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Mi madre estaba embarazada de siete meses y muy débil por el hambre, así que mi padre nos llevó a Hugo y a mí al tren. Era por la mañana muy temprano, de hecho, todavía estaba oscuro. Los judíos tratábamos de llamar la atención lo menos posible. Aunque teníamos los permisos de salida, todos nuestros documentos y los pasajes, en cualquier momento podían detenernos. Yo todavía no había cumplido los diez años y Hugo sólo tenía cinco, pero éramos tan conscientes del peligro que papá no necesitaba ordenarnos guardar silencio mientras recorríamos las calles.
Decirle adiós a mamá y a Orna me produjo angustia. Mi madre solía ausentarse durante semanas con mi padre, pero hasta aquel momento yo nunca me había separado de Orna. Por supuesto que, para aquel entonces, vivíamos todos juntos en un apartamento pequeño en la Leopoldsgasse. Ahora no recuerdo cuántos tíos y primos había, aparte de mis abuelos, pero por lo menos éramos veinte.
Ya en Londres, en la fría habitación en el piso superior de la casa y tumbada en la estrecha camita de hierro que Minna consideraba apropiada para una niña, ya no pensaba en lo apretujados que vivíamos todos en la Leopoldsgasse. Toda mi atención se centraba en recordar el precioso piso de Orna y Opa, donde tenía una cama para mí sola, toda blanca y con sábanas de encaje, y en las ventanas unas cortinas salpicadas de capullos de rosa. Pensaba en mi colegio, donde mi amiga Klara y yo éramos siempre la primera y la segunda de la clase. Lo que sufrí… No podía entender por qué había dejado de jugar conmigo y, después, por qué tuve que dejar aquel colegio para siempre.
Al principio me había quejado por tener que compartir una habitación con otros seis primos en un lugar en el que la pintura estaba desconchada, pero una mañana muy temprano papá me llevó a dar un paseo para poder hablar conmigo a solas sobre el cambio que habían experimentado nuestras circunstancias. Papá nunca fue cruel como el tío Arthur, el hermano de mamá, que pegaba a la tía Freia, además de a sus hijos.
Caminamos a lo largo del canal mientras el sol salía y papá me explicó lo difícil que eran las cosas para todos, para Orna y Opa, obligados a abandonar un piso que había sido de la familia durante tantos años, y para mamá, a la que los nazis le habían robado todas sus preciosas joyas y que no sabía cómo iba a hacer para alimentar y vestir a sus hijos, y menos aún para educarlos. «Lottchen, ahora tú eres la niña mayor de la familia. El regalo más precioso que puedes hacer a tu madre es estar alegre. Demuéstrale que eres una niña valiente y feliz y, ahora que ella está más débil por la próxima llegada de un hermanito, hazle saber que puedes ayudarla no quejándote y cuidando de Hugo.»
Lo que más me impresiona hoy en día es saber que los padres de mi padre también estaban en aquel apartamento y lo poco que me acuerdo de ellos. De hecho, estoy casi segura de que el apartamento era suyo. Eran extranjeros, de Bielorrusia. Formaban parte de la gran multitud de judíos de la Europa del Este que habían llegado en oleadas a Viena durante la Primera Guerra Mundial.
Orna y Opa los miraban por encima del hombro. El sólo pensarlo me desconcierta, porque yo quería muchísimo a los padres de mi madre. Ellos también me adoraban: yo era la preciosa niña de su amada Lingerl. Pero creo que Orna y Opa despreciaban a los padres de papá porque sólo hablaban yídish, porque no sabían alemán, por sus vestimentas raras y por sus prácticas religiosas.
Para Orna y Opa fue una humillación horrible tener que abandonar la Renngasse para ir a vivir a aquel barrio de inmigrantes judíos. La gente lo llamaba el Matzoinsel, la isla Matzo, que era un término despreciativo. Incluso Orna y Opa, cuando creían que papá no estaba cerca, hablaban de su familia que vivía en la Insel. Orna soltaba aquella risa suya de gran dama al mencionar que la madre de papá usaba peluca, lo cual me hacía sentirme culpable, porque había sido yo la que le había contado a Orna aquella costumbre tan primitiva. Le gustaba preguntarme cosas sobre las «costumbres de la Insel» cada vez que regresaba de allí, para después recordarme que yo era una Herschel y que tenía que caminar erguida y hacer algo importante en la vida. Y me decía que no tenía que usar nunca el yídish que aprendía cuando iba a la Insel, que eso era algo muy vulgar y que los Herschel nunca fueron gente vulgar.
Papá me llevaba a visitar a sus padres más o menos una vez al mes. Se suponía que yo tenía que llamarles Zeyde y Bobe, que significa abuelo y abuela en yídish, al igual que los términos alemanes Opa y Orna. Cuando pienso en ellos hoy en día se me cae la cara de vergüenza por haberles negado el afecto y respeto que les hubiera gustado recibir. Papá era el único hijo varón que tenían y yo era la nieta mayor. Pero hasta el hecho de llamarles Zeyde y Bobe, como ellos querían, me resultaba desagradable. Y la peluca rubia que Bobe se colocaba sobre su pelo moreno y muy rizado también me resultaba desagradable.
Odiaba parecerme a la familia de papá. Mi madre era tan adorable, tan rubia, con unos rizos preciosos y una sonrisa picara. Y como puedes ver, yo soy morena y nada bonita. Mischlinge me llamaba la prima Minna, «mestiza», aunque nunca delante de mis abuelos. Para Opa y Orna yo siempre fui preciosa, porque era la hija de su querida hija Lingerl. Hasta que no fui a vivir con Minna a Inglaterra nunca me había sentido fea.
Lo que me atormenta es no poder recordar en absoluto a las hermanas de mi padre ni a sus hijos. Yo compartía la cama con cinco, o tal vez seis, primas y no logro acordarme de ellas, sólo recuerdo mi odio por no encontrarme en mi precioso cuarto blanco. Recuerdo besar a Orna y llorar, pero ni siquiera recuerdo haberme despedido de Bobe.
¿Crees que debería tener en cuenta que no era más que una niña? No. Hasta un niño es capaz de comportarse como un ser humano.
Cada niño podía llevar sólo una maleta en el tren. Orna quería que usásemos unas maletas de cuero suyas, que no habían interesado a los nazis cuando se llevaron toda su plata y sus joyas. Pero Opa era más práctico y opinaba que Hugo y yo no debíamos llamar la atención, dando la imagen de niños de una familia rica. Nos procuró unas maletas baratas de cartón que, en cualquier caso, resultaban más fáciles de cargar para un niño.
Cuando llegó el día en que salía el tren, Hugo y yo ya habíamos hecho y deshecho la maleta muchas veces, intentando decidir cuáles eran las cosas sin las que no podríamos vivir. La noche antes de nuestra partida, Opa tomó el vestido que yo iba a llevar puesto en el tren y se lo llevó a Orna. Todos estaban durmiendo menos yo, que yacía rígida, a causa de los nervios, en la cama que compartía con mis primas. Cuando Opa entró, le observé entre las ranuras de mis ojos entrecerrados. Cuando volvió a salir de puntillas con mi vestido, me deslicé fuera de la cama y le seguí hasta donde estaba mi abuela. Orna se llevó un dedo a los labios cuando me vio y, sin decir nada, descosió la banda de la cintura del vestido. Del bajo de su vestido sacó cuatro monedas de oro y las cosió a la cintura del mío, por debajo de los botones.
– Esto constituye tu seguridad -dijo Opa-. No se lo digas a nadie, ni a Hugo ni a papá ni a nadie. Nunca se sabe cuándo las vas a necesitar.
Orna y él no querían causar tensiones en el seno de la familia confiándoles que tenían un pequeño fondo de emergencia. Si las tías y tíos se enteraban de que a los hijos de Lingerl les habían dado cuatro preciadas monedas de oro…, bueno, cuando la gente está asustada y tiene que vivir hacinada, puede suceder cualquier cosa.
Mi siguiente recuerdo es el de mi padre zarandeándome para despertarme y dándome una taza de aquel té aguachinado que todos tomábamos para desayunar. Algún adulto había encontrado suficiente leche en polvo como para que cada niño pudiese echarse una cucharadita en la taza casi todas las mañanas.
Si yo hubiese comprendido que no volvería a ver a ninguno de ellos otra vez… -aunque ya era bastante difícil el tener que marcharse, irse a un país extraño donde sólo conocíamos a la prima Minna, y lo único que sabíamos es que era una mujer amargada que hacía sentirse incómodos a todos los niños cada vez que venía a Kleinsee a pasar sus tres semanas de vacaciones estivales-, si hubiese sabido que era el último adiós, no habría podido soportar la partida ni todos los años que vinieron a continuación.
Montamos en el tren un frío día de abril en el que llovía a cántaros en la Leopoldsgasse mientras nos dirigíamos a pie hacia la estación, no a la estación central sino a una pequeña que quedaba fuera de la ciudad para no llamar la atención. Papá llevaba puesta una larga bufanda roja que había elegido para que Hugo y yo pudiésemos verle fácilmente desde el tren. Papá era violinista y tocaba, o había tocado, en los cafés, da igual. Cuando nos vio asomados por la ventanilla, desenfundó su violín e intentó tocar una de las melodías gitanas que nos había enseñado a bailar. Hasta Hugo se dio cuenta de que las manos le temblaban de tanto dolor y le gritó a papá que dejase de hacer ruido.
– Nos veremos muy pronto -nos aseguró papá-. Lottchen, seguro que encontrarás a alguien que necesite un trabajador servicial. Recuerda que estoy dispuesto a hacer de todo: servir mesas, cargar madera o carbón, tocar en la orquesta de un hotel.
Cuando el tren se puso en marcha, agarré a Hugo por la chaqueta y los dos nos asomamos aún más por la ventana junto a todos los demás niños y le dijimos adiós a papá con la mano hasta que su bufanda roja se fue convirtiendo en un puntito imperceptible ante nuestros ojos.
Mientras cruzábamos Austria y Alemania sentimos los mismos temores que suelen mencionar todos los niños de los kindertransport: miedo a los guardias que intentaban atemorizarnos, a los registros de nuestro equipaje y nos quedábamos muy quietos mientras los revisaban en busca de algún objeto de valor. Sólo se nos permitía llevar una moneda de diez marcos a cada uno. Yo creía que se me iba a salir el corazón por la boca de lo fuerte que me latía, pero no me cachearon la ropa y las monedas de oro viajaron seguras conmigo. Y después salimos de Alemania y entramos en Holanda y, por primera vez desde el Anschiuss, nos vimos rodeados de pronto por adultos cariñosos y hospitalarios, que nos obsequiaban pan, carne y chocolatinas a montones.
No recuerdo mucho la travesía marítima. Creo que la mar estaba en calma, pero yo estaba tan nerviosa que tenía un nudo en el estómago a pesar de que no había grandes olas. Cuando llegamos a puerto, buscamos ansiosos a Minna entre la multitud de adultos que había ido a esperar el barco, pero recogieron a todos los niños y nosotros nos quedamos solos, de pie, en el muelle. Al final llegó una señora del comité de refugiados. Minna había dado instrucciones de que nos enviasen a Londres en tren, pero no se lo había comunicado al comité hasta aquella misma mañana. Así que pasamos la noche en el campamento de Hove junto a los niños que no tenían a nadie que los acogiese y a la mañana siguiente continuamos nuestro viaje a Londres. Llegamos a la estación de Liverpool Street. Era gigantesca y nos aferramos el uno al otro mientras las locomotoras escupían humo y los altavoces vociferaban sílabas incomprensibles y la gente pasaba a toda velocidad junto a nosotros ocupada en asuntos importantes. Agarré la mano de Hugo con fuerza.
La prima Minna había enviado a un empleado suyo a buscarnos y le había dado una fotografía que él comparaba con nuestras caras con aire preocupado. Hablaba inglés, idioma del que no entendíamos nada, o yídish, del que no entendíamos casi nada, pero fue muy amable, nos metió en un taxi, nos enseñó el Támesis cuando lo cruzamos, también las Casas del Parlamento y el Big Ben y nos dio a cada uno un trocito de sandwich relleno de una pasta rara por si teníamos hambre después de un viaje tan largo.
Hasta que llegamos a la casa angosta y vieja en el norte de Londres, no nos enteramos de que Minna se quedaría conmigo, pero no con Hugo. El trabajador de la fábrica nos instaló en un salón de aspecto imponente, donde nos quedamos sentados, sin movernos, temerosos de hacer ruido o de molestar. Después de un rato muy largo, Minna apareció furiosa y con mucha prisa, porque tenía que volver al trabajo, y nos comunicó que Hugo no se quedaría allí, que el capataz de la fábrica de guantes pasaría a buscarlo en una hora.
– Un niño y nada más que un niño. Eso fue lo que le dije a su alteza Madame Butterfly cuando me escribió implorándome por caridad. Si le gusta, es muy libre de revolcarse en la paja con un gitano, pero eso no significa que los demás tengamos que ocuparnos de sus hijos.
Intenté protestar, pero me contestó que podía ponerme de patitas en la calle.
– Más vale que demostréis agradecimiento, pequeños mestizos. Me ha llevado todo el día convencer al capataz para que se quedara con Hugo, en lugar de enviarlo a una institución de caridad.
El capataz, que se llamaba señor Nussbaum, acabaría siendo al final un buen padre adoptivo para Hugo e incluso habría de ponerle un negocio muchos años después. Pero ya te imaginarás cómo nos sentimos los dos aquel día cuando llegó para llevarse a Hugo con él: aquélla sería la última visión que tuvimos de nuestra infancia compartida.
Al igual que los guardias nazis, Minna me registró la ropa en busca de objetos de valor. Se resistía a creer que la familia se hubiese visto reducida a una penuria semejante. Por suerte, mi Orna había sido lo suficientemente lista como para burlar tanto a los nazis como a Minna. Aquellas monedas de oro me ayudarían a pagar mis estudios en la facultad de medicina, pero eso quedaba todavía muy lejos, en un futuro que no podía imaginar mientras lloraba y lloraba por mis padres y mi hermano.