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Iba a ser un buen día, si se podía soportar la humedad. No se movía ni una hoja, no había mucha niebla pero el aire era pegajoso. Uno quería llenar los pulmones de aire fresco pero este era aire húmedo, el único disponible. El calor del sol se filtraba entre cedazos de nubes detrás de las cuales el cielo debía tener un color azul fuerte aunque parecía un ópalo lechoso y estaba cubierto de una tupida red de cirros.
El humo de los coches quedaba atrapado debajo de las nubes y el aire inmóvil. Wexford pasó por lugares donde alguien se había parado a charlar mientras fumaba. El olor que flotaba era de tabaco, aquí un cigarrillo francés, allá un puro. Aunque era temprano, todavía no eran las diez, de la pescadería emanaba un hedor a pescado rancio. Pasar junto a una mujer de cuya piel emanaba una suave fragancia a espliego o almizcle era un alivio agradable. Se detuvo a leer el menú colocado en el escaparate del nuevo restaurante hindú, el Nawab: pollo korma, cordero tikka, pollo tandoori, gambas biryani, murghe raja. Los platos habituales, pero lo mismo se podía decir del rosbif y del pescado con patatas fritas. Todo dependía de la forma de cocinarlo. Él y Burden podían venir a comer aquí, si tenían ocasión. De lo contrario, tendrían que conformarse con los platos preparados del Moonflower, el restaurante de comida cantonesa.
El Servicio de Empleo y Centro de Trabajo estaba a este lado del puente de Kingsbrook, un poco más allá de Brook Road, entre la charcutería de Mark y Spencers y la Nationwide Building Society. No era el lugar más adecuado, pensó Wexford, que nunca se lo había planteado. A la gente que venía a firmar seguramente le haría poca gracia cualquier cosa que les recordara las gravosas hipotecas y las casas perdidas y muy poco les alegraría ver a los compradores salir de la charcutería cargados con bolsas de productos de lujo que ellos ya no se podían permitir. Sin embargo, nadie capacitado para hacerlo había pensado en esto y quizá el SEC había llegado antes. No lo recordaba.
Un aparcamiento cerca -«Para uso exclusivo del personal del SEC»- tenía acceso a la calle Mayor. Unas escaleras con balaustradas de piedra cuarteada conducían hasta las puertas dobles de aluminio y cristal. En el interior olía a rancio. Era difícil identificar el olor. Wexford vio dos carteles que prohibían fumar («Estrictamente prohibido») y nadie fumaba. Tampoco olía a sudor. Si dejaba volar la imaginación, y decidió contenerse, hubiese dicho que era el olor de la desesperación, de la derrota.
La gran sala estaba dividida en dos secciones; una, la más grande, era la oficina de la seguridad social, donde daban fe de vida, vecindad y permanencia en el paro, firmando ante un funcionario; en la otra, se ofrecían trabajos. A primera vista, parecía haber abundancia. En un tablero pedían recepcionistas; en otro, servicio doméstico y recaderos, y en un tercero, vendedores de toda clase, chóferes, camareros y oficios diversos. Leyó unos cuantos y vio que en todos los casos sólo podían presentarse aquellos con experiencia -se pedían referencias, títulos, formación-, aunque era obvio que sólo querían gente joven. Ninguna de las tarjetas ponía: «Edad máxima, 30 años», pero se insistía en la energía como un requisito esencial, o un aspecto joven y vigoroso.
La gente se sentaba en tres hileras de sillas. Todos debían tener menos de sesenta y cinco años pero los mayores aparentaban más. Los jóvenes parecían haber perdido toda esperanza. Las sillas que ocupaban era de un color gris neutro y ahora advirtió que había una combinación de colores, una combinación un tanto desafortunada de crema, azul marino y gris. Al final de cada hilera, en la moqueta jaspeada, había una planta de plástico en una urna griega de plástico. A un lado había varias puertas con carteles de «Privado» y una, que aparentemente comunicaba con el aparcamiento: «Estrictamente privado». Aquí tenían pasión por lo estricto.
Al parecer, tenías que coger un número de una máquina. Cuando tu número coincidía con el número que se encendía en rojo en una de las mesas, te levantabas y firmabas tu solicitud. Esto era lo que parecía, un poco como en la consulta del médico. Wexford dudó entre el mostrador de «Buscaempleos» (otra palabra compuesta nueva) y las mesas numeradas. En cada una de éstas había alguien sentado o de pie, discutiendo las complicaciones de su solicitud con un empleado. La placa gris y azul que llevaba la empleada más cercana a él informaba que era la señorita I. Pamber, oficial administrativo.
En una de las mesas no había nadie de momento. Wexford se acercó a W. Stowlap, oficial administrativo, y le preguntó cortésmente si podía hablar con alguno de sus superiores. Ella le miró y dijo con voz áspera:
– Tiene que esperar su turno. ¿No sabe que ha de coger una tarjeta de la máquina?
– Esta es la única tarjeta que tengo -replicó enfadado. Le enseñó su identificación mientras añadía tajante: -Policía.
Ella era una mujer delgada y pecosa, con las cejas blancas, y el rubor le sentaba mal. La marea rosa se extendió hasta las raíces de su pelo rubio casi blanco.
– Perdone -dijo-. Usted busca al director, el señor Leyton.
Mientras la mujer iba a buscarle, Wexford se preguntó el motivo para todas estas formalidades, las «Sra.» y los «Sr.», las iniciales en lugar de los nombres de pila. No es que le importara, sus nietos Ben y Robin llamaban a todo el mundo por el nombre, incluso al doctor Crocker, que era sesenta años mayor que ellos.
Con discreción, sin mirar descaradamente, observó a las personas que esperaban. Había muchas mujeres, casi la mitad. Antes de que su mujer le metiera la bronca, tratándolo de sexista, machista y antediluviano, Mike Burden comentaba siempre que si todas las mujeres casadas renunciaran a sus empleos las cifras del paro se reducirían a la mitad. Un negro, alguien que parecía del sureste asiático, dos o tres indios; Kingsmarkham se hacía cada vez más cosmopolita. Entonces, en la fila de atrás, vio a la joven ligeramente obesa que había estado en la sala de espera del centro médico. Vestida con unas mallas rojas y verdes estampadas y una camiseta blanca ajustada, se reclinaba en la silla con las piernas abiertas, mirando un cartel en el que, debajo de un dibujo de un globo pintado con colores vivos, anunciaba el «Taller del Plan-trabajo». Y recomendaba a los candidatos que «den un impulso a la búsqueda de empleo».
Wexford pensó que miraba sin ver. Parecía sumida en el letargo a fuerza de martillazos, sin pensamientos, incluso sin resentimiento, en la desesperación más absoluta. Hoy Kelly no estaba con ella, la niña que corría sobre las sillas y rompía revistas. Seguramente la había dejado con otra madre o una vecina, y no, confió, en una de esas guarderías donde ataban a los niños a los cochecitos y les dejaban delante del televisor para que vieran películas de monstruos horripilantes. Mejor eso que solos. A su lado, mejor dicho dos sillas más allá, una joven guapa y delgada ofrecía un cruel contraste. Tenía el sello de la clase media, desde el pelo largo color miel, limpio reluciente y cortado recto como el ruedo de una cortina, la camisa blanca y la falda lejana azul hasta los mocasines marrones. Otra Melanie Akande, pensó Wexford, otra nueva licenciada que acaba de descubrir que la licenciatura no viene acompañada automáticamente por un empleo…
– ¿En qué puedo ayudarle?
Wexford se dio la vuelta. El hombre tenía unos cuarenta años, el rostro enrojecido, el pelo negro, facciones grandes, un tipo con pinta de los que tienen la presión alta. En la americana gris llevaba prendida la placa con el nombre y cargo: Sr. C. Leyton, director. Tenía una voz áspera y chirriante y el acento de algún lugar al norte del Trent.
– ¿Quiere ir a algún lugar privado? Leyton formuló la pregunta como si esperara un «no» o un «no se moleste».
– Sí -contestó Wexford.
– ¿De qué se trata? -le preguntó Leyton por encima del hombro mientras llevaba a Wexford más allá del mostrador y las cabinas de nuevas solicitudes.
– Puedo esperar hasta que lleguemos a su lugar privado. Leyton encogió los hombros. El hombre fornido que vigilaba delante de la puerta se apartó al verles. La oficina de la Seguridad Social necesitaba más guardias de seguridad que la mayoría de los bancos y era el empleo favorito de los miembros de los cuerpos uniformados. La desesperación, la paranoia, la indignación, el resentimiento, el miedo y la humillación engendraban violencia. La mayoría de las personas que venían aquí estaban furiosas o asustadas.
– Soy Cyril Leyton -se presentó el director, aunque un poco tarde. Cerró la puerta-. ¿Cuál es el problema?
– Espero que no haya ninguno. Quiero que me diga si una… solicitante vino aquí el martes para ver a uno de sus consejeros de nuevas solicitudes. El martes, seis de julio, a las dos y media.
Leyton frunció los labios y enarcó las cejas. Su expresión hubiese sido la apropiada de un jefe del MI5 ante la petición de un subordinado, un chófer o alguien de la limpieza para tener acceso a documentos ultrasecretos.
– No quiero ver la documentación -añadió Wexford, impaciente-. Sólo quiero saber si estuvo aquí. Y también quiero hablar con el consejero que la atendió.
– Bueno, yo…
– Señor Leyton, esto es una investigación policial. Sabe que puedo conseguir una orden judicial en un par de horas. ¿Tiene algún sentido demorar las cosas?
– ¿Cómo se llama?
– Melanie Akande. A K A N D E.
– Si vino el martes -dijo Leyton, de mala gana-, ya tiene que figurar en el ordenador. ¿Me espera un momento?
Sus modales eran una desgracia, fríos, agrios, repelentes. Wexford supuso que el mayor placer de su vida era poner la mayor cantidad de pegas. ¿Qué efecto causaría en los solicitantes? Quizá nunca les veía, quizás estaba «muy por encima» (como decía Laurette Akande) para atenderles.
El despacho era todo gris, con archivadores en todas las paredes. Había una silla gris idéntica a las utilizadas por los solicitantes, una mesa de escritorio de metal gris pequeña y un teléfono gris. La vista a través de la ventana parecía un estallido de color, aunque sólo era la ventanilla de entrega de paquetes en la parte de atrás de Marks y Spencers. Cyril Leyton entró en la habitación, con una carpeta llena de hojas sueltas.
– La señorita Akande se presentó a su cita a las dos y media y entregó su ES 461. Ese es el formulario requerido para…
– Ya lo sé -le interrumpió Wexford.
– Bien. La consejera de nuevas solicitudes que le atendió fue la señorita Bystock, pero no podrá hablar con ella, está de baja. -Leyton se humanizó por un segundo-. Uno de esos virus.
– Si ella está enferma, ¿cómo sabe que fue la señorita Bystock quien atendió a Melanie Akande y no el señor Stanton?
– Por favor. Sus iniciales están en la solicitud. ¿Lo ve?
Leyton sólo le mostró a Wexford la esquina inferior derecha de la hoja donde aparecían las iniciales: A. B. escritas a lápiz, mientras ocultaba todo lo demás.
– ¿Alguien más le vio? ¿Alguno de los consejeros? ¿El personal administrativo?
– No, que yo sepa. ¿Por qué?
– A mí no me lo pregunte -le reprochó Wexford, cortante-. No entorpezca mi trabajo. -Leyton abrió la boca, pasmado-. Señor Leyton, es una falta grave obstruir el trabajo policial. ¿Lo sabía? Melanie Akande ha desaparecido de su casa. No se le ha visto desde que salió de este edificio. Es un asunto muy serio. ¿Lee los periódicos? ¿Ve la televisión? ¿Sabe lo que ocurre en el mundo en que vivimos? ¿Tiene algún motivo para entorpecer las averiguaciones?
El rostro del hombre tomó un color rojo oscuro.
– No lo sabía -dijo como si le arrancaran las palabras-. Yo siempre…, bueno, no se me había ocurrido.
– ¿Quiere decir que este comportamiento es el suyo habitual?
Leyton no contestó. Entonces pareció recuperar el control.
– Lo lamento. Estoy sometido a una gran presión. ¿Le ha ocurrido algo? ¿A esta mujer?
– Es lo que pretendo averiguar -Wexford le mostró la foto-. ¿Se lo puede preguntar al personal, por favor?
Esta vez, Wexford esperó fuera del opresivo despacho gris. Recordó la estrofa de un himno: «Débiles hijos del polvo…». Aquel despacho era como una celda hecha de polvo. Leyó los demás carteles, los que proponían los trabajos a prueba, y uno que preguntaba a los empleadores: «¿Escoge siempre a la persona adecuada para ocupar su vacante?». Decidió llenar su propia vacante con uno de los folletos.
No podía ser más apropiado. «Esté alerta», avisaba. «No corra riesgos cuando busque un empleo.» En las páginas interiores leyó: «Dígale a un amigo o familiar dónde va y a que hora espera estar de regreso… Póngase de acuerdo para que le vayan a buscar si la entrevista tiene lugar fuera de las horas de trabajo… Averigüe todo lo que pueda sobre la empresa antes de la entrevista, especialmente si no hay detalles en la oferta de trabajo. Asegúrese de que la entrevista tiene lugar en las oficinas del empleador o, si no, en un lugar publico. Nunca se presente a un trabajo que aparentemente ofrece mucho dinero por muy poco trabajo, ni acepte continuar la entrevista tomando una copa o cenando, aunque todo parezca ir de perlas, o permita que el entrevistador lleve la conversación hacia temas personales que no tienen ninguna relación con el empleo, ni tampoco acepte que el entrevistador le lleve a su casa…»
A Melanie no le habían ofrecido un trabajo, no le habían enviado a una entrevista, ¿o sí? Cyril Leyton regresó acompañado por una administrativa llamada Sra. I. Pamber, una joven bonita de pelo oscuro y brillantes ojos azules, vestida con una falda gris y camisa rosa. Wexford había observado que ningún empleado llevaba téjanos; todos vestían con pulcritud aunque un tanto anticuados.
– Vi a la chica que busca.
– ¿Habló con ella?
– No, no tenía por qué. Yo estaba en el mostrador. Sólo le vi entrar y hablar con Annette… la señorita Bystock.
– ¿Recuerda la hora?
– Tenía cita a las dos y media, y ninguna dura más de veinte minutos. Supongo que fue alrededor de las tres menos veinte.
– Si es que la señorita Bystock la recibió puntualmente. ¿O tuvo que esperar media hora?
– No, es imposible. La última cita de los consejeros es a la tres y media, y sé que Annette tenía otras tres después de verla a ella.
Así que Laurette Akande se había equivocado. Le pidió a Leyton la dirección de Annette Bystock. Mientras el director iba a buscarla, Wexford le preguntó a la joven:
– ¿La vio salir del edificio? ¿Atravesar las puertas?
– Sólo la vi hablar con Annette.
– Gracias por su ayuda, señorita Pamber. Por cierto, puede decirme una cosa, ¿por qué en éstos tiempos en que todo el mundo se trata por el nombre de pila todos ustedes llevan Sr. o Sra. además del apellido y la inicial del nombre en las placas de identificación? Parece demasiado formal.
– Oh, no, en absoluto -contestó la joven. Tenía unos modales encantadores, pensó el inspector, amables y con una pizca de coquetería-. En realidad, soy Ingrid. Nadie me llama señorita Pamber, nadie. Pero dicen que es para nuestra seguridad.
Ella le miró entre las largas pestañas oscuras. Nunca había visto unos ojos tan azules, el azul de la genciana, de la porcelana de Delft o de un zafiro oriental.
– No le entiendo.
– Verá, la mayoría de los clientes están bien, me refiero a que son agradables, pero algunas veces te toca algún chiflado, loco, ya sabe. Una vez apareció una que le tiró ácido a Cyril, quiero decir el señor Leyton. No le acertó pero le faltó poco. ¿No lo recuerda?
Wexford lo recordó vagamente, aunque cuando sucedió estaba de vacaciones.
– Por suerte, no hay muchos capaces de hacer eso. Pero si lleváramos el nombre completo en nuestras placas, pongamos por caso «Ingrid Pamber», podrían buscamos en la guía de teléfonos y…, quién sabe, te llamaría alguien que cree estar enamorado de ti o alguien -y eso es lo más probable- que te odia. Ya sabe, nosotros trabajamos y ellos no, esa es la cuestión.
Wexford se preguntó cuántas ¡I. Pamber! había en la guía telefónica de Kingsmarkham y su distrito, y calculó que sólo una. Sin embargo, mantener los nombres de pila en secreto era una medida prudente. Se le ocurrió que quizás hubiera muchas personas que se imaginarían estar enamoradas de Ingrid Pamber.
Le llamó la atención otro cartel que advertía a los que buscaban un empleo que no le pagaran a nadie por conseguírselo. El sistema parecía abierto a muchos abusos. Con la dirección de Annette Bystock en el bolsillo, salió del edificio y bajó las escaleras. En la media hora transcurrida desde su llegada habían aparecido varios jóvenes que estaban sentados en las balaustradas de piedra; dos fumaban, los otros contemplaban el vacío. No se fijaron en él. En la acera donde alguien, quizás uno de ellos, lo había tirado, había un ES 461, el formulario con páginas de colores. Estaba abierto en la página tres y cuando Wexford se agachó para recogerlo vio que habían contestado la famosa pregunta número cuatro: «Si no trabajó en los últimos doce meses, ¿a qué dedicó su tiempo?». Escrita con letras de imprenta en el espacio asignado había una sola palabra: «Meneármela».
Soltó una carcajada. Comenzó a estudiar el camino que quizá había seguido Melanie Akande al salir de las oficinas. Según Ingrid Pamber, le había sobrado tiempo para coger el autobús de las tres y cuarto a Myringham. La parada estaba a cinco minutos a pie.
Wexford se cronometró hasta la parada de autobús más próxima. Éstos períodos de tiempo casi siempre eran más cortos de lo pensado, y comprobó que no tardó cinco sino tres minutos en llegar. Sin embargo, no había ningún autobús más temprano. Estudió el horario en el tablero, un tanto estropeado, con el cristal rajado en diagonal, pero todavía legible. Los autobuses pasaban cada hora, en el primer cuarto. Melanie había tenido que esperar por lo menos veinte minutos.
Era durante las esperas forzosas, pensó, cuando las mujeres aceptaban que alguien las llevara. ¿Lo habría hecho? Le preguntaría a los padres si ella acostumbraba a hacer autoestop. Primero esperaría el informe de Vine para saber el fruto de las averiguaciones en Myringham. Mientras tanto, ¿habría alguien cercano a la parada que hubiera visto algo?
En la tintorería no sabían nada. Desde la bodega no se veía la calle, lo impedía la multitud de botellas y latas colocadas en los escaparates. Entró en el quiosco de Grover. Era su quiosco de toda la vida, el que le enviaba el periódico cada día desde hacía años. En cuanto le vio entrar, la mujer detrás del mostrador comenzó a disculparse por las demoras en las entregas. Wexford la interrumpió, dijo que no se había dado cuenta, y que en cualquier caso no esperaba que un colegial se levantara al alba para llevarle su Independent a las siete y media. Le mostró la foto.
El hecho de que Melanie Akande fuera negra era una ventaja. En un lugar donde había muy pocos negros, la conocían, la recordaban, incluso aquellos que nunca habían hablado con ella. Dinny Lawson, la encargada del quiosco, la conocía de vista pero, por lo que sabía, nunca había estado en el local. En cuanto a la cola del autobús, algunas veces se fijaba en ella y otras no ¿Wexford se refería al martes por la tarde? Sólo estaba segura de una cosa. Nadie, blanco o negro, había tomado el autobús de las tres y cuarto a Myringham, nadie.
– ¿Cómo puede estar tan segura?
– Se lo diré. Mi marido me dijo, creo que fue el sábado o el domingo, que le extrañaba que mantuvieran el servicio de autobús de primera hora de la tarde porque nunca viajaba nadie. Por las mañanas, sí, sobre todo los de las ocho y cuarto y las nueve y cuarto, y también los de última hora, van llenos. Así que le respondí, mantendré un ojo atento y ya veremos. Bueno, esta semana tuvimos la puerta abierta cada día por el calor, y veía la parada sin necesidad de acercarme a la puerta. Mi marido tenía razón, ni el lunes, ni el martes ni ayer subió nadie en los autobuses de las dos y cuarto, tres y cuarto y cuatro y cuarto. Mi marido quiso apostar cinco libras a que tenía razón y me alegré de no haber aceptado la apuesta.
Así que había desaparecido en algún punto entre la oficina de la Seguridad Social y la parada del autobús. No, «desaparecido» era una palabra demasiado fuerte, por el momento. No importa lo que les hubiera dicho a los padres, quizá nunca pensó en tomar aquel autobús. Tal vez había arreglado encontrarse con alguien después de su cita con el consejero de nuevas solicitudes.
En ese caso, ¿era posible que se lo hubiera dicho a Annette Bystock? Wexford no sabía si Annette Bystock era una de esas personas amables que invitaban a las confidencias de los demás, confidencias que no tenían una vinculación aparente con el tema a tratar. Era muy posible que Annette le hubiese preguntado si ella estaba disponible para una entrevista aquel mismo día y Melanie le hubiese dicho que no, que iba a encontrarse con su novio.
O quizá no había habido cita alguna con un novio, ninguna confidencia, nada que confiar, y Melanie había aceptado la invitación de un desconocido de llevarla a Myringham. Después de todo, Dinny Lawson no había dicho que aquella tarde no había nadie cerca de la parada, sólo que no había visto a nadie tomar el autobús cuando llegó.
Dora Wexford había tomado la costumbre de preparar grandes cantidades de comidas muy elaboradas para su hija y la familia de su hija cuando venían a comer. Su esposo le había comentado que aunque Neil y Sylvia estaban en el paro, no eran pobres, ni estaban en la cola de la olla popular, pero no sirvió de nada. Aquella noche Wexford llegó a su casa justo a tiempo para disfrutar de una sopa de zanahorias y naranjas antes del plato principal, consistente en riñones de cordero a la brasa, empanada de espinacas y requesón, patatas nuevas y judías verdes. Las cucharas de postre revelaban la posterior llegada de aquella rareza, aquel lujo que nunca disfrutaban cuando estaban los dos solos: un budín.
Neil, pálido y ojeroso, comía vorazmente como si buscase consuelo en los alimentos. Cuando Wexford se unió a ellos, le explicaba a su suegra el fracaso de su visita a la oficina de la Seguridad Social. No podía percibir ningún pago porque, antes de perder su trabajo, había sido trabajador independiente.
– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó Wexford.
– Él me lo explicó con mucho detalle. Como trabajador independiente no pagué al seguro nacional clase uno durante los dos años fiscales anteriores al año fiscal en el que hago la solicitud…
– ¿Pero tú los pagaste?
– Claro que sí pero en otra clase. Él también me lo explicó.
– ¿Quién era? ¿La señora Bystock o el señor Stanton?
– ¿Cómo lo sabes? -Neil le miró atónito.
– Tengo mis razones -contestó Wexford enigmático. Después añadió-: Hoy estuve allí por otro asunto.
– Fue Stanton -dijo Neil.
Wexford se preguntó de pronto por qué Sylvia parecía tan ufana. Preocupada por mantener el peso, había comido los riñones, rehusado la empanada y ahora había dejado los cubiertos en diagonal sobre el plato. Una sonrisa levantaba la comisura de los labios. Uno después del otro, Ben y Robin pidieron más patatas.
– Prometed que os las comeréis todas.
– Problem yok -replicó Robin.
– ¿Qué piensas hacer? Tienen que hacer algo por ti.
– Sylvia es la que tiene derecho, ¿te lo puedes creer? Se da el caso que trabajaba a tiempo parcial, pero reunió las horas suficientes para presentar la solicitud, así que lo hizo por ella, por mí y los niños.
Después de decirle a Ben que masticara correctamente y que no se tragara la comida a trozos, Sylvia manifestó con aire triunfal:
– Firmaré cada martes. Los martes firman de la A a la K, los miércoles de la L a la R y los jueves de la S a la Z. Me pagarán por todos nosotros. Y ellos pagarán la hipoteca. A Neil le ha sentado como un tiro, ¿no es así, Neil? Hubiera preferido que saliera a hacer faenas domésticas.
– No es verdad.
– Es verdad. No diré que no me alegro porque mentiría. ¿Cómo creéis que me siento después de soportar durante años que mi marido me dijera primero que no era capaz de ganarme un sueldo, y, cuando lo ganaba, dijera que no valía la pena porque se lo llevaban los impuestos?
– Nunca dije tal cosa.
– Me siento en la gloria -afirmó Sylvia, sin hacerle caso-. Ahora todos ellos dependen de mí. Todo ese dinero, y es mucho, me lo pagarán a mí. Para que después hablen de sexismo y de machismo…
– No pagarán la hipoteca -le interrumpió Neil-. Casi todo lo que dices no es exacto. Pagarán los intereses de la hipoteca y pondrán un límite en la cantidad que pagarán. Tendremos que poner la casa en venta.
– De ninguna manera.
– Claro que sí. No tenemos otra opción. La venderemos y compraremos una adosada en Mansfield Road, si tenemos suerte. Dora, eso parece budín de Navidad, uno de mis preferidos. No tiene mucho sentido, Sylvia, que cuentes una sarta de mentiras como reivindicación de los derechos femeninos.
– ¿Sabéis por qué los hombres tienen la nuez de Adán? -preguntó Ben.
Wexford le respondió que no mientras bendecía a su nieto en silencio por la interrupción.
– Es porque cuando la serpiente le dio a Eva la manzana ella se la comió tranquilamente, pero en cambio a Adán se le atragantó un trozo y por eso los hombres tienen ese trozo que les sobresale.
– Si ese cuento no es machismo puro, ya me diréis qué es. A ver si acabas de una vez con las patatas, Robin.
– No pasa nada.
– No sé qué significa -dijo Sylvia, malhumorada.
Wexford rechazó el budín y el café, y fue al vestíbulo para llamar al sargento detective Vine.
A Barry Vine le costó dar con Euan Sinclair. Acababa de regresar de Londres. Pensaba escribir su informe después de cenar. Wexford lo tendría sobre su escritorio a las nueve de la mañana.
– Hágame un resumen -le pidió Wexford.
– No encontré a la chica.
Vine había ido primero a la dirección dada por el doctor Akande. Era una casa victoriana bastante grande en el East End, ocupada por tres generaciones de las familias Sinclair y Lafay. Una abuela anciana, que vivía allí desde hacía treinta años, sólo hablaba una versión del patois. Tres de las hijas también vivían en la casa y cuatro de sus hijos, pero no Euan. Se había mudado hacía cosa de tres meses.
Las mujeres, que sentían una profunda desconfianza por la policía, hablaron con él con recelo. La madre de Euan, Claudine, ocupaba la planta baja con su compañero y padre de sus dos hijos pequeños, un hombre llamado Samuel Lafay, hermano del ex marido de la hermana mayor…
– Por favor, abrevie -dijo Wexford.
Era obvio que Vine disfrutaba con el relato de las complejidades de esta intrincada familia. Al parecer se lo había pasado en grande. Después de preguntarse retóricamente por qué ella tenía que decirle nada sobre su hijo que era un hombre decente, honesto y honorable, un intelectual, Claudine Sinclair o Lafay le dio la dirección de un piso municipal en Whitechapel. Este resultó ser el hogar de una muchacha llamada Joan-Anne, madre de la hija de Euan Sinclair. Joan-Anne no quería saber nada de Euan, aunque ganase un millón de libras ella no aceptaría ni un penique para el sustento de su hija, Tasga, le rechazaría aunque le suplicara de rodillas; ahora tenía a un hombre bueno que nunca había estado sin trabajo. La joven le dio a Vine una dirección en Shadwell, la casa de Sheena («una pobre burra que se deja pisotear») que era la madre del hijo de Euan.
Euan había ido a firmar, le informó Sheena. Le tocaba los jueves. Después de firmar acostumbraba a ir a tomar unas copas con los amigos, pero regresaría a casa a alguna hora, no sabía cuándo. No, Vine no podía esperarle, no lo consentiría. Vine comprendió que la idea le inquietaba, quizá por lo que pudieran decir los vecinos. Sin duda los vecinos le habían identificado, por aquella misteriosa manera que tienen algunas personas de descubrir a los policías, y tomarían buena nota de cuántas horas pasaba Vine en el piso de Sheena. Mientras conversaban, el hijo de Euan se desgañitaba. Sheena fue a buscarle y regresó con un niño guapo y furioso que ya parecía demasiado grande como para que pudiera cargarlo su diminuta madre.
«Para ya de chillar, Scott, para ya de chillar», le ordenó la mujer, una y otra vez, sin conseguir ningún resultado. Scott continuó chillándole a ella y al visitante. Vine se marchó y regresó a las cuatro.
Sheena y su hijo seguían solos. Scott berreaba de vez en cuando. No, Euan no había vuelto. ¿Llamarla por teléfono? ¿Qué quería decir con llamarla por teléfono? ¿Por qué iba a llamarla? Vine renunció. Sheena le dio al niño un paquete de patatas fritas y le sentó delante del televisor para que viera una serie: Corrupción en Miami. Cuando Scott se calló. Vine le preguntó a la madre sobre Melanie Akande, pero era evidente que nunca la había oído mencionar. Mientras Vine insistía en preguntar, apareció Euan Sinclair.
Alto, guapo, muy delgado, Euan tenía un aire que a Vine le recordó a Linford Christie. Llevaba el pelo al rape, una semana de crecimiento, calculó Vine, después de afeitarse la cabeza. Caminaba con la gracia particular de los jóvenes negros, todos los movimientos a partir de las caderas, el torso erguido e inmóvil. Pero fue su voz la que sorprendió a Vine. No era inglés criollo, del que le separaba una generación, ni cockney del East End, tampoco del estuario sino algo cercano a la escuela pública.
– Así que además de ser un esnob, también es un racista, Barry -comentó Wexford medio en serio, medio en broma.
Vine no lo negó. Dijo que tenía la impresión de que Euan Sinclair había aprendido a hablar de esa manera por alguna desconocida razón política. De pronto se le ocurrió -por primera vez- que Euan quizá negaría conocer a Melanie en presencia de Sheena.
– Es lo primero que hubiera pensado -señaló Wexford.
– Sin embargo, no fue así. Eso fue lo más curioso. Vi que era una novedad para ella y que no le hacía ninguna gracia. En cambio, él no le dio ninguna importancia.
Había estado con Melanie la semana pasada. En el acto de graduación en Myringham. Habían tenido una charla y ella aceptó verle el martes siguiente en Myringham. Sheena le miraba horrorizada. A Melanie la habían invitado a la fiesta de Laurel Tucker, dijo Euan, y él pensaba asistir.
Vine le preguntó dónde se habían citado y Euan mencionó un pub en Myringham. Sobre las cuatro. El Wig y Ribbon en la calle Mayor, abría de las once de la mañana a las once de la noche. Ella no se había presentado, aunque Euan esperó hasta las cinco y media. Entonces, vio a un conocido, otro alumno de la universidad de Myringham. Los dos tomaron unas copas, fueron a otro bar, después a otro, y Euan acabó durmiendo en el suelo de la habitación del amigo. Sheena no pudo contenerse más.
– Me dijiste que habías pasado la noche en casa de tu abuela.
Él le respondió, con el mismo tono en que alguien dice que llueve:
– Te mentí.
Sheena se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla detrás de ella Euan le advirtió:
– Será mejor que no me dejes solo con él. No soy una niñera. Eso es trabajo de mujer.
– Hablaré con el tipo que se fue de copas con él -dijo Vine-, pero creo que me dijo la verdad. Me dio el nombre y la dirección del amiguete tan tranquilo.
– Por lo que parece, Melanie nunca llegó a Myringham -señaló Wexford-. Algo le pasó en la calle Mayor de Kingsmarkham. En un tramo de ciento ochenta metros. Tenemos que averiguar qué fue.