175619.fb2 Simisola - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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5

Llenaron el lugar, era pequeño; el patólogo, los fotógrafos, los especialistas de la escena del crimen, todos indispensables, cada uno con una tarea específica. Después de fotografiar las ventanas y correr las cortinas el lugar se hizo menos opresivo, y cuando se llevaron el cadáver, la mayoría de los presentes se marchó. Wexford levantó la hoja inferior de la ventana de guillotina y observó cómo la furgoneta cargada con los restos mortales de Annette Bystock desaparecía en dirección al depósito.

Pedirían una identificación formal, pero él la había identificado por el pasaporte que encontró en un cajón de la cómoda. El pasaporte era nuevo, con el forro rojo oscuro y oro de la Unión Europea, expedido hacía un año. El nombre de la titular era Bystock, Annette Mary, ciudadana británica, nacida el veintidós de noviembre de 1954. La foto correspondía a la víctima, claramente identificable, a pesar de los efectos de la estrangulación en su rostro, la hinchazón, la cianosis, la lengua que sobresalía entre los dientes. Los ojos eran los mismos. Miraba a la cámara casi con la misma expresión de terror con que había mirado el rostro de su asesino.

Eran ojos redondos y oscuros. El pelo era oscuro y revuelto, una mata espesa que debió ser un ancho marco para su rostro a menos que lo llevara recogido. Cuando Burden la encontró, la mujer vestía un camisón rosa con flores blancas. Sobre la colcha había un cardigan de lana blanco que le había servido de mañanita. No llevaba anillos ni pendientes. En el velador izquierdo estaban su reloj de oro con correa de cuero negro, un anillo de oro con una gema roja, sin duda un rubí, que parecía valioso, un cepillo y un frasco de aspirinas a la mitad; en el velador derecho había una edición en rústica de una novela de Danielle Steel, un vaso de agua, un paquete de pastillas para la garganta y una llave Yale.

En cada velador había una lamparilla, con una base sencilla en forma de jarrón y la pantalla plisada azul. La de la derecha de la cama, la más alejada de la puerta, estaba intacta. A la otra le faltaba un trozo de la base y el cordón. Este cordón, todavía con el enchufe, ya no estaba, se lo había llevado el forense Pemberton, en una bolsa de plástico, pero cuando habían entrado en el dormitorio se encontraba en el suelo a unos centímetros de la mano colgante de Annette Bystock.

«Lleva muerta por lo menos treinta y seis horas -le comentó sir Hillary Tremlett, el patólogo, a Wexford-. Seré más preciso en cuanto practique la autopsia. Déjeme ver, hoy es viernes, ¿no? A primera vista diría que murió el miércoles por la noche, y desde luego antes de la medianoche.»

El patólogo se marchó antes de que la furgoneta con el cadáver desapareciera de la vista. Wexford cerró la puerta del dormitorio.

– Un asesino confiado -dijo-. Un tipo con experiencia. Debía estar muy seguro de sí mismo. No se molestó en traer un arma, estaba seguro de que encontraría una. Todo el mundo tiene cordones eléctricos en sus casas, pero si por casualidad no encontraba uno adecuado, siempre hay cuchillos, objetos pesados, martillos.

– O bien él conocía la casa -señaló Burden-. Sabía cuál era la oferta.

– ¿Tiene que ser él? ¿O es que se trata de un comentario políticamente incorrecto?

– Quizás el viejo Tremlett nos eche una mano -replicó Burden, con una sonrisa-. Soy incapaz de imaginar a una mujer forzando la entrada de una casa y arrancando el cordón de una lámpara para estrangular a su víctima.

– Sus extrañas ideas sobre las mujeres son de sobra conocidas -afirmó Wexford-. Sin embargo, él o ella no forzaron la entrada. No hay señales de violencia en la cerradura. Les dejaron entrar o tenían una llave.

– Entonces, ¿se trata de alguien que ella conocía?

Wexford encogió los hombros.

– A ver qué le parece esto. Se sintió mal el martes por la tarde, se metió en cama, por la mañana del miércoles se sintió peor así que llamó a la oficina de la Seguridad Social para decir que no iría y después llamó a una amiga o a una vecina para que le hiciera la compra. Mire esto.

Burden le siguió hasta la cocina. Era demasiado pequeña para tener una mesa pero en el mostrador angosto, en el lado izquierdo, había una caja de cartón, de treinta centímetros de largo por veinticinco de alto y veinticinco de ancho. Los productos estaban sin tocar. Encima estaba la lista del supermercado, con fecha 8 de julio. Debajo había una caja de cereales, dos yogures de fresa, una caja de leche, una barra de pan integral pequeña envuelta en celofán, un paquete de queso Cheddar cortado en lonchas y un pomelo.

– Así que la amiga que le hacía la compra trajo esto ayer -añadió Wexford-. Si la amiga trabaja, lo más probable es que viniera ayer por la tarde… ¿Sí, Chepstow, qué pasa?

– Todavía no he pasado por la cocina, señor -contestó el experto en huellas dactilares.

– Ahora mismo le dejamos sitio.

– Hay una llave en el velador. ¿Por qué no darle la llave a la amiga? -preguntó Burden, mientras pasaban a la sala de Annette Bystock-. La puerta principal estaba abierta cuando llegué. ¿Acaso dejó la puerta de la casa sólo con el pestillo? ¿Quién es capaz de hacerlo en esta época? -Si Wexford se sobresaltó Burden no se dio cuenta-. Es invitar a que te asalten.

– No pudo darle la llave a la amiga si la amiga no estaba, Mike. El hombre todavía no domina la técnica de enviar objetos sólidos a través del teléfono, la radio o las transmisiones vía satélite. Si no quiso levantarse para dejar entrar a esa persona no pudo hacer otra cosa que dejar la puerta con el pestillo. Después le daña la llave.

– Pero entró alguien más mientras la puerta estaba sólo con el pestillo.

– Es lo que parece.

– Tenemos que encontrar a la amiga -dijo Burden.

– Sí. Me pregunto si es una vecina o si ella hizo una sola llamada el miércoles por la mañana, si mató dos pájaros de un tiro, por decirlo de alguna manera. Después de todo, Mike, ¿quiénes son nuestros amigos? Sobre todo, los compañeros de escuela, del instituto o los que conocimos en el trabajo. Pienso que la buena samaritana que trajo los yogures y el pomelo trabaja en la oficina de la Seguridad Social.

– Karen y Barry han ido a interrogar a los vecinos, pero la mayoría está en el trabajo.

Wexford, que miraba por la ventana, se volvió para observar la sala. Miró los cuadros de Annette Bystock en las paredes, un dibujo a plumilla de un molino sin ninguna gracia, una acuarela brillante de un arcoiris sobre colinas verdes, fotos enmarcadas, una en blanco y negro de una niña de tres años con un vestido de encaje y medias blancas, otra de una pareja en un jardín suburbano, la mujer con el pelo rizado, falda amplia y ajustada a la cintura, el hombre con pantalones de franela gris y jersey. Su madre de pequeña, dedujo Wexford. Los padres recién casados.

El mobiliario consistía en un tresillo, una mesa de centro lacada, una mesa de dos tableros que parecía muy poco práctica, y una librería que contenía muy pocos libros y con los estantes centrales ocupados con animales de porcelana. En el estante inferior había una veintena de discos compactos y el mismo número de casetes. La alfombra roja del vestíbulo también cubría el suelo de esta habitación pero por lo demás la elección de colores era poco atractiva, casi todo marrón y beige. Probablemente los padres tenían una sala de estar beige y el dormitorio azul. No había nada que demostrara que Annette hubiera sido una mujer relativamente joven, no había cumplido los cuarenta, nada fuera de lo convencional, nada en lo más mínimo aventurero.

– ¿Dónde está el televisor? -preguntó Wexford-, ¿Dónde está el vídeo? ¿No hay radio, ni reproductor de casetes, ni reproductor de discos compactos? ¿Dónde están?

– Es curioso. Quizá no tenía, quizás era una de esas fundamentalistas que no creen en esas cosas. No, espere un momento, tenía discos compactos… ¿Ve esa mesa? ¿La que tiene los dos tableros? ¿No le parece que ahí estaban el televisor y el vídeo?

Se veían las marcas, un rectángulo de polvo en la superficie lustrada del tablero superior y otro un poco más grande en el de abajo.

– Al parecer su invitación al ladrón fue aceptada -dijo Wexford-. ¿Qué más tenía? ¿Un ordenador? ¿Un microondas en la cocina?, aunque no se dónde le habría encontrado espacio.

– ¿Cree que la mataron para robarle los electrodomésticos?

– Lo dudo. Si el ladrón la mató para robarle, se habría llevado el reloj y el anillo. El anillo parece bastante caro.

– Quizás el televisor y el vídeo están en un taller de reparaciones.

– ¿Por qué no? Todo es posible. Se conoce un único caso de alguien que se estranguló a sí mismo, así que ella podría ser el segundo. Y vendió los aparatos antes para pagarse el funeral. Venga, Mike.

Wexford fue al dormitorio, ahora a su completa disposición. Abrió el armario y, sin comentarios, aunque tenía a Burden detrás de él, miró las prendas que contenía. Dos téjanos, un par de pantalones de pana, camisetas de algodón, varias minifaldas no muy cortas, talla doce, y dos faldas talla catorce, una prueba de que Annette había engordado. Suéteres doblados en los estantes, camisas, todas vulgares, sobrias. Detrás de la otra puerta colgaban un abrigo azul, un impermeable beige, dos chaquetas, una rojo oscuro, la otra negra. ¿Nunca se había puesto elegante, no había salido de noche, no había ido a una fiesta?

El inspector cogió el anillo del velador y lo sostuvo en la palma de la mano para que lo viera Burden.

– Un rubí de primera -comentó-. Mucho más valioso que todos sus televisores, vídeos Nicam y radiocasetes juntos. -Hizo una pausa-. ¿Cuál de los dos hará la pregunta?

– La tengo en la punta de la lengua desde que supe que la habían asesinado.

– Y yo.

– Vale -dijo Burden-, la haré yo. ¿Hay alguna relación entre esta muerte y el hecho de que al parecer fuera la última persona que vio a Melanie Akande viva?

Edwina Harris volvió a casa mientras ellos todavía estaban allí. Abrió la puerta, entró en el vestíbulo, vio el apartamento uno sellado con cinta amarilla y miraba asombrada cuando la detective Karen Malahyde fue a su encuentro.

– ¿Dejé la puerta con el pestillo? Siempre lo hago cuando salgo de casa y nunca ha pasado nada. -La mujer comprendió lo que acababa de decir-. ¿Qué ha pasado?

– ¿Podemos subir, señora Harris?

Karen le dio la noticia con mucho cuidado. Fue una sorpresa pero nada más. Ella y Annette Bystock habían sido vecinas, no amigas, nunca íntimas. En cuanto se repuso le explicó a Karen que los padres de Annette estaban muertos, que no tenía hermanos. Creía que Annette había estado casada pero no sabía nada más.

No, no había visto ni oído nada anormal en los últimos días. Vivía en el piso de arriba con su marido y él tampoco había oído nada, porque si no se lo habría comentado. En realidad, ni siquiera sabía que Annette estaba enferma. Ella no era la amiga que le había traído la compra.

– Como le dije, no era su amiga.

– ¿Quién lo era?

– Que yo sepa no tenía amigos.

– ¿Alguna amiga?

Edwina Harris no lo sabía. Sólo había entrado una vez en el apartamento uno y no recordaba si Annette tenía o no un televisor.

– Pero todo el mundo tiene tele, ¿no es así? Tenía una radio, una pequeña blanca. Lo sé porque ella me la enseñó. La había manchado con esmalte de uñas rojo y no podía quitarlo, me preguntó con qué podía limpiarla. Le recomendé acetona, pero ya lo había probado.

– Hay alguien que vive enfrente -intervino Burden. Se sintió un poco molesto al no poder decir si era un hombre o una mujer-. Una persona muy anciana -añadió y después con el mismo tacto-: Tengo la impresión de que desde ahí se ve todo. ¿Conocía a Annette?

– ¿El señor Hammond? Nunca ha estado aquí. No ha salido de aquella habitación desde…, no sé, unos tres años.

Edwina Harris no estaba preparada para identificar el cuerpo. Nunca había visto un cadáver y no pensaba comenzar ahora. Annette tenía una prima, la había oído mencionar a una prima, Jane Nosécuantos. La tal Jane había enviado una felicitación de cumpleaños y el cartero la había metido en su buzón por error. Edwina Harris se enteró de la existencia de la prima cuando le llevó la tarjeta a Annette.

Fue Wexford quien le preguntó sobre la puerta principal.

– Nunca estaba abierta por la noche.

– ¿Está segura?

– Bueno, estoy segura de que yo nunca la dejaba abierta.

– Es extraño, ¿no? -comentó Burden, después de despedirse de la vecina-. Se supone que las mujeres que viven en las plantas bajas no duermen por miedo a los intrusos. Tienen alarmas, barrotes en las ventanas, al menos es lo que he leído.

– Apariencia y realidad -dijo Wexford.

Aquel mismo día encontraron a la prima de Annette, una mujer casada con tres hijos que vivía en Pomfret. Jane Winster aceptó venir a Kingsmarkham para identificar el cadáver.

Cyril Leyton en un primer momento se negó a creer la noticia cuando se la comunicaron. «Es una broma», dijo con voz áspera e incrédula cuando le llamaron por teléfono, después añadió: «¿Qué se proponen?». Por fin, convencido, repitió una y otra vez: «Dios mío, Dios mío…».

Mañana es sábado, pero sólo de nombre, le comentó Wexford a Burden. Nadie tendría el día libre y cancelarían todos los permisos. Las manifestaciones de Burden sobre las mujeres que vivían en las plantas bajas le recordaron el acto anunciado para el sábado por la noche en el instituto de Kingsmarkham. Se preguntó si podría asistir. La conferencia que iba a dar era la misma que había dado en dos actos anteriores sobre ¡Mujeres, alerta! y disfrutaba con su papel de orador. No se lo perdería a menos que fuese por fuerza mayor; a menos, pongamos por caso, que arrestaran a alguien por el asesinato.

Los jóvenes -a Wexford le disgustaba la palabra «juventud» y se negaba a emplearla- seguían sentados en la balaustrada de piedra de la escalera de la oficina de la Seguridad Social. Quizá no eran los mismos pero a él se lo parecían. Esta vez se fijó en ellos para poder reconocerles: un chico con la cabeza rapada y camiseta gris; un chico con cazadora de cuero negro y pantalones de chándal con el pelo recogido en una coleta; otro muy bajo con el pelo rubio rizado y un chico negro con trenzas y una de esas gorras grandes tejidas. Al catalogarles de esta manera, comprendió lo que había hecho, lo que le había dicho a Burden que hacían los racistas, así que cambió la descripción a: un chico con trenzas y una gorra tejida.

Le miraron indiferentes, o al menos tres lo hicieron. El de la coleta ni siquiera le miró. Esperó algún comentario al pasar junto a ellos, un insulto o una gracia, pero no hubo nada de eso. Subió las escaleras y se encontró con la puerta cerrada, pero una joven venía dispuesta a abrirle.

No la había visto antes. Era pequeña, con las facciones afiladas y pelo rojizo; la placa prendida en su camiseta negra ponía Sra. A. Selby, auxiliar administrativa. Wexford le dio las buenas tardes y murmuró algo referente a que lamentaba haberles hecho quedar fuera de hora, pero ella era demasiado tímida para contestar. La siguió entre los mostradores hasta la parte de atrás donde ella abrió una puerta señalada no sólo con «Privado», sino también con «No entrar».

Wexford no había pretendido que fuera así. Cyril Leyton -no cabía ninguna duda de que era obra suya- era evidentemente un director de escuela manqué. Las sillas, las mismas que usaban los clientes que esperaban para firmar, estaban dispuestas en cinco filas con las mesas metálicas grises delante de cada una. El personal ocupaba las sillas. Wexford no imaginaba que fueran tantos. Casi se echó a reír al ver que Leyton les había sentado por orden jerárquico: los dos supervisores, el consejero de nuevas solicitudes restante y todos los administrativos superiores, en la primera fila: los administrativos detrás; después los auxiliares, los que atendían la centralita, se ocupaban de la correspondencia y hacían las fotocopias; en la última fila, en la silla del extremo izquierdo, el asiento reservado para el cargo más bajo de todos, estaba el guardia de seguridad.

En cada mesa, delante de cada miembro del personal, había un bloc de notas. Lo único que faltaba, pensó Wexford, era una pizarra y quizás una férula para que Leyton les pegara en los nudillos a los revoltosos. El director se daba aires de importancia, feliz consigo mismo después del susto inicial. Le brillaba el rostro. Desde la última vez que Wexford le había visto se había cortado el pelo casi al rape y la maquinilla le había dejado un sarpullido rojo brillante en el cuello.

– Todos presentes -anunció Leyton.

Wexford se limitó a asentir. Por ridículos que fueran éstos preparativos, los blocs de notas podían ser útiles. Siempre y cuando entendieran que no debían anotar lo que él dijera sino lo que ellos sabían.

– Intentaré no demorarles más de la cuenta. Todos ustedes ya están enterados de la muerte violenta de la señorita Annette Bystock. Saldrá en el informativo de las seis y media de la televisión local y en los periódicos de mañana así que no hay razón para ocultarles que fue un asesinato.

Oyó el suspiro ahogado de alguno de los presentes. Quizás había sido Ingrid Pamber, que le miraba fijamente con sus ojos azules, o la rubia delgaducha sentada junto a ella, que debía tener veinticinco años pero que aparentaba quince. No alcanzaba a leer su placa. En la primera fila estaba el otro consejero de nuevas solicitudes, sentado como un joven ejecutivo importante en un seminario, con las piernas cruzadas, el tobillo sobre la rodilla, los codos apoyados en los brazos de la silla, la cabeza echada hacia atrás. Era muy bien parecido, con un estilo sombrío y parecía disfrutar de lo lindo.

– La asesinaron en su casa, Ladyhall Court en Ladyhall Avenue. Todavía no sabemos cuándo. No lo sabremos hasta que le practiquen la autopsia y hagan otras pruebas forenses. No sabemos cómo murió, cuándo ni por qué. Por eso necesitamos la ayuda de las personas que le conocían. La señorita Bystock casi no tenía familia ni amigos. Las personas que conocía eran las personas con las que trabajaba o sea ustedes.

»Uno o varios de ustedes pueden tener toda la información que necesitamos para encontrar al asesino de la señorita Bystock y ponerle -o ponerla- a disposición de la justicia. Su cooperación será muy valiosa. Quisiera que todos aceptasen ser entrevistados mañana por mis inspectores, en sus casas o en la comisaría de Kingsmarkham, si lo prefieren. Mientras tanto, si cualquiera tiene algo que decirme ahora, cualquier cosa que consideren importante o urgente, estaré en el despacho del señor Leyton durante la próxima media hora y les agradecería que fueran allí y me transmitieran la información. Muchas gracias.

Cyril Leyton le comentó, dándose ínfulas mientras se dirigían al pequeño despacho gris:

– Puedo decirle todo lo que desee saber. Aquí no ocurre nada fuera de mi conocimiento.

– Les dije a todos que si tienen algo urgente que comunicarme pueden hacerlo ahora. ¿Tiene algo que decirme?

– Bueno, no, nada en particular -contestó Leyton, con el rostro enrojecido-, pero yo…

– ¿A qué hora llamó el miércoles la señorita Bystock para avisar que no vendría? ¿Lo sabe?

– ¿Yo? No lo sé. No estoy a cargo de la centralita. Pero puedo encontrar a la persona…

– Sí, señor Leyton -dijo Wexford, paciente-. Estoy seguro de ello, pero mañana interrogaremos a todo el personal. ¿No me escuchó cuando lo dije? Le pregunto qué puede decirme ahora.

Leyton se salvó de responder porque llamaron a la puerta. Era Ingrid Pamber. Wexford, que siempre se fijaba -como la mayoría de los hombres- en si una mujer era bonita, se había fijado en la muchacha. Su aspecto le resultaba muy atractivo, su lozanía, su pelo brillante sujeto con una hebilla, sus facciones delicadas y la piel suave rosa y blanca -lo que su padre hubiese denominado «complexión»-, de figura esbelta pero muy lejos del ideal anoréxico actual. Las ropas que vestía eran a su juicio las más adecuadas para una mujer bonita: una falda recta corta, un suéter tejido ajustado -en este caso color crema y de manga corta-, zapatos cerrados con tacón, nada que ver con los zapatos de hombre.

Miró a Wexford con una sonrisa triste que era casi como una risa entre lágrimas. Parecía natural, pero él pensó que era fingida. Sus iris teman un color tan intenso que parecían desprender una luz azul propia.

– Yo… yo cuidaba de ella -dijo-. Pobre Annette, yo la cuidaba.

– ¿Eran amigas, señorita Pamber?

– Yo era su única amiga.

Ingrid Pamber contestó en voz baja pero con un tono trágico. Se sentó delante de Wexford, y lo hizo con cuidado, pero de todos modos la falda era demasiado corta como para no quedar unos quince centímetros por encima de las rodillas. La pose lateral, con las rodillas y los tobillos juntos, parecía resaltar al máximo la belleza de las piernas, pero las de una mujer modesta, no las de una artista de cine que cruza las piernas estirando el pie en el zapato de tacón alto. Consideró a Ingrid Pamber como una muchacha cuyo éxito sexual dependía de un recato artificial, revelaciones discretas, del atractivo de la timidez. En otra época habría destacado en el manejo de las enaguas para dar la visión de un tobillo o en el uso del chal que al deslizarse permitía atisbar el hueco entre los pechos.

– ¿Usted recibió la llamada de la señorita Bystock el miércoles por la mañana?

– Sí. Sí, fui yo. Le pidió a la operadora que me pasara la llamada.

– Algo absolutamente incorrecto -declaró Leyton-. Hablaré con el señor Jones y la señorita Selby al respecto. Las llamadas me las han de pasar a mí.

– Se lo dije -replicó inquieta Ingrid -. No había pasado ni medio minuto.

– Sí, quizá, pero ese no es…

– Señor Leyton -intervino Wexford-, le agradecería que se marchara. Deseo hablar con la señorita Pamber en privado.

– ¡Oiga usted, éste es mi despacho!

– Sí, lo sé, y le doy las gracias por dejármelo usar. Le veré más tarde.

Wexford se levantó y le abrió la puerta. Al segundo de haber salido Leyton Ingrid Pamber soltó una risita. Una de las cosas más difíciles de hacer es fingir pena cuando estamos alegres o simular alegría cuando estamos tristes. Ingrid recordó demasiado tarde que, como única amiga de Annette, debía mostrarse triste. Bajó la mirada, y se mordió el labio.

– ¿A qué hora recibió la llamada? -le preguntó Wexford, después de esperar un momento.

– A las nueve y cuarto.

– ¿Cómo está tan segura de la hora?

– Vera, abrimos a las nueve y media y se supone que hemos de estar aquí a las nueve y cuarto. -Ingrid abrió mucho los ojos y él sintió la fuerza de aquel rayo azul-. Desde hace un tiempo siempre llego tarde y… bueno, me alegró haber llegado puntual. Miré el reloj, vi que eran las nueve y cuarto y en aquel momento recibí la llamada de Annette.

– ¿Qué le dijo ella, señorita Pamber?

– Dijo que tenía la gripe. Se sentía fatal y no vendría a trabajar. Que avisara a Cyril. También me pidió que le llevara una caja de leche cuando volviera a casa, que no quería nada más, no se veía con ánimos de comer nada. Dijo que dejaría la puerta sólo con el pestillo. Es una de esas puertas que tienen manija…, no sé si me entiende, como una puerta interior.

Wexford asintió. Había encontrado a la amiga.

– Le dije que lo haría -añadió la joven-, y en el momento que colgué llamó un hombre preguntando por ella. No me dijo el nombre pero yo sabía quién era. -Ingrid le miro de reojo, una mirada un tanto atrevida-. Le contesté que estaba en su casa, enferma.

– ¿Le llevó la leche?

– Sí. Llegué a su casa alrededor de las cinco y media.

– ¿Estaba en cama?

– Sí. Pensé quedarme un rato, charlar con ella, pero me dijo que no me acercara, no fuera a ser que me contagiase. Tenía una lista con las cosas que quería para el día siguiente y me la llevé. Dijo que me llamaría al trabajo por la mañana.

– ¿La llamó?

– No, pero no tenía importancia. -Ingrid Pamber parecía no darse cuenta de lo que decía-. Ya tenía la lista. Sabía lo que necesitaba.

– ¿Así que ella le dio una llave?

– Sí. Compré las cosas, cereales, un pomelo, leche, y se las llevé ayer a la misma hora. Se las dejé en una caja. Pensé que ella se encargaría de guardarlas.

– ¿No entró a verla?

– ¿Ayer? No. No oí nada y pensé que dormía.

Wexford notó la culpa en la voz. Quizá era su amiga pero no quiso perder tiempo con Annette la noche anterior, tuvo prisa, así que dejó la caja con la compra y se marchó sin mirar en el dormitorio… ¿O no fue así?

– Ahora bien, cuando salió del apartamento el miércoles por la tarde tenía una llave, así que supongo no cerró la puerta sólo con el pestillo. ¿La cerró con llave?

– Oh, sí.

¡Que ojos tan azules! Parecían volverse cada vez más azules, tomarse turquesa, como ojos de faisán, mientras le miraba ansiosa.

– ¿Así que al volver el jueves por la tarde, ayer por la tarde, la puerta estaba cerrada y usted abrió con su llave?

– Así es.

– Supongo que la señorita Bystock tenía un televisor -le preguntó Wexford, cambiando de tema-. ¿Y un video?

– Sí -contestó la joven, sorprendida-. Recuerdo cuándo compró el vídeo. En Navidad del año pasado.

– ¿Cuándo estuvo allí el miércoles y ayer, vio el televisor?

– No lo sé. Estoy segura de que lo vi el miércoles. Annette me pidió que echara las cortinas cuando me iba. Dijo que el sol descoloraba la alfombra o algo así. Curioso, ¿verdad? Nunca lo había oído. Bueno, la cuestión es que eché las cortinas y entonces vi el televisor y el vídeo.

– ¿Y ayer?

– No lo sé. No me fijé. -Tenía mucha prisa pensó Wexford. Entró y salió, sin perder un segundo. La mirada del inspector afectó a la muchacha-. Insinúa que…, estaba muerta… ¡no puede ser!

– Creo que ya estaba muerta, señorita Pamber. Todo indica que lo estaba.

– Oh, Dios mío, y yo sin saberlo. Si hubiese entrado…

– No hubiera servido de nada.

– No la mataron para robarle la tele y el vídeo, ¿verdad?

– No sería la primera vez que ocurre algo así.

– Pobre Annette. Me hace sentirme tan mal.

¿Por qué tenía la impresión de que no se sentía mal en absoluto? Dijo las palabras convencionales en un tono convencional y su rostro mostraba la expresión de pesar convencional. Pero los ojos brillaban vivaces y alegres.

– El hombre que llamó preguntando por ella. ¿Quién cree que era?

Pamber volvió a mentirle. Le maravilló que ella pensara que no se daría cuenta.

– Ah, un amigo, mejor dicho uno de sus vecinos.

– ¿Quién cree que era, señorita Pamber? -insistió Wexford.

– No lo sé, de verdad que no -contestó la joven, sin desviar la mirada.

– ¿Lo sabía hace un momento y ahora no? Se lo preguntaré otra vez mañana.

La luz en el interior de su cabeza se había apagado. Wexford la observó salir y dejar entrar a un Leyton indignado. Le había mentido con todo descaro, pensó, y podía señalar el momento en que comenzó a mentir: fue cuando él pronunció la palabra «llave». Miró más allá del mundo gris del despacho: el aparcamiento de Marks y Spencer, la bolsa verde brillante que la brisa veraniega arrastraba de aquí para allá. Una mujer pasaba las bolsas del carro al maletero del coche. Tenía el mismo tipo de Annette, morena, regordeta, cuerpo de guitarra, magníficas piernas. ¿Por qué Ingrid mentía sobre el hombre que llamó? ¿Por qué mentía sobre la llave? ¿Y qué razones tenía para mentir?

Ella estaba muerta cuando Ingrid fue al apartamento el jueves por la tarde. Ingrid cerró la puerta al salir. Entonces ¿quién la abrió durante la noche antes de la llegada de Burden?