175619.fb2 Simisola - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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La familia Tucker, Laurel y Glenda Tucker, su padre y la madrastra, tenían pocas novedades que aportar. No tenían el menor interés en «vemos mezclados en nada». Era cierto que Laurel había esperado a Melanie a última hora de la tarde del seis de julio y que se había disgustado cuando no apareció. Pero no le sorprendió. Después de todo, habían tenido una discusión.

El sargento detective de Myringham que les entrevistaba quiso saber el motivo de la discusión.

Laurel había estado en el acto de graduación, había sido testigo del encuentro entre Melanie y Euan Sinclair y les había visto marcharse juntos. Melanie le llamó al día siguiente, le dijo que pensaba hacer las paces con Euan, se sentía solo, no había tenido a nadie más en su vida desde que se habían separado, y ella le había invitado a la fiesta de Laurel el martes. No quiero que venga, dijo Laurel, no me gusta, nunca me cayó bien. No me extraña que no salga con nadie más, ¿quién va a querer salir con él? Melanie respondió que si Euan no iba a la fiesta ella tampoco iría, y tuvieron una discusión.

– Ella le dijo a sus padres que iba a la fiesta -le comentó Burden a Wexford-. Primero iría a la casa de los Tucker y después a la fiesta.

– No iba a decirles que tenía una cita con Euan, ¿no le parece? No pueden verle, no dijeron ni una palabra en su favor. La madre es una mujer de armas tomar. Casi diría que es muy capaz de encerrar a su hija. Pienso que Melanie ya había decidido no ir a la fiesta. Estaba dispuesta a cumplir su palabra y no pensaba ir si Euan no le acompañaba. Tenía una cita con Euan en el Wig y Ribbon y no cabe duda que pensaba quedarse con él, pasar la noche con él.

– Sí, pero ¿dónde? No en la casa de Sheena. Y los jóvenes de su edad no van a un hotel, ¿o sí?

– No si viven del SS -señaló Wexford con una carcajada.

– ¿Del qué?

– Del salario social. Si Melanie llegó a pensar en eso supongo que creyó que irían a la casa de la madre de Euan en Bow. Es probable que ya hubiera estado antes allí. Y al día siguiente regresaría a casa.

– Sorprendente, ¿no? -exclamó Burden-. No tienen trabajo, viven de lo que usted, del ¿cómo lo llamó?, el SS, y encima gastan en copas, en salir con chicas y vaya a saber cuánto en pasajes de tren.

– Todo eso no tiene importancia, Mike, porque sabemos que ella no fue a Londres. Ni siquiera fue a Myringham. No se encontró con Euan porque Euan -Wexford echó otra mirada al último informe de Vine- pasó el resto del día con alguien llamado John Varcava en el Wig y Ribbon, en el Wild Goose y en el Silk’s Club antes de regresar a la habitación alquilada de Varcava en Myringham a las tres de la madrugada. Lo han confirmado un barman, una camarera, el encargado del Silk’s y la casera de Varcava, que casi llegó a las manos con Varcava y Euan Sinclair por el escándalo que montaron en su casa en plena madrugada.

– Entonces ¿qué le pasó a Melanie en los pocos minutos transcurridos después de salir de la oficina del paro? La última persona que la vio, según usted, fue la tal Annette Bystock, la consejera de nuevas solicitudes. ¿Hay necesidad de hablar con ella?

– Está de baja por enfermedad -contestó Wexford-. Quizá ya ha vuelto al trabajo, aunque por lo general la gente no pide el alta el viernes, se toma toda la semana. Pero ¿qué estamos diciendo, Mike? ¿Que Melanie Akande le confió los detalles de una cita secreta a una completa desconocida? ¿A una mujer con la que habló durante quince minutos y con la cual seguramente sólo discutió sobre cómo rellenar un formulario y de las perspectivas de trabajo? Y puestos en el caso, ¿qué cita secreta? Ya tenía una con Euan. ¿Ahora resulta que tenía otra con algún otro tipo una hora antes de encontrarse con Euan?

– Bueno, es usted el que lo dice, yo no. -Burden encogió los hombros-. Mi imaginación no llega tan lejos. Lo único que digo es que debemos hablar con Annette Bystock, exclusivamente porque ella fue la última persona que vio a Melanie… -Burden vaciló.

– Iba a decir «viva», ¿verdad?

Aquí estoy yo, gracias a Dios, era una reflexión que Michael Burden difícilmente se daría. Nunca se le ocurría cuando veía a las víctimas de las hambrunas en la televisión, o cuando pasaban por delante de la media docena de desamparados que dormían en las calles de Myringham. Tampoco se le ocurrió ahora, al entrar en la oficina de la Seguridad Social y ver a los parados que esperaban en las sillas grises.

A su juicio, el hecho de no estar entre ellos no tenía nada que ver con la voluntad divina, sino con su propia diligencia, decisión y voluntad de trabajo. Era uno de aquéllos que les preguntaba a los parados por qué no buscaban trabajo y a los desamparados por qué no se buscaban una casa. Si hubiese estado en París durante la Revolución Francesa le hubiera contestado a los hambrientos que pedían pan que comieran pastel. [1] Ahora, vestido con sus pantalones beige impecables y su nueva americana de lino beige con trazas azules -Wexford solía comentar que nadie le confundiría nunca con un policía-, miró a los parados y pensó qué horrible quedaba el mono como prenda de vestir. Incluso peor que el chándal. Nunca había considerado que estas prendas eran baratas, calientes en invierno y frescas en verano, fáciles de lavar, inarrugables y muy cómodas, y tampoco lo hizo ahora. Volvió su atención hacia los empleados para decidir con cuál de ellos tenía que hablar.

Jenny Burden decía de su marido que si pudiese escoger, siempre le preguntaría a un hombre y no a una mujer, le preguntaría a un hombre por una calle, buscaría al vendedor de la tienda, se sentaría al lado de un hombre en el tren. A él le molestaba, afirmaba, que le hacía parecer como un homosexual, pero era eso lo que ella quería decir. En la oficina de la Seguridad Social podía escoger porque en las mesas había un hombre y tres mujeres. Sin embargo, el hombre tenía la piel marrón y llevaba una placa con el nombre de Sr. O. Messaoud. Burden, que negaba con vehemencia ser racista en ningún sentido, rechazó a Osman Messaoud (de forma inconsciente) por el color de piel y el apellido, y se dirigió a la pecosa y rubia Wendy Stowlap. En aquel momento estaba desocupada y Burden hubiese dado esa razón para elegirla.

– ¿Se trata de la chica desaparecida? -quiso saber ella después de que Burden le preguntara por Annette Bystock.

– Sólo son investigaciones de rutina -respondió Burden, sin comprometerse-. ¿Ha regresado la señorita Bystock?

– Todavía está de baja.

Burden al darse la vuelta, casi chocó contra la siguiente clienta de Wendy Stowlap, una mujerona de mono rojo. Apestaba a tabaco. Siempre se pueden permitir fumar, pensó Burden. Dos de los muchachos sentados en la balaustrada de piedra también fumaban, con los pies rodeados de cenizas y colillas. Burden les miró severo, frunciendo el entrecejo. Su mirada se demoró en el muchacho negro con el pelo a lo rasta, una montaña de trenzas apelotonadas, sobre la que descansaba una gorra de lana, tejida en círculos concéntricos de color. Era el tipo de gorra que él llamaba boina escocesa, como la había denominado su padre y su abuelo antes que él.

Los muchachos ni siquiera se fijaron en él. Era como si su cuerpo fuese transparente y sus ojos lo atravesaran para mirar la piedra, la calle, la esquina donde Brook Road cruzaba la calle Mayor. Le hacían sentirse invisible. Encogió los hombros furioso y se encaminó hacia su coche estacionado en el aparcamiento «estrictamente privado» del personal de la Seguridad Social.

La dirección que le había dado Wexford estaba en Kingsmarkham sur. En otra época había sido una de las mejores zonas de la ciudad donde, a finales del siglo xix, los ciudadanos más prósperos habían edificado grandes mansiones, cada una con algunos metros de jardín. La mayoría de casas seguían en pie pero ahora subdivididas, y los jardines aparecían ocupados con nuevas viviendas y garajes. Ladyhall Gardens había sufrido esta transformación, pero las reliquias victorianas eran más pequeñas y cada una estaba dividida en dos o tres pisos.

Alguien le había dado al número quince el pomposo nombre de Ladyhall Court. Era una casa con tejado de dos aguas, construida con ladrillo «blanco», que era el material de moda en el 1890. Una hilera de sicómoros dorados impedía ver la planta baja desde la calle. Burden estimó que había dos apartamentos por planta, y que a los dos de atrás se accedía por una entrada lateral. Sobre el timbre correspondiente al piso superior la tarjeta decía: John y Edwina Harris; y la de encima del timbre de la planta baja: Sra. A. Bystock.

Al no obtener respuesta del apartamento uno, tocó el timbre de los Harris. Tampoco atendió nadie. La puerta principal tenía una cerradura arriba, otra en el medio, y un pomo de latón, ahora negro por la falta de lustre. Por si acaso, Burden accionó el picaporte y para su sorpresa -y disgusto- se abrió la puerta.

Entró en un vestíbulo con el techo estucado y losetas de vinilo en el suelo. La escalera tenía la balaustrada de hierro y escalones de mármol gris. Había una sola puerta, verde oscuro con el número uno pintado en blanco. El llamador y el pomo eran de latón bien pulido, y el botón del timbre relucía como el oro.

Burden tocó el timbre y esperó. Quizá la mujer estaba acostada. Era lógico si estaba enferma. Permaneció con el oído atento a cualquier sonido, pasos o el crujir del suelo. Volvió a tocar el timbre. El llamador era casi de decoración, sonaba como si un niño golpeara dos palillos entre sí.

Quizás había decidido no atender. Si él estuviera en cama enfermo, solo en casa, y un visitante inesperado tocase el timbre, él no hubiera atendido. Tal vez alguien cuidaba de ella, quizás un vecino, y esa persona tendría una llave.

Se arrodilló y espió por la abertura del buzón. En el interior estaba bastante oscuro, más que en el pasillo. Poco a poco, a través del pequeño rectángulo, distinguió el vestíbulo en sombras, con el suelo de moqueta roja y una consola pequeña con un cesto dorado lleno de flores secas. Se puso de pie, tocó el timbre, golpeó con el llamador, se agachó y gritó el nombre de la mujer a través de la abertura: «¡Señora Bystock!» y otra vez más fuerte: «¡Señora Bystock! ¿Está en casa?».

Gritó el nombre por última vez y después salió de la casa para ir a un costado, apartando las ramas de los sicómoros con sus hojas correosas que lo oscurecían todo. Esta ventana pequeña correspondería a la cocina, y esta otra al baño. Aquí no había sicómoros, sólo plumeros amarillos a ambos lados de un camino de cemento. Las cortinas de la última ventana junto a la puerta lateral estaban cerradas. El instinto le hizo mirar atrás, de la manera que hacemos cuando pensamos que nos observan. Al otro lado de la calle, en una casa del 1900 con un pequeño jardín, alguien le miraba desde una ventana del piso superior. Un rostro que parecía tan viejo como la casa, arrugado, ceñudo, iracundo.

Burden volvió otra vez a la ventana. Le pareció extraño ver las cortinas echadas. ¿Tan enferma estaba? ¿Tan enferma como para necesitar dormir en una habitación a oscuras a media mañana? Se le ocurrió que quizá no estaba enferma en absoluto, que se escaqueaba del trabajo y que había ido a alguna parte.

De pronto se volvió esperando encontrarse conque el viejo de la ventana había bajado y cruzado la calle para llamarle la atención. Pero el rostro seguía allí, con la misma expresión, y tan inmóvil, tanto, que por un momento Burden se preguntó si se trataba de una persona real o una simulación, una silueta de madera de un observador iracundo y malvado, puesto allí por el ocupante de la misma manera que algunos ponen un gato de yeso en el jardín para espantar a los verdaderos.

Pero era una tontería. Se agachó para espiar entre las cortinas, pero la abertura era demasiado pequeña, casi una línea. Sin importarle lo que pudiera decir o hacer el observador, se arrodilló en el suelo de cemento e intentó mirar por debajo del repulgo de las cortinas. Había un espacio de poco más de un centímetro entre la tela y el marco de la ventana. El interior estaba oscuro. No veía casi nada. Después, a medida que sus ojos se habituaron a la penumbra, vio el borde de un mueble, quizás una cómoda, la pata de madera lustrada sobre la moqueta azul, parte de una tela floreada que tocaba el suelo. Y una mano. Una mano, que colgaba entre aquellas lilas y rosas estampadas, una mano blanca inmóvil con los dedos extendidos.

Debía ser de porcelana, de yeso o de plástico. No podía ser real. O lo era y ella dormía. ¿Cómo podía dormir después de tantos gritos? Casi en un gesto involuntario, sin preocuparse de los posibles mirones, golpeó el cristal con los nudillos. La mano no se movió. La dueña de la mano no se levantó de un salto, asustada.

Burden fue corriendo hacia la puerta de la casa. ¿Por qué nunca había aprendido a forzar una cerradura? Abrir ésta hubiese sido un juego de niños para muchos hombres y mujeres que encontraba cada día. En las películas, las puertas se hundían con sólo tocarlas con el hombro. Siempre se reía enojado cuando veía a los actores de la televisión lanzarse contra puertas muy sólidas y tumbarlas como si fuesen de papel. Además, no hacían ruido. Sabía que sus intentos serían ruidosos y que seguramente llamaría la atención de los vecinos. Pero no podía evitarlo.

Se lanzó contra la puerta, utilizando el hombro como ariete. La puerta se sacudió y crujió pero la acción le causó más daños a él que a la puerta. Se frotó el hombro y lo intentó otra vez, y otra, y una vez más. Esta vez probó con el pie, descargó una patada y se oyó el crujido de la cerradura. Otro puntapié -no había pateado así desde los partidos de fútbol en la escuela- y la puerta se abrió con la cerradura deshecha. Entró en el apartamento y se detuvo a recuperar el aliento.

El vestíbulo era minúsculo. Pasada una esquina se convertía en un pasillo. Las cinco puertas estaban cerradas. Burden lo recorrió, calculó cuál sería la puerta del dormitorio, la abrió y encontró un armario. La siguiente debía ser la del dormitorio, estaba apenas entreabierta. Inspiró con fuerza y la abrió del todo.

La mujer parecía dormir, la cabeza sobre la almohada, el rostro hundido en ella y oculto por una masa de pelo oscuro rizado. Un hombro al aire, el otro y el resto del cuerpo tapado por las sábanas y la colcha floreada. Desde el hombro desnudo se extendía el brazo, blanco, regordete con la mano que había visto, casi rozando el suelo.

Burden no tocó nada, ni las cortinas, ni las sábanas, ni la cabeza enterrada, nada sino la mano colgante. Apoyó un dedo sobre el dorso por encima de los nudillos. Estaba rígida y fría como el hielo.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Referencia a un comentario de la reina María Antonieta en tal situación. (N. del T.)