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Aquellos que tenían trabajo e iban a trabajar cada día eran los afortunados. Barry Vine recordó el pasado reciente y se preguntó cuál hubiese sido su opinión en aquel entonces. Hoy era una verdad indiscutible. Le sorprendió descubrir que todos los ocupantes de los apartamentos tres y cuatro de Ladyhall Court tenían trabajo.
Sin embargo, los Greenall no habían ido a trabajar durante la semana pasada; habían estado de vacaciones y habían regresado unas cinco horas después del descubrimiento del cadáver de Annette. El ocupante del apartamento cuatro, Jason Patridge, un abogado que hacía sólo seis meses que había aprobado los exámenes del colegio de abogados, llevaba en la casa unas pocas semanas y ni siquiera recordaba si había visto a Annette en alguna ocasión. Vine, que se sabía muy bien aquello de que ver a los policías cada vez más jóvenes era señal de que te hacías mayor, se preguntó qué significaba cuando los abogados parecían chicos del instituto.
Frente a Ladyhall Gardens había una casa vieja dividida en tres plantas, tres casitas de ladrillo rojo y un solar vacío donde habían demolido seis casas idénticas a la vieja. Las nuevas serían al estilo actual, una casa gótica de madera en tingladillo, haciendo ángulo con una casa de ladrillo, unida a una casa georgiana estucada, con todos los techos a diferentes niveles y todas las ventanas de formas diferentes. De momento sólo estaban los cimientos, la infraestructura y las paredes levantadas hasta una altura de un metro ochenta. Esto limitaba las viviendas con vistas a Ladyhall Court a las casitas y a la casa vieja.
Era sábado, así que los ocupantes de las casitas estaban en sus hogares.
Vine habló con una pareja joven, Matthew Ross y su compañera Alison Brown, pero ninguno de los dos había mirado por las ventanas durante la noche del siete de julio. No sabían nada de Annette Bystock ni recordaban haberla visto alguna vez.
La casa vecina la compartían dos mujeres: Diana Graddon de unos treinta y tantos, y Helen Ringstead, veinte años mayor. La señora Ringstead era una inquilina más que una amiga. Diana Graddon comentó con toda franqueza que no hubiese podido vivir aquí sin la contribución de Helen, aunque desde que estaba en paro la Seguridad Social pagaba el alquiler. En otros tiempos había sido muy amiga de Annette. De hecho, había sido ella quien diez años atrás, cuando acababa de instalarse en Ladyhall Avenue, le avisó a Annette de que había un apartamento en venta al otro lado de la calle.
– Pero después perdimos la relación -dijo Diana Graddon-. Mejor dicho, dejó de tratarme. No sé por qué. En realidad parece ridículo, siendo vecinas, pero en cuanto llegó aquí nunca quiso saber nada más de mí.
– ¿Cuándo la vio por última vez?
– Creo que el lunes. El lunes pasado. Me marchaba fuera por unos días. La vi llegar a casa del trabajo cuando yo iba a coger el autobús. Nos dijimos hola, en realidad ya no nos hablábamos.
Había estado de viaje hasta la mañana del jueves. Helen Ringstead dijo que nunca se había fijado en quién entraba o salía de la casa de enfrente.
El rostro arrugado que Burden había imaginado por un momento que era una máscara o un dibujo recortado resultó ser el de un viejo de ochenta y siete años llamado Percy Hammond. Habían pasado cuatro años, y no tres, desde que había bajado a la calle desde su apartamento en el primer piso, y la mayor parte del tiempo lo pasaba en su dormitorio que daba a Ladyhall Avenue. Le traían la comida y dos veces a la semana venía una asistenta. Hacía treinta años que era viudo, sus hijos habían muerto, y su única amiga era la ocupante del apartamento de la planta baja quien, a pesar de tener ochenta años y ser ciega, subía a visitarle todos los días.
La anciana recibió a Burden. Después de presentarse como Gladys Prior, le preguntó su nombre dos veces y luego se lo hizo deletrear, antes de acompañarle escaleras arriba. Subió sin vacilar valiéndose de la balaustrada más por costumbre que en busca de apoyo. Percy Hammond ocupaba una silla junto a la ventana, con la mirada puesta en la calle desierta. El rostro, que de cerca parecía el de un dinosaurio, se volvió hacia Burden.
– Creo que le he visto antes en alguna parte -comentó el viejo.
– No es verdad, Percy. Te equivocas. Es un detective de la policía que quiere hacerte unas preguntas. Se llama Burden, inspector Burden. B U R D E N.
– Está bien. No pienso escribirle. Y le he visto antes. ¿Tú qué sabes? Si tú no ves.
El comentario cruel pareció divertir más que mortificar a la señora Prior. Se sentó sin contener la risa.
– ¿Dónde le he visto? -insistió Hammond-. ¿Cuándo le vi?
– Ayer por la mañana, al otro… -comenzó Burden pero no pudo seguir.
– Está bien, no me lo diga. ¿No sabe qué es una pregunta retórica? Sé quién es. Intentó entrar en la casa, o al menos es lo que pensé. Ayer por la mañana. A las diez, ¿no? O un poco más tarde, ¿a las once? Ya no calculo la hora tan bien como antes. Supongo que no pretendía forzar la entrada, sino echar una mirada.
– Desde luego que pretendía forzar la entrada, Percy. Es un policía.
– Eres una ingenua, Gladys, eso es lo que eres. Supongo que el inspector B U R D E N miraba a través de las cortinas nuestro asesinato.
Era una manera de decirlo, aunque un tanto despiadada.
– Así es, señor Hammond. Lo que deseo saber, no es si me vio a mí, sino si vio a alguien más. Si no me equivoco tiene la costumbre de vigilar la calle durante horas.
– No se aparta de la ventana en todo el día -afirmó la señora Prior.
– ¿Y durante la noche? -preguntó Burden.
– En esta época del año se alarga el día -contestó Hammond, con un brillo de placer en sus ojos de párpados entornados-. No oscurece del todo hasta las diez de la noche y comienza a aclarar hacia las cuatro. Por lo general me acuesto a las diez y me levanto a las tres y media. Es todo lo que consigo dormir a mis años. Y cuando no estoy en la cama estoy en la ventana. Es mi puesto de vigilancia. ¿Sabe qué es el mizpah?
– No, no lo sé.
– El puesto de vigía sobre la llanura de Siria. Ustedes, los jóvenes, no conocen la Biblia, es una lástima. Esta ventana es mi mizpah.
– ¿Y vio alguna cosa en la… llanura de Siria durante las dos noches pasadas, señor Hammond?
– Anoche no, pero anteanoche…
– ¡Dos gatazos llamaron a la puerta! -intervino la señora Prior con una carcajada.
– Un joven salió de Ladyhall Court -prosiguió el anciano sin hacerle caso-. Nunca le había visto, y sé que no vive allí. Les conozco a todos de vista, a los que viven en este edificio.
– ¿A qué hora fue?
– Al amanecer -contestó Hammond-. A las cuatro, quizás un poco más tarde. Y le volví a ver, le vi salir cargado con algo que parecía un receptor inalámbrico.
– ¡Un receptor inalámbrico! -gritó Gladys Prior-. Soy ciega pero me muevo con los tiempos. Los llaman teles y radios.
– Entró una vez más y salió con otra cosa en una caja. No vi lo que hizo con ella. Si vino en coche lo tendría aparcado a la vuelta de la esquina. Pensé que hacía la mudanza para alguien, que empezaba temprano para evitarse los atascos de tráfico.
– ¿Puede describirle, señor Hammond?
– Era joven, más o menos de su edad. Casi la misma altura. Se parecía a usted. Todavía estaba oscuro, sabe, el sol no había salido. Todo parece negro y gris a esa hora. No vi de qué color tenía el pelo…
– Se confunde -señaló la señora Prior.
– No es verdad, Gladys. Como le dije, fue entre las cuatro y media y las cinco. Le vi salir, entrar y volver a salir cargado con las cajas, un tipo joven de unos veinticinco o treinta años, un metro ochenta de estatura, por lo menos un metro ochenta.
– ¿Le reconocería?
– Desde luego. Soy un hombre observador. Estaba oscuro pero le reconocería sin problemas.
Percy Hammond volvió hacia Burden el gesto feroz, la boca en arco descendente y el barbiquejo caído que formaban su expresión normal, con un brillo intenso en sus ojos de saurio.
«Mujeres, aprendan a ser precavidas», decía el título del programa. «Vengan y escuchen lo que dicen nuestros expertos para que aprendan a ser precavidas. En el coche, al volver a casa por la noche, en el hogar. ¿Sabe qué hacer si le atacan en la calle? ¿Sabe protegerse si su coche se avería en la carretera? ¿Sabe defenderse de un violador?»
A continuación venía la lista de oradores: inspector jefe R. Wexford, de la brigada de Investigación Criminal de Kingsmarkham, «El crimen en las calles y en su hogar»; agente Oliver Adams, «Conducir sola y segura»; agente Clare Scott, «Cambios de actitud en la denuncia de violaciones»; señor Ronald Pollen, experto en defensa personal y cinturón negro de judo, «Cómo defenderse» (esta charla será ilustrada con la proyección de un interesante vídeo informativo). Los expertos presentes responderán a las preguntas del público. Organizadores: señora Susan Riding, presidenta de las Rotarías de Kingsmarkham; moderadora, señora Anouk Khoori.
– ¿Alguna vez has oído hablar de una mujer llamada Anouk Khoori? Es un nombre curioso, ¿verdad? Suena a árabe.
– Ay, Reg, nunca me escuchas -replicó Dora en el acto-. Te hablé de ella cuando vino al instituto femenino para hablar sobre la vida de las mujeres en los Emiratos Árabes Unidos.
– Lo ves, tenía razón. Es árabe.
– Pues no lo parece. Es rubia. Muy bonita aunque un poco espectacular. Muy rica según me han dicho. Su marido tiene una cadena de tiendas, Tesco, Safeway o algo así. No, no son esas, se llaman Crescent. Ya las conoces, las hay por todas partes.
– ¿Te refieres a esos supermercados que ves desde la autopista y que parecen palacios de las mil y una noches? ¿Con arcos en punta y lunas en el techo? ¿Qué tiene que ver con que no te violen o te roben? ¿Les dirá a las mujeres que usen velo?
– Que va, sólo irá porque quiere hacerse ver. Ella y su marido han construido una mansión enorme donde estaba el Mynford Old Hall. Ella se presenta a los comicios para el consejo. Dicen que quiere entrar en el parlamento, pero no creo que pueda, ni siquiera es inglesa.
Wexford encogió los hombros. No lo sabía ni le importaba. Le preocupaba lo que tenía por delante, la tarea inmediata, y hubiera dado cualquier cosa por no hacerla. De camino se encontraría con Burden en el Olive y Dove para tomar una copa, pero después -no podía demorarlo más- iría a ver a los Akande.
El Olive ahora estaba siempre abierto. Podías tomarte un coñac a las nueve de la mañana si te apetecía, y era sorprendente la cantidad de visitantes europeos a los que les apetecía. En lugar de echarte a las dos y media podías beber durante el resto de la tarde y hasta que cerraban la barra a medianoche. Wexford llegó a las once y diez. Burden le esperaba en una de las mesas de la terraza, a la sombra.
Había un exceso de macetas, toneles, jarrones y cestos colgados llenos de fucsias, geranios y muchas otras flores brillantes sin nombre. Pero todas carecían de perfume y en el aire dominaba el olor a gasolina y también a río, las aguas bajas por la sequía y la abundancia de algas. Sobre la mesa había unas cuantas hojas amarillas. En julio era demasiado pronto para que los árboles perdieran las hojas pero su presencia era una advertencia de que el otoño acabaría por llegar.
Burden bebía cerveza en un tanque que el Olive llamaba jarra.
– Tomaré lo mismo -dijo Wexford-. No, quiero una Heineken. Necesito un poco de coraje holandés.
Burden fue a buscar la cerveza para su jefe y al volver comentó:
– Está muy claro que el viejo vio a alguien. Los árboles no tapan la vista desde su ventana. Vio al ladrón que se llevó la tele y el vídeo.
– ¿Pero no al asesino de Annette?
– No si eran las cuatro y media de la mañana. Annette llevaba muerta unas cinco horas. Dice que le reconocería. Aunque también dice que el hombre tenía más o menos mi edad, y después que aparentaba entre veinticinco y treinta años. -Burden desvió la mirada en un gesto de modestia-. Desde luego, todavía era oscuro.
– Ya lo puede decir, Dorian.
– Ríase si quiere, pero si el tipo se parece a mí quizá nos dé una pista.
– Buscamos a un asesino, Mike, no a un ladrón. -El sol había cambiado de posición y Wexford movió la silla a la sombra-. Además, ¿cómo encaja Melanie Akande en todo esto?
– No hemos buscado su cadáver.
– ¿Por dónde quiere comenzar, Mike? ¿Aquí, en la calle Mayor? ¿En el sótano de la oficina de la Seguridad Social? Si es que tiene, cosa que dudo. ¿En el tren expreso a Victoria?
– Hable con aquellos vagos, ya sabe, los que rondan por las escaleras de la oficina. Siempre están allí, y casi siempre son los mismos. ¿Por qué van allí? Sólo tienen que ir a firmar cada quince días pero van cada día. Sería muy diferente si entraran a preguntar si hay trabajo.
– Quizá lo hacen.
– Lo dudo, lo dudo mucho. Les pregunté si habían visto a la muchacha negra. ¿Sabe qué me contestaron?
– No lo sé, quizá -arriesgó Wexford.
– Así es. Eso es lo que dijeron. Intenté que concentraran sus mentes en el martes pasado. Perdón, lo que reemplaza a la mente en personas como ellos. La forma en que lo hicieron, me refiero al proceso, fue como ver a tres viejos seniles intentando recordar alguna cosa. Fue algo así: «Sí, vale, tío, aquel fue el día que, ya sabes, vine temprano porque mi vieja iba, ya sabes, a…», murmullo, murmullo, rascada de cabeza, y entonces el otro dice: «No, tío, no, la pifias, eso fue el martes porque yo dije…».
– Evítemelo.
– El negro, el que lleva trenzas, es el peor, parece tener el cerebro dañado. ¿Sabe que hay diabetes senil y juvenil? ¿No cree que existe el Alzheimer juvenil?
– Supongo que no sabían nada, ¿verdad?
– Nada. Tres monstruos de Parque Jurásico pueden raptar a una muchacha en aquellas escaleras y ellos no se darían cuenta. Hay uno, el que lleva coleta, que al parecer vio a una chica negra al otro lado de la calle pero el lunes. Le diré una cosa, no encontraremos a nadie que viera a Melanie después de salir de la oficina de la Seguridad Social. Lo único que tenemos es el vínculo entre ella y Annette Bystock.
– ¿Cuál es exactamente el vínculo, Mike? -preguntó Wexford, mientras repetía la operación de poner la silla en la sombra.
– El «exactamente» es lo que no sé. El «exactamente» es el motivo del asesinato de Annette, la mataron para que no hablara. Es obvio, ¿no? Melanie le dijo algo antes de marcharse el martes por la tarde y alguien lo oyó. Es eso, fijaron una cita que el asesino de las dos decidió evitar a cualquier precio.
– Quiere decir que les oyó alguien en la oficina de la Seguridad Social, un empleado.
– O un cliente -señaló Burden.
– ¿Pero qué fue lo que dijo?
– No lo sé y no tiene importancia para nuestros propósitos. La cuestión es que alarmó al oyente, incluso más, le hizo sentir que su vida o su libertad estaban en juego. Melanie tenía que morir, porque había revelado el secreto, y la mujer a la que se lo había dicho también debía morir.
– ¿Quiere otra? ¿Para prepararnos antes de ir a verles?
– ¿Prepararnos?
– Usted viene conmigo. -Wexford fue a buscar las cervezas. Cuando volvió dijo-: Si alguien me menciona secretos inconfesables, necesito algún indicio de lo que pueden ser. Quiero un ejemplo. Ya me conoce, siempre quiero ejemplos.
Ya no estaban solos. Varios clientes del Olive se instalaban en la terraza en busca de aire fresco. Un turista americano provisto con una cámara acomodó a los otros miembros de su grupo en una mesa debajo de la sombrilla y comenzó a sacarles fotos. Wexford acomodó su silla una vez más.
– En cuanto al hombre con el que se iba a encontrar -dijo Burden-. Quizá le confió el nombre a Annette.
– ¿Se iba a encontrar con otro hombre? Es la primera noticia que tengo. ¿Quién era, un tratante de blancas?
– ¿Un qué? -exclamó Burden, extrañado.
– Es anterior a su tiempo. ¿No conoce el término?
– No.
– Se usaba a principios de siglo y también un poco más tarde. Un tratante de blancas es algo así como un chulo, dedicado específicamente a buscar muchachas para la prostitución en el extranjero.
– ¿Por qué «blancas»?
Wexford advirtió que pisaba terreno peligroso. Levantó la jarra para beber un trago y pestañeó ante el súbito relámpago de un flash. El fotógrafo -no era el americano- dijo algo que sonó como «gracias» y desapareció en el interior del Olive.
– Porque pensaban que los esclavos sólo eran negros. No había pasado mucho desde la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Las muchachas eran reclutadas contra su voluntad, supongo, como esclavas, y forzadas a servir, otra vez como esclavas, sólo que en los prostíbulos. En la imaginación popular Buenos Aires era el destino habitual. ¿Nos vamos? Akande ya debe haber acabado con las consultas.
Le encontraron en casa. Los días transcurridos le habían avejentado. El pelo no se volvía gris de un día para otro por culpa de la conmoción o la angustia, por mucho que dijeran los mercaderes del sensacionalismo, y el pelo de Akande tema el mismo color del miércoles, negro con algunas canas en las sienes. Era su rostro el que se había vuelto gris, ojeroso y macilento, con todas las protuberancias del cráneo visibles debajo de la piel.
– Mi esposa está en el trabajo -dijo mientras les hacía pasar a la sala-. Intentamos mantener el ritmo habitual. Nos llamó nuestro hijo desde Malaysia. No le dijimos nada, no tema sentido estropearle el viaje. Se hubiera sentido en la obligación de regresar a casa.
– No sé si ha hecho bien. -Wexford se fijó en una foto enmarcada de toda la familia que no había visto la vez anterior. Estaba en la librería y era un retrato de estudio, todos en pose y muy formales, los niños vestidos de blanco, Laurette Akande con un vestido de seda azul escotado y joyas de oro. Estaba muy hermosa y no se parecía en nada a una enfermera-. Quizá nos hubiera podido ayudar. Tal vez su hermana le confió alguna cosa antes de su marcha.
– ¿Confiarle qué, señor Wexford?
– Quizá que había otro hombre en su vida aparte de Euan Sinclair.
– Le aseguro que no lo hay. -El doctor se sentó y le miró de aquella manera. Resultaba desconcertante. Wexford había advertido que cuando se invertían los papeles, cuando por decirlo de alguna manera, él era el cliente y el otro el consejero omniscente, y estaban en el consultorio, frente a frente separados por la mesa, los ojos negros y penetrantes de Akande se clavaban en los suyos-. Estoy seguro de que nunca ha tenido otro novio aparte de Euan. Excepto…, no sé muy bien cómo decirlo…
– ¿Decir qué, doctor Akande?
– Mi esposa y yo… vera, no nos hacía mucha gracia que Melanie quisiera mantener relaciones con… bueno, un blanco. Ya sé que las cosas cambian, que ya no se emplean palabras como «entrecruzamiento» y, desde luego, en ningún momento se planteó el matrimonio pero, sin embargo…
Wexford se imaginó a la hermana Akande dando una lección magistral sobre el tema como lo haría una dama de alcurnia cuya hija se siente atraída por un rasta.
– ¿Melanie tenía un novio blanco, doctor?
– No, no, nada de eso. Vera, su hermana iba a la facultad, así fue cómo le conoció Melanie, y ella nos contó que habían tomado una copa juntos, en compañía de la hermana. Lo menciono porque él es el único otro joven que Melanie nos comentó aparte de Euan. Laurette le dijo en el acto que confiaba en que Melanie no insistiría en la relación y estoy seguro de que Melanie le hizo caso.
¿Cuánto sabía este hombre, este padre, de la vida de sus hijos? ¿Cuánto sabía cualquier padre?
– Melanie no se encontró con Euan el jueves por la tarde -le informó Wexford-. Es un hecho comprobado.
– Lo sabía, sabía que no iría a verle. Le dije a mi esposa que tenía el conocimiento suficiente para no volver con ese muchacho que no la respetaba -Akande parecía tranquilo pero sus manos apretaban los brazos de la silla con tanta fuerza que los nudillos los tenía blancos-. ¿Tiene… -comenzó-, tiene alguna noticia?
– Nada esencial, señor. -Wexford interpretó muchas cosas en ese enfático «señor», más de las que Burden era consciente. Percibió en el énfasis el esfuerzo sincero del inspector por tratar a este hombre de la misma manera que trataría a cualquier otro en la situación del doctor. También advirtió la incomodidad de Burden, que había tratado con muy pocas personas negras, no confuso pero si nervioso, sin tener muy claro cómo actuar-. Hemos hecho todo lo posible por encontrar a su hija. Hemos hecho todo lo humanamente necesario.
El doctor debió pensar, como Wexford, que esto no significaba nada. Sus conocimientos de psicología, y quizá de la raza blanca, le permitían ver a través de Burden. Wexford creyó ver la sombra de una expresión de burla en el rostro apenado de Akande.
– ¿Qué intenta decirme, inspector?
A Burden no le gustó aquel «intenta». Le había sonado un poco sarcástico. Wexford intervino, quizá con demasiada precipitación.
– Debe estar preparado, doctor Akande.
La breve carcajada resultó sorprendente en este contexto. Fue un simple «¡Ja!» y después desapareció; el rostro del doctor recuperó la expresión desdichada, ahora más que desdichada, trastornada.
– Estoy preparado -declaró, estoico-. Estamos preparados. ¿Quiere que acepte que Melanie está muerta?
– No es eso. Pero, sí, es muy probable.
Reinó el silencio. Akande puso las manos sobre los muslos y se obligó a relajarlas. Sólo un suspiro profundo y sonoro. Wexford vio horrorizado como caía una lágrima de cada uno de aquellos ojos trágicos. Akande no se avergonzó. Se quitó las lágrimas con los índices, secándolas contra las mejillas para después contemplar las yemas con la cabeza inclinada.
Sin mirarles, con el rostro oculto, dijo en voz baja, casi con el tono de una conversación normal:
– Hay una cosa que me intriga. Desde que vi las noticias en la televisión y leí el periódico esta mañana. La mujer asesinada en Ladyhall Avenue tenía el mismo nombre que la consejera con la que Melanie tenía la cita el lunes pasado: Annette Bystock. El periódico ponía que era una funcionaría y supongo que lo era. ¿Se trata de… una coincidencia? Me preguntó si existe alguna vinculación. No pegué ojo en toda la noche pensando en esto.
– ¿Melanie no conocía a Annette Bystock, doctor?
– Estoy seguro de que no. Recuerdo las palabras exactas: «Tengo una cita con la consejera de nuevas solicitudes a las dos y media», dijo, y al cabo de un instante añadió: «Una tal señora Bystock».
Wexford le recordó amablemente que el doctor no se lo había comentado antes. Tampoco lo había mencionado la señora Akande en la única ocasión que conversaron.
– Quizá no. Me vino a la memoria cuando vi el nombre en el periódico.
Wexford sentía una profunda desconfianza ante las cosas que a los testigos «les venían a la memoria» cuando veían un nombre en el periódico. El pobre Akande dijo que estaba preparado, que aceptaría el destino, pero no renunciaba a la esperanza. La esperanza puede ser una virtud, pensó Wexford, pero causa más dolor que la desesperación. Consideró por un momento preguntarle al doctor si tenía alguna idea de lo que le podría haber dicho Melanie a Annette Bystock con riesgo para la vida de ambas, y decidió que era una pregunta inútil. Akande no sabía nada. En cambio, le preguntó:
– ¿Cómo se llama el muchacho blanco con el que fue a tomar una copa?
– Riding. Christopher Riding. Pero aquello fue hace meses.
Akande, mientras les acompañaba hasta la puerta, se esforzó por no decirlo pero no pudo evitarlo. Guiñó los ojos antes de hablar.
– ¿Hay alguna… hay la más mínima esperanza de… encontrarle viva?
Wexford evitó responderle que mientras no encontraran el cadáver no le considerarían muerta y contestó:
– Digamos que debe estar preparado, doctor. -No podía alentar sus esperanzas a sabiendas de que dentro de un día o dos se las arrebataría.
Las mujeres llenaban la sala de actos de la escuela, eran alrededor de trescientas. Faltaban diez minutos para el comienzo de la reunión y llegaban más. Uno de los organizadores se encargaba de traer más sillas.
– No es que vengan por nosotros -le susurró Susan Riding a Wexford-. No presuma de interesante. Y descubrir como dejar ciego y lisiado a un violador sólo es parte del asunto. No, vienen por ella. Quieren verla. Fue una buena idea ofrecerle ser la moderadora, ¿no le parece?
Wexford miró a Anouk Khoori al otro lado del escenario. Tenía la sensación de haberla visto antes, aunque no recordaba dónde. Quizás en una foto del periódico. Era un pez grande en una charca pequeña, pensó, camino de convertirse en la primera dama de Kingsmarkham. Aparentemente, era lo que deseaba. Si era cierto que la mayoría de las mujeres habían venido para verla en persona, para ver cómo vestía y escuchar cómo hablaba, sus miras no eran muy altas. En una escala más modesta, ella era como uno de esos personajes de fama internacional que aparecían siempre en los periódicos y revistas, cuyos nombres eran de uso familiar y que eran asiduos de las tertulias de la tele, pero de los que nadie sabía a qué se dedicaban y menos lo que habían conseguido.
– No parece árabe -dijo Wexford y de inmediato se preguntó si éste era un comentario racista.
– Su familia es de Beirut -le informó Susan Riding, que aceptó su comentario con una sonrisa-. Anouk es un nombre francés. Les conocimos de pasada cuando estuvimos en Kuwait. Uno de sus sobrinos tuvo que someterse a una intervención menor y Swithun le operó.
– ¿Se marcharon por la guerra del Golfo?
– Nosotros sí. No creo que ellos se marcharan durante el conflicto. Me han dicho que tienen una casa aquí, otra en Mentón y un apartamento en Nueva York. Cuando me enteré de que habían comprado Mynford Old Hall me armé de valor y le pregunté si quería participar en el acto. Aceptó encantada. Por cierto, Swithun esta aquí, y al parecer será el único hombre entre el público. No creo que le importe, está acostumbrado a tomar las cosas tal como vienen.
Wexford vio al cirujano infantil sentado en la penúltima fila, tan compuesto como había dicho su esposa. ¿Por qué las mujeres cuando cruzaban las piernas apoyaban la pantorrilla sobre la rodilla mientras que los hombres colocaban el tobillo sobre el fémur? Supuso que era por recato, pero no tenía sentido ahora que llevaban siempre pantalones. Swithun Riding estaba sentado con el tobillo sobre el fémur y lo sujetaba con una mano larga y elegante. A su lado tenía a una joven con el pelo rubio que se parecía tanto a él que debía ser hija de la pareja. Wexford la reconoció. La había visto esperando para firmar durante su primera visita a la oficina de la Seguridad Social.
– ¿Su hijo no ha venido a darle apoyo moral al padre? -preguntó el inspector.
– Christopher está de viaje. Se marchó a España con un grupo de amigos.
Otra teoría inútil.
Al otro lado de la sala sonó la risa de la señora Khoori, un largo repique musical. El hombre que hablaba con ella, un ex alcalde de Kingsmarkham, le sonrió como un rendido admirador. La mujer le palmeó el brazo, un delicioso e inquietante gesto de intimidad, antes de volver a ocupar la silla en la cabecera de la mesa. Allí acomodó el micrófono con la naturalidad de alguien acostumbrado a hablar en publico.
– Se la presentaré -dijo Susan Riding.
Wexford esperaba un acento pero no lo había, sólo una muy leve entonación francesa, los finales de frase subían en vez de bajar.
– ¿Cómo está usted? -La señora Khoori le retuvo la mano un poco más de lo necesario-. Sabía que le encontraría aquí, lo presentía.
No es extraño, pensó Wexford, dado que su nombre aparecía en el programa como uno de los oradores. Sus ojos le inquietaron un poco, parecían valorarle. Era como si ella calculara hasta dónde podía llegar con él, en que momento tendría que apartarse. Bah, tonterías, imaginaciones suyas… Tenía los ojos negros y esto sin duda le desconcertaba, el contraste de los ojos negros con la piel color crema y el pelo muy rubio.
– ¿Nos explicará a nosotras, pobres criaturas, cómo defendernos de los hombres fuertes?
Resultaría difícil encontrar a nadie con menos aspecto de pobre criatura que esta mujer, se dijo Wexford. Medía alrededor de un metro setenta, el cuerpo esbelto y fuerte en su vestido de lino rosa, los brazos y las piernas musculosos, la piel resplandeciente de salud. En la mano izquierda llevaba un diamante enorme engarzado en un anillo de platino.
– No soy experto en artes marciales, señora Khoori -respondió-. Eso se lo dejo a los señores Adam y Pollen.
– Pero hablará, ¿no? Me desilusionará tanto si no habla…
– Unas pocas palabras.
– Entonces, después tendremos una charla. Estoy preocupada, señor Wexford, muy preocupada por lo que ocurre en este país, los asesinatos de niños, todas esas pobres chicas atacadas, violadas y cosas peores. Por eso hago esto, intento hacer lo que puedo dentro de mis posibilidades para… luchar contra la oleada criminal. ¿No cree que todos y cada uno de nosotros tendríamos que hacerlo?
Wexford se preguntó qué significa el «nosotros». ¿Cuánto tiempo llevaba aquí? ¿Dos años? Se preguntó si no era un poco injusto al ofenderse por sus pretensiones de ser inglesa mientras respetaba las de Akande. Su marido era un multimillonario árabe… Susan Riding le evitó dar una respuesta a sus vivos, aunque un tanto vagos, comentarios cuando susurró: «Anouk, vamos a empezar».
Anouk Khoori se puso de pie con gran confianza y contempló a la audiencia. Esperó a que se hiciera el silencio, un silencio total, con las manos levantadas, el enorme diamante reflejando la luz, antes de hablarles.
Si le hubieran pedido al cabo de una hora que hiciera un resumen de su discurso, Wexford hubiera sido incapaz de recordar ni una sola palabra. Mientras lo escuchaba fue consciente de que ella tenía ese gran don, el mismo en el que tantos políticos han basado sus éxitos, de no decir nada pero en extensión y con una fluida secuencia de sonoros polisílabos, de expresar con la mayor confianza una sarta de tonterías sin sentido envueltas en frases rimbombantes. De vez en cuando, hacía pausas injustificadas. En ocasiones, sonreía. Una vez sacudió la cabeza y en otra elevó la voz en una nota apasionada. Cuando ya pensaba que no terminaría nunca, que sólo la fuerza física podía callarle, la mujer concluyó su discurso, agradeció la atención del público y, volviéndose hacia él con un gesto elegante, hizo su presentación.
Wexford escuchó, más divertido que preocupado, todo su curriculum vitae de labios de la señora Khoori. ¿Cómo sabía que había sido agente en Brighton? ¿Dónde había averiguado que tenía dos hijas?
El inspector jefe se dirigió a las mujeres. Les dijo que debían aprender a ser precavidas pero les recomendó también que adoptaran una actitud más crítica respecto a lo que escuchaban y leían sobre la criminalidad en las calles. Con una mirada de leve reproche al reportero del Kingsmarkham Courier, que tomaba notas en la primera fila, señaló que los periódicos tenían su parte de culpa en la histeria nacional frente al crimen. Un ejemplo era el artículo que había leído hacia poco de las jubiladas de Myfleet que temían salir de sus casas asustadas por la presencia de un ladrón en el pueblo, responsable de numerosos atracos a mujeres y ancianos. En realidad, dijo, sólo se había tratado de un caso en el que a una anciana que iba hacia su casa desde la parada del autobús a las once de la noche, le había robado el bolso un desconocido que le había preguntado una dirección. Debían ser precavidas, evitar los riesgos, pero no volverse paranoicas. No debían olvidar que en las zonas rurales del distrito policial las probabilidades de que asaltaran a una mujer en la calle eran de noventa y nueve contra una.
El siguiente orador fue Oliver Adams y después le tocó a Ronald Pollen. Se proyectó un vídeo en el que los actores representaban un encuentro en la calle entre una joven y un hombre con el rostro cubierto por una media. Al ser sujetada por detrás, con las manos del atacante en la cintura y en la garganta, la actriz mostraba como había que descargar un golpe con el tacón alto del zapato contra la pantorrilla y el empeine del hombre. Esto provocó los gritos y aplausos del público. Se espantaron un poco al ver la demostración de cómo clavar los pulgares en los ojos del atacante, pero las exclamaciones de asombro se convirtieron rápidamente en suspiros de placer. Wexford llegó a la conclusión de que las mujeres disfrutaban a lo grande. El tono se hizo más serio cuando la agente Clare Scott habló de las violaciones.
¿Cuántas de las presentes, si las violaban, lo denunciarían? Quizá la mitad. En otros tiempos no habrían llegado al diez por ciento.
Las cosas habían cambiado para bien, pero sin embargo Wexford se preguntó si las imágenes que aparecían en la pantalla de la elegante suite del nuevo Centro de Asistencia a Mujeres Violadas en Stowerton animaría mucho a las mujeres a denunciar el único delito en el que la autoridad trataba a la víctima peor que al agresor.
Ahora aplaudían. Comenzaron a escribir las preguntas a los cuatro oradores. Entre la multitud vio a Edwina Harris y, una docena de sillas más allá, a Wendy Stowla. Un cuarto de hora más y me voy a casa, pensó. No se dejaría enredar en una charla con Anouk Khoori sobre la ola de crímenes y robos en la Gran Bretaña.
La primera pregunta fue para el agente Adams. ¿Qué había que hacer si tenías una avería en la autopista de noche y no tenías un teléfono móvil ni ningún teléfono de emergencia cerca? Después de que Adams hizo todo lo posible por responder, alguien que sonaba a víctima le planteó una pregunta difícil a la agente Scott, la experta en el tema, sobre qué hacer si te violaban en una cita. Clare Scott se esforzó por contestar lo incontestable y la señora Khoori, después de abrir la siguiente pregunta, se la pasó. La experta le echó una ojeada, encogió los hombros y tras vacilar un segundo acabó por pasársela a Wexford que la leyó en voz alta.
– ¿Qué haría usted si supiera que un miembro de su familia es un violador?
Reinó el silencio en la sala. Hasta entonces las mujeres cuchicheaban, unas cuantas en el fondo recogían sus cosas para marcharse, pero ahora no se movía nadie. Wexford vio a Dora junto a Jenny en la segunda fila.
– La respuesta obvia es comunicarlo a la policía. Pero eso ya lo sabe. -Dudó antes de añadir en tono enérgico-. Me gustaría saber si la pregunta es sólo académica o si la persona del público que la escribió tiene algún motivo personal.
El agobio del silencio se rompió cuando tres mujeres de la última fila se marcharon. Después alguien comenzó a toser. Se oyeron ruidos. Wexford insistió.
– Les han dicho que las preguntas serían anónimas, pero quiero conocer a la que formuló ésta. Fuera de la sala, detrás del escenario, hay una puerta que pone «Privado.» Esperaré en esa habitación con la agente Scott durante media hora en cuanto finalice el acto. No tiene más que ir detrás del escenario y llamar a la puerta. Espero sinceramente que lo haga.
No hubo más preguntas. La alumna más joven del instituto de Kingsmarkham subió al escenario y le entregó a la señora Khoori un ramo de claveles. La mujer se lo agradeció efusivamente, se agachó y le dio un beso. El público comenzó a salir, algunas personas formaron grupos para comentar los temas tratados.
Anouk Khoori, a pesar de que estaba prohibido fumar en la sala, fue incapaz de esperar un segundo más para encender un cigarrillo. En el momento que Wexford la vio llevarse el cigarrillo a los labios y encender el mechero recordó quien era. La reconoció. En aquella ocasión parecía otra, sin maquillaje y vestida con un chándal, pero no había ninguna duda de que era la mujer que había ido al centro médico para consultar al doctor Akande sobre la enfermedad que padecía su cocinera.
Wexford salió al aparcamiento, vio a Susan Riding entrar en un Range Rover y a Wendy Stowlap arrojar el bolso en el asiento trasero de un Fiat diminuto. Después entró por la puerta lateral a la habitación de la parte de atrás, donde guardaban las sillas y las mesas plegables. Clare Scott desplegó un par de sillas, y se sentaron. Un reloj de pared de gran tamaño y un tictac muy sonoro marcaba las diez y cinco. Él y Clare hablaron del aspecto moral de traicionar a los miembros de la familia en aras de la justicia, si era correcto guardar silencio en esos casos, si había que denunciarlos siempre, o si había excepciones. Discutieron sobre la infamia de la violación. Quizás fuera lícito denunciarlo sólo en un caso de violencia. Uno no denunciaba a la esposa por un vulgar hurto, ¿no es así? Pasó el tiempo y nadie llamó a la puerta. Esperaron cinco minutos más, pero cuando salieron de la habitación a las once menos veinte el vestíbulo estaba vacío. No había nadie. El local estaba desierto.