguientes palabras.

– Tuvo que producirle una impresión muy fuerte encontrar ese certificado de nacimiento cuando murió su…, su padre adoptivo. Ver que usted era Paul Radbuka de Berlín en vez de… ¿Dónde le había dicho Ulrich que había nacido?

– En Viena. Pero yo nunca he visto mi certificado de nacimiento de Terezin, tan sólo leí algo acerca de él en otra parte, después de saber quién era yo realmente.

– ¡Qué crueldad la de Ulrich mencionarlo por escrito, pero no dejarle el documento! -exclamé.

– No, no. Tuve que deducirlo de un informe externo. Fue…, fue por pura casualidad que lo averigüé.

– ¡Qué trabajo de investigación más extraordinario ha tenido usted que hacer! -dije poniendo un tono de tanta admiración que Morrell frunció el ceño para advertirme que me estaba pasando, pero el rostro de Paul se iluminó de un modo perceptible-. Me encantaría ver el informe que hablaba de su certificado de nacimiento.

Vi que se ponía tenso, así que cambié rápidamente de tema.

– Supongo que no recordará nada de checo, si le separaron de su madre a los… ¿Cuántos meses tenía? ¿Doce?

– Cuando oigo hablar en checo -dijo, volviendo a relajarse-, lo reconozco, pero realmente no lo entiendo. El primer idioma que yo hablé fue el alemán, porque ése era el idioma de los guardias. También lo hablaban muchas de las mujeres de la guardería de Terezin.

Oí que, detrás de mí, la puerta se abría y extendí una mano para hacer señas de que no hicieran ruido. Don se deslizó por detrás de mí para colocar un vaso de agua junto a Paul. Por el rabillo del ojo vi que Max había entrado con discreción en el estudio detrás de Don. Paul, totalmente embelesado de que yo le estuviera escuchando, siguió adelante con su historia sin prestarles atención.

– Éramos seis niños pequeños que, más o menos, formábamos una banda. En realidad, formábamos una pequeña brigada; incluso a la edad de tres años nos cuidábamos unos a otros, porque los adultos estaban tan exhaustos y desnutridos que no podían ocuparse de los niños. Estábamos siempre juntos y juntos nos escondíamos de los guardias. Cuando acabó la guerra, nos enviaron a Inglaterra. Al principio nos asustamos mucho cuando empezaron a subirnos a los trenes, porque en Terezin habíamos visto meter a muchos niños en los trenes y todo el mundo sabía que iban a algún sitio a morir. Pero, después de superar aquel terror, pasamos una temporada feliz en Inglaterra. Estábamos en una casa grande en el campo, que tenía el nombre de un animal, de un perro, que al principio nos daba miedo pues los perros nos aterrorizaban, porque habíamos visto con qué maldad los usaban en los campos.

– ¿Y fue allí donde aprendió inglés?

– Aprendimos inglés poco a poco, como hacen los niños, y la verdad es que nos olvidamos del alemán. Pasado un tiempo, que serían unos nueve meses o incluso puede que un año, empezaron a buscarnos casas, gente que quisiera adoptarnos. Decidieron que ya estábamos lo bastante recuperados mentalmente como para soportar la pena de separarnos, aunque ¿cómo puede uno superar esa pena? La pérdida de mi compañera de juegos, que se llamaba Miriam, es algo que me persigue en sueños hasta el día de hoy.

Se le quebró la voz. Utilizó la servilleta que Don le había puesto bajo el vaso de agua para sonarse la nariz.

– Y un día apareció aquel hombre. Era grande y tenía una cara tosca y me dijo que era mi padre y que tenía que irme con él. Ni siquiera me dejó que le diera un beso de despedida a mi pequeña Miriam. Dar besos era weibisch -cosas de mariquitas- y yo tenía que ser un hombre. Me gritaba en alemán y se ponía furioso porque yo ya no lo hablaba. Mientras fui creciendo siempre me pegó diciendo que iba a hacer de mí un hombre y a quitarme las mariconadas, Schwul und Weibischkeit, a golpes.

Lloraba a lágrima viva, visiblemente afectado. Le alcancé el vaso de agua.

– Tuvo que ser horrible -dijo Max con tono serio-. ¿Y cuándo murió su padre?

Pareció no darse cuenta de que era Max quien había entrado de súbito en la conversación.

– Supongo que quiere usted decir el hombre que no era mi padre. No sé cuándo murió mi padre biológico. Eso es lo que espero que usted me pueda aclarar. O, tal vez, Cari Tisov.

Volvió a sonarse la nariz y nos dirigió una mirada desafiante.

– El hombre que me separó de mis compañeros del campo de concentración murió hace siete años. Fue después de su muerte cuando empecé a tener pesadillas, entré en una depresión y me sentía desorientado. Perdí el trabajo, perdí el norte y las pesadillas fueron haciéndose cada vez más explícitas. Probé diversas medicinas, pero… jamás lograba librarme de aquellas indescriptibles imágenes del pasado, imágenes que he acabado por reconocer como producto de mi experiencia del Shoah. Hasta que no empecé a tratarme con Rhea no comprendía lo que eran. Creo que debí ver cómo violaban a mi madre y cómo la arrojaban después a una fosa de cal viva, pero también puede haber sido otra mujer, yo era tan pequeño que ni siquiera recuerdo el rostro de mi madre.

– ¿Y le contó su padre adoptivo lo que había ocurrido con… bueno, con su mujer? -intervino Morrell.

– Me contó que la mujer que él decía que era mi madre había muerto cuando los aliados bombardearon Viena, que vivíamos allí y que habíamos perdido todas nuestras pertenencias por culpa de los judíos, siempre hablaba con resentimiento de los judíos.

– ¿Y tiene alguna idea de por qué fue a buscarlo a Inglaterra o cómo sabía que usted estaba allí? -le pregunté intentando encontrarle un sentido a todo aquello que estaba contando.

Abrió las manos con un gesto de perplejidad.

– Después de la guerra, todo era tan incierto… Cualquier cosa era posible. Creo que él quería venirse a Estados Unidos, y decir que era judío, cosa que podía hacer si tenía a su lado a un niño judío, le situaría a la cabeza de la lista. Sobre todo, si tenía un pasado nazi que pretendía ocultar.

– ¿Y usted cree que lo tenía? -le preguntó Max.

– Sé que lo tenía. Sé por sus papeles que era un asqueroso pedazo de Dreck. Un jefe de los Einsatzgruppen.

– ¡Qué horror descubrir una cosa así! -murmuró Don-. Ser judío y encontrarse con que uno ha crecido junto a un asesino de su gente. No es extraño que le tratara a usted así.

Paul lo miró emocionado.

– Ay, veo que lo comprende. Estoy seguro de que su brutal comportamiento, la manera de pegarme, de dejarme sin comer cuando se enfadaba, de encerrarme en un armario durante horas, a veces durante toda la noche, todo eso era debido a su horrible antisemitismo. Usted es judío, señor Loewenthal, usted sabe lo asqueroso que puede ser alguien así.

Max hizo caso omiso de aquel comentario.

– La señora Warshawski dice que encontró un documento de su… padre adoptivo, que fue lo que le dio la clave para saber su nombre auténtico. Tengo curiosidad. ¿Me permitiría verlo?

Ulrich Radbuka se tomó su tiempo antes de contestar.

– Cuando me diga quién de ustedes es pariente mío, puede que le deje ver los documentos. Pero, ya que no está dispuesto a ayudarme, no veo ninguna razón para enseñarle mis documentos privados.

– Ni el señor Tisov ni yo tenemos ninguna conexión con la familia Radbuka -le contestó Max-. Por favor, intente aceptar que es así. Es otro amigo nuestro quien conocía a una familia con ese apellido, pero yo sé lo mismo que esa persona sobre ellos, que lamento decir que no es mucho. Si usted me permitiera ver esos documentos, me ayudaría a saber si tiene usted algo que ver con aquella familia.

Cuando Radbuka se negó con un tono de pánico en la voz, yo intervine para preguntar si tenía alguna idea de dónde procedían sus padres biológicos. Dando por sentado que aquella pregunta implicaba que yo le creía, comenzó a relatar lo que sabía, volviendo a utilizar un tono infantil.

– No sé absolutamente nada sobre mis padres biológicos. Alguno de los seis mosqueteros de mi pandilla sabía algo más de los suyos, aunque eso también podía llegar a ser muy doloroso. Mi pequeña Miriam, por ejemplo, ¡pobrecita!, sabía que su madre se había vuelto loca y había muerto en el hospital para enfermos mentales de Terezin. Pero…, Max, usted dice que conoce algunos detalles sobre mí familia. ¿Quién de los Radbuka pudo estar en Berlín en 1942?

– Ninguno -contestó Max al cabo de un momento-. Ni padres, ni hermanos. Se lo puedo asegurar. Era una familia que emigró a Viena durante los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. En 1941 los enviaron a Lodz, en Polonia, y los que quedaban vivos en 1943 fueron trasladados al campo de Chelmno donde murieron todos.

El rostro de Paul UlrichRadbuka se iluminó.

– Entonces, tal vez yo naciera en Lodz.

– Creí que usted sabía que había nacido en Berlín -le espeté.

– Los documentos de aquella época no son demasiado fiables -dijo-. Puede que me dieran los papeles de otro niño muerto en el campo. Todo es posible.

Hablar con él era como caminar por un territorio pantanoso: justo cuando creías que pisabas sobre terreno firme, el suelo cedía.

Max lo miró con una expresión grave en la cara.

– Ninguno de los Radbuka de Viena tenía ninguna relevancia, ni social ni artística, como era típico de las personas que fueron enviadas a Theresien…, a Terezin. Por supuesto que siempre hay excepciones, pero dudo mucho que las vaya a encontrar en este caso.

– Así que trata usted de decirme que mi familia ya no existe, pero yo sé que lo único que intenta es ocultarlos de mí. Exijo verlos en persona. Sé que me reconocerán cuando nos encontremos.

– La solución más fácil es someterse a una prueba de ADN -sugerí yo-. Max, Cari y su amigo inglés podrían proporcionar muestras de sangre a un laboratorio que acordásemos, en Inglaterra o aquí en Estados Unidos y el señor…, el señor Radbuka también. Eso resolvería la cuestión de si está emparentado con alguno de ellos o con' el amigo de Max en Inglaterra.

– Yo no tengo ninguna duda -exclamó Paul con el rostro arrebolado-. Usted puede tenerla, usted es una detective que se gana la vida a base de sospechas, pero yo no voy a tolerar que se me trate como si fuera un espécimen de laboratorio, como hacían con mi gente en el laboratorio médico de Auschwitz, como hicieron con la madre de mi pequeña Miriam. Mirar muestras de sangre, eso es lo que hacían los nazis. Herencia, raza y todo eso. Yo no voy a participar en ello.

– Eso nos retrotrae al punto de partida -le dije-. Con un documento que sólo usted conoce y cuyo contenido no puede verificar una detective suspicaz como yo. Y, por cierto, ¿quién es Sofie Radbuka?

Paul se enfadó.

– Estaba en la Red. Alguien, en un foro sobre desaparecidos, pedía información sobre Sofie Radbuka, alguien que había vivido en Inglaterra durante los años cuarenta. Así que le escribí diciendo que debía de ser mi madre, pero no me contestó.

– Bueno, ahora estamos todos agotados -dijo Max-. Señor Radbuka, ¿por qué no pone por escrito todo lo que sabe sobre su familia? Haré que mi amigo haga lo mismo. Usted me da su informe y yo le doy el de mi amigo y, luego, podemos reunimos para comparar las notas.

Radbuka estaba sentado adelantando el labio inferior sin ni siquiera darse por enterado de la propuesta. Cuando Morrell, tras echar un vistazo al reloj, le dijo que iba a acercarle a su casa, Radbuka se negó a levantarse.

Max le dirigió una mirada muy dura.

– Ahora tiene que irse, señor Radbuka, a menos que desee crear una situación que le impida volver más a esta casa.

Con el rostro de payaso convertido en una máscara trágica, Radbuka se puso en pie. Con Morrell y Don tomándole del brazo, como celadores de una residencia de lujo para enfermos mentales, se dirigió, arrastrando los pies y con gesto hosco, hacia la puerta.